21 noviembre, 2022

Cimientos.


La mezquita se había quedado pequeña. Inaugurada en el año 829, siendo Cadí de Sevilla Ibn Adabbas, aquel edificio de nueve naves, la central más ancha, y cuyo muro de la Qibla, donde estaría el nicho del Mihrab, se situaría ahora a lo largo del testero de iglesia del Salvador que da a la calle Villegas, había tocado techo en cuanto a su aforo para el rezo; de este modo, las autoridades musulmanas determinaron construir una nueva, y para ello, utilizaron materiales de épocas anteriores que ahora suponen una fuente histórica de primer orden. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La construcción de la nueva mezquita mayor de Sevilla comenzó allá por el año 1172, estando al frente de las obras el conocido Ahmad Ben Baso, siendo inaugurada por Abu Yaacub Yusuf el 14 de abril del 1182, el mismo califa almohade que ya había ordenado la construcción del puente de Barcas sobre el Guadalquivir, la restauración de los Caño de Carmona o el embellecimiento de los Reales Alcázares. Además, en 1184 emprendió a su vez la construcción de una elevada torre alminar necesaria para que el almuédano realizase los preceptivos rezos diarios, con la particularidad de que tendría rampas en vez de escaleras para que dicho muecín pudiera subir en asno hasta allí. 

El califa no llegaría a ver ni siquiera comenzadas las obras, ya que moriría en combate durante el asedio de la ciudad portuguesa de Santarém, defendida por Alfonso I de Portugal. Su hijo, Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur heredaría el gobierno, comenzando entonces, según los historiadores, el periodo de mayor esplendor dentro de la etapa almohade, desde el punto de vista militar con la derrota infligida a las tropas castellanas de Alonso VII en Alarcos en 1195 y desde la faceta constructiva con la construcción de la fortaleza de San Juan de Aznalfarache, una ciudadela en Rabat y la terminación de la mezquita de la Kutubía en esa misma urbe, con un alminar muy semejante al hispalense.

Con la obra de construcción del alminar terminada y en acción de gracias por la victoria antes mencionada de Alarcos, el califa ordenó la colocación en su cúspide de unas grandes esferas de bronce dorado (o Yâmûr) en las que se gastaron, según las crónicas, 100.000 dinares de oro y quedaron solemnemente instaladas el 10 de marzo de 1198; curiosamente, sobrevivieron a la conquista castellana por Fernando III el Santo de 1248, pues caerán finalmente durante un terremoto acaecido en 1356, reinando ya Pedro I de Castilla.  

La interesante cimentación de la torre ha sido analizada topográficamente y alcanza la nada despreciable profundidad de más de nueve metros, más unas medidas en superficie de 17,5 metros de lado; se utilizó piedra de acarreo y ladrillo, pero también aras origen romano correspondientes al siglo II d. C., como las situadas en la esquina de la calle Alemanes (ahora Cardenal Amigo Vallejo) con la Plaza de la Virgen de los Reyes y que están dedicadas por los propietarios de esquifes (navíos de carga) de la Hispalis romana a sendos cargos de la administración hispalense, Sexto Julio Posesor y Lucio Castricio, como prueba de agradecimiento por su "probidad y singular justicia", por haber mantenido navegable el río y por controlar el flujo del comercio aceitero que partía desde Sevilla hacia la metrópoli romana. 

Así, traducida del latín la primera inscripción por el recientemente desaparecido profesor Joaquín Gómez-Pantoja resulta este texto: 

A Sexto Julio Possessor, hijo de Sexto, de la tribu Quirina, prefecto de la III cohorte Gala; comandante de la unidad de arqueros Siria y del I escuadrón Hispano, administrador de la ciudad de los Romulenses Malvenses, tribuno de la XII legión Fulminata y administrador de la colonia de los Arcenses; seleccionado para las Decurias (de caballeros) por los más grandes y mejores emperadores, los Augustos Antonino y Vero; asistente de Ulpio Saturnino, prefecto de la Anona, para la gestión del aceite Africano e Hispano, del abastecimiento del trigo y del pago de sus fletes; procurador imperial de las orillas del Betis. Los barqueros de Hispalis por su integridad y excepcional sentido de la Justicia.

