11 abril, 2022

A latigazos.

La imagen actual de los nazarenos en Semana Santa portando cirios o cruces, orando en silencio en actitud de recogimiento o también, por qué no, repartiendo algún que otro caramelo, poco tiene que ver con la que los sevillanos de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Como bien afirma el profesor Palomero Páramo, la implantación en Sevilla de la devoción al Via Crucis por parte de Don Fadrique Enríquez de Ribera supuso el origen de las procesiones de Semana Santa, ya que en esta práctica religiosa, que se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma y finalizaba próxima al humilladero de la Cruz del Campo, participaban fieles y devotos con hábitos nazarenos que rezaban los 1.321 credos y padrenuestros que simbolizaban el número de pasos que caminó Cristo con la cruz. 


Los penitentes de entonces, hablamos en torno a 1521, cubrían sus rostros con capuchas y se azotaban en público con disciplinas, para conmovedora admiración de quienes contemplaban la escena penitencial, y seguían el esquema medieval del movimiento flagelante, que estimaba el autocastigo como forma de contricción ante los pecados cometidos y que alcanzó gran notoriedad en la Europa de la Peste de 1340, incluso con algún matiz casi herético, lo que le valió la desautorización eclesiástica.

Casi al mismo tiempo, las cofradías sevillanas, llegada la Semana Santa y movidas desde antiguo por el recuerdo de las predicaciones de San Vicente Ferrer, realizaban estación de penitencia a cinco iglesias próximas a su sede y en sus sencillos cortejos, aún sin pasos ni costaleros, formaban los denominados "hermanos de luz", portando cera para alumbrar el camino, no siempre bien iluminado de noche, y los "hermanos de sangre", quienes expiaban sus culpas flagelándose las espaldas como disciplinantes. El transitar de estos cortejos debía ser impresionante, silencioso, sobrio, casi "castellano", únicamente roto por el ruido de los golpes y los salmos. 

La participación en las procesiones era regulada por las Reglas de cada corporación, siendo obligatoria para los cofrades, bajo pena del pago de multas en cera, salvo para hermanos enfermos o con jusitificación; los flagelos empleados variaban según las hermandades, como ha analizado Grando Hermosín, abarcaban desde carretillas de plata a manojos de cáñamo, pasando por rodezuelas o rosetas de plata de volantín; además, como epílogo de la estación, era costumbre que los hermanos más veteranos debían tener preparadas en la sede canónica grandes ollas con rosas, laurel, arrayán, romero y vino hervido a fin de lavar las heridas de los penitentes, lograr la cicatrización y evitar posibles infecciones. Com curiosidad, en 1645 un tal Luis Núñez organizó el "lavatorio" de los disciplinantes de la desaparecida Hermandad de las Tres Humillaciones, gastando 26 reales, de los cuales 3 y medio  fueron para media arroba de vino, unos seis litros y medio.

Sin embargo, lo que en principio era una práctica humilde y ascética, poco a poco fue transformándose en nada edificante exhibicionismo, sin que faltasen vanidades, desórdenes, actitudes picarescas o incluso que algunos flagelantes, expertos, buscasen  salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. Por supuesto, el término "latigazo" también comenzó a extenderse como práctica relativa al consumo de mostos y aguardientes, con los consiguientes efectos...


A ello habría que sumar cómo los nobles obligaban a sus servidores a azotarse por ellos, el uso de túnicas acolchadas en la espalda para ocasionar ruidosos azotes para impresionar al pueblo o incluso la creencia popular que afirmaba que la flagelación tenía efectos reconstituyentes para el cuerpo. En 1604, el Cardenal Niño de Guevara instauró el Cabildo de Toma de Horas, ordenó que todas las hermandades hicieran estación a la Catedral (las de Triana, a Santa Ana) y reguló los abusos de los penitentes, prohibiendo la presencia de mujeres como tales, las túnicas cortas o transparentes, el "alquiler" de flagelantes, los excesos de los "demandantes" (cofrades algo "insistentes" que pedían donativos para la hermandad durante el recorrido) así como la obligación de mantener la debida compostura, acorde a la solemnidad del acto. ¿Se cumplieron las normas establecidas entonces? 

El Abad Gordillo escribía un tiempo después sobre una hermandad en concreto, aunque podría aplicarse al resto: 

"En el tiempo presente ha variado mucho esta cofradía, porque ya no son tantos los caballeros y hombres nobles que a ella acuden, ni tanto el fervor de la penitencia. Se ha reducido todo a seguir la novedad y galas que se  permiten, que es cosa lastimosa lo que en esto se usa. Ya no hay caballeros que se disciplinen porque la sangre de color rojo ya se derrama de mala gana... Todos van sueltos y galanes..."

Será finalmente Carlos III quien con una Real Orden en 1783 prohiba enérgicamente la presencia en las procesiones de Semana Santa de disciplinantes, empalados y todo aquello que desdiga del auténtico espíritu de este tipo de celebraciones.

Procesión de disciplinantes

Pese a todo, los flagelantes siguieron desfilando por las calles, prueba de ello es la célebre pintura de Francisco de Goya, realizada en torno a 1814, sin que sirvieran los lamentos de escritores ilustrados como el sevillano Blanco White, que hablará del tema en estos términos sobre 1822:

"Hace exactamente cuarenta años fue prohibida por orden del gobierno la repugnante exhibición de gente bañada en su propia sangre. Aque llos penitentes procedían de las clases sociales más abyectas. Vestían enaguas de lino, capirotes, antifaces y unas camisas que exponían a la vista la espalda desnuda, todo ello de color blanco. Antes de incorporarse a la procesión se herían la espalda y ya en ello se azotaban con disciplinas hasta hacer que la sangre corriera por sus hábitos. Fácil es comprender que la religión nada tenía que ver con estas voluntarias flagelaciones. En efecto, estaba muy extendida la idea de que este acto de penitencia tenía un excelente efecto sobre la constitución física y, mientras que la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las más robustas beldades de las clases más humildes."

 El siglo XIX marcará el fin de las disciplinas cruentas y las violentas flagelaciones, aunque en estos días de Semana Santa, aún pervive un lugar en el que se ha mantenido esta costumbre, un pueblo de la Rioja llamado San Vicente de la Sonsierra que aún mantiene la tradición de los llamados "Picados" y auténtico fósil de tiempos pasados, conservando prácticamente el mismo esquema penitencial que los flagelantes del XVI, desde las túnicas, capas y capuchas hasta la curación de las heridas, pasando por todo un conjunto de normas para serlo en las que priman ser mayor de edad, buena fe y anonimato. Pertenecen a la antigua cofradía de la Vera Cruz, y acompañan las procesiones del Jueves y Viernes Santo; el término "picao" alude a los pinchazos (doce, en recuerdo de los doce Apóstoles) que se les practican en la zona lumbar tras los azotes realizados con una recia madeja de algodón, con la idea de hacer manar la sangre y evitar hematomas internos.   

