21 abril, 2022

De Gibraltar a la Feria

No, no se trata en esta ocasión del nombre de una caseta cuyos socios sean británicos, sino, cercanos ya, tras dos años, a una nueva Feria de Abril, de dar algunas pinceladas, nunca mejor dicho, sobre la figura de un sevillano (de adopción) que fue parte importante en la renovación de la apariencia de la propia Feria. Pero como siempre, vayamos por partes.

En 1873, Veintisiete años después de la primera edición de la Feria, promovida en 1846 por los concejales municipales Narciso Bonaplata y José María de Ibarra, nacía en Gibraltar el hijo de Gabriel y Adela, ambos provenientes de Menorca, quien recibiría con el bautismo el nombre de Gustavo y los apellidos de sus progenitores: Bacarisas Podestá. Ya en su infancia habría mostrado especial soltura en todo lo relacionado con las Bellas Artes, siguiendo la estela de su padre, de ahí que fuera becado por un grupo de mecenas gibraltareños y tuviera la oportunidad de formarse en la Escuela Libre de la Academia de Bellas Artes de Roma.

Aquella estancia juvenil en la Ciudad Eterna abrió en nuestro protagonista el ansia de seguir aprendiendo y viajando, conociendo gran parte de Europa y América, en especial Argentina y Estados Unidos, París (donde conocerá las principales vanguardias artísticas) y Londres y logrando merecida fama por su creatividad llena de luminosidad y energía. Viajero trotamundos, reflejó con su colorida paleta muchos pueblos de la geografía española, obtuvo múltiples reconocimientos por su labor y destacó también como docente, dejando numerosos discípulos entre los que se podría citar a Juan Miguel Sánchez.

En 1913, Gustavo Bacarisas se establecerá en nuestra ciudad, a la que no volverá a dejar salvo estancias en Madeira o Aracena. Embarcada ya en los primeros preparativos para la Exposición Iberoamericana, Sevilla ofrecerá al artista la oportunidad irrepetible de volcarse en labores decorativas, con hermosos azulejos comerciales o la decoración cerámica del Pabellón Real, sin olvidar que en 1917 será elegido para realizar el cartel de las Fiestas de Primavera, que se implicará especialmente en el Ateneo, colaborando con su creatividad en la primera Cabalgata de Reyes Magos de 1916 organizada por José María Izquierdo o que, finalmente, será autor de uno de los carteles anunciadores de la ansiada Exposición Iberoamericana de 1929-1930

La Feria de Abril que que se abrirá ante los ojos de Bacarisas es ya una fiesta plenamente asentada en el calendario local, en la que la compra-venta de ganado convive con el paseo de carruajes y caballos y las ya típicas celebraciones en las casetas, aunque cada una de ellas presente su propia estructura, aspecto y decoración. Pertenecientes a familias ganaderas en principio, poco a poco esto dará paso a casetas propiedad de asociaciones, entidades o hermandades que de este modo lograrán hacer suya la Feria. 

Para dar mayor uniformidad a dichas casetas, en 1919 se establecerá por parte del Ayuntamiento una especie de modelo a seguir, consistente en un módulo con cubiertas a dos aguas y protegido con lonas listadas en rojo o verde y blanco, de modo que en la parte superior de la zona frontal se situase una especie de frontón triangular o "pañoleta", quizá llamada así por asemejarse a un pañuelo doblado con tres picos. 


Es en este momento cuando Bacarisas entra en escena, ya que será el encargado de realizar el diseño inicial de esas pañoletas para de ese modo dar sensación de uniformidad, aunque no será hasta 1983 cuando ya se reglamente de manera definitiva el aspecto de las casetas, de hecho, a lo largo del siglo XX se mantuvieron casetas con características especiales, que incluso estaban montadas durante todo el año, como la del Círculo de Labradores, realizada en hierro fundido y que terminó sus días formando parte de una bodega en el onubense pueblo de Bollullos Par del Condado. 

La Feria de 1919, entre abril y mayo, gozó de gran afluencia de público al decir de los "reporters" de la prensa local, destacando la gran animación en el paseo de carruajes y las ventas de ganado, sin olvidar que la visita del conde de Romanones, entonces ex presidente del gobierno suscitó gran expectación y alguna que otra crítica por el pobre exorno de la calle San Fernando y la Pasarela y la presencia de carteristas en los tranvías; ya por entonces el consistorio organizaba un concurso de exorno de casetas, que fue ganado por el Ateneo de Sevilla, seguido de la llamada "Caseta del Rocío" del señor Carriedo y la de la Sociedad Benavente, que reproducía el kiosko del estanque del Parque de María Luisa, aunque quedó de manifiesto la belleza de no pocas casetas que presentaban animado aspecto tanto en la mañana como en la tarde.

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Como curiosidad, en la caseta del Real Círculo de Labradores antes aludida se celebró una "comida a la Americana", elaborada por las cocinas de Williams, sin hayamos descubierto en qué consistió el menú; además, en la caseta del Casino Sevillano tuvo lugar incluso un "cotillón" con bailes y regalos y enorme asistencia de público, con más de trescientas personas. 


No quedará ahí la relación de Gustavo Bacarisas con la Feria, se afirma incluso que fue el propagador de la colocación de los farolillos de papel allá por los "felices años veinte", y en 1948 será el encargado de realizar el precioso cartel conmemorativo del primer centenario de la Feria, en el que aparece una pareja, ella con traje de gitana, él de corto y sombrero de ala ancha con el telón de fondo de las casetas que precisamente diseñara Bacarisas como hemos comentado.

 

Dos años antes del traslado del Real de la Feria a los Remedios, en 1971, a la avanzada edad de noventa y ocho años, fallecía en su tierra de adopción y en su domicilio de la calle Pastor y Landero Gustavo Bacarisas, dejando un sello especial a la hora de entender el color y la luz de nuestra tierra, por no hablar de un extenso catálogo de obras que abarcarían desde la pintura hasta la cerámica, pasando por los tapices e incluso la escenografía teatral, pero esa, esa ya es otra historia... 

