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22 febrero, 2021

Don Fadrique y la Cruz del Campo.

 

Hace ahora prácticamente un año, en fechas cuaresmales también, relatábamos en estas páginas el origen y desarollo de la devoción al Via Crucis en la Europa medieval, con especial mención a Sevilla; advertidos por nuestro habitual y laborioso equipo de archiveros, bibliotecarios y documentalistas, nunca suficientemente alabado pr nosotros, se nos indicó que habíamos dejado en el tintero las notas o datos sobre el viaje que supuso la primera página de tal devoción. Pero como siempre, vayamos por partes:

El 24 de noviembre de 1518 cayó en miércoles. A las doce del mediodía la campana de un modesto monasterio jerónimo de Bornos, parecía despedir a un grupo de viajeros, que con hábito de peregrinos, partía desde el castillo de aquella localidad gaditana en dirección al Coronil. Ocho criados, un capellán y un mayordomo, Alonso de Villafranca, acompañan y sirven a su señor. Puede que no lo sepan, pero están iniciando un viaje que les llevará por todo el Mar Mediterráneo hasta Tierra Santa y durante el mismo, el primer Marqués de Tarifa, Fadrique Enríquez de Ribera, tomará apuntes y notas de los lugares, de los monumentos, de las gentes y hasta de los campos para redactar una relación que intentará resumir los más de 14.500 kilómetros recorridos. 

 
Nacido en la entonces calle Real de Sevilla, como afirma el clásico historiador hispalense Joaquín González Moreno, en las casas de su familia, de las que aún se conservan algunos vestigios, pocos, en el actual y siempre recomendable Conjunto Monumental San Luis de los Franceses, Fadrique, Adelantado Mayor de Andalucía y primer Marqués de Tarifa, emprenderá el periplo más importante de su vida a la edad de 42 años y necesitará dos años para terminarlo, siendo costumbre entre quienes podían permitírselo el acudir a Palestina, como narramos en su momento con el músico sevillano Francisco Guerrero en 1588
 
El Año Nuevo 1519 le sorprenderá en las montañas de Montserrat, para luego bordear la costa francesa, alcanzar Italia recorriendo Turín, Milán (encargará allí una impresionante armadura aún conservada por la Diputación Provincial) o Génova (donde se escandalizará de ciertas conductas femeninas: "que van solas y hablan por las calles hasta bien entrada la noche, suben en mulas o en sillas, gastan mucho dinero de los hombres en el vestir y se reúnen en casas para haber plazer") y de ahí a Venecia, para embarcar finalmente hacia Israel en la nao "Coreça" junto con otros 85 peregrinos, desembarcando en Haifa y tras pasar por Jericó o Belén, entrar al fin en Jerusalén, agotado por un largo viaje, un caluroso 4 de agosto de 1519, seis días antes de que, curiosamente, Magallanes zarpase de Sevilla para dar la primera vuelta al mundo. 

Como buen aristócrata, en su reducido séquito hubo espacio para la buena literatura, ya que le acompañó el poeta Juan del Encina, incorporado a la peregrinación en Venecia desde Roma, donde residía, y que narró el periplo de modo lírico en su obra Trivagia o Vía Sagrada a Hierusalem, donde en verso hace primeramente examen de conciencia propio tras vida licenciosa para finalmente redimirse espiritualmente e incluso recibir la ordenación sacerdotal en la mismísima Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, bajo custodia de la Orden Franciscana.

Ataviado con el blanco hábito de caballero de Santiago, Don Fadrique contará los pasos (1.321, al parecer) que diese Cristo en su Pasión desde el Pretorio hasta el Calvario, con entonces siete Estaciones según el diario del propio Adelantado: La Sentencia, Caída en la Calle de la Amargura, el Encuentro con las Santas Mujeres, Crucifixión, Muerte y Sepultura. De todo ello tomará nota, pues una idea bulle en su interior.


Como buen "turista" de su época, y teniendo en cuenta su buena posición social y económica, traerá de regreso diversos regalos para deudos y familiares, tales como medallas, cruces, libros y hasta cien velas, bendecidas especialmente en el propio templo del Santo Sepulcro, por no hablar de comprar propias, como las cerca de treinta alfombras turcas adquiridas en Venecia de vuelta de la peregrinación, la antes aludida armadura milanesa, y, sobre todo, encarga en la Italia renacentista la hechura de los monumentales sepulcros familiares que realizados en mármol y en el mejor estilo clásico todavía pueden contemplarse en la antigua Cartuja de las Cuevas de nuestra ciudad. El regreso se demora aún un poco más, pues Don Fadrique, todavía con ganas de devorar leguas castellanas, decide atravesar España de norte a sur, recorriendo su geografía pero al final, de todo se cansa uno, ya con los indudables deseos de divisar Sevilla tras tan larga ausencia de sus dominios.

