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04 octubre, 2021

Cirugía Mayor.

 

Probablemente, se trata de una de las calles más cortas de Sevilla, entre la Plaza de Menjíbar y Castellar, paralela a Feria, no muy lejos de la Iglesia de San Juan de la Palma. Debe su nombre a un cirujano, Bartolomé Hidalgo de Agüero, quien durante el siglo XVI alcanzó justa fama y cuyo nombre, en aquellos años recios de duelos y estocadas, los espadachines invocaban antes de entrar en liza: "A Dios me encomiento y al Doctor Hidalgo de Agüero". Pero como siempre, vayamos por partes. 

En torno a 1383 habría nacido, probablemente en Lora del Río, Juan de Cervantes y Bocanegra, miembro de un noble linaje y nieto del Almirante de Castilla, nada menos. Llamado a la vocación religiosa, doctorado en Salamanca, intervino en varios Concilios, como el de Siena, tras lo cual fue ascendido al rango de Cardenal en 1426. Prosiguió siempre defendiendo la causa de la primacía papal en otros Concilios como los de Basilea o Maguncia y finalmente, tras pasar por las diócesis de Ávila o Segovia, recaló en la Archidiócesis Hispalense en 1449. 

Establecido ya en Sevilla, tomó parte activa en las obras de la Catedral, aportando importantes sumas de dinero, formó una imponente biblioteca de más de trescientos volúmenes (legada al cabildo hispalense) e incluso fundó 1450 la Cofradía de la Santa Faz en el monasterio franciscano del Valle. Su legado, tras fallecer en 1453, quedó plasmado en dos obras, su impresionante sepulcro catedralicio, realizado por Mercadante de Bretaña y la fundación del llamado Hospital de San Hermenegildo, o lo que es lo mismo, el Hospital del Cardenal o de los Heridos.

Situado a caballo entre la actual calle Francisco Carrión Mejías y la propia de Cardenal Cervantes, el  Hospital no tardó en lograr merecida fama como centro hospitalario especialmente dedicado a cuestiones quirúrgicas, sin descuidar otras áreas; como decíamos, estamos en la violenta Sevilla de bravos, matones y espadachines a sueldo, en la que se prodigaban las pendencias y ajustes de cuentas, de modo que las heridas por arma blanca eran bastante frecuentes. Dotado con una plantilla en la que había doctores, enfermeros, boticarios, barberos, capellanes y todo el personal necesario, en este hospital, con dieciocho años, entrará como "Médico Residente" (por usar un término actual) un joven licenciado en Medicina por la Hispalense, que con rapidez irá absorbiendo todo lo que se hacía en el Hospital, formándose como galeno y cirujano y estudiando cada caso hasta lograr lo que Bartolomé Hidalgo de Agüero, ése era su nombre, llamó la "vía particular". ¿De quien y de qué hablamos?

Hidalgo de Agüero habría nacido en Sevilla en torno a 1537; casado y con cuatro hijos, poco se conoce de su vida, salvo su labor como médico, su aprendizaje y su maestría, ya que dejó numerosos discípulos. Como curiosidad, dato aportado por el doctor Vázquez Medina, en 1575 se le asignó un sueldo anual de 27.000 maravedís, mientras aprendía con los doctores López de la Cueva y Cetina. 

Dado nuestro nuestro poco o nulo conocimiento sobre ciencia médica, recurriremos a la sabiduría del doctor y farmacéutico sevillano Herrera Dávila, estudioso del tema en nuestros días para intentar explicar el método de nuestro cirujano. Tradicionalmente, y así lo aconsejaba la ciencia de aquella época, los cortes y heridas inciso contusas eran tratados en medicina mediante el uso de trepanación o hierros (por supuesto, sin anestesia) o con la aplicación de medicinas húmedas a fin de conseguir la aparición de la llamada "pus loable". Pese a ello, la mortalidad era muy alta para este tipo de traumatismos. 

Por ello, basándose en su dilatada experiencia "de treinta y ocho años", como afirmaba, Hidalgo de Agüero publicará su obra Thesoro de la verdadera cirugía, unos simples pliegos, con 57 consejos que "afijará" en algunas zonas de Sevilla para que todos pudieran leerlos. Dos detalles llamarán la atención de esta obra del cirujano sevillano: el hecho inusual de que utilice la "lengua común" desechando el culto y científico latín y que base sus afirmaciones, quizá por primera vez, en la práctica estadística, ya que para ello llevará cuenta de todos los pacientes atendidos por heridas en el Hospital del Cardenal, de sus heridas y de su evolución, practicando su método de "vía seca", basado en el empleo de la higiene y la sutura.  