Quizá estas dos lápidas de mármol sean las más conocidas por estar muy a la vista del transeunte, y demuestran el papel tan importante del río en la vida de la ciudad, pero en 1998, durante una excavaciones dirigidas por el arqueólogo Miguel Ángel Tabales en la cara sur de la Giralda, correspondiente a la Puerta de los Palos, salió a relucir un nuevo conjunto de siete aras o basamentos romanos, del que sobresale una dedicada a M. Iulius Hermesianus, personaje que habría vivido en torno al año 199 d. C. y ostentaría el puesto laboral equivalente a un envasador de aceite al por mayor ("difussor") con destino a Roma bajo el gobierno del emperador Septimio Severo, y comerciante a gran escala, no en vano, se ha descubierto en la ciudad de Écija otra lápida dedicada al mismo personaje, sin duda de gran preponderancia social y económica, perteneciente a una familia cuyo, abuelo o nieto, de otro Hermesianus aparece costeando la tumba de una esclava liberta suya en la mismísima capital del imperio, lo que da idea de que bien podría tratarse de una gran estructura comercial con sedes en diversas ciudades del imperio.

No podemos olvidar que en aquellos tiempos era una minoría social privilegiada la propietaria de extensas propiedades agrarias en las que el olivo era pieza clave, punto de partida para extensión del uso del aceite de oliva en todo el imperio, ya que se dice que prácticamente todo el aceite que se consumía en Roma procedía de sus provincias del sur de Hispania, de modo y manera que en aquellos años miles de ánforas de barro con el preciado "oro líquido" llegaron a la Ciudad Eterna con destino a la Annona, especie de oficina central de abastecimiento para todos los ciudadanos; sus restos rotos quedaron como testimonio histórico en el famoso Monte Testaccio, montículo artificial creado a partir de un enorme vertedero de unos cincuenta y tres millones de ánforas destruidas, en las que abundan inscripciones que aluden a la procedencia sevillana, ecijana o cordobesa de las mismas.

La inscripción de Hermesianus, estudiada por varios profesores de la universidad de Sevilla, entre los que destaca Genaro Chic, de cuyas clases en la Facultad de Historia guardamos grato recuerdo, saca a relucir todo un complejo esquema comercial desde Andalucía hasta Roma, basado en un grupo corporaciones o gremios dedicados a agrupar a los productores del aceite de los olivos sevillanos y a administrar tanto su envío como la correcta gestión fiscal de las subvenciones, fletes y ganancias, en la que los "diffusores" como nuestro Hermesianus arriesgaban no sólo su capital monetario, invertido en grandes envío aceiteros, sino incluso también sus propias vidas al acompañar a la mercancía durante sus travesías por el Mediterráneo, singladuras no exentas de naufragios o pérdidas, y que podían arruinar a cualquiera en caso de ocurrir.

Poco de esto podían imaginar los constructores de la Giralda allá por el siglo XII, cuando cimentaban su estructura sin saber que estaban utilizando un trocito del legado romano en nuestra tierra, pero esa, esa ya es otra historia...

Foto: Reyes de Escalona.


14 noviembre, 2022

Expulsados.


Llovía a cántaros en aquella fría madrugada del 2 al 3 de abril de 1767. Aprestadas en la Plaza de San Francisco, las tropas permanecían en perfecta formación soportando estoicamente el fuerte aguacero que humedecía ya sus casacas y tricornios y amenazaba con mojar también la pólvora de los fusiles. Entre truenos y relámpagos, habían sido convocados con urgencia por Don Juan Pedro Coronado Tello de Guzmán, Teniente de Asistente sin que, por el momento, se supiese a qué se debía tal premura, siendo levantados literalmente de sus catres a las once de la noche para tomar armas e impedimenta mientras fuera, pese a la incipiente primavera sevillana, jarreaba sin piedad. 