Terminada la fructífera peregrinación por los Santos Lugares, el Marqués de Tarifa pondrá en práctica lo ideado, pues establecerá en Sevilla en 1521 el esquema de Via Dolorosa traído de Palestina, en un recorrido que con 977,13 metros de longitud arrancaría en la capilla de su propio palacio y terminará ya en las afueras de Sevilla, señalizando con cruces sobre pedestales la estaciones o marcándolas en los muros de los templos de San Esteban, San Agustín o San Benito. 

 

Prácticamente, el itinerario sacro finalizaba en el llamado Humilladero de la Cruz del Campo, un templete del que ya se tienen noticias en el siglo XIV aunque algunos autores sostienen que el edificio definitivo habría sido construido en 1482 por el Asistente Diego de Merlo (famoso por la leyenda de Susona y el complot judío para reconquistar Sevilla) como afirma una inscripción que se conserva en su interior. La cruz de mármol tallada es atribuida al escultor Juan Bautista Vázquez "El Viejo" y podría datarse en 1571.

Así, todos los viernes de Cuaresma, partiendo del palacio nobiliario, la Casa de Pilatos en la feligresía de San Esteban, se formaba una pequeña comitiva, encabezada por el propio marqués y su capellán mas los criados que le habían acompañado en Jerusalén, aunque al poco se fue añadiendo prácticamente toda su familia, el resto de la servidumbre de la Casa e incluso numerosos devotos y curiosos. Poco podía imaginar el Marqués de Tarifa que aquella modesta práctica religiosa cuaresmal se convertiría en uno de los principales acicates para la constitución de la Semana Santa de Sevilla tal como la conocemos... 

 

20 julio, 2020

Un músico Guerrero, y viajero.

  Aunque en alguna ocasión hemos pasado casi de puntillas por el tema musical, no es menos cierto que en estos pliegos poco se ha hablado del arte de componer, excepción hecha del ilustre Correa de Arauxo. Remediaremos, pues, la omisión, dando pormenores de uno de nuestros mejores músicos y compositores, nacido en Sevilla y conocido y reconocido más allá de nuestras tierras: Francisco Guerrero, nacido en 1528 y denominado por muchos “el enamorado del Niño Dios”, “el dulce” o “el cantor mariano por antonomasia”

  De padre pintor, pronto destacó por su talento innato para la música, siendo iniciado en ella por su propio hermano, diestro en el manejo de la vihuela, aunque con posterioridad, en Toledo, tuvo por maestro a otro preclaro músico hispalense, nada más y nada menos que Cristóbal de Morales. Con apenas 18 años, Guerrero aprueba las oposiciones como racionero y maestro de capilla de la catedral de Jaen, aunque tres años después, en 1548, regresará a su ciudad natal para estar con sus padres. Tal circunstancia será aprovechada por el Cabildo de la Catedral hispalense para tentarle con una plaza de cantor habida cuenta su valía y aptitud; Guerrero no se lo pensó dos veces y renunció a su cometido en la capital del Santo Reino, ya que ansiaba permanecer junto a su familia, aunque no faltaron oportunidades para cambiar de aires, como cuando alcanzó el primer puesto en las pruebas para maestro de capilla en la sede malagueña, pero mejor nos lo contará un cronista de la época:

Preparada ya para partir a Málaga, el cabildo, que deseaba tenerlo a toda costa y mejorar su posición, decidió que el maestro Pedro Fernández, a quien Guerrero llamaba el maestro de los maestros españoles, fuese jubilado con la mitad de la renta; que sus funciones fuesen desempeñadas por Guerrero, que recibría la otra mitad, conservando al mismo tiempo su sueldo de cantor, y teniendo opción al magisterio con todo su sueldo a la muerte de Fernández, que no aconteció hasta veinticinco años más tarde”.

Como maestro de capilla tenía como cometido el dirigir los cantos litúrgicos, reclutar, alojar y educar a niños y jóvenes para que formasen parte de la escolanía (los "niños seises"), componer obras para los diferentes tiempos litúrgicos (Navidad, Cuaresma...) y también hacerse cargo del archivo musical.


Nuestro músico logrará fama y prestigio por su música y composiciones, tanto sagradas como profanas, vocales o instrumentales, destacando la popularidad de algunas de sus obras en las que fue experto en combinar matices y emociones, desde la alegría a la tristeza pasando por la exaltación o la desesperación. Escuchar su música supone entrar en un lugar especial donde voces, melodías, acordes y compases se conjugan para crear algo digno de oír.