"Sevilla en fiestas". 1915. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

18 abril, 2022

De espectros

Lo contaba en sus "Curiosidades Sevillanas" el cronista Álvarez Benavides, ocurrió en una calle peatonal poco transitada y los protagonistas al final quedaron casi como amigos, pero como siempre, vayamos por partes:


En esta ocasión por premura de tiempo, sólo hemos podido insertar el audio emitido en el programa "Estilo Sevilla", la próxima semana, tengan por seguros los pacientes lectores de este blog que tendrán texto que llevarse a la vista.

11 abril, 2022

A latigazos.

La imagen actual de los nazarenos en Semana Santa portando cirios o cruces, orando en silencio en actitud de recogimiento o también, por qué no, repartiendo algún que otro caramelo, poco tiene que ver con la que los sevillanos de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Como bien afirma el profesor Palomero Páramo, la implantación en Sevilla de la devoción al Via Crucis por parte de Don Fadrique Enríquez de Ribera supuso el origen de las procesiones de Semana Santa, ya que en esta práctica religiosa, que se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma y finalizaba próxima al humilladero de la Cruz del Campo, participaban fieles y devotos con hábitos nazarenos que rezaban los 1.321 credos y padrenuestros que simbolizaban el número de pasos que caminó Cristo con la cruz. 


Los penitentes de entonces, hablamos en torno a 1521, cubrían sus rostros con capuchas y se azotaban en público con disciplinas, para conmovedora admiración de quienes contemplaban la escena penitencial, y seguían el esquema medieval del movimiento flagelante, que estimaba el autocastigo como forma de contricción ante los pecados cometidos y que alcanzó gran notoriedad en la Europa de la Peste de 1340, incluso con algún matiz casi herético, lo que le valió la desautorización eclesiástica.

Casi al mismo tiempo, las cofradías sevillanas, llegada la Semana Santa y movidas desde antiguo por el recuerdo de las predicaciones de San Vicente Ferrer, realizaban estación de penitencia a cinco iglesias próximas a su sede y en sus sencillos cortejos, aún sin pasos ni costaleros, formaban los denominados "hermanos de luz", portando cera para alumbrar el camino, no siempre bien iluminado de noche, y los "hermanos de sangre", quienes expiaban sus culpas flagelándose las espaldas como disciplinantes. El transitar de estos cortejos debía ser impresionante, silencioso, sobrio, casi "castellano", únicamente roto por el ruido de los golpes y los salmos. 

La participación en las procesiones era regulada por las Reglas de cada corporación, siendo obligatoria para los cofrades, bajo pena del pago de multas en cera, salvo para hermanos enfermos o con jusitificación; los flagelos empleados variaban según las hermandades, como ha analizado Grando Hermosín, abarcaban desde carretillas de plata a manojos de cáñamo, pasando por rodezuelas o rosetas de plata de volantín; además, como epílogo de la estación, era costumbre que los hermanos más veteranos debían tener preparadas en la sede canónica grandes ollas con rosas, laurel, arrayán, romero y vino hervido a fin de lavar las heridas de los penitentes, lograr la cicatrización y evitar posibles infecciones. Com curiosidad, en 1645 un tal Luis Núñez organizó el "lavatorio" de los disciplinantes de la desaparecida Hermandad de las Tres Humillaciones, gastando 26 reales, de los cuales 3 y medio  fueron para media arroba de vino, unos seis litros y medio.

Sin embargo, lo que en principio era una práctica humilde y ascética, poco a poco fue transformándose en nada edificante exhibicionismo, sin que faltasen vanidades, desórdenes, actitudes picarescas o incluso que algunos flagelantes, expertos, buscasen  salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. Por supuesto, el término "latigazo" también comenzó a extenderse como práctica relativa al consumo de mostos y aguardientes, con los consiguientes efectos...


A ello habría que sumar cómo los nobles obligaban a sus servidores a azotarse por ellos, el uso de túnicas acolchadas en la espalda para ocasionar ruidosos azotes para impresionar al pueblo o incluso la creencia popular que afirmaba que la flagelación tenía efectos reconstituyentes para el cuerpo. En 1604, el Cardenal Niño de Guevara instauró el Cabildo de Toma de Horas, ordenó que todas las hermandades hicieran estación a la Catedral (las de Triana, a Santa Ana) y reguló los abusos de los penitentes, prohibiendo la presencia de mujeres como tales, las túnicas cortas o transparentes, el "alquiler" de flagelantes, los excesos de los "demandantes" (cofrades algo "insistentes" que pedían donativos para la hermandad durante el recorrido) así como la obligación de mantener la debida compostura, acorde a la solemnidad del acto. ¿Se cumplieron las normas establecidas entonces? 

El Abad Gordillo escribía un tiempo después sobre una hermandad en concreto, aunque podría aplicarse al resto: 

"En el tiempo presente ha variado mucho esta cofradía, porque ya no son tantos los caballeros y hombres nobles que a ella acuden, ni tanto el fervor de la penitencia. Se ha reducido todo a seguir la novedad y galas que se  permiten, que es cosa lastimosa lo que en esto se usa. Ya no hay caballeros que se disciplinen porque la sangre de color rojo ya se derrama de mala gana... Todos van sueltos y galanes..."

Será finalmente Carlos III quien con una Real Orden en 1783 prohiba enérgicamente la presencia en las procesiones de Semana Santa de disciplinantes, empalados y todo aquello que desdiga del auténtico espíritu de este tipo de celebraciones.