Entre los soldados y cabos, aburridos por la larga espera, comenzaron a extenderse los más diversos rumores, como suele ocurrir, algunos de lo más disparatado, como el de la inopinada subida de invasores por el Guadalquivir o el de una sangrienta revuelta en Triana, pero, al fin, parece que algo se mueve desde el interior del Ayuntamiento. Hay corrillos entre los caballeros veinticuatro. Los alguaciles van y vienen con premura sorteando los grandes charcos nacidos de los socavones de la plaza. Los escribanos disponen sus cartapacios. En medio del diluvio, el reloj de la catedral marca las tres de la mañana. Al fin, los soldados comprueban aliviados que se ordena dividir el contingente en seis escuadras encabezadas por ministros de la Justicia, y que se designan varios puntos de destino, desde luego, muy poco "militares": casas y sedes de la Compañía de Jesús. ¿Qué ocurría?


En aquella lluviosa noche de abril, ninguno de aquellos empapados soldados sabía que era el mero brazo ejecutor de una Real Orden dictada por el monarca Carlos III, y que esta Orden suponía la expulsión "ipso facto" de los jesuitas sevillanos de España. Pero como siempre, vayamos por partes. 

No cabe duda que el papel de los jesuitas en la historia de nuestro país ha estado siempre marcado por una evidente relación de amor/odio. Su papel como educadores de las élites está fuera de duda, aunque quizá, simplificándolo todo, la diatriba se debiera al llamado Cuarto Voto, aquel que, junto con Pobreza, Obediencia y Castidad, suponía obediencia total al Papa de Roma, con todo lo que ello conllevaba en unos tiempos en los que la monarquía autoritaria, por no decir absolutista, del "ordeno y mando" era moneda corriente en todas las cortes europeas, suavizado todo ello por los aires reformistas e ilustrados provenientes de Francia. Ese Cuarto Voto venía acompañado en aquellos años con una proverbial antipatía hacia todo aquello que supusiera reforma o cambio, de ahí que los conservadores jesuitas, confesores de los reyes españoles durante años, se vieran poco menos que en el ojo de un huracán cuyo epicentro sería su presunta participación en el llamado Motín de Esquilache, del que no saldrían indemnes como veremos, pese a ser una institución más que respetada por todos. 

En completo silencio, evitando incluso el ruido del entrechocar de correajes y fusiles, una por una, las seis escuadras fue tomando posiciones a las puertas de cada una de las seis sedes jesuitas aguardando a la amanecida, mientras la noche seguía fría y desapacible con fuertes lluvias intermitentes. Tiritando, los sargentos acallaban voces de protesta por un desayuno que nunca llegó y por un servicio de armas por el que la tropa esperaba recibir una suculenta bolsa tras aquel lance extraordinario. 

Antes de salir el sol, los porteros de la Compañía de Jesús, aún con sueño en sus ojos, comprobaron cómo la milicia sevillana estaba apostada y se vieron sorprendidos al ver cómo todo un contingente militar franqueaba puertas con violencia, irrumpía de manera enérgica en sus sedes y tomaba posesión de ellas en el nombre del Rey, con el consiguiente desconcierto en cada una de las comunidades jesuíticas, aterradas por la presencia de hombres armados de bastante mal humor y por lo inaudito de la situación. Tomadas las casas jesuitas, El Teniente de Asistente, Juan Pedro Coronado, dedicó toda la jornada a visitar desde la principal Casa Profesa de la actual calle Laraña (Facultad de Bellas Artes e Iglesia de la Anunciación) hasta el recién terminado Noviciado de San Luis, cuyas dos iglesias casi olían aún a nuevo, pasando por los diferentes colegios de la Compañía, como de las Becas o el de San Hermenegildo. En todos ellos, los rostros sorprendidos de los jesuitas, escuetas sotanas negras y alzacuellos blancos, indicaban que todo aquello les había cogido "in albis", o lo que es lo mismo, absolutamente por sorpresa.


Pese a lo inesperado de los acontecimientos, pues verdaderamente se habían visto atrapados en su propia casa, los textos de la época reseñan cómo los jesuitas hicieron gala de una absoluta serenidad y resignación tras escuchar la lectura por parte de un notario del texto que decretaba no sólo su "extrañamiento" o expulsión de territorio español, sino el embargo de todos sus bienes, entre los que estaban veintidós haciendas y cortijos propiedad de la Compañía, y el arresto de los padres procuradores y coadjutores, administradores de estos bienes, a fin de que dieran cuenta a las autoridades. Esa triste resignación les acompañará durante todo el largo proceso. 