Disciplinantes frente a la Virgen.jpg

Así, cuando en las jornadas semanasanteras contemplemos el transitar de nazarenos y penitentes, bien podríamos recordar aquellos tiempos en los que se vertía sangre en vez de cera y en los que los azotes no sólo eran cosa de la Hermandad de las Cigarreras. Pero esa, esa ya es otra historia.

04 abril, 2022

Una calle con Espíritu.


En esta ocasión, vamos a ocuparnos de una calle especial, estrecha, con poco tráfico, silenciosa, en la que vivieron cofrades y herejes y a la que un convento da nombre. Pero como siempre, vayamos por partes. 
 

Entre Castellar y San Juan de la Palma, con permiso de la calle Dueñas, la calle Espíritu Santo posee, de momento, el encanto de las calles del casco histórico de Sevilla, con edificios de no mucha altura, casas unifamiliares con patio e incluso una característica barreduela dedicada a Enrique “El Cojo”, maestro en el baile de las sevillanas. 

En sus orígenes pudo tener el nombre de Palmas, pero lo cierto es que desde finales del siglo XVI recibió el de Niñas de la Doctrina, debido al colegio femenino que estaba junto al convento de monjas, y también curiosamente, el de Horno de las Tortas (de reciente actualidad tras la ceremonia de entrega de los Oscars, todo hay que decirlo), aunque está documentado que ya en 1665 aparecía como Espíritu Santo, en honor al convento del mismo nombre establecido en esta calle desde 1538 y, como decíamos, dedicado a la formación de niñas dentro de la fe católica. En 1931 se procedió a sustituirlo por el de Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre de Enseñanza, aunque ya en 1937 volvió a retomar el apelativo que ha llegado hasta nuestros días. 

 

Adoquinada en 1917, sus viviendas suelen ser del XIX o del XX, destacando los números 23 y 25 por ser anteriores, del siglo XVIII. Además, salvo algún pequeño negocio de imprenta desaparecido, se trata de una vía dedicada a uso exclusivamente residencial, aunque al parecer durante finales del XIX y parte del XX, tal como recogen las crónicas locales, quizá debido al carácter recoleto de la calle, existieron varias casas dedicadas al oficio más antiguo del mundo, con "frecuentes escándalos e inmoralidades" e incluso con el episodio recogido por la prensa local, en 1897, del asesinato Herminia Sánchez, "La Granadina", que prestaba sus servicios en una de esas casas, a manos de Manuel Vivar, quien la apuñaló en estado de embriaguez, siendo detenido y conducido a prisión.

Como detalle interesante, vamos a destacar a varios vecinos históricos de la calle, aunque cronológicamente no coincidieran en ella:

El primero sería el famoso Doctor Constantino Ponce de la Fuente, quien, aunque de origen conquense y titulado en Alcalá, desarrolló su misión como predicador en la catedral hispalense desde 1533; en 1548 logró, ni más ni menos, que el puesto de capellán del rey en la corte de Carlos I, acompañándolo por toda Europa. A su regreso a Sevilla, en 1557, será nombrado Canónigo Magistral de la Catedral, pero fue procesado por la Inquisición por sospechas de luteranismo; se le acusará de formar parte de un foco bastante numeroso en el que habría sacerdotes, nobles e incluso frailes pertenecientes al famoso Monasterio de San Isidoro del Campo como Casiodoro de Reina o Cipriano de Valera. 

El propio Felipe II, que admiraba la sabiduría y elocuencia del canónigo afirmó al enterarse: “Si hereje es, gran hereje será”. Fallecerá antes de ser procesado, cuando los inquisidores habían descubierto que estaba en posesión de una importante biblioteca de libros protestantes, quizá traídos a Sevilla por Julián Hernández "Julianillo" ocultos en barriles de cerveza desde el norte de Europa. En 1560, durante un auto de fe en la Plaza de San Francisco, sus restos mortales, sacados de su tumba, serían quemados en público junto con sus libros. 

Como curiosidad, Ponce de la Fuente tuvo que coincidir en la calle Espíritu Santo con otro canónigo de la catedral de Sevilla, Sebastián de Obregón, "hombre en letras muy señalado, varón docto, maestro en teología y de mucha virtud". Obregón, monje benedictino en sus comienzos, fue nombrado arcediano de Carmona y finalmente obispo de Marruecos, aunque renunció finalmente a esa dignidad mitrada y quedó establecido en Sevilla hasta su muerte en 1568.

El segundo vecino (tendría su morada en el número 26 de la calle) sería la antítesis del primero, ya que José Bermejo y Carballo, nacido en 1817 y bautizado en el Salvador, era abogado de prestigio y pronto manifestó un enorme compromiso en pro de las cofradías sevillanas, ya que perteneció a hermandades como la Amargura, Pasión, la Soledad o las Siete Palabras, entre otras. En 1860, encabezando un grupo de cofrades alentado por el Marqués de Rivas, reorganizó la cofradía de la Soledad, en estado de decadencia tras ser expulsada de su capilla propia en el desaparecido convento del Carmen, ostentando los cargos de mayordomo y secretario, sin olvidar su papel como Hermano Mayor (a los 41 años de edad) en las Siete Palabras, corporación a la que pertenecía desde 1850 con la idea de revitalizarla, recuperando las Reglas y parte del archivo. 

Hasta su muerte, en 1888, ejercerá como máximo responsable de la cofradía, aunque pasará a la historia por sus investigaciones históricas sobre las hermandades sevillanas, fruto de las cuales será el libro “Glorias Religiosas de Sevilla”, publicado en 1882 y que durante años fue libro de cabecera de cofrades y capillitas.

Igualmente, merece la pena el destacar al coronel de infantería Francisco Escudero Verdún quien tenía su vivienda en el número 13 allá por los años veinte y treinta del pasado siglo XX; junto con otros cofrades, formó parte del grupo que sacó de su postración a la antigua Hermandad de la Piedad de Santa Marina a partir de 1926. Tras la llegada de la II República, con posterioridad a la Semana Santa de 1932, se decidió ocultar las imágenes titulares del Misterio de la Sagrada Mortaja, siendo trasladadas a la calle Espíritu Santo con el mayor secretismo y quedando bajo la custodia de Escudero, que entonces ocupaba el cargo de mayordomo de la Hermandad. Pasados unos meses, la Virgen de la Piedad y Nuestro Padre Jesús Descendido regresaron a su sede canónica de Santa Marina, de la que saldrían tras el Viernes Santo de 1936 para ser de nuevo escondidas, pero esa, esa ya es otra historia. 

28 marzo, 2022

El Señor de las Fatigas


Fue para muchos la última visión antes de su muerte, estuvo (y está) en el epicentro del bullicio catedralicio, sirvió como modelo para una Hermandad de Carmona y hasta el escritor que dio vida al Ratoncito Pérez llegó a mencionarlo en sus escritos. Pero como siempre, vayamos por partes. 