Procesión de disciplinantes

Pese a todo, los flagelantes siguieron desfilando por las calles, prueba de ello es la célebre pintura de Francisco de Goya, realizada en torno a 1814, sin que sirvieran los lamentos de escritores ilustrados como el sevillano Blanco White, que hablará del tema en estos términos sobre 1822:

"Hace exactamente cuarenta años fue prohibida por orden del gobierno la repugnante exhibición de gente bañada en su propia sangre. Aque llos penitentes procedían de las clases sociales más abyectas. Vestían enaguas de lino, capirotes, antifaces y unas camisas que exponían a la vista la espalda desnuda, todo ello de color blanco. Antes de incorporarse a la procesión se herían la espalda y ya en ello se azotaban con disciplinas hasta hacer que la sangre corriera por sus hábitos. Fácil es comprender que la religión nada tenía que ver con estas voluntarias flagelaciones. En efecto, estaba muy extendida la idea de que este acto de penitencia tenía un excelente efecto sobre la constitución física y, mientras que la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las más robustas beldades de las clases más humildes."

 El siglo XIX marcará el fin de las disciplinas cruentas y las violentas flagelaciones, aunque en estos días de Semana Santa, aún pervive un lugar en el que se ha mantenido esta costumbre, un pueblo de la Rioja llamado San Vicente de la Sonsierra que aún mantiene la tradición de los llamados "Picados" y auténtico fósil de tiempos pasados, conservando prácticamente el mismo esquema penitencial que los flagelantes del XVI, desde las túnicas, capas y capuchas hasta la curación de las heridas, pasando por todo un conjunto de normas para serlo en las que priman ser mayor de edad, buena fe y anonimato. Pertenecen a la antigua cofradía de la Vera Cruz, y acompañan las procesiones del Jueves y Viernes Santo; el término "picao" alude a los pinchazos (doce, en recuerdo de los doce Apóstoles) que se les practican en la zona lumbar tras los azotes realizados con una recia madeja de algodón, con la idea de hacer manar la sangre y evitar hematomas internos.   

Disciplinantes frente a la Virgen.jpg

Así, cuando en las jornadas semanasanteras contemplemos el transitar de nazarenos y penitentes, bien podríamos recordar aquellos tiempos en los que se vertía sangre en vez de cera y en los que los azotes no sólo eran cosa de la Hermandad de las Cigarreras. Pero esa, esa ya es otra historia.

04 abril, 2022

Una calle con Espíritu.


En esta ocasión, vamos a ocuparnos de una calle especial, estrecha, con poco tráfico, silenciosa, en la que vivieron cofrades y herejes y a la que un convento da nombre. Pero como siempre, vayamos por partes. 
 

Entre Castellar y San Juan de la Palma, con permiso de la calle Dueñas, la calle Espíritu Santo posee, de momento, el encanto de las calles del casco histórico de Sevilla, con edificios de no mucha altura, casas unifamiliares con patio e incluso una característica barreduela dedicada a Enrique “El Cojo”, maestro en el baile de las sevillanas. 

En sus orígenes pudo tener el nombre de Palmas, pero lo cierto es que desde finales del siglo XVI recibió el de Niñas de la Doctrina, debido al colegio femenino que estaba junto al convento de monjas, y también curiosamente, el de Horno de las Tortas (de reciente actualidad tras la ceremonia de entrega de los Oscars, todo hay que decirlo), aunque está documentado que ya en 1665 aparecía como Espíritu Santo, en honor al convento del mismo nombre establecido en esta calle desde 1538 y, como decíamos, dedicado a la formación de niñas dentro de la fe católica. En 1931 se procedió a sustituirlo por el de Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre de Enseñanza, aunque ya en 1937 volvió a retomar el apelativo que ha llegado hasta nuestros días. 

 

Adoquinada en 1917, sus viviendas suelen ser del XIX o del XX, destacando los números 23 y 25 por ser anteriores, del siglo XVIII. Además, salvo algún pequeño negocio de imprenta desaparecido, se trata de una vía dedicada a uso exclusivamente residencial, aunque al parecer durante finales del XIX y parte del XX, tal como recogen las crónicas locales, quizá debido al carácter recoleto de la calle, existieron varias casas dedicadas al oficio más antiguo del mundo, con "frecuentes escándalos e inmoralidades" e incluso con el episodio recogido por la prensa local, en 1897, del asesinato Herminia Sánchez, "La Granadina", que prestaba sus servicios en una de esas casas, a manos de Manuel Vivar, quien la apuñaló en estado de embriaguez, siendo detenido y conducido a prisión.

Como detalle interesante, vamos a destacar a varios vecinos históricos de la calle, aunque cronológicamente no coincidieran en ella:

El primero sería el famoso Doctor Constantino Ponce de la Fuente, quien, aunque de origen conquense y titulado en Alcalá, desarrolló su misión como predicador en la catedral hispalense desde 1533; en 1548 logró, ni más ni menos, que el puesto de capellán del rey en la corte de Carlos I, acompañándolo por toda Europa. A su regreso a Sevilla, en 1557, será nombrado Canónigo Magistral de la Catedral, pero fue procesado por la Inquisición por sospechas de luteranismo; se le acusará de formar parte de un foco bastante numeroso en el que habría sacerdotes, nobles e incluso frailes pertenecientes al famoso Monasterio de San Isidoro del Campo como Casiodoro de Reina o Cipriano de Valera. 

El propio Felipe II, que admiraba la sabiduría y elocuencia del canónigo afirmó al enterarse: “Si hereje es, gran hereje será”. Fallecerá antes de ser procesado, cuando los inquisidores habían descubierto que estaba en posesión de una importante biblioteca de libros protestantes, quizá traídos a Sevilla por Julián Hernández "Julianillo" ocultos en barriles de cerveza desde el norte de Europa. En 1560, durante un auto de fe en la Plaza de San Francisco, sus restos mortales, sacados de su tumba, serían quemados en público junto con sus libros. 