Solo se permitió entrar y salir de cada recinto a despenseros, médicos y cirujanos, incomunicándose al resto de jesuitas y novicios. Los desconcertados padres procuradores o rectores hubieron de entregar llaves y documentos de cada una de las sedes a los oficiales al mando, mientras las autoridades gubernamentales comenzaron la ardua tarea de inventariar los bienes y propiedades incautadas, a la espera de darles un destino adecuado. Otro asunto complicado fue el consumir todas las formas consagradas reservadas en los Sagrarios; además, tampoco hay que olvidar cómo hubo que acordonar las sedes jesuitas ante la curiosidad del pueblo llano, deseoso de saber qué sucedía y por qué, como suele ser habitual en estos casos.

Como curiosidad, en el Noviciado de San Luis de los Franceses se confiscó la cantidad monetaria de 7.000 pesos, y sus 57 novicios fueron trasladados a casas particulares de confianza para la autoridad, siendo interpelados sobre sus deseos de seguir o no en la Compañía de Jesús; según Joaquín Guichot, sólo 4 decidieron seguir el destino de los demás jesuitas hispalenses, aunque otros autores sostienen que aconteció lo contrario. Según historiadores que han estudiado este asunto, llama muy mucho la atención la minuciosa precisión con la que se llevó a cabo la orden de expulsión, pues desde el 22 de marzo poseía el Teniente de Asistente una carta de Madrid que incluía la instrucción de abrir otra en la mañana del mismo día 2 de abril, algo que ocurrió en otras muchas ciudades españolas a fin de que todo sucediera de manera sincronizada en todas partes, como un "wuassap" en pleno siglo XVIII, vamos. El efecto sorpresa jugó también un papel importante, ya que, en contra de lo habitual, todo se mantuvo en el más estricto secreto.

El texto de la Carta Orden era:

"En vista de la consulta tenida con sujetos del más elevado carácter; por justos motivos que mi Real ánimo ha tenido; He venido en ordenar a todos los Gobernadores, Asistentes y demás personas empleadas en mi Real Servicio, en todos mis Dominios extrañar de ellos a los religiosos jesuitas; ejecutándose plenamente en una misma hora dicha ejecución: y siendo ese Partido uno de mis Dominios os mando lo ejecutéis conforme a derecho.-Así lo mando en Madrid a 15 de marzo de 1767.- YO EL REY".
Los bienes incautados a los jesuitas corrieron diversa suerte. La Casa Profesa, siguiendo las instrucciones del ministro Aranda para este tipo de edificios, quedó convertida en nueva sede de la Universidad hasta 1954, fecha en la que se traslada a la antigua Fábrica de Tabacos; por su parte, el noviciado de San Luis de los Franceses volverá a ser utilizado como tal por los monjes franciscanos dieguinos, luego de nuevo por los propios jesuitas y finalmente, tras la Desamortización de Mendizábal de 1837 el edificio quedará en manos de la Diputación Provincial de Sevilla, ubicándose en él el llamado Hospicio Provincial hasta 1968. Como curiosidad, el escudo jesuita situado sobre el interior de la puerta de entrada fue burdamente sustituido por otro con las armas reales, pues la premura de tiempo o la escasa pericia del artista anónimo hizo colocar a los leones rampantes del reino de León mirando en el sentido contrario, según las más elementales normas de la Heráldica.


Otras sedes corrieron diversa suerte, como el colegio de San Hermenegildo, demolido parcialmente tras ser convertido en cuartel y cuyo templo aún permanece cerrado a la espera de uso por parte del Ayuntamiento en la zona de la Plaza de la Concordia, junto a la del Duque.

El proceso de expulsión se llevó a cabo, como decíamos, con gran rapidez, de manera que antes de la Semana Santa de 1768 se procedió al traslado, con escolta militar, de las diferentes comunidades en los puertos de la Corona designados para ello. En el caso de Sevilla, el punto elegido fue El Puerto de Santa María, con destino en principio a varias ciudades del mediterráneo de manera que el 4 de mayo se hicieron a la mar los 455 jesuitas andaluces, como pasajeros de varios navíos; los sevillanos, 95 sacerdotes y 58 coadjutores, en un barco mercante sueco, el "General Vankoulbaes", mientras que el resto embarcó en otro mercante sueco y en la fragata militar La Paz, actuando la fragata Princesa en labores de escolta, capitaneada por Juan Manuel Lombardón.