 Es cosa sabida que en el tiempo esplendoroso y lleno de contrastes de la Sevilla del XVI las llamadas "Gradas" de la Catedral constituían uno de los puntos fuertes dentro de lo que era el gran mercado de productos llegados desde América, de hecho, la cercanía de la Alcaicería de la Seda (actual Hernando Colón) y la proximidad con los grandes centros de toma de decisiones (Cabildo de la Ciudad, Casa de Contratación, etc) hicieron que los mercaderes se agolparan en esta zona pregonando sus productos, desde especias hasta esclavos, con el consiguiente griterío que amenazaba la quietud del templo catedralicio, quizá por eso se colocó en la Puerta del Perdón el famoso relieve de la Expulsión de los Mercaderes del Templo a modo de amenaza y quizá por eso los canónigos de la Catedral suplicaron al Rey que construyese un nuevo espacio como Lonja (el actual Archivo de Indias).

Enmedio de ese ambiente heterogéneo y colorista, ruidoso, bullanguero y hasta peligroso por la abundancia de pícaros y amigos de los ajeno, la fachada norte de la catedral ostentaba varias capillas en las que se colocaron varias imágenes de devoción, quizá con el objetivo de sacralizar el espacio y evitar, en lo posible, desmanes y sacrilegios a las mismas puertas del primer templo de la ciudad. 

En una de esas capillas, la Hermandad Sacramental del Sagrario, como ha documentado Gámez Martín, acordó solicitar al cabildo catedralicio la colocación de una pintura de carácter pasionista, que será encargada al pintor sevillano Luis de Vargas (1506-1567). En concreto, se trata de la imagen de Jesús en la calle de la Amargura, en ademán encorvado, portando la cruz del revés con la particularidad de que, según tradición, la túnica que porta es de color blanco; ¿Por qué?

Dejemos que sea el historiador González de León quien lo explique:  

"es voz común que se pintó así, porque antiguamente paseaban por la estación del Corpus, a los reos que llevaban a morir por sus delitos, y al pasar por este sitio los paraban para que rezasen al Señor, y como estos reos para ir al suplicio llevan puestos una opa blanca, pintaron a Jesucristo del mismo modo, para que su vista les sirviera de consuelo”

De este modo, podemos imaginar cómo de tremendo serían esos momentos postreros en la vida de cualquier condenado a la pena capital, orando arrepentido ante la imagen de Jesús Nazareno, rodeado de todo el cortejo habitual en estos casos: tropas, alguaciles, oficiales de la justicia, sacerdotes, y la consabida multitud agolpada en la estrecha calle Alemanes. Téngase en cuenta que el recorrido de los reos hasta el patíbulo de la Plaza de San Francisco era similar al del Corpus Christi, esto es, iniciándose en la calle Sierpes, sede de la Cárcel Real, por Cerrajería, Cuna, Salvador, Álvarez Quintero, Chapineros, Francos, Placentines, la calle Alemanes, para luego tomar por Génova (actual Avenida) y de ahí a San Francisco. Toda una "carrera oficial", aunque por aquellas calendas se decía "por las calles acostumbradas".

Sin embargo, la ubicación de la capilla, la fuerza del sol en aquella zona e incluso los desperfectos causados por un fuerte temporal de lluvia y viento en 1777 hicieron tanta mella en el lienzo original que finalmente en octubre de 1778 el pintor Juan de Espinal se comprometió a realizar una nueva pintura, copia fiel del original, por 1.800 reales, como afirma Gámez Martín. Esta segunda versión es la que ha llegado hasta nosotros, restaurada a su vez en el pasado siglo XX (y en 2014 por Ars Nova) y expuesta a la veneración en su retablo tras las obras de acondicionamiento de la Biblioteca Colombina.


No es de extrañar que la imagen pintada por Luis de Vargas pronto adquiriese la advocación de Cristo de los Ajusticiados, de los Ahorcados o de las Fatigas, que de estos tres modos hemos leído descripciones, gozando de cierta devoción popular durante siglos, algo que se puede comprobar incluso en cómo la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Carmona, a la hora de encargar, en 1607, su imagen titular al escultor Francisco de Ocampo le solicita que sea una figura de cedro de "un hombre de siete palmos y medio y que la hechura de él sea de la misma trasa e hechura del Cristo questá a las espaldas del Sagrario de la Santa ygrecia desta ciudad ensima de las gradas". 

  Sobre la pintura, dos textos en latín que son toda una declaración de intenciones: "Tibi soli pecavi" (contra Tí solo pequé) y "Parce peccatis meis" (perdona mis pecados). Como curiosidad, el jerezano Padre Coloma, autor de cuentos y novelas en el siglo XIX, y creador de la figura del Ratoncito Pérez como personaje de un cuento escrito expresamente para el aún niño Alfonso XII, narra, sin decir dónde, cómo era el retablo del Cristo de los Ajusticiados: 

Hay en la Catedral de ..., en la fachada que mira al lado de poniente, un balcón de pesado herraje, no muy distante del suelo, cuyas sencillas puertas de madera aparecen de ordinario cerradas. Una vez las vi abiertas,  y sentí al verlas ese estremecimiento repentino de todas las fibras, que producen en el alma las cosas sublimes; porque era lo que allí había, lo más profundo, lo más misericordiosamente grande que pudo la caridad inspirar a la fe, para apoyo de la esperanza.

Sobre un altar cubierto de negro, ardían seis velas de cera amarilla, ante un gran cuadro de oscuras tintas, en cuyo fondo se destacaba una imagen de Jesús Nazareno, camino del Calvario, llevando la cruz a cuestas, vestida, en vez de túnica, con una hopa en todo semejando a la que llevan al patíbulo los condenados a muerte... Llamábanle por esto el Cristo de los Ajusticiados, y era costumbre que todos los que habían de serlo, pasasen ante la imagen al marchar a la muerte, y postrados a sus pies rezasen el Credo...

Impasible al discurrir de los siglos, ya no recoge las súplicas desesperadas de aquellos que marchaban rumbo a la muerte, quizá ahora sea testigo de la vida cotidiana, de turistas despistados mapa en mano o escenas, por fortuna, mucho más alegres que las aludidas con anterioridad.

21 marzo, 2022

El escultor de la Alameda.


