07 octubre, 2011

Poderoso caballero...

Las palabras son como monedas, que una vale por muchas
como muchas no valen por una. (Francisco de Quevedo, 1580-1645)


Cosa inevitable ha sido, desde que el Creador decidió que retornásemos a esta tierra, procurarnos sustento con el que vestirnos y alimentarnos, y para ello, merced a escueta herencia, contamos con las rentas de ciertas casas en la collación de San Salvador así como nuestro modesto salario de escribiente. Percibir las dichas rentas háse convertido en diaria preocupación y hemos de reconocer lo mucho que ha cambiado el cobro de tales recibos.


Poco queda de los doblones y cuartos recién salidos de la Casa de la Moneda, acuñados en dicha Ceca con el oro y la plata que provenían de Indias, que si ya cuando andábamos por este mundo hace siglos aquestos preciosos metales habían sido truncados por cobre o vellón, devaluados por la subida de precios, los maravedís de hogaño no valen un ardite, cuando no se han convertido en coloreados documentos en los que aparecen impresas cantidades de dinero que todos aceptan aunque ni el papel ni la tinta lo valgan.


Importante en grado sumo era tener a buen recaudo la bolsa o faltriquera para evitar la acción de malhechores, y si se salía a la calle era de obligado cumplimiento, por prudencia, anudar con fuerza la bolsa o faltriquera, que abundaban pícaros y manilargos prestos a su robo.



Basta agora con encaminarse a insólitos lugares, a manera de eclesiales confesionarios o conventuales tornos, donde se encuentran ciertos artefactos; con complicados botones y palancas, merced a resortes cuya labor no alcanzamos a comprender, expenden cantidades de ese papel moneda prestas a ser dilapidadas en comercios, tiendas o tabernas, siendo cosa admirable que haya alguien, a buen seguro de corta estatura, siempre aguardando, noche y día,  en el interior de las dichas máquinas, para proporcionar los tales caudales a quien disponga de cedulilla correspondiente.


Y aunque la banca non gozara de buena fama, por prohibir la Santa Iglesia la usura,  y aunque en Sevilla no prosperasen las casas de préstamo pese al empeño de muchos, proliferan ahora en toda la ciudad bancos y montes de piedad, y en ellos depositanse en ellos sus peculios, percibiendo por ello escuálidos réditos, con lo que más de uno piensa ya en retornar a la faltriquera o a guardar sus economías bajo seguro colchón.

Nos cuentan que en calendas como estas escasea el dinero, aunque viaje raudo sin necesidad de letra de cambio, que rentas y salarios peligran y que extranjeras potencias gobiernan las economías patrias; por nuestra parte encenderemos candelas y elevaremos devotas plegarias a San Carlos Borromeo, patrón de los bancarios, cuya fiesta se celebra el 4 de noviembre; quiera el dicho Santo que la situación se enderece…



30 septiembre, 2011

Desechos


Común y conocido fue, y hace siglos dello, que higiene y limpieza de las calles constituyeran conceptos desconocidos y que salvo en señaladas jornadas, ejemplificadas en día de Corpus Christi, el Cabildo de la Ciudad apenas malgastara unos maravedís en adecentar algunas vías retirando inmundicias y apartando basuras.


Todo lo cual daba como fruto ambiente maloliente y malsanos aromas a los que, toda vez, los ciudadanos nos habíamos acostumbrado tanto como al repicar de las campanas o al resonar de callejeros pregones, dando la razón a la frase de “cuánto mayor la riqueza, mayor la suciedad”…


En no pocos lugares acumulábanse restos, y muchos individuos tras hacer de aguas (mayores o menores, sin distinción, dicho queda) tenían poco edificante costumbre de lanzarlas por sus ventanas con el consabido grito, lo que era de mucha indecencia e impudicia y motivo de enojo y pendencias, que llegábase a los aceros por cosa más baladí, ocurriendo lances curiosos con algún que otro malherido.


Colocábanse cruces en plazas u otros lugares, creemos que dello ya hicimos mención en otros pliegos de este tenor, mas por evitar que se convirtieran en muladares que por recordar sucesos desgraciados o marcar la existencia de camposanto, empero, era Sevilla, en fin, ciudad llena de suciedad, yendo a la par de otros emporios de la nación española, pagándolo con el alto precio de enfermedades y epidemias favorecidas por todo lo anterior y que diezmaron a su población a lo largo de siglos.



Deambulando en estos otoñales días, hemos percatado la presencia de extraños muebles de hierro, modelados de rara forma, a la manera de buzones pero sin su amarillo color, en los que incluso algún incauto ha llegado a depositar su correspondencia, y que, sin embargo, poseen boca y conducto a semejanza de monstruos, siendo cosa espantable para nos hasta que pudimos comprobar “in situ” que su misión era bien distinta, aunque su colocación cuando menos sea admirable al embellecer no poco la ciudad con su donosura…




 Item más, abundan depósitos en los que colocar basuras, ya sean de mucho o poco tamaño, lo cual debería ir en detrimento de la aludida falta de higiene, mas no es así, que la ciudad, o mejor, ciertos habitantes della, parecen carecer de sentido de la limpieza, al menos afuera de sus hogares, y parecen competir en torneo o justa para dirimir quien lanza mayor porquería al suelo.