Foto: Reyes de Escalona

Comenzaba una larga singladura por el Mediterráneo. Tras toda una serie de peripecias, con ciudades que rechazaron a los jesuitas a cañonazos incluidas, pasando por Córcega, Rímini o Civitavecchia, todo el contingente, un grupo calculado en unos 5.000, encontró acomodo en Roma, donde cada uno, decretada la disolución de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV en 1773, tuvo que comenzar una nueva vida empezando de cero, pero esa, esa ya es otra historia...

Postdata: nuestro más sincero agradecimiento a oyentes y lectores que han hecho posible que este humilde Blog haya rebasado ya las 300 publicaciones y las 200.000 visitas. 


07 noviembre, 2022

La calle de la Muela.

En esta ocasión, dentro de nuestros recorridos callejeros por Sevilla, le va a tocar el turno a una vía en la que vivieron escultores y gente poderosa, donde la vida de la ciudad latía en sus cafés y casinos y donde incluso un bandolero famoso se las tuvo con su más tenaz perseguidor, pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde la Plaza de la Magdalena hasta la de la Campana, O´Donnell se denomina así desde 1860 en honor al general Leopoldo O´Donnell, figura militar y política del siglo XIX español, aunque el nombre que más aparece a lo largo de su historia es uno bastante peculiar: calle de la Muela. ¿Por qué? Según el historiador Santiago Montoto, la denominación, de la que se tienen noticias ya desde tiempos medievales, habría tenido que ver con una piedra de amolar, o sea, una piedra para moler el trigo que habría sido colocada como protección en los bajos de la fachada de una de las casas a la entrada de la calle. Además, el otro tramo, hasta llegar a la Magdalena, tomó el nombre de un linaje nobiliario, el de los Martín Cerón o Martín Hernández Cerón, caballeros afincados en Sevilla desde el siglo XV, aunque finalmente será el nombre de la Muela el que se extienda a toda la vía. 

Estrecha e incómoda para viandantes y carruajes, en el siglo XIX experimentó diversos cambios en su fisonomía para hacerla más transitable, sobre todo teniendo en cuenta que fue en su tiempo uno de los lugares de ocio más destacado, debido especialmente a la presencia de diversos establecimientos recreativos y casinos como el Café París, el Centro Liberal Conservador o el Nuevo Casino, conocido popularmente como "La Fiambrera" (luego Bar Flor) que aglutinaba a miembros del partido conservador y que llegó a ser incendiado en agosto de 1932 tras el fallido intento de golpe de estado del genera Sanjurjo durante la II República.

Tampoco faltaron teatros, como el regentado en el XVIII por la actriz Ana Sciomeri o el Teatro Cómico, o Teatro Principal (al que acudieron personajes históricos tan importantes como el general Riego o el mismo Rey Intruso José Bonaparte) y que fue escenario, nunca mejor dicho, de numerosas representaciones, pese a la feroz oposición de la Iglesia, cuyos predicadores incluso pidieron su demolición si la ciudad deseaba librarse de la epidemia de Fiebre Amarilla de 1800, hasta que se decretó su derribo en 1866 para dar paso a un edificio donde tiempo después estuvo el cine Palacio Central, ahora tienda de moda. El final del siglo XIX y el primer tercio del XX fue la época de oro de los llamados "cafés cantantes", algunos de los cuales radicaron en O´Donnell, como el Kursaal; quizá por eso, un monumento recuerda en la calle a Pastora Rojas Monge "Pastora Imperio", bailaora sevillana nacida en la Alfalfa y que tantos triunfos cosechó en esta calle.

Foto: Reyes de Escalona.

Además, se tiene constancia de talleres de imprenta como el de Alonso Rodríguez Gamarra en el siglo XVII o cómo una placa recuerda que en esta antigua calle de la Muela tuvo su vivienda el gran escultor e imaginero Juan Martínez Montañés, quien fallecería en junio de 1649 durante la terrible epidemia de peste que asoló Sevilla en aquel año. Como curiosidad, su viuda, declaró en 1655 que había dado orden de sepultar a su marido en la parroquia de la Magdalena, actualmente desaparecida en la misma plaza; la placa que recuerda este enterramiento ha sido repuesta por el hotel que la retiró durante sus obras de remodelación, aunque ni se ha instalado en el emplazamiento original ni con toda la decoración que poseía, cosas de estos tiempos.