Tuvo estudio en la Alameda de Hércules, alcanzó fama por su labor escultórica, reparó unas manos dolorosas de San Juan de la Palma y tuvo, por desgracia, un triste final. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Antonio era hijo de Manuel Susillo, sevillano, comerciante de aceitunas en el mercado de la Feria, y de Josefa Hernández, natural de Sanlúcar de Barrameda. En 1893, año en que sucede lo que relataremos, cuenta con treinta y seis años de edad y está en el momento más dulce de su carrera como escultor, tras una intensa vida en la que incluir la oposición de su padre a que abandonase el negocio familiar, el aprendizaje artístico con José de la Vega o el apoyo y mecenazo de personajes tan destacables como los Duques de Montpensier, la reina Isabel II o el príncipe ruso Romualdo Giedroik, chambelán del zar Nicolás II, gracias a los cuales podrá darse a conocer a un alto nivel y viajar y establecerse en ciudades como París o Roma.

Idealista, melancólico y perfeccionista al decir de alguno de sus biógrafos, como el profesor Juan Miguel González Gómez, Antonio Susillo había recibido, como vemos, una más que notable formación y gozaba de no muy mala posición económica; en plena juventud contraerá matrimonio e incluso será padre de un hijo, con la desgraciada circunstancia de la muerte de su esposa (1880) y su vástago en un corto espacio de tiempo, algo que le marcará de por vida y a lo que habrá que sumar el fallecimiento de su padre en el domicilio familiar en Alameda de Hércules, 42.


En contraste con todo esto, recibirá honores de todo tipo, desde caballero de la Real Orden de Carlos III, distinción otorgada por Alfonso XII, hasta Académico de la Real de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla, pasando por la Cátedra de Escultura de la Escuela de Bellas Artes, puesto que desempeñó tiempo indeterminado con un salario anual de dos mil pesetas de la época. 

https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/17/Antonio_Susillo.jpg

Su obra, heredera de la transición entre el romanticismo y el realismo, había ido creciendo y perfeccionándose hasta alcanzar cotas de gran calidad. Monumentos como el de Velázquez, el de Daoiz en la Gavidia, esculturas como las del palacio de San Telmo, relieves, retratos, ponían de manifiesto su afán como artista y creatividad, en contraste con su carácter cada vez más solitario y tendente a la depresión, que tampoco se vio modificado para bien con un nuevo matrimonio ya en plena madurez, del que infelizmente no pudo obtener la paz y el consuelo del que gozó en vida de su recién fallecida madre.

La Semana Santa de 1893 quedó marcada por un suceso accidental en el que Susillo será parte importante a posteriori. Es Domingo de Ramos, un Domingo de Ramos festivo y de regocijo para los sevillanos y para los cientos de visitantes que se agolpan en las calle de la ciudad mientras la Hermandad de la Amargura transita con su cortejo de nazarenos por una abarrotada Plaza de San Francisco, la Virgen acompañada por San Juan avanza entre nubes de incienso... pero dejemos mejor que lo cuente el anónimo reportero del periódico La Andalucía con su característica prosa: 

Se levantó el paso recorriendo unos diez metros, cayendo de nuevo pesadadamente, sin poderse por el pronto adivinar la causa que influía en tan repentina parada. Hé aquí lo ocurrido: Los que se encontraban más inmediatos á las andas, notaron un humo espeso que salía de ellas y que no podía confundirse con el del incienso, y á seguida un grito de espanto y horror se escapó de mil bocas, la santa imágen de la Virgen se vió rodeada inmediatamente por una inmensa é imponente columna de fuego. Las escenas que se sucedieron entonces, fueron indescriptibles y la confusión espantosa; muchas señoras se desmayaron, y ni los cofrades ni las autoridades atolondradas, se decidían á disponer nada por salvar tan preciosas reliquias.

Pasados los primeros momentos de estupor, el señor Fajardo Guajardo, el guardia municipal, don Rafael Perez Barriga, escribiente en la Comandancia, el cajista señor Alférez y varios conductores del paso, se subieron sobre las andas y comenzaron á atacar el devorador elemento, que amenazaba con reducir á cenizas tantos inestimables tesoros.

A pesar del natural aturdimiento, muchos recordaron que la célebre escultura de San Juan, era una de las más inestimables joyas artísticas que honran á Sevilla, y un inmenso grito
dominó el tumulto, oyéndose claramente: «¡Que se salve el San Juan!¡que se salve!» Para conseguir este objeto, algunos empezaron á tirar de la efigie, consiguiendo separarla algún tanto del foco del incendio, aunque no desprendiéndolo por completo.

La corona la arrancó el guardia á que nos hemos referido anteriormente, logrando por último quitar el manto. El fuego pudo ser sofocado á los cinco minutos, gracias á que los conductores del paso se valieron para tal objeto de los sacos que llevaban.

  


¿Qué había sucedido? Al parecer, una lámpara en el interior de la parihuela, encendida para el trabajo de los costaleros, habría prendido los ropajes de la Virgen y San Juan, siendo el origen del foco del desgraciado incendio que dañó rostro y manos de la Dolorosa y también causó desperfectos en la imagen del Discípulo, realizada por Hita del Castillo, por no hablar de los deterioros sufridos en la orfebrería y el bordado del Paso, que regresó a su sede canónica de manera apresurada, apagado, sin música y enmedio de una enorme consternación popular. La Virgen fue cubierta con un manto traído de la cercana parroquia del Salvador junto con una colgadura granate del Ayuntamiento, sin que faltaran sustos y carreras debidas a la acción de la Guardia Civil en su intento por proteger las andas y salvaguardar las joyas que portaba la Virgen, algunas desaparecidas y otras, como un brillante de grandes dimensiones, devuelto por un guardia municipal que lo halló en el suelo de la plaza tras la confusión producida. 

Sin terminar aún la Semana Santa, la Junta de Gobierno de la Hermandad de la Amargura, como ha documentado Álvaro Cabezas, puso  manos a la obra para recuperar los enseres deteriorados y reparar los daños, con la curiosidad de que incluso durante el Miércoles Santo hermanos de la corporación vistiendo el hábito nazareno realizaron una cuestación para recaudar fondos en la zona de los mismos Palcos de la Plaza de San Francisco donde había tenido lugar el triste suceso. 


 Es en este momento cuando entra en escena Antonio Susillo, dada su doble condición de hermano de la hermandad y de escultor, al encargársele la intervención tanto en la imagen del San Juan como en la de la propia Virgen de la Amargura; los trabajos consistieron en la limpieza y restauración de aquellos elementos dañados por el fuego o la violencia con la que fueron retirados del Paso, mientras que fue finalmente necesario hacer un nuevo juego de manos para la dolorosa. De este modo, el nombre de Susillo quedaría ligado para siempre a su Hermandad, en la que, con el paso de los años, quedaría depositada incluso su propia mascarilla funeraria, realizada por su discípulo Viriato Rull el mismo día de su fatal fallecimiento, 22 de diciembre de 1896, cuando el autor de las manos de la Amargura decidió que la vida carecía de sentido...

 

14 marzo, 2022

Hermano Mayor.