Así, como ha investigado Herrera Dávila, en 1583 ingresaron en su Hospital 456 heridos, de los que, una vez tratados por Hidalgo de Agüero, murieron sólo 20, lo que proporciona una mortalidad excepcionalmente baja teniendo en cuenta la época. 

Todo ello da idea de cómo llegó a ser la fama alcanzada por nuestro cirujano, aunque no faltaron voces críticas o envidiosas que pusieron en tela de juicio sus propuestas quirúrgicas, las de los doctores Estrada o Fragoso, con quienes sostuvo un airado debate en el que hubo de intervenir el Cabildo de la Ciudad. Ya se sabe, "nadie es profeta en su tierra".

A lo largo de su extensa y fructífera historia, el Hospital del Cardenal, de los Heridos o de San Hermenegildo, llegará a tener hasta más de ochenta camas,  se transformará en el Asilo Provincial de San Fernando en el siglo XIX, para ser derribado, definitivamente, en 1950. Con la demolición se perderá uno de los edificios más interesantes de aquella zona, formándose de nuevo cuño la actual calle Francisco Carrión Mejías. 

Por su parte, Hidalgo de Agüero morirá en Sevilla en 1597, "pobre, honrado y famoso", como escribirá alguno de sus biógrafos admiradores, siendo sepultado en la parroquia de San Juan de la Palma, como recuerda un azulejo allí situado. Fallecerá, además, contando con el agradecimiento de no pocos heridos salvados por su pericia. Recordemos, fruto de todo ello se hizo popular la expresión, antes de desenvainar la toledana, "A Dios me encomiendo y al Doctor Hidalgo de Agüero". 


30 agosto, 2021

Hauser.

 Aunque a primer vista el título de este post recuerde -sólo un poco- al afamado doctor televisivo interpretado por el actor británico Hugh Laurie, en esta ocasión pondremos nuestra mirada en otro doctor, un médico bastante considerado en la Sevilla del XIX y que además de atender a numerosos pacientes realizó una aportación muy importante para conocer mejor la realidad sociosanitaria de la ciudad de su época. Pero como siempre, vayamos por partes. 

El 2 de abril de 1832 nacía en Trstín, actual República de Eslovaquia, Felipe Hauser y Kobler, o mejor, Philippe o, como firmaba en sus publicaciones, Ph. Hauser. Al alcanzar la edad de trece años rechazó seguir los pasos de su progenitor como comerciante y comenzó los estudios secundarios que le llevarían a la Facultad de Medicina de Viena desde 1852 hasta 1856, donde recibió las enseñanzas de los mejores galenos de la época, a ello hay que sumar dos estancias en París y la redacción de su tesis doctoral sobre un tema que le perseguiría siempre: la nutrición. 

Tras un periplo como doctor que le llevó a Tetuán, Gibraltar y de nuevo París, donde contraerá matrimonio en 1863 con Pauline Neuburger Oppenheimer, judía parisina de ascendencia alemana y muy vinculada al círculo de la familia Rothschild, con quien el médico austrohúngaro tendrá una estrecha relación. Al convalidar su título de Medicina en la Universidad de Cádiz durante su estancia gibraltareña conocerá al que será uno de los impulsores de su venida a Sevilla: el catedrádico de la Hispalense Antonio Machado, de ideas liberales y abuelo de los poetas Manuel y Antonio. Al fin, en 1872, Hauser arribará a Sevilla junto a su mujer y sus cuatro hijos más tres criados, contando además con el influyente apoyo del Marqués de Pickman, paciente suyo, e instalándose primero en la céntrica calle San Miguel y posteriormente en el número 24 de la actual Plaza del Molviedro. Allí abrió su consulta, a lo que no tardaron en acudir pacientes en busca de curación.

Pese a sus raices hebreas, nunca se consideró muy practicante, las clases aristocráticas de la alta sociedad sevillana lo acogieron con gran interés, convirtiéndolo en uno de sus "médicos de cabecera", pero Hauser no olvidó nunca sus orígenes e ideas y supo cultivar relaciones y vínculos con sectores pertenecientes a la intelectualidad y con aquellos profesionales que por entonces luchaban contra las malas condiciones de vida existentes para un muy importante porcentaje  de sevillanos. 

Como él mismo explicó, ése fue otro de los motivos para establecerse en Sevilla: 

 "Después de reflexionar un poco sobre las condiciones antihigiénicas de la localidad concebí la idea de la conveniencia de establecerme en Sevilla para estudiar su mortalidad y su morbilidad relacionadas con las condiciones de la higiene social."