Como curiosidad, Ponce de la Fuente tuvo que coincidir en la calle Espíritu Santo con otro canónigo de la catedral de Sevilla, Sebastián de Obregón, "hombre en letras muy señalado, varón docto, maestro en teología y de mucha virtud". Obregón, monje benedictino en sus comienzos, fue nombrado arcediano de Carmona y finalmente obispo de Marruecos, aunque renunció finalmente a esa dignidad mitrada y quedó establecido en Sevilla hasta su muerte en 1568.

El segundo vecino (tendría su morada en el número 26 de la calle) sería la antítesis del primero, ya que José Bermejo y Carballo, nacido en 1817 y bautizado en el Salvador, era abogado de prestigio y pronto manifestó un enorme compromiso en pro de las cofradías sevillanas, ya que perteneció a hermandades como la Amargura, Pasión, la Soledad o las Siete Palabras, entre otras. En 1860, encabezando un grupo de cofrades alentado por el Marqués de Rivas, reorganizó la cofradía de la Soledad, en estado de decadencia tras ser expulsada de su capilla propia en el desaparecido convento del Carmen, ostentando los cargos de mayordomo y secretario, sin olvidar su papel como Hermano Mayor (a los 41 años de edad) en las Siete Palabras, corporación a la que pertenecía desde 1850 con la idea de revitalizarla, recuperando las Reglas y parte del archivo. 

Hasta su muerte, en 1888, ejercerá como máximo responsable de la cofradía, aunque pasará a la historia por sus investigaciones históricas sobre las hermandades sevillanas, fruto de las cuales será el libro “Glorias Religiosas de Sevilla”, publicado en 1882 y que durante años fue libro de cabecera de cofrades y capillitas.

Igualmente, merece la pena el destacar al coronel de infantería Francisco Escudero Verdún quien tenía su vivienda en el número 13 allá por los años veinte y treinta del pasado siglo XX; junto con otros cofrades, formó parte del grupo que sacó de su postración a la antigua Hermandad de la Piedad de Santa Marina a partir de 1926. Tras la llegada de la II República, con posterioridad a la Semana Santa de 1932, se decidió ocultar las imágenes titulares del Misterio de la Sagrada Mortaja, siendo trasladadas a la calle Espíritu Santo con el mayor secretismo y quedando bajo la custodia de Escudero, que entonces ocupaba el cargo de mayordomo de la Hermandad. Pasados unos meses, la Virgen de la Piedad y Nuestro Padre Jesús Descendido regresaron a su sede canónica de Santa Marina, de la que saldrían tras el Viernes Santo de 1936 para ser de nuevo escondidas, pero esa, esa ya es otra historia. 

28 marzo, 2022

El Señor de las Fatigas


Fue para muchos la última visión antes de su muerte, estuvo (y está) en el epicentro del bullicio catedralicio, sirvió como modelo para una Hermandad de Carmona y hasta el escritor que dio vida al Ratoncito Pérez llegó a mencionarlo en sus escritos. Pero como siempre, vayamos por partes. 


 Es cosa sabida que en el tiempo esplendoroso y lleno de contrastes de la Sevilla del XVI las llamadas "Gradas" de la Catedral constituían uno de los puntos fuertes dentro de lo que era el gran mercado de productos llegados desde América, de hecho, la cercanía de la Alcaicería de la Seda (actual Hernando Colón) y la proximidad con los grandes centros de toma de decisiones (Cabildo de la Ciudad, Casa de Contratación, etc) hicieron que los mercaderes se agolparan en esta zona pregonando sus productos, desde especias hasta esclavos, con el consiguiente griterío que amenazaba la quietud del templo catedralicio, quizá por eso se colocó en la Puerta del Perdón el famoso relieve de la Expulsión de los Mercaderes del Templo a modo de amenaza y quizá por eso los canónigos de la Catedral suplicaron al Rey que construyese un nuevo espacio como Lonja (el actual Archivo de Indias).

Enmedio de ese ambiente heterogéneo y colorista, ruidoso, bullanguero y hasta peligroso por la abundancia de pícaros y amigos de los ajeno, la fachada norte de la catedral ostentaba varias capillas en las que se colocaron varias imágenes de devoción, quizá con el objetivo de sacralizar el espacio y evitar, en lo posible, desmanes y sacrilegios a las mismas puertas del primer templo de la ciudad. 

En una de esas capillas, la Hermandad Sacramental del Sagrario, como ha documentado Gámez Martín, acordó solicitar al cabildo catedralicio la colocación de una pintura de carácter pasionista, que será encargada al pintor sevillano Luis de Vargas (1506-1567). En concreto, se trata de la imagen de Jesús en la calle de la Amargura, en ademán encorvado, portando la cruz del revés con la particularidad de que, según tradición, la túnica que porta es de color blanco; ¿Por qué?

Dejemos que sea el historiador González de León quien lo explique:  

"es voz común que se pintó así, porque antiguamente paseaban por la estación del Corpus, a los reos que llevaban a morir por sus delitos, y al pasar por este sitio los paraban para que rezasen al Señor, y como estos reos para ir al suplicio llevan puestos una opa blanca, pintaron a Jesucristo del mismo modo, para que su vista les sirviera de consuelo”

De este modo, podemos imaginar cómo de tremendo serían esos momentos postreros en la vida de cualquier condenado a la pena capital, orando arrepentido ante la imagen de Jesús Nazareno, rodeado de todo el cortejo habitual en estos casos: tropas, alguaciles, oficiales de la justicia, sacerdotes, y la consabida multitud agolpada en la estrecha calle Alemanes. Téngase en cuenta que el recorrido de los reos hasta el patíbulo de la Plaza de San Francisco era similar al del Corpus Christi, esto es, iniciándose en la calle Sierpes, sede de la Cárcel Real, por Cerrajería, Cuna, Salvador, Álvarez Quintero, Chapineros, Francos, Placentines, la calle Alemanes, para luego tomar por Génova (actual Avenida) y de ahí a San Francisco. Toda una "carrera oficial", aunque por aquellas calendas se decía "por las calles acostumbradas".