Entre los palacios desaparecidos en la calle destaca el de la familia Concha y Sierra, ahora lugar para un edificio con el pasaje Manuel Alonso Vicedo que desemboca a la calle San Eloy y el ocupado por un ilustre (e ilustrado) vecino: el "Señor del Gran Poder", o mejor dicho, Francisco de Bruna y Ahumada, nacido en Granada en 1719 y que fue apodado así por el pueblo de Sevilla debido a su enorme influencia en la vida política y cultural de la ciudad durante su etapa como Oidor de la Real Audiencia, siendo, por ejemplo uno de los promotores del inicio de las excavaciones arqueológicas en Itálica, junto a Santiponce.

Por si fuera poco, Bruna anduvo empeñado en erradicar la lacra del bandolerismo en la región, muy temida por la inseguridad generada en los caminos,  y que tenía como principal cabecilla al utrerano Diego Corrientes, con quien mantuvo una tremenda rivalidad y algún que otro encuentro desafortunado, como cuando ambos se encontraron frente a frente y Corrientes obligó a Bruna, apuntándole con su arma, a que le abrochara sus borceguíes, afrenta que el Oidor nunca le perdonaría y haría que incrementase su empeño en capturarlo, decidiendo ofrecer recompensas y gratificaciones a quienes dieran señal del paradero del apodado "bandido generoso". Pero mejor, dejemos que sea Álvarez Benavides, allá por 1874, quien narre un incidente de allá por 1780:

"Se cuenta que hallándose pregonado este bandido tan audaz como temerario, y habiéndose ofrecido diez mil reales a la persona que lo entregara a las autoridades, se presentó un hombre en la casa del Sr. de Bruna solicitándole una audiencia de importancia. Entonces vivía en la calle de la Muela, hoy O´Donnell número 29. Admitido que fue, medió entre ambos el diálogo siguiente:

- ¿Es cierto, señor, dijo el recién llegado, que se darán diez mil reales a la persona que consiga entregar al ladrón Diego Corrientes?

- Verdad es, contestó Bruna frunciendo el entrecejo.

- ¿Y si yo lo presentara, no habría dificultad en darme ese dinero?

- ¡Ninguna! ¡En el acto!, afirmó el grave consejero de estado reclinándose sobre su poltrona.

- Pues vengan acá esos cuartos.

- ¡Cómo! ¡Sin entregar al agresor!

- Yo soy Diego Corrientes, exclamó el desconocido, amartillando dos pistolas. Los diez mil reales, ¡Y pronto!

Todo fue obra de cortos momentos; el señor de Bruna puso en manos del forajido los mil escudos, en relumbrantes onzas de Carlos III, y entonces Diego haciéndole un profundo saludo tomó la puerta; montó en un brioso caballo que dejó preparado en la plaza de la Leña, hoy calle de Itálica, y desapareció dejando absorta a la primera autoridad judicial de Sevilla".

Tras ser capturado, Diego Corrientes sería ajusticiado en poco claras circunstancias jurídicas en 1781 en Sevilla, mientras Bruna dedicó también sus esfuerzos en reunir una ingente colección de obras de arte y bibliográficas, como recogió Chaves y Rey del relato de Leandro Fernández de Moratín, entre las que destacaban primeras ediciones, incunables, manuscritos y una larga colección numismática, eso sin mencionar cerámicas, platería o pintura de épocas antiguas. Lo que son las cosas, el sobrenombre de "Señor del Gran Poder" de poco le sirvió cuando hubo de confinarse en el lazareto que le correspondía durante la epidemia de Fiebre Amarilla antes aludida, de hecho, hubo de claudicar ante la Junta de Sanidad creada al efecto aun cuando él pretendía evitar el confinamiento dada su condición de poderoso gobernante. El pueblo llano, siempre rápido y al quite en este tipo de asuntos, sentenció con una copla que corrió de boca en boca en aquel año 1800:

"El Señor del Gran Poder

se ha vuelto de la Humildad;

este milagro lo ha hecho

la Junta de Sanidad."