 

Una de las calles más transitadas en las fechas semanasanteras, sobre todo por servir para cortar camino entre la zona de Plaza Nueva y la Magdalena, es la dedicada a un célebre sevillano, escritor de novela picaresca, y cofrade por más señas, aunque el nombre original de la calle hubo de cambiarse para evitar equívocos groseros; pero como siempre, vayamos por partes.


 

Entre las calles Carlos Cañal (casi al lado del desaparecido Horno de San Buenaventura) y San Pablo, trancurrió, y transcurre, una estrecha y serpenteante callejuela que en su tiempo se denominó con nombres tan peregrinos como Lechera o Nabo, sin que se sepa a ciencia cierta el por qué de ambos topónimos. Lo cierto es que con esos nombres aparece reflejada en los planos de Olavide de 1777, hasta que en 1845 se le concede el nombre de Navas, bien en recuerdo de la Batalla de las Navas de Tolosa (1212) o bien por "maquillar" de modo amable el vocablo original de la calle, que sin lugar a dudas podría dar lugar a todo tipo de chanzas y guasas, especialmente contra quienes dijeran vivir en una calle con tan poco edificante nombre. 

En cualquier caso, merced a las gestiones del sacerdote y cofrade José Sebastián y Bandarán, en 1915 el nombre de calle de Las Navas será definitivamente sustituido por el actual, dedicado al escritor sevillano Mateo Alemán, quien es conocido literariamente como el autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache, o lo que es lo mismo, uno de los más importantes testimonios (junto los cervantinos Rinconete y Cortadillo) sobre cómo era la vida en los bajos fondos de esa Sevilla del siglo XVI.

Bautizado en la Iglesia Colegial del Salvador en el año 1547, el mismo en el que nace Miguel de Cervantes, era hijo de Hernando Alemán, médico cirujano de la famosa Cárcel Real de Sevilla, y descendiente de una familia con antecedentes judeoconversos. Algunos datos mencionan sus estudios de gramática con Juan de Mal Lara y su graduación como bachiller en Artes y Teología en el colegio de Maese Rodrigo en 1564, la actual universidad hispalense, así como ciertos conocimientos en leyes y derecho.


Acuciado por las deudas tras morir su padre, Mateo Alemán hubo de realizar un infeliz matrimonio de conveniencia para no dar con sus huesos en la cárcel, recorriendo media España ejerciendo el oficio de recaudador y juez visitador, pero de resultas de su agitada vida (tendrá buena relación de amistad con Lope de Vega durante su estancia en Sevilla) y de su mala gestión en negocios propios, permaneció preso en Sevilla durante dos años y medio, tiempo más que suficiente para captar las costumbres y modos de vida de la población reclusa sevillana, algo que le sería muy útil al escribir su novela Guzmán de Alfarache, publicada su primera parte en Madrid en 1599 y que alcanzó gran éxito en España y Europa.

Pese a todo, y pese a proseguir su labor como eficiente funcionario de la Corona, volverá a ser encarcelado a su vuelta de Madrid de nuevo en Sevilla; cansado de la vida en España, decide pasar a Indias, embarcando en 1608 y llegando a México, donde entrará a formar parte del personal del arzobispo García Guerra. La suerte, sin embargo, no le acompañó en sus últimos años de estancia americana, ya que fallecerá en la más absoluta indigencia en 1614.

Como cofrade, desde los veinte años Mateo Alemán formará parte de la nómina de hermanos de la antigua Hermandad de la Santa Cruz en Jerusalén ("El Silencio"), y ostentará el cargo de Hermano Mayor entre  1574 y 1595. Durante esa etapa, logrará el importante cambio de sede canónica de la cofradía, abandonando en 1579 el llamado Hospital de la Santa Cruz en Jerusalén, o de los Convalecientes, en la actual calle Rioja y adquiriendo la capilla del Santo Crucifijo y parte del Hospital y Casa de San Antonio Abad, en la entonces calle de las Armas, ahora de Alfonso XII. Se estableció un ventajoso convenio con la Orden de Vienne, propietaria hasta entonces, por el cual habría de recibir de la corporación nazarena seis mil maravedíes anuales.

Además, en 1578, Mateo Alemán recibirá el importante encargo de su Hermandad de redactar nuevas Reglas, en las que, además de establecer la celebración de cultos, estación de penitencia, cabildos y demás cuestiones (como la aparición por primera vez del cargo de Hermano Mayor) se hace especial hincapié en la labor caritativa de la corporación, centrada, como no podía ser de otro modo, en la atención a los presos, aunque dando prioridad por este orden: primero a los que lo fueran por deudas y por supuesto con preferencia hacia los miembros de la Hermandad y sus familiares antes que a cualquier otra persona. 

Como curiosidad, por aquellas fechas los hábitos de los nazarenos eran: "túnicas de color morado, que lleguen hasta el suelo, los rostros cubiertos con capirotes bajos; una soga ceñida a la cintura: en el pecho un escudo de cuero u hoja de Milán, pintado en él la Cruz de Jerusalén, y los pies descalzos". La hoja de Milán, aludía a una hoja de lata, mientras que a los hermanos más antiguos o de mayor edad se les permitía el uso de alpargatas. La cofradía salía en la mañana del Viernes Santo y visitaba cinco iglesias, cercanas a su sede. 


 Las Reglas de Mateo Alemán, de las que se conserva una copia de 1642, restaurada en 2002 por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, fueron copiadas por otras hermandades, como la de Jesús Nazareno de Utrera y además, durante cierto tiempo, se sostuvo incluso que la cruz de carey que porta Jesús Nazareno en la Madrugada habría sido enviada desde México por el propio Mateo Alemán, algo desmentido luego por la investigación histórica, ya que fue donada a comienzos del siglo XVII por la familia Cervantes, residentes en Nueva España. 

No obstante, ¿Por qué no iba a mantener el contacto con sus hermanos de Sevilla? A buen seguro, Mateo Alemán, allá en tierras indianas, nunca olvidaría los ecos penitenciales de su cofradía cada mañana de Viernes Santo... 

Fotos: Marina de Gades.

07 marzo, 2022

Batihojas.

En estas fechas cuaresmales, en las que pronto podremos disfrutar de la belleza de tantas y tantas canastillas talladas y doradas sobre los pasos procesionales de nuestras cofradías, habría que recordar un gremio poco conocido y valorado, pero que con su fuerza, nunca mejor dicho, logró que el oro brillase en esos pasos y retablos barrocos y que llegó incluso a poseer calle propia en nuestra ciudad; pero como siempre, vayamos por partes. 


El uso del oro como elemento decorativo u ornamental está más que documentado desde tiempos inmemoriales, ya que se sabe que en el Egipto de los Faraones se utilizaban finísimas láminas de este material para dorar muebles, sarcófagos o documentos, mientras que en la Antigua Grecia o en el Imperio Romano esta actividad se mantuvo, pues era habitual recubrir las esculturas de dioses con este tipo de elementos para así dotar de mayor apariencia de riqueza a este tipo de imágenes divinizadas, de hecho los artesanos que fabricaba estas láminas de oro eran los llamados Brattarii Inautores y tuvieron bastante importancia por aquellas calendas.