Fruto de su ingente labor recabando datos durante diez años, fue la publicación en 1882 de sus Estudios médicotopográficos de Sevilla y, en 1884, de sus Estudios médico-sociales de Sevilla, con prólogo del abogado y ministro Manuel Silvela. En ambas publicaciones queda de manifiesto el interés de Hauser por la relación entre el binomio higiene-alimentación y la proliferación de determinadas patologías, especialmente las vinculadas con procesos infecciosos. Curiosamente, en 1883 Hauser ya había trasladado su residencia a Madrid, donde su hijo Enrique comenzó sus estudios Ingeniería de Minas.

Aunque no contase con el total apoyo de las autoridades, que muchas veces le negaron respuesta o simplemente ignoraron sus cuestionarios, el trabajo de Hauser fue muy importante; así, en su segunda obra (que esttuvo entonces a la venta en la Librería de Tomás Sanz, Sierpes 92), aparecen temas como el clima de la ciudad, la calidad del agua potable, la alimentación, la prostitución, la pobreza, la criminalidad, la beneficencia municipal o las enfermedades de transmisión sexual, sin olvidar todo lo que tuviese que ver con la sanidad pública, tan poco valorada entonces salvo en caso de epidemias como la del Cólera de aquellos años. 

Sería muy extenso incluso resumir el quehacer de Hauser, pero baste resaltar que, por ejemplo, reseñó la importancia del clima de la ciudad, la falta de sombra al no haber arbolado en sus calles (algo que ya entonces preocupaba tanto como ahora), la importancia de una adecuada red de saneamiento para las aguas fecales, de modo que no se formasen bolsas o lagunas pestilentes o la simple mención a cómo los índices de mortalidad de la ciudad tenían no poco que ver con la calidad de vida de sus habitantes, especialmente los más desfavorecidos, que malvivían en corrales de vecinos donde las condiciones higiénicas era muy escasas y favorecían la aparición de enfermedades. 

Como complemento a todo lo anterior, cartografió la mencionada mortalidad en Sevilla en su tiempo, con la conclusión de que ésta (sobre todo la infantil) era más elevada en aquellos barrios en los que la pobreza y la falta de higiene eran caldo de cultivo para enfermedades infecciosas, de modo que, a mayor nivel de vida, mayor esperanza de vida. La zona norte era quien se llevaba la palma en este escalafón negativo: San Julián, San Gil, Santa Marina, San Marcos, Omnium Sanctorum y otras collaciones se caracterizaban por ser focos de insalubridad donde la tuberculosis estaba a la orden del día, por citar una única enfermedad.  

A todo ello que habría que unir dos factores que siempre habrían convivido con Sevilla a lo largo de su historia: las riadas del Guadalquivir (como la que le tocó vivir a Hauser en 1876 cuando el nivel de las aguas rebasó en cinco metros su cota habitual) y las epidemias, bien de Fiebre Amarilla como la de 1800 (para la que el facultativo calculó unos 16.000 fallecimientos) o las temidas de Peste del XVI y especialmente del XVII en 1649.

Constató además que el agua de los pozos no era apta para consumo, al verse afectada por las filtraciones del río en el subsuelo, aunque constató que existían pozos que sí se surtían de aguas procedentes del nivel freático, y por ello poseían buena calidad, como los situados en la plaza de Villasís, calle Cuna o Plaza de San Francisco, alejados además de la acción contaminante de las riadas del Guadalquivir. Así mismo, estudió el consumo de carne por sevillano y su consiguiente aporte alimenticio, comprobando que, aparte de ser muy escaso, era muy exagerada preponderancia del consumo de carne porcina, destacando que del cerdo se aprovechaba prácticamente todo (carne y grasa): "esto llega hasta tal punto, que no gusta ningún caldo que no tenga el sabor de tocino, de jamón y de chorizo, que forman la base del puchero español". 

Analizó la dieta de los trabajadores, considerada por él de vital importancia para el bienestar; en el ámbito rural abundaban sobre todo las migas, el gazpacho y el cocido a base de carne de oveja o carnero, con legumbres y tocino; también se comía el "sopeado" o gazpacho espeso, o la caldereta. En el caso del sector industrial, los trabajadores de la fábrica de cerámica de Pickman de la Cartuja, otro ejemplo, comían sobre todo fiambres, aceitunas, queso y fruta, sin olvidar el puchero o potaje de garbanzos y como elemento indispensable y denominador común el pan, sobre todo blanco, de Alcalá de Guadaira.

Ante este análisis alimenticio, Hauser incluso se atrevió a afirmar que la tan traida y llevada pereza de los andaluces tenía mucho que ver con una alimentación sobre cargada de grasas animales y escasa de proteínas, lo que provocaría una insuficiente nutrición a la hora de desarrollar labores en el campo o la fábrica y por tanto llevaría al cansancio. 

Como curiosidad, sus estudios alcanzaron hasta la adulteración del chocolate, al que se le quitaba la manteca de cacao, vendida a los perfumistas, que era sustituida por otros tipos de grasa, a lo que habría que añadir el empleo de féculas distintas a las del cacao: arroz, cacahuete, harina, bellota, etc.