Mención aparte merece la convivencia en la misma calle de conventos y beaterios de diferentes órdenes religiosas con actividades no tan santas, como reflejaba en 1897, un año antes del ensanche experimentado en un tramo, el diario sevillano La Andalucía: 

"Es verdaderamente escandaloso lo que ocurre en la calle O´Donnell con las mujeres de vida airada (sic). Desde poco después de las nueve comienzan a aparecer, y ya no abandonan aquel lugar de sus recreaciones, hasta que concluyen los teatros.

Especialmente en la esquina de la calle Olavide, hay siempre un montón de estas desdichadas, a las que la autoridad debe hacer retirar, porque constituyen con sus dichos obscenos un lunar feísimo para vía tan concurrida de la ciudad". 

 

Anuncio de 1919.

Espacio tradicional para el comercio de toda la vida, peatonalizada totalmente en 2005, la calle O´Donnell ha visto modificado su perfil comercial con la invasión de nuevas tiendas y franquicias, desapareciendo con los años la famosa Pescadería de Málaga, los Almacenes La Exposición, la Casa Singer de máquinas de coser, los Almacenes Santos (afortunadamente se conserva aún la casa palacio del XVIII), la popular Casa sin Balcones (aún con su reloj detenido en el tiempo), o la Joyería de Félix Pozo, la última en caer, mientras pervive la Farmacia de Gaviño, fundada en 1930 o el bufete Ruiz-Berdejo, últimos supervivientes de un tiempo pasado en el que el comercio tradicional se adueñó de la calle, pero esa, esa ya es otra historia... 

Anuncio de 1961.


 


 


31 octubre, 2022

Cuando tembló la tierra.

Como alguien quizá recuerde, el 1 de noviembre de 1755 la tierra tembló en Sevilla y en muchas otras zonas de España, registrándose un movimiento sísmico de tremendas proporciones que causó ingentes daños humanos y materiales, siendo el primero que fue estudiado con los medios científicos de la época. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Eran aproximadamente las diez de la mañana de aquel día de Todos los Santos cuando, con epicentro a unos 300 kilómetros de Lisboa en el Océano Atlántico, se produjo el maremoto. Se estima que su intensidad habría oscilado entre los 8,7 y los 9.0 en la escala de magnitud de momento, causando enormes daños en primer lugar por el derrumbe de casas y edificios y después numerosas víctimas por el subsiguiente Tsunami que arrasó ciudades enteras o devastó capitales como Lisboa, víctima además de un sinfín de inundaciones e incendios que se prolongaron durante días. Del mismo modo, Cádiz (que sufrió olas de 20 metros de altura) o Huelva (con derrumbes y desprendimientos de gran calado) fueron víctimas de la virulencia del seísmo. 

Terremoto en Lisboa, pintura de Joao Glama (1708-1792), 1755.

 ¿Qué ocurrió en Sevilla? A juzgar por la documentación solicitada tras el terremoto por la Corona a las ciudades que lo padecieron, la misma víspera o aquella mañana estuvieron llenas de sucesos extraños que sorprendieron a muchos, tal como narran unas peculiares "Anotaciones de unos Matemáticos y Curiosos sobre el terremoto sucedido en 1º de noviembre del año de 1755, a las 10 horas, y 4 minutos de la mañana, en la Ciudad de Sevilla; útil para que trabajen los Físicos, y poderse precaver en lo posible, las gentes y sus edificios.", incluidas en la documentación remitida a la Corte por las autoridades sevillanas:

"La mañana referida de él estaba en calma, y con un calor no regular; el cielo y el Sol de un aspecto triste, y a las siete y media de ella se apareció una niebla de vapores espesa, en figura redonda, la que se fue extendiendo por la que el Sol parecía como Luna pero de mayor magnitud, y con aspecto espantoso; la que se desvaneció a las nueve y media; pero éste quedó del propio modo. No había viento, y el que se conocía era del nordeste, y después del terremoto lo hubo algo fuerte del Nordeste. 

Dicen que se encontró en algunos pozos el agua turbia, y que un hombre del campo, en su lugar, habiendo hallado así que la que temprano sacó del suyo, pronosticó grandes desgracias y fue con su mujer a oir misa, para precaverse.