Queda para otra ocasión aludir a los del gremio de cocheros que con grave perjuicio empéñanse en abonar el suelo con los desechos de sus caballerías, siendo cosa reprochable que en los más monumentales lugares el hedor sea digno de mi época.




Todos se hacen lenguas de los esfuerzos por parte de los municipales regidores, mas nos tememos que, como en otros tantos sucedidos que atañen a esta Hispalis nuestra, sea más cuestión de propio brío que de ajeno empeño.



18 septiembre, 2011

In itinere

“A este lugar vienen los pueblos bárbaros y los que habitan
en todos los climas del orbe…
cumpliendo sus votos en acción de gracias para con el Señor
 y llevando el premio de las alabanzas”


Poco podíamos imaginar que ir en pos de las señales aludidas en anteriores pliegos nos supondría vivir venturoso sucedido y gozosa oportunidad; el caso es que la dicha senda nos llevó a cientos de leguas de la Ciudad en la que el Creador nos hizo nacer y que rindiésemos viaje a tierras galaicas, allá dónde la espesura campea todo el año y la lluvia es amable camarada de viaje.



Quien desconozca aquellas tierras en poco tendrá nombres como Sarria, Melide, Palas de Rei, Pedrouzo o Arzúa, más todas estas poblaciones han en común que por ellas transite jacobea senda que, señalada por amarillas flechas, condúcenos hasta Santiago de Compostela.



Senda dura, tosca y hasta fastidiosa, transcurre por frondosísimos bosques señoreados por altos robles, viejos castaños y avellanos, por aldeas olvidadas, por abandonados lugares, caminos poco transitados y calzadas, por el contrario, concurridísimas, todo ello señalado por las aludidas flechas de amarillo color, siendo cosa digna de ver el que por la dicha senda peregrinos, de la más variada nación y procedencia, avancen con la única ayuda de sus pies y cayados, acarreando pesados fardos que suponen su única pertenencia.



No será misión de estas letras aburrir al lector con prolija relación o sesudo memorial, pero no ha de olvidarse que en aquellas feraces tierras álzanse numerosas fuentes de frescas aguas y cruces, todas ellas en piedra, por honrar a Nuestro Señor y por suponer hito y parada en el Camino, que junto a ellas el caminante parece hallar momentáneo descanso.







Item más, son copiosos los templos que jalonan la vía, construidos en basto estilo, con poco adorno y escaso ornamento, con más hechura de fortaleza que de iglesia, y con una composición y hechura que a quién viene de tierras meridionales ha supuesto entusiasta sorpresa.







Item más, que como en todo recorrido han de hacerse altos, no hemos descuidado el yantar y el beber, que la tierra gallega es preclara en caldos y asaz fértil en frutos de la tierra y el mar, y que en sana compañía lo penoso del sendero torna a olvidarse y a compartir lo vivido al calor de jarra y escudilla, no en balde con pan y vino ándase el camino.




Y si áspero deleite ha sido el caminar por estos vericuetos, mayor júbilo, no sin antes subir penosamente al Monte que llaman del Gozo, ha sido alcanzar la compostelana Ciudad, y asombrarnos ante la magnificencia de la Plaza apelada del Obradoiro con su Catedral, poder abrazar la efigie del Santo Patrón de las Españas, visitar su sepulcro y hasta pasmarnos con el gigante incensario que allá usan para litúrgicas ceremonias.




De la Ciudad que acogiónos por breve tiempo poco apuntaremos, salvo que confrontarla con aquella de la que somos originarios sería huero intento por tamaño, disposición de sus calles, carácter de sus naturales, hospitalidad de sus gentes y limpieza de sus edificios, llegando a conclusión de que es vano comparar y baldío esfuerzo prevalecer una urbe a otra, atesorando en nuestro ánimo noble recuerdo de tan notable viaje y aguardando con ansia poder retornar al camino si el Apóstol nos lo permitiera.








04 septiembre, 2011

Contraseñas

Que aquesta urbe, extravagante como pocas,  háyase plena de asombros es comúnmente aceptado por sus habitantes, que en copiosas ocasiones el paseante tópase con novedades es aspecto siempre tenido en cuenta; pero que el transeúnte peripatético, como nos, encuentre signos o símbolos sumamente extraños esparcidos por sus calles con un sentido concreto no deja de ser cosa peregrina y hasta alentadora para aguzar el ingenio a la par que demostrativa de cómo la ciudad nunca dejar de maravillar a quien la ama.



Descubrímoslas no ha mucho en la collación del Sagrario. Anómalas señales, llegamos a colegir se trataba de avisos del maligno o de secretos códigos de cierta herética secta, cuando no de ignotos vericuetos hacia destinos que mejor es no averiguar, habida cuenta pasaban cabe la antigua Mancebía del Compás de la Laguna; no había duda de que marcaban senda, iniciático camino.