Como buen galeno, prestó también atención especial a la extensión de las enfermedades venéreas, como la sífilis o la gonorrea, reclamando una mayor atención sanitaria para las prostitutas en lo tocante a su higiene y salud a fin de prevenir en ellas esas enfermedades, siempre eso sí de una óptica médica sin caer en moralismos.

Publicados ambos libros, el doctor Hauser fue unánimemente alabado por quienes supieron de su investigación, que también abarcó otros terrenos de la Medicina (como la Geografía Médica de la Península Ibérica, de 1913) e incluso la defensa a ultranza del Movimiento Sionista, abogando por combatir el antisemitismo desde el diálogo y la integración plena dentro de Europa. 

En 1914 tomó la decisión de donar a la ciudad de Sevilla su vasta y extensa biblioteca, hecho que le valió serle otorgado el título de Hijo Adoptivo y Colegiado de Honor del Colegio de Médicos hispalense; el legado de Hauser quedó depositado en la Real Academia de Medicina de Sevilla desde 1921, cuatro años antes de su fallecimiento el 13 de enero de 1925.


NOTA: Agradecidos en grado sumo porque este modesto Blog, que comenzó sus andanzas allá por 2011, haya alcanzado la nada despreciable cifra de 150.000 visitas. Mil gracias a todos los que nos leen y comparten.

24 agosto, 2020

Días de perros.

    En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.

 Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.

   Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.

   Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.

    En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.

   Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.

    Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos. 


 

   En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?

 

  Desde noviembre o diciembre de 1763 se comprobó por parte de las autoridades locales cómo era creciente el número de perros que enfermaban súbitamente y de tanta gravedad que la mortandad se incrementó a medida que pasaban las semanas, llegando al punto de que en mayo del año siguiente se contaban por docenas los animales hallados muertos en las calles hispalenses en lo que fue una auténtica epidemia de la que poco se sabía en cuanto a tratamiento, a lo que hay que añadir la preocupación por que aquel mal, desconocido y amenazador, se extendiera a los propioas sevillanos.

   El entonces Asistente Don Ramón Larrumbe, tuvo a bien tomar dos decisiones: la primera, dar sepultura a los canes fallecidos en una zona extramuros de la ciudad, y la segunda, pedir parecer de los miembros de la Sociedad Médica de Sevilla, fundada en 1697 y con estatutos aprobados en 1700 por Carlos II; esta Sociedad, además, estaba formada por médicos “rebeldes” con las teorías y dogmas clásicos, abogando por nuevos tratamientos con medicamentos basados en la Química frente a las purgas o sangrías "tradicionales". 

 

    La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.

      Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.

 

    A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.

   Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.

 

Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas. 

28 noviembre, 2012

De guardia.-



Aquejados por molestias estomacales y flatulencias varias, acudimos no ha mucho buscando remedio para nuestros males; mas poco provecho sacamos de nuestra indagación en pro de herboristería o curandero que los sanase, bien con cocimientos o  aromáticas tisanas, pero apreciamos suma escasez de este tipo de comercios hogaño, bien por falta de vocaciones o por haber sido diezmados por Santo Oficio.


Concurrimos, empero, recabando servicio de barbero, pues público y notorio resultaba en mis tiempos que eran duchos tales individuos en practicar sangrías y demás tratamientos de cirugía, recomponiendo huesos o sanando, mal que bien, llagas o magulladuras, mas no sin cierta sorpresa descubrimos que tal oficio de barbería cíñese ahora a mero corte de pelo y componer cabelleras y peinados a la moda, dado lo cual resolvimos abandonar tal recurso habida cuenta escasez de pelambre que padecemos.

Acercámonos, pues, ciertamente remisos, a botica, y aunque algo hipocondríacos y  afligidos, pues desconfiábamos de seguidores de Dioscórides o Vesalio, inquirimos cura para nuestros males bien fuera cocimiento,  tintura o jarabe, sin desdeñar gargarismos o emplastes y evitando, la duda ofende, lavativas.


Nos proveyó solícito boticario, previo pago de unos maravedís, de curiosa vasija ornada con multitud de colores, y en su interior especie de tableta con píldoras de agradable y sugestivo sabor que devoramos con presteza. Como por ensalmo, en cuestión de minutos, por no decir segundos, dichas grageas aliviaron nuestro mal trance, quedando maravillados por prontitud de remedio, sin que sepamos, una vez leída cedulilla impresa que contenía tal preparado qué ingrediente tenía en su haber, pues eran términos tan extraños como desconocidos para profanos como nos, por lo que resolvimos indagar mínimamente y agradecer infalible remedio para nuestros achaques.