Sin embargo, la ubicación de la capilla, la fuerza del sol en aquella zona e incluso los desperfectos causados por un fuerte temporal de lluvia y viento en 1777 hicieron tanta mella en el lienzo original que finalmente en octubre de 1778 el pintor Juan de Espinal se comprometió a realizar una nueva pintura, copia fiel del original, por 1.800 reales, como afirma Gámez Martín. Esta segunda versión es la que ha llegado hasta nosotros, restaurada a su vez en el pasado siglo XX (y en 2014 por Ars Nova) y expuesta a la veneración en su retablo tras las obras de acondicionamiento de la Biblioteca Colombina.


No es de extrañar que la imagen pintada por Luis de Vargas pronto adquiriese la advocación de Cristo de los Ajusticiados, de los Ahorcados o de las Fatigas, que de estos tres modos hemos leído descripciones, gozando de cierta devoción popular durante siglos, algo que se puede comprobar incluso en cómo la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Carmona, a la hora de encargar, en 1607, su imagen titular al escultor Francisco de Ocampo le solicita que sea una figura de cedro de "un hombre de siete palmos y medio y que la hechura de él sea de la misma trasa e hechura del Cristo questá a las espaldas del Sagrario de la Santa ygrecia desta ciudad ensima de las gradas". 

  Sobre la pintura, dos textos en latín que son toda una declaración de intenciones: "Tibi soli pecavi" (contra Tí solo pequé) y "Parce peccatis meis" (perdona mis pecados). Como curiosidad, el jerezano Padre Coloma, autor de cuentos y novelas en el siglo XIX, y creador de la figura del Ratoncito Pérez como personaje de un cuento escrito expresamente para el aún niño Alfonso XII, narra, sin decir dónde, cómo era el retablo del Cristo de los Ajusticiados: 

Hay en la Catedral de ..., en la fachada que mira al lado de poniente, un balcón de pesado herraje, no muy distante del suelo, cuyas sencillas puertas de madera aparecen de ordinario cerradas. Una vez las vi abiertas,  y sentí al verlas ese estremecimiento repentino de todas las fibras, que producen en el alma las cosas sublimes; porque era lo que allí había, lo más profundo, lo más misericordiosamente grande que pudo la caridad inspirar a la fe, para apoyo de la esperanza.

Sobre un altar cubierto de negro, ardían seis velas de cera amarilla, ante un gran cuadro de oscuras tintas, en cuyo fondo se destacaba una imagen de Jesús Nazareno, camino del Calvario, llevando la cruz a cuestas, vestida, en vez de túnica, con una hopa en todo semejando a la que llevan al patíbulo los condenados a muerte... Llamábanle por esto el Cristo de los Ajusticiados, y era costumbre que todos los que habían de serlo, pasasen ante la imagen al marchar a la muerte, y postrados a sus pies rezasen el Credo...

Impasible al discurrir de los siglos, ya no recoge las súplicas desesperadas de aquellos que marchaban rumbo a la muerte, quizá ahora sea testigo de la vida cotidiana, de turistas despistados mapa en mano o escenas, por fortuna, mucho más alegres que las aludidas con anterioridad.

21 marzo, 2022

El escultor de la Alameda.


Tuvo estudio en la Alameda de Hércules, alcanzó fama por su labor escultórica, reparó unas manos dolorosas de San Juan de la Palma y tuvo, por desgracia, un triste final. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Antonio era hijo de Manuel Susillo, sevillano, comerciante de aceitunas en el mercado de la Feria, y de Josefa Hernández, natural de Sanlúcar de Barrameda. En 1893, año en que sucede lo que relataremos, cuenta con treinta y seis años de edad y está en el momento más dulce de su carrera como escultor, tras una intensa vida en la que incluir la oposición de su padre a que abandonase el negocio familiar, el aprendizaje artístico con José de la Vega o el apoyo y mecenazo de personajes tan destacables como los Duques de Montpensier, la reina Isabel II o el príncipe ruso Romualdo Giedroik, chambelán del zar Nicolás II, gracias a los cuales podrá darse a conocer a un alto nivel y viajar y establecerse en ciudades como París o Roma.

Idealista, melancólico y perfeccionista al decir de alguno de sus biógrafos, como el profesor Juan Miguel González Gómez, Antonio Susillo había recibido, como vemos, una más que notable formación y gozaba de no muy mala posición económica; en plena juventud contraerá matrimonio e incluso será padre de un hijo, con la desgraciada circunstancia de la muerte de su esposa (1880) y su vástago en un corto espacio de tiempo, algo que le marcará de por vida y a lo que habrá que sumar el fallecimiento de su padre en el domicilio familiar en Alameda de Hércules, 42.


En contraste con todo esto, recibirá honores de todo tipo, desde caballero de la Real Orden de Carlos III, distinción otorgada por Alfonso XII, hasta Académico de la Real de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla, pasando por la Cátedra de Escultura de la Escuela de Bellas Artes, puesto que desempeñó tiempo indeterminado con un salario anual de dos mil pesetas de la época. 

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Su obra, heredera de la transición entre el romanticismo y el realismo, había ido creciendo y perfeccionándose hasta alcanzar cotas de gran calidad. Monumentos como el de Velázquez, el de Daoiz en la Gavidia, esculturas como las del palacio de San Telmo, relieves, retratos, ponían de manifiesto su afán como artista y creatividad, en contraste con su carácter cada vez más solitario y tendente a la depresión, que tampoco se vio modificado para bien con un nuevo matrimonio ya en plena madurez, del que infelizmente no pudo obtener la paz y el consuelo del que gozó en vida de su recién fallecida madre.