La Edad Media supondrá un importante impulso en pro de este tipo de decoración, ya que será empleada en retablos, muebles y códices, tendencia que se prolongará durante la Edad Moderna, especialmente con la irrupción del Barroco. Su uso se constata en continentes como el americanos, en las culturas precolombinas o en el asiático; como detalle curioso, desde 1593 en Japón el pan de oro o kinpaku se fabricaba (y aún se fabrica) en la ciudad de Kanazawa, utilizándose para dorar desde cajas ornamentadas hasta santuarios y altares budistas.

Protagonistas esenciales de esta historia serán los batihojas o batidores de oro, llamados así porque durante el proceso de fabricación de las láminas, como veremos, se partía de una cierta cantidad de metal precioso (oro o plata) que era sucesivamente golpeado ("batido") de manera manual o mediante prensas. Importante, no confundir con quienes usaban metales como el estaño o el cobre porque eran los que fabricaban el "oropel" u oro falso de mucha menos calidad. 

 

El modo de fabricación comenzaba con la fundición del oro en el crisol, la eliminación de sus impurezas y su colocación en moldes; en ocasiones dada su enorme pureza, se utilizaban monedas de oro, como los ducados castellanos. En ocasiones, el uso de oro de excepcional calidad tenía la desventaja de la fragilidad, de ahí que se le añadieran pequeñas cantidades de otro metal, como la plata. A continuación, extraído del molde, el oro era laminado en una fina tira de 1 o 2 centímetros y sucesivamente golpeado con un grueso martillo en el devastastador, formado por hojas con tapas de pergamino sobre la piedra de batir, hasta alcanzar, en diferentes etapas de “batido”, un grosor de aproximadamente 0,00001 mm, lo que hace que finalmente fuera colocado, ya con una medida normalizada de 8 por 8 cms., entre las hojas de los llamados "librillos" de papel de seda para evitar que, literalmente, volara o se deshiciese entre los dedos, tal era su volatilidad.



Ni que decir tiene que, asentados como honorable gremio, los batihojas poseyeron sus propias Ordenanzas o Reglamentos ya en el siglo XV, en concreto en 1487, en las que se especificaban los derechos y obligaciones, los cargos directivos, las técnicas, los contratos de aprendizaje y precios y todo lo que regulaba el buen hacer desde el punto de vista artesano, sin descuidar, como cualquier otra corporación, la labor caritativa para con los huérfanos y viudas de los cofrades. Además, se procuraba evitar el intrusismo y velar por la calidad de la obra finalizada, existiendo incluso la figura de los veedores para inspeccionar talleres. Como curiosidad, el autor teatral sevillano Lope de Rueda, reconocido por ser el primer actor español que cobró por ello, tuvo por oficio el de batihoja, mientras que José Gestoso registró uno de los escasos nombres de batihojas conservados, el de Juan Días, quien en diferentes ocasiones vendió panes de oro para la decoración de los salones palaciegos de los Reales Alcázares allá por el siglo XVI.

Celosos de sus privilegios, los batihojas sevillanos sostuvieron un duro pleito en 1616 contra los tiradores de oro, alegando los primeros que los segundos estaban habilitados para fabricar galones, canutillos, trencillas o cordones de oro, elementos que en este caso parecían estar vinculados con labores textiles o de bordado, pero no para batir el oro. La controversia legal se zanjó finalmente en favor de los primeros, quienes ya por aquel entonces daban nombre a una calle, la actual Cabo Noval, paralela a Hernando Colón y frontera al edificio del Banco de España, ubicación lógica en cierto modo ya que en esa zona, antigua Alcaicería de la Seda, se hallaban otros gremios basados en el uso de metales preciosos, como por ejemplo, el de los plateros. 


En 1777 una normativa de la Corona prohibió realizar retablos en madera por motivos de seguridad ante el caso de incendio, recomendándose el uso de la piedra (mármol) y evitar el dorado por excesivo coste monetario, a lo que habrá que unir la desaparición de toda la estructura gremial. Era el principio del declive. Con el paso de los siglos la demanda de este tipo de producto fue decayendo paulatinamente, quedando un último reducto en la calle San Luis, donde alcanzó tanta notoriedad por la calidad del oro empleado (de 24 quilates, casi nada) y el tono anaranjado final que terminó adquiriendo la denominación de “Oro de San Luis” para mencionar el oro batido producido en Sevilla hasta comienzos de los años noventa del pasado siglo XX, momento en el que se jubiló el último batihoja, Manuel Fernández Sánchez, fallecido en 2004. Como detalle, el último encargo fue para el paso de la Oración en el Huerto de la sevillana hermandad de Monte Sión, cuando se emplearon 20.000 hojas de oro equivalentes a 420 gramos de este metal. 

 En la actualidad, el oro en láminas se emplea en electrónica, ingeniería aeroespacial e incluso ha llegado a tener una variedad comestible, empleada en alta cocina, y también, por supuesto, ha seguido utilizándose en el mundo del arte, con casos como el del pintor austríaco Gustav Klimt como mejor ejemplo.

pintura de klimt con hoja de oro

 Por su parte, los doradores de hoy en día recurren al oro procedente de Italia o Alemania, elaborado por supuesto con métodos mecánicos, alejados del “batido” que durante años fue banda sonora para aquellos talleres que transformaron el oro que venía de las Indias para recubrir pasos procesionales y retablos como los del Salvador, la Santa Caridad o San Luis de los Franceses, pero esa, esa ya es otra historia.

28 febrero, 2022

Remedios.

Aunque han existido, y subsisten, monasterios y conventos sevillanos creados en torno al cauce de río Guadalquivir, hubo uno, que por sus especiales características permaneció ligado para siempre al caudaloso Río Grande, aprovechando de él lo mejor y sufriendo, también de él, lo peor. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Históricamente hablando, desde época medieval siempre se ha aludido la existencia de una pequeña ermita dedicada a la Virgen de los Remedios, situada en la orilla trianera, en el extremo sur de la calle Betis, y al lado del llamado "Sitio de las Bandurrias". El nombre tiene su miga, y Manuel Macías en su libro "Triana, el Caserío" de 1982 , lo menciona como lugar ribereño en el que pescadores ponían a secar y reparar sus aparejos, denominados de este modo. Igualmente, junto a las Bandurrias estarían los molinos de pólvora de Matías de Bolaños y Damián Pérez, establecimiento no exentos de riesgo como prueban las explosiones acaecidas en 1579 y sobre todo la de 1613, que causó enormes daños (incluso en las vidrieras catedralicias) e innumerables víctimas mortales. Todavía en 1807 pervivía el sitio de las Bandurrias, ya que un edicto municipal prohibe ese año la venta allí de sábalos, sabogas y machuelos, debiéndose llevar todo el pescado a la pescadería mayor.