La misma mañana, temprano, vieron algunos en la Puerta del Arenal asomarse por el husillo de la Laguna grandes ratas, y ratones, y en el colegio de la Compañía haber cogido el taquillero el día antes y el mismo muchas de estas, como muy natural, pues dejaron sus cuevas, y sitios, no pudieron sufrir las exhalaciones que por los poros de la tierra subían y las sofocaban, y aturdidos por la novedad, y del fuego, huían de sus moradas. "

En un claro ejemplo de estudio zoológico previo al sismo, algunos observadores notaron comportamientos extraños en aves, lobos, perros y caballos, como si presintieran lo que iba a ocurrir, mientras que otros afirmaron escuchar el ruido bajo la tierra cinco minutos antes del terremoto. Además, el interesante documento relata cómo grandes edificios oscilaron por la vibración, como por ejemplo la Giralda o cómo también los efectos del sismo se dejaron sentir, y mucho, otras localidades como Coria, Carmona o Bollullos Par del Condado, entonces perteneciente al territorio hispalense.

Es conocida la historia de cómo hubo de suspenderse la solemne misa de Todos los Santos en la Catedral, (se estaban entonando los "Kiries"), debido al pánico de los asistentes ante el cataclismo y de cómo finalmente se concluyó la Eucaristía en el lugar en el que posteriormente se colocó un monumento o templete conmemorativo junto a la trasera del actual Archivo de Indias, con una lápida en acción de gracias por la salvación de la ciudad y sus habitantes. Con la población aún atemorizada por lo ocurrido, aquella misma tarde del 1 de noviembre, se organizó una solemne procesión en acción de gracias presidida por la imagen de la Virgen de la Sede y el Lignum Crucis portado bajo palio, acompañados por todo el clero catedralicio con cera encendida y numerosísima concurrencia de fieles, con la particularidad de que, al estar las calles llenas de escombros, se decidió que el cortejo hiciera devota estación buscando aire libre, a la ermita de San Sebastián, en el Prado del mismo nombre, actual parroquia sede de la Hermandad de la Paz.

Un cronista describió con tintes casi apocalípticos, cómo fue el discurrir de aquella insólita procesión: 

"No puede recordarse este acto, sin que el aliento desfallezca. Si se elevaba la vista, se veían rajas, y separadas piedras que no solo recordaban el castigo, sino pronosticaban dificultades, cuando no imposibilidades al remedio. Si se inclinaba, el pavimento se atendía poblado de fragmentos, que explicaban el superior destrozo."


Los efectos en Sevilla, como ha estudiado el profesor Campese Gallego, se tradujeron en un 3% de las casas de la ciudad derrumbadas y otro 45% dañadas de tal modo que hubieron de ser apuntaladas. Se suspendió por ello el tránsito de carruajes por las calles para evitar que las vibraciones perjudícanse aún más a los edificios. En templos como el del Salvador, por poner un ejemplo, las grietas, conservadas aún antes de su restauración integral de 2003-2008, llegaron a ser de hasta cinco centímetros de ancho.

Como curiosidad, en la feligresía del Sagrario se arruinaron 14 casas y se dañaron 617, mientras que en Triana ocurrió otro tanto con el hundimiento de 40 casas y el apuntalamiento de 631. Todas las collaciones quedaron en precario, sin distinción por riqueza o localización, lo que indica que el terremoto dañó por igual a todo y a todos. 

Por fortuna, y aquí la ciudad, como hemos visto, hizo voto de gracias a la Divinidad, sólo se registraron nueve fallecimientos, debido quizá a que a esa hora la población se encontraba en las calles o a que hubo tiempo de huir de las viviendas. 

Tras la tempestad, llegó la calma y se hubo de comenzar con las labores de desescombro y reparación de numerosos inmuebles. Para ello, se comisionó al caballero veinticuatro Antonio de Andrade para que, junto con dos maestros de obras, un alguacil y un escribano, como ha recogido Campese Gallego, inspeccionase tanto el exterior como el interior de los edificios, anotando los daños y avisando de la necesidad de desalojar o apuntalar según los mismos. De Andrade se