La Semana Santa de 1893 quedó marcada por un suceso accidental en el que Susillo será parte importante a posteriori. Es Domingo de Ramos, un Domingo de Ramos festivo y de regocijo para los sevillanos y para los cientos de visitantes que se agolpan en las calle de la ciudad mientras la Hermandad de la Amargura transita con su cortejo de nazarenos por una abarrotada Plaza de San Francisco, la Virgen acompañada por San Juan avanza entre nubes de incienso... pero dejemos mejor que lo cuente el anónimo reportero del periódico La Andalucía con su característica prosa: 

Se levantó el paso recorriendo unos diez metros, cayendo de nuevo pesadadamente, sin poderse por el pronto adivinar la causa que influía en tan repentina parada. Hé aquí lo ocurrido: Los que se encontraban más inmediatos á las andas, notaron un humo espeso que salía de ellas y que no podía confundirse con el del incienso, y á seguida un grito de espanto y horror se escapó de mil bocas, la santa imágen de la Virgen se vió rodeada inmediatamente por una inmensa é imponente columna de fuego. Las escenas que se sucedieron entonces, fueron indescriptibles y la confusión espantosa; muchas señoras se desmayaron, y ni los cofrades ni las autoridades atolondradas, se decidían á disponer nada por salvar tan preciosas reliquias.

Pasados los primeros momentos de estupor, el señor Fajardo Guajardo, el guardia municipal, don Rafael Perez Barriga, escribiente en la Comandancia, el cajista señor Alférez y varios conductores del paso, se subieron sobre las andas y comenzaron á atacar el devorador elemento, que amenazaba con reducir á cenizas tantos inestimables tesoros.

A pesar del natural aturdimiento, muchos recordaron que la célebre escultura de San Juan, era una de las más inestimables joyas artísticas que honran á Sevilla, y un inmenso grito
dominó el tumulto, oyéndose claramente: «¡Que se salve el San Juan!¡que se salve!» Para conseguir este objeto, algunos empezaron á tirar de la efigie, consiguiendo separarla algún tanto del foco del incendio, aunque no desprendiéndolo por completo.

La corona la arrancó el guardia á que nos hemos referido anteriormente, logrando por último quitar el manto. El fuego pudo ser sofocado á los cinco minutos, gracias á que los conductores del paso se valieron para tal objeto de los sacos que llevaban.

  


¿Qué había sucedido? Al parecer, una lámpara en el interior de la parihuela, encendida para el trabajo de los costaleros, habría prendido los ropajes de la Virgen y San Juan, siendo el origen del foco del desgraciado incendio que dañó rostro y manos de la Dolorosa y también causó desperfectos en la imagen del Discípulo, realizada por Hita del Castillo, por no hablar de los deterioros sufridos en la orfebrería y el bordado del Paso, que regresó a su sede canónica de manera apresurada, apagado, sin música y enmedio de una enorme consternación popular. La Virgen fue cubierta con un manto traído de la cercana parroquia del Salvador junto con una colgadura granate del Ayuntamiento, sin que faltaran sustos y carreras debidas a la acción de la Guardia Civil en su intento por proteger las andas y salvaguardar las joyas que portaba la Virgen, algunas desaparecidas y otras, como un brillante de grandes dimensiones, devuelto por un guardia municipal que lo halló en el suelo de la plaza tras la confusión producida. 

Sin terminar aún la Semana Santa, la Junta de Gobierno de la Hermandad de la Amargura, como ha documentado Álvaro Cabezas, puso  manos a la obra para recuperar los enseres deteriorados y reparar los daños, con la curiosidad de que incluso durante el Miércoles Santo hermanos de la corporación vistiendo el hábito nazareno realizaron una cuestación para recaudar fondos en la zona de los mismos Palcos de la Plaza de San Francisco donde había tenido lugar el triste suceso. 


 Es en este momento cuando entra en escena Antonio Susillo, dada su doble condición de hermano de la hermandad y de escultor, al encargársele la intervención tanto en la imagen del San Juan como en la de la propia Virgen de la Amargura; los trabajos consistieron en la limpieza y restauración de aquellos elementos dañados por el fuego o la violencia con la que fueron retirados del Paso, mientras que fue finalmente necesario hacer un nuevo juego de manos para la dolorosa. De este modo, el nombre de Susillo quedaría ligado para siempre a su Hermandad, en la que, con el paso de los años, quedaría depositada incluso su propia mascarilla funeraria, realizada por su discípulo Viriato Rull el mismo día de su fatal fallecimiento, 22 de diciembre de 1896, cuando el autor de las manos de la Amargura decidió que la vida carecía de sentido...

 

14 marzo, 2022

Hermano Mayor.

 

Una de las calles más transitadas en las fechas semanasanteras, sobre todo por servir para cortar camino entre la zona de Plaza Nueva y la Magdalena, es la dedicada a un célebre sevillano, escritor de novela picaresca, y cofrade por más señas, aunque el nombre original de la calle hubo de cambiarse para evitar equívocos groseros; pero como siempre, vayamos por partes.


 

Entre las calles Carlos Cañal (casi al lado del desaparecido Horno de San Buenaventura) y San Pablo, trancurrió, y transcurre, una estrecha y serpenteante callejuela que en su tiempo se denominó con nombres tan peregrinos como Lechera o Nabo, sin que se sepa a ciencia cierta el por qué de ambos topónimos. Lo cierto es que con esos nombres aparece reflejada en los planos de Olavide de 1777, hasta que en 1845 se le concede el nombre de Navas, bien en recuerdo de la Batalla de las Navas de Tolosa (1212) o bien por "maquillar" de modo amable el vocablo original de la calle, que sin lugar a dudas podría dar lugar a todo tipo de chanzas y guasas, especialmente contra quienes dijeran vivir en una calle con tan poco edificante nombre. 