Sin embargo, el gremio de historiadores no se pone de acuerdo: para Alonso Morgado fue un tal Fray Pedro quien en 1540 habría fundado la ermita, con la idea de permanecer en ella aislado del mundanal mundo, aunque la devoción que poco a poco alcanzó la pintura de la Virgen de los Remedios hizo que aquella zona poco tuviera de silenciosa; por su parte, Ortiz de Zúñiga afirma que la fundación habría sido anterior, sobre 1526, gracias al mecenazgo de un canónigo de la catedral hispalense de nombre Martín Guasco.

Vista del Convento de los Remedios en el siglo XVI, con el número 4

Junto al Convento, en la actual calle de Juan Sebastián Elcano, habría estado también el Puerto de las Mulas, del que partirá el 10 de agosto de 1519 la expedición de Magallanes y al que rendirá fin de travesía la Nao Victoria comandada por Elcano el 8 de septiembre de 1521, tal como recuerda una placa de mármol situada en la fachada lateral del edificio del que hablamos el 12 de octubre de 1929.
 
Finalmente, un discípulo de Santa Teresa de Ávila, Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, conseguirá en 1574 la posesión de la ermita para la orden carmelita descalza, fundación obtenida del cardenal Cristóbal de Rojas y Sandoval. A la antigua ermita se le añadió por tanto un monasterio, que pronto adquirió fama por su santidad y por su huerta, regada por el cercano río que también se cobraba su particular tributo, pues como ha recogido la investigadora Noemi Cinelli:

"Las inundaciones frecuentes y la humedad del entorno destrozaban la cosecha y no favorecían las condiciones de salud de los frailes y con las muchas venidas del río se inunda todo lo interior de él las veces que sale de madre se ha hecho su habitación tan enferma de que muchos años a esta parte lo está casi toda la comunidad todos los veranos, y mueren muchos."

Testimonio del daño de la meteorología en el convento de los Remedios lo tenemos en sendas crónicas de Justino Matute, quien describe así dos accidentados sucesos, en 1603: 

"Pasado el verano se inició el otoño con tormentas, y fue tan furiosa la del día 20 de octubre, que el huracán arrancó algunos remates de la crestería del templo metropolitano, derribando muchos árboles en el Aljarafe y una campana de la torre del convento de los Remedios en el barrio de Triana, con muerte instantánea del fraile que la tañía (...) Los religiosos carmelitas descalzos, del convento de los Remedios, situado en el otro extremo del arrabal, fuertemente combatido por el viento y rodeado por las aguas que destruyeron la cerca, viendo próxima su muerte, pidieron socorro tocando la campana; y a pesar de ser dificilísimo y arriesgado atravesar el río para auxiliarlos, el Asistente fletó un barco tripulado por veinticuatro ágiles y valiente remeros, que recogieron y salvaron a los religiosos, trasladándolos al colegio del Ángel de la Guarda, de su misma Órden."

Catástrofes así hicieron que el convento fuera finalmente trasladado a una zona ribereña un poco más elevada, aunque las obras se demoraron hasta 1700, año en el que tiene lugar la bendición del nuevo templo con la bendición del arzobispo Jaime de Palafox.


Pese a todo, el vínculo entre el monasterio y Triana permaneció inalterable, especialmente con las gentes de la mar, que saludaban al pasar a la Virgen de los Remedios con salvas de artillería o toques de clarines al iniciar o finalizar singladura en sus navíos. Cercano al convento se constató la existencia del corral de vecinos llamado "de los Títeres" sobre el año 1705.

El siglo XVIII será un periodo de cierto esplendor para los carmelitas de los Remedios, ya que ampliarán sus huertas de naranjos y limoneros, que adquirirán cierta fama, llegando a construir "un suntuoso estanque en el medio, que con su noria lo tiene siempre lleno de agua del Guadalquivir por una grande acequia en tan costoso edificio", aunque no por ello se librará de los efectos de la crecidas del río: en 1752 la riada será de tal calibre que la iglesia quedará completamente anegada. La huerta de los Remedios será el terreno sobre el que crecerá el barrio así llamado, a partir de los años cuarenta del pasado siglo XX.

La iglesia aún conserva su portada, muy reformada por Juan Talavera, así como una parte de su arquitectura dieciochesca, aunque se han perdido retablos, claustros y patios por la acción de los tiempos; incluso la venerada imagen de la Virgen de los Remedios fue trasladada a la parroquia de la O, desapareciendo tras ser quemada la parroquia en julio de 1936, aunque algún autor sostiene que la imagen, en piedra, pudo ser alojada en uno de los patios del palacio de la familia Ibarra en la feligresía de San Nicolás.

Sin embargo, el XIX será nefasto, como es de imaginar. A la invasión de tropas francesas, que saquearán el convento en 1810 se sumará la desamortización de 1836, que expulsará a la comunidad carmelita definitivamente de sus dominios, siendo finalmente subastado el edificio en 1869 y quedando en estado de semi abandono, aunque se sabe que pintores sevillanos como Eustaquio Marín o Gonzalo Bilbao usarán sus naves como estudios. Como curiosidad, tras el expolio de las tropas de Bonaparte se ubicarán en los Remedios la imágenes titulares de la desaparecida Hermandad de la Entrada en Jerusalén de Triana, a las que se les pierde la pista conforme pasan las décadas.

Será finalmente el mecenas Rafael González Abreu quien compre finalmente la iglesia conventual y sus dependencias para reformarla y convertirla en sede del Instituto Hispano Cubano de Historia de América, nacido al calor de los fastos de 1929 y que aún funciona como centro de investigación y biblioteca. 

 

Además, una Real Orden del 8 de febrero de 1931 declaró que el edificio fuera considerado Monumento Nacional, habiendo tenido otros usos, como ejemplo, acuartelamiento alemán durante la Guerra Civil, punto de información previo sobre la Expo del 92, Museo de Carruajes (desde 1999) y en la actualidad centro cultural para actos y presentaciones gestionado por un diario local. Ni que decir tiene que el entorno ha cambiado sustancialmente, poco queda de aquel sitio de las Bandurrias o de la famosa Huerta de los Remedios, pues en sus terrenos llegó a haber cines de veranos, talleres del Puerto, fábricas de cerámica e incluso, dato curioso, el llamado canódromo de Triana, luego polideportivo, y añadiéndose a la lista las instalaciones del Círculo de Labradores de 1962 o la urbanización de la propia Plaza de Cuba, llamada durante años "el Campillo" por las gentes del barrio.

La antigua copla trianera lo dejó claro hace muchos, muchos años: 

"Aquellos cuatro puntales

que mantienen a Triana,

San Jacinto, Los Remedios,

La O y "Señá" Santa Ana"

 


21 febrero, 2022

Entre Cruces.

