Desde aquel célebre Diluvio que el Creador instigó sobre la Creación, la lluvia ha sido tenida, a partes iguales, como bendición del cielo para unos o como maldición para otros, según sus efectos sobre cosechas, campos o plantaciones, que si aciaga es sequía, no menos nefasta es inundación; no debe causar extrañeza, por ende, que antaño la ciudad celebrase rogativas tanto para impetrar aguas como para detenerlas haciendo bueno el dicho de que nunca llueve a placer de todos.
Merced a lo terrizo de sus calles, la Hispalis de mis tiempos era lugar propenso a embarrarse no poco a las primeras gotas, mezclándose barro con inmundicias y haciendo del caminar algo penoso y hasta poco higiénico, por no hablar de cómo los carruajes quedaban atascacos en inmensos lodazales.
Con la crecida de sus aguas, el río empantanaba todo en derredor, creando lagunas y fangales, que a la larga serían focos de fetidez y pestilencia y origen de insalubridades que afectarían a población acostumbrada, todo hay que decirlo, a convivir con aqueste tipo de incomodidades. Riadas hubo que alcanzaron inimaginables zonas, dejando a su paso deterioros notables.
Imbornales diligentemente colocados evacuan las aguas hacia ocultos sumideros, e incluso nos dicen, subsisten agora cloacas que bien podrían tener su origen en romana época, lo que maravíllanos en extremo y pone de manifiesto el genio y talento que los antiguos tenían a la hora de construir.
Ello no obsta que por desniveles del pavimento fórmense abundante charcos que más parecen albercas o lagos, y que, por tránsito de modernos carruajes, viandante despistado llévese soberano remojón que desde luego ahorrará no poco el baño anual.
Salíamos a nuestro matutino paseo esta mañana cuando nos encontramos con pertinaz calabobo, por lo que aprestamos manteo y chapeo para evitar en lo posible empaparnos, comprobando cómo existen curiosos artilugios que a manera de sombrillas, desplegados sobre las testas protegen del diluvio y paran agua, siendo cosa de asombro su baratura, que entramos en lonja regentada por gente ojos rasgados y su precio no fue más allá de unos escasos reales.
A fuer de ser sinceros, agrádanos la lluvia, mas en su justa medida, que olor a mojada tierra y brillo de húmeda piedra parécenos cosa agradable, y pese a que nuestro humilde calzado se resienta e incluso corramos riesgo cierto de contraer constipado por ello, no por aquesto privarémonos del gusto de caminar por una ciudad que, hasta llovida, cautívanos sobremanera.
Ya llegó el agua de los ingleses
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