En cualquier caso, merced a las gestiones del sacerdote y cofrade José Sebastián y Bandarán, en 1915 el nombre de calle de Las Navas será definitivamente sustituido por el actual, dedicado al escritor sevillano Mateo Alemán, quien es conocido literariamente como el autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache, o lo que es lo mismo, uno de los más importantes testimonios (junto los cervantinos Rinconete y Cortadillo) sobre cómo era la vida en los bajos fondos de esa Sevilla del siglo XVI.

Bautizado en la Iglesia Colegial del Salvador en el año 1547, el mismo en el que nace Miguel de Cervantes, era hijo de Hernando Alemán, médico cirujano de la famosa Cárcel Real de Sevilla, y descendiente de una familia con antecedentes judeoconversos. Algunos datos mencionan sus estudios de gramática con Juan de Mal Lara y su graduación como bachiller en Artes y Teología en el colegio de Maese Rodrigo en 1564, la actual universidad hispalense, así como ciertos conocimientos en leyes y derecho.


Acuciado por las deudas tras morir su padre, Mateo Alemán hubo de realizar un infeliz matrimonio de conveniencia para no dar con sus huesos en la cárcel, recorriendo media España ejerciendo el oficio de recaudador y juez visitador, pero de resultas de su agitada vida (tendrá buena relación de amistad con Lope de Vega durante su estancia en Sevilla) y de su mala gestión en negocios propios, permaneció preso en Sevilla durante dos años y medio, tiempo más que suficiente para captar las costumbres y modos de vida de la población reclusa sevillana, algo que le sería muy útil al escribir su novela Guzmán de Alfarache, publicada su primera parte en Madrid en 1599 y que alcanzó gran éxito en España y Europa.

Pese a todo, y pese a proseguir su labor como eficiente funcionario de la Corona, volverá a ser encarcelado a su vuelta de Madrid de nuevo en Sevilla; cansado de la vida en España, decide pasar a Indias, embarcando en 1608 y llegando a México, donde entrará a formar parte del personal del arzobispo García Guerra. La suerte, sin embargo, no le acompañó en sus últimos años de estancia americana, ya que fallecerá en la más absoluta indigencia en 1614.

Como cofrade, desde los veinte años Mateo Alemán formará parte de la nómina de hermanos de la antigua Hermandad de la Santa Cruz en Jerusalén ("El Silencio"), y ostentará el cargo de Hermano Mayor entre  1574 y 1595. Durante esa etapa, logrará el importante cambio de sede canónica de la cofradía, abandonando en 1579 el llamado Hospital de la Santa Cruz en Jerusalén, o de los Convalecientes, en la actual calle Rioja y adquiriendo la capilla del Santo Crucifijo y parte del Hospital y Casa de San Antonio Abad, en la entonces calle de las Armas, ahora de Alfonso XII. Se estableció un ventajoso convenio con la Orden de Vienne, propietaria hasta entonces, por el cual habría de recibir de la corporación nazarena seis mil maravedíes anuales.

Además, en 1578, Mateo Alemán recibirá el importante encargo de su Hermandad de redactar nuevas Reglas, en las que, además de establecer la celebración de cultos, estación de penitencia, cabildos y demás cuestiones (como la aparición por primera vez del cargo de Hermano Mayor) se hace especial hincapié en la labor caritativa de la corporación, centrada, como no podía ser de otro modo, en la atención a los presos, aunque dando prioridad por este orden: primero a los que lo fueran por deudas y por supuesto con preferencia hacia los miembros de la Hermandad y sus familiares antes que a cualquier otra persona. 

Como curiosidad, por aquellas fechas los hábitos de los nazarenos eran: "túnicas de color morado, que lleguen hasta el suelo, los rostros cubiertos con capirotes bajos; una soga ceñida a la cintura: en el pecho un escudo de cuero u hoja de Milán, pintado en él la Cruz de Jerusalén, y los pies descalzos". La hoja de Milán, aludía a una hoja de lata, mientras que a los hermanos más antiguos o de mayor edad se les permitía el uso de alpargatas. La cofradía salía en la mañana del Viernes Santo y visitaba cinco iglesias, cercanas a su sede. 


 Las Reglas de Mateo Alemán, de las que se conserva una copia de 1642, restaurada en 2002 por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, fueron copiadas por otras hermandades, como la de Jesús Nazareno de Utrera y además, durante cierto tiempo, se sostuvo incluso que la cruz de carey que porta Jesús Nazareno en la Madrugada habría sido enviada desde México por el propio Mateo Alemán, algo desmentido luego por la investigación histórica, ya que fue donada a comienzos del siglo XVII por la familia Cervantes, residentes en Nueva España. 

No obstante, ¿Por qué no iba a mantener el contacto con sus hermanos de Sevilla? A buen seguro, Mateo Alemán, allá en tierras indianas, nunca olvidaría los ecos penitenciales de su cofradía cada mañana de Viernes Santo... 

Fotos: Marina de Gades.

07 marzo, 2022

Batihojas.

En estas fechas cuaresmales, en las que pronto podremos disfrutar de la belleza de tantas y tantas canastillas talladas y doradas sobre los pasos procesionales de nuestras cofradías, habría que recordar un gremio poco conocido y valorado, pero que con su fuerza, nunca mejor dicho, logró que el oro brillase en esos pasos y retablos barrocos y que llegó incluso a poseer calle propia en nuestra ciudad; pero como siempre, vayamos por partes. 