 

Al entrar en la Parroquia de Omnium Sanctorum, sita en la popular calle Feria, llaman la atención varias cruces de cerrajería, de gran tamaño, situadas, una en su fachada principal y otras dos en el lateral interior de su puerta principal, recuerdo de tiempos pasados, en los que, como hemos comentado en ocasiones anteriores, la colocación del símbolo cristiano por excelencia en plazas y calles era tan frecuente que raro era el espacio urbano hispalense que careciese de este tipo de elementos; por un lado, sacralizaban el entorno y por otro, evitaban que a su alrededor se arrojasen basuras o inmundicias. En el siglo XIX el Consistorio decidió retirar la mayoría de estas cruces, entre ellas la famosa de la Cerrajería, perdiéndose muchas y conservándose no pocas, como en el caso que nos ocupa. Pero como siempre, vayamos por partes.


La primera de ellas es la llamada Cruz de Caravaca; recuerda a la cruz venerada en Caravaca de la Cruz (Murcia) y que según la tradición apareció  portada por los aires por sendos ángeles en el transcurso de una Eucaristía, tras carecer de ella el sacerdote que la oficiaba, prisionero de los musulmanes allá por el siglo XIII. 

El historiador y cronista sevillano Luis Montoto (1851-1929) obtuvo datos muy interesantes sobre la de Omnium Sanctorum, como que por ejemplo que ya en el siglo XVII se encontraba ya erigida, pues allá por agosto de 1616, como se denunció entonces, junto a ella se acumulaban las maderas y tablones de un grupo de miembros del gremio de carpinteros, provocando con ello molestias para el vecindario, que veía impedido el paso. Al decir de la resolución municipal de la época: "acordóse de conformidad que se le notifique a las personas afectadas en esta causa que dejen el paso libre de la calle de manera que se pueda pasar por ella sin estorbo y no se proceda contra ninguno de ellos"

Por otra parte, durante la sublevación popular del barrio de la Feria de 1652, el llamado "Motín del Pendón Verde" en contra de los elevados precios y de la falta de pan, se dio el caso de que uno de sus cabecillas, Francisco Portillo de nombre y batidor de oro de oficio, desarticulada la revuelta, según cuenta Álvarez Benavides: 

"Túvose noticia que estaba en su casa, de donde lo sacaron y junto a la Cruz de Caravaca lo confesaron y arcabucearon, colgándolo con los otros dos de diferentes rejas; y sucedió que estando Francisco Portillo cercado del escuadrón, llegó su mujer dando gritos, quiso romper el cerco y llegar, más los soldados no lo consintieron y presenció la infeliz la muerte de su marido."

Los otros dos cabecillas aludidos en el texto fueron apresados tras dar con ellos escondidos tras un altar en la parroquia de Omnium Sanctorum, siendo ejecutados en las inmediaciones de la actual Plaza de Calderón de la Barca y sus cadáveres expuestos públicamente para escarnio y advertencia en otra de las cruces de la collación: la Cruz Verde.

En torno a esta cruz de Caravaca se fundó una Hermandad para rendirle culto, que incluso contó con Reglas aprobadas por el Arzobispado y que llegado el mes de mayo, solicitaba permiso para colocar toldos con los que cubrir la zona a la hora de celebrar la fiesta de la Cruz, siendo restaurada dicho emblema en 1804 con una solemne función en su honor con luces y música y colocándosele una reja para protegerla en 1839. Como puede apreciarse, no era una cruz carente de oraciones y devoción.

En junio de 1840 el carácter reinvindicativo de los vecinos de la collación saldrá de nuevo a relucir, en este caso tras la retirada de la Cruz de Caravaca de su peana, hecho que acaeció de madrugada obedeciendo ello a órdenes dictadas por el Ayuntamiento, órdenes que buscaban al parecer el despejar las calles y plazas de este tipo de elementos, porque, se decía, entorpecían el transitar de viandantes y carruajes. El problema radicó en que la cruz fue entregada, mejor dicho, vendida por "cuarenta y pico reales", para sorpresa de vecinos y devotos, al cura de la "lejana" parroquia de San Marcos, sin que se sepa muy bien por qué, y ello ocasionó toda una tempestuosa oleada de quejas y protestas que culminó con la presentación de un escrito firmado por casi cincuenta vecinos de la Feria en el que afirmaban desear seguir dando culto a la Santa Cruz y que por tanto rogaban mandar que se les entregase.

El Ayuntamiento cedió y finalmente la cruz fue repuesta, aunque por poco tiempo, ya que de modo irrevocable se ordenará su supresión de la calle, ya en el año 1855. Un vecino narró cómo pudo trasladarse la cruz al interior de Omnium Sanctorum: 

"De la dicha parroquia salió un sacerdote revestido de alba, estola y manípulo, acompañado del clero de la misma iglesia parroquial, y al llegar al sitio donde estaba la cruz, que era inmediato a la Correduría, la quitaron de la peana donde estaba colocada, y formada procesión, la condujo dicho sacerdote sobre los hombros, sin embargo de ser tan pesada, ayudándole como cirineo uno de los clérigos que le acompañaban, llevándola así en esta forma hasta dicha iglesia, donde fue decentemente colocada y aún existe.

Esta cruz es de hierro y está pintada de amarillo, y tiene dos ángeles a los lados, también de hierro, que forman parte de su adorno." 



Otra otra cruz "compañera" de puerta es la llamada Cruz del Garfio, que poseyó este curioso nombre, ¿Por qué? el cronista González de León nos lo aclara al referirse a la calle donde estaba enclavada:

"Enmedio había una cruz grande de hierro sobre peana de material, en la cual estaba de firme un garfio o pescante, del que colgaban el peso o romana para pesar el carbón; y de este peso dejaban cierta limosna obligatoria para el culto de la dicha santa cruz, que del garfio que tenía en la peana tomó el nombre, y de ella y del peso lo tomó la calle"

 Efectivamente, sirvió como soporte para colocar en ella una balanza o "romana"; si decimos que la calle donde se ubicaba era la calle del Peso del Carbón (el actual tramo de Peris Mencheta más cercano a Feria) queda todo explicado, aunque hay que destacar que también poseyó hermandad propia, que se financiaba con aquellos donativos dejados tras cada "pesada" de carbón. 


En julio de 1816 se sabe que se estrenó un retablo para darle culto, sito en el muro exterior de Omnium Sanctorum más próximo al Mercado de Abastos, lo que indica que habría sido trasladada desde su ubicación primitiva, y allí convive con su otra "colega", así como con una tercera cruz llamada "de los Linos" (¿O quizá "del Triunfo"?), utilizada para marcar un cementerio de la Peste de 1649, reflejo de un tiempo en el que las cruces callejeras eran parte de la cotidianidad hispalense...