A sus sesenta años, Francisco Guerrero logra al fin una de sus máximas aspiraciones, algo que no estaba al alcance de cualquiera; fallecidos sus padres, y teniendo como tenía una buena posición social y económica, amén de la protección de miembros de la corona (trató con Carlos I y Felipe II), la nobleza y el clero, decide acompañar a su señor el Arzobispo de Sevilla Rodrigo de Castro a Roma, con una escala en Madrid que precipitará su partida por delante del prelado. ¿Hacia dónde? Tierra Santa.


    Tras breve estancia en Génova y otra algo mayor en Venecia, donde encargó se imprimieran no pocas de sus composiciones, embarcó en un navío que surcó las costas italianas en dirección a Dalmacia y Albania, para luego desembarcar en Jaffa, localidad costera israelí inmediatamente al sur de Tel Aviv. El viaje a Jerusalén constituía por entonces aventura arriesgada, habida cuenta que los turcos otomanos eran amos y señores de aquellas tierras tras arrebatárselas a los mamelucos en 1517, no en vano, Constantinopla o Estambul, estaba bajo su dominio desde 1453. Nuestro protagonista plasmará las peripecias sobre su peregrinación a los Santos Lugares en un librito (Viaje a Jerusalén que hizo Francisco Guerrero Racionero y maestro de capilla de la Santa Iglesia de Sevilla, 1592) que puede leerse en la Biblioteca Virtual de Andalucía y que constituye una auténtica curiosidad por todo lo en él descrito.

   En palabras de un viajero de la época, el peregrino debía llevar bien llenas tres bolsas: la del dinero, pues lo necesitaría a cada paso; la de la fe, para no dudar de nada que le contaran; y la de la paciencia, para sufrir todo tipo de ofensas. De este modo, incomodidades, bandidos, comida escasa, sobornos, hambre y falta de higiene acompañaron a Guerrero, quien entraba al fin en la Ciudad Santa el 23 de septiembre de 1588, treinta y siete días tras su partida desde Venecia. El periplo por Tierra Santa incluyó visitas a los lugares más destacados, desde la Via Dolorosa de Jerusalén hasta Belén o el Monte de los Olivos, pasando por Galilea o Cafarnaúm, entre otros destacados enclaves vinculados a la Vida, Pasión y Muerte de Cristo.

   Tras un mes en Jerusalén, tocaba regresar. El azaroso, como veremos, viaje de vuelta alcanzó Damasco para posteriormente encaminarse hacia Trípoli y de ahí, por mar, a Venecia, a donde regresará tras cinco azarosos e inolvidables meses; sólo restaba poner rumbo a Sevilla, en este caso con escalas en Pisa, Livorno, Marsella, (en cuya travesía hacia Barcelona sufren dos asaltos y cautiverios por piratas, lo que hará que den gracias devotamente a la Virgen de Montserrat) Valencia, Murcia, Granada y finalmente a la ciudad hispalense en la primavera de 1589.

   No todo fueron lisonjas ni bonanzas, por deudas contraidas se dictó contra él un auto de prisión en agosto de 1591, dando con sus huesos en la cárcel, de la que saldrá gracias a la merced del Cabildo Eclesiástico, que determinará abonar sus débitos. Finalmente, la peste de 1599 causará su fallecimiento el 8 de noviembre, siendo sepultado en la capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral sevillana, lo que da idea de la importancia que poseyó por su labor como músico, intérprete y compositor.

   El poeta Vicente Espinel, supo loarlo en sus versos:

Fue Francisco Guerrero, en cuya suma
De artificio y gallardo contrapunto
Con los despojos de la eterna pluma,
Y el general supuesto todo junto,
No se sabe que en cuanto al tiempo suma
Ningún otro llegase al mismo punto,
Que si en la ciencia es más que todo diestro,
Es tan gran cantor como maestro.
    Mientras, otro contemporáneo suyo, Francisco Pacheco, suegro del pintor Velázquez, lo definió de este modo: "fue hombre de gran entendimiento, de escogida voz de contralto, afable y sufrido con los músicos, de grave y venerable aspecto, de linda plática y discurso; y sobre todo, de mucha caridad con los pobres (de que hizo extraordinarias demostraciones, que por no alargarnos dejo), dándoles sus vestidos y zapatos hasta quedarse descalzo. Fue el más único de su tiempo en el arte de la música y escribió de ella tanto que considerados los años que vivió y las obras que compuso, se hallan muchos pliegos cada día y esto en los de mano. Su música es de excelente sonido y agradable trabazón".