El uso del oro como elemento decorativo u ornamental está más que documentado desde tiempos inmemoriales, ya que se sabe que en el Egipto de los Faraones se utilizaban finísimas láminas de este material para dorar muebles, sarcófagos o documentos, mientras que en la Antigua Grecia o en el Imperio Romano esta actividad se mantuvo, pues era habitual recubrir las esculturas de dioses con este tipo de elementos para así dotar de mayor apariencia de riqueza a este tipo de imágenes divinizadas, de hecho los artesanos que fabricaba estas láminas de oro eran los llamados Brattarii Inautores y tuvieron bastante importancia por aquellas calendas.

La Edad Media supondrá un importante impulso en pro de este tipo de decoración, ya que será empleada en retablos, muebles y códices, tendencia que se prolongará durante la Edad Moderna, especialmente con la irrupción del Barroco. Su uso se constata en continentes como el americanos, en las culturas precolombinas o en el asiático; como detalle curioso, desde 1593 en Japón el pan de oro o kinpaku se fabricaba (y aún se fabrica) en la ciudad de Kanazawa, utilizándose para dorar desde cajas ornamentadas hasta santuarios y altares budistas.

Protagonistas esenciales de esta historia serán los batihojas o batidores de oro, llamados así porque durante el proceso de fabricación de las láminas, como veremos, se partía de una cierta cantidad de metal precioso (oro o plata) que era sucesivamente golpeado ("batido") de manera manual o mediante prensas. Importante, no confundir con quienes usaban metales como el estaño o el cobre porque eran los que fabricaban el "oropel" u oro falso de mucha menos calidad. 

 

El modo de fabricación comenzaba con la fundición del oro en el crisol, la eliminación de sus impurezas y su colocación en moldes; en ocasiones dada su enorme pureza, se utilizaban monedas de oro, como los ducados castellanos. En ocasiones, el uso de oro de excepcional calidad tenía la desventaja de la fragilidad, de ahí que se le añadieran pequeñas cantidades de otro metal, como la plata. A continuación, extraído del molde, el oro era laminado en una fina tira de 1 o 2 centímetros y sucesivamente golpeado con un grueso martillo en el devastastador, formado por hojas con tapas de pergamino sobre la piedra de batir, hasta alcanzar, en diferentes etapas de “batido”, un grosor de aproximadamente 0,00001 mm, lo que hace que finalmente fuera colocado, ya con una medida normalizada de 8 por 8 cms., entre las hojas de los llamados "librillos" de papel de seda para evitar que, literalmente, volara o se deshiciese entre los dedos, tal era su volatilidad.



Ni que decir tiene que, asentados como honorable gremio, los batihojas poseyeron sus propias Ordenanzas o Reglamentos ya en el siglo XV, en concreto en 1487, en las que se especificaban los derechos y obligaciones, los cargos directivos, las técnicas, los contratos de aprendizaje y precios y todo lo que regulaba el buen hacer desde el punto de vista artesano, sin descuidar, como cualquier otra corporación, la labor caritativa para con los huérfanos y viudas de los cofrades. Además, se procuraba evitar el intrusismo y velar por la calidad de la obra finalizada, existiendo incluso la figura de los veedores para inspeccionar talleres. Como curiosidad, el autor teatral sevillano Lope de Rueda, reconocido por ser el primer actor español que cobró por ello, tuvo por oficio el de batihoja, mientras que José Gestoso registró uno de los escasos nombres de batihojas conservados, el de Juan Días, quien en diferentes ocasiones vendió panes de oro para la decoración de los salones palaciegos de los Reales Alcázares allá por el siglo XVI.

Celosos de sus privilegios, los batihojas sevillanos sostuvieron un duro pleito en 1616 contra los tiradores de oro, alegando los primeros que los segundos estaban habilitados para fabricar galones, canutillos, trencillas o cordones de oro, elementos que en este caso parecían estar vinculados con labores textiles o de bordado, pero no para batir el oro. La controversia legal se zanjó finalmente en favor de los primeros, quienes ya por aquel entonces daban nombre a una calle, la actual Cabo Noval, paralela a Hernando Colón y frontera al edificio del Banco de España, ubicación lógica en cierto modo ya que en esa zona, antigua Alcaicería de la Seda, se hallaban otros gremios basados en el uso de metales preciosos, como por ejemplo, el de los plateros. 


En 1777 una normativa de la Corona prohibió realizar retablos en madera por motivos de seguridad ante el caso de incendio, recomendándose el uso de la piedra (mármol) y evitar el dorado por excesivo coste monetario, a lo que habrá que unir la desaparición de toda la estructura gremial. Era el principio del declive. Con el paso de los siglos la demanda de este tipo de producto fue decayendo paulatinamente, quedando un último reducto en la calle San Luis, donde alcanzó tanta notoriedad por la calidad del oro empleado (de 24 quilates, casi nada) y el tono anaranjado final que terminó adquiriendo la denominación de “Oro de San Luis” para mencionar el oro batido producido en Sevilla hasta comienzos de los años noventa del pasado siglo XX, momento en el que se jubiló el último batihoja, Manuel Fernández Sánchez, fallecido en 2004. Como detalle, el último encargo fue para el paso de la Oración en el Huerto de la sevillana hermandad de Monte Sión, cuando se emplearon 20.000 hojas de oro equivalentes a 420 gramos de este metal. 

 En la actualidad, el oro en láminas se emplea en electrónica, ingeniería aeroespacial e incluso ha llegado a tener una variedad comestible, empleada en alta cocina, y también, por supuesto, ha seguido utilizándose en el mundo del arte, con casos como el del pintor austríaco Gustav Klimt como mejor ejemplo.

pintura de klimt con hoja de oro

 Por su parte, los doradores de hoy en día recurren al oro procedente de Italia o Alemania, elaborado por supuesto con métodos mecánicos, alejados del “batido” que durante años fue banda sonora para aquellos talleres que transformaron el oro que venía de las Indias para recubrir pasos procesionales y retablos como los del Salvador, la Santa Caridad o San Luis de los Franceses, pero esa, esa ya es otra historia.