Nos hemos firmemente determinado a desenderezar el entuerto y comprobar de esta manera qué arcano misterio encierran tan enigmáticas e ininteligibles indicaciones. Caminamos en pos de ellas mas comprobamos, con desaliento cierto, que no alcanzamos destino, determinando regresar sobre nuestros pasos a la espera de mejor ocasión.



En ello andamos, que es de asombro y admiración contemplar cómo manos humanas se han esforzado en pintarlas y componerlas, con poca destreza, damos fe, pero con la intención de marcar una vía que alguna vez nos placería recorrer.



24 agosto, 2011

De fuste.-

“Por dar grandeza y magestad al sitio se erigiéron dos grandes columnas,
 que de la antigüedad Romana permanecían junto al Hospital de Santa Marta,
de altura gigantea y competente grueso con sus basas y capiteles de órden corintia,
que las indican obra de Romanos: sobrepúsose á cada una otro pedestal,
que tienen las estatuas de Hércules y Julio César, fundador aquel,
 y amplificador este de esta gran Ciudad, queriendo entender
en sus representaciones al Emperador Don Carlos y al Rey Don Felipe II”



        Erró en sus comentarios nuestro buen amigo Ortiz de Zúñiga, al que hemos de recurrir por su autoridad y sabiduría, si bien es de sobras acreditado, siendo como es de sabios rectificar, que finalmente reseñó en sus famosos Anales, en el año 1574, que las dichas columnas de la Alameda de Hércules procedían de antiguo templo romano en la collación de San Nicolás y que aún antaño, y hogaño, pueden contemplarse otras tres, dispuestas a diferente nivel del actual suelo, y sin mayor aparato arquitectónico, dejando a los eruditos el discernir qué templo y a qué deidad fue erigido.



         Desde sus más oscuros inicios, sabido es que la humanidad, llegado el momento de obrar sus construcciones, servíase de cualesquier pétreo elemento, y que en no pocas ocasiones emprendía sus construcciones haciendo uso de anteriores elementos dado que eran escasos y onerosos.



              Inundada dellas la urbe, palacios y viviendas se ornan con dichos fustes de granito o mármol, en las primeras como símbolo de nobleza o simple apoyo, traídas de las ruinas de la llamada Sevilla la Vieja o Itálica y aprovechadas de nuevo en ajeno asiento, patios o fachadas, de lo que doy fe.






          Buen ejemplo tenemos en estas columnas hercúleas, mas, como a continuación se verá, no son en modo alguno las únicas que se alzan dentro del recinto urbano hispalense.  




        Tratándose de nuestra primitva collación, merece reseña, el actual Patio de los Naranjos de la Colegial del Salvador, del que guardamos gratos recuerdos y que fue apelado Sahn por los mahometanos al servir para sus rituales abluciones, ostenta columnas y chapiteles de romana época que sin embargo fueron allí situados tras ser retirados del islamita templo de Ibn Addabás (consagrado a Alá en el año 207 de su era, 829 de nuestro Señor) al ser derribada en 1671.


         Y cosa curiosa resulta ver los dichos fustes y capiteles también en las tiendas y comercios que a espaldas hay de la Colegial en Plaza que llaman del Pan.



       Multiplícanse en parroquias y capillas, además, como recuerdo de la presencia de eclesiástica jurisdicción y memoria de cómo malhechores y facinerosos recurrían al viejo Derecho de acogerse a sagrado en la Casa de Dios y evitar así la humana justicia. Prueba dello la tenemos en las gradas de la Santa Iglesia Catedral y en otros preclaros edificios.










                Añádase a todo ello que Cristo nuestro Señor fue maniatado a una dellas y que sobre otra cantó el gallo tres veces a las malhadadas Negaciones de San Pedro para comprender la importancia de las dichas columnas, llegando a haber, célebre Taberna en la Borceguinería con ese nombre y en la otra banda del Río, Casa llamada así por ostentarlas en su fachada.




         Siendo Sevilla ciudad necesitada asaz de sombra y protección contra el calor, y también por procurar refugio en caso lluvia a transeúntes, perviven todavía soportales sostenidos por fustes de columnas en lugares destacados de la villa, aunque agora, nos dicen, sirven las más de las veces para proporcionar cobijo a mesones y tascas, mas dello no podemos proporcionar concreto testimonio habida cuenta nuestra exigua afición a tales lugares.





             Queda por último reseñar cómo se ha servido la ciudad de columnas para colocar sobre ellas el símbolo de nuestra Redención a manera de Crucero, por señalar lugares o funestos episodios o, en mis tiempos, evitar que los vecinos echaran inmundicias en las calles, puesto que estando allí tan venerado simulacro (aún estando alguno en lamentable estado) nadie osaría en convertir en muladar aquellos sitios; y aunque vivimos en tiempos de increencia no sería mala cosa multiplicar calvarios de este tenor, que así conseguiríase mayor decencia en las calles y menor suciedad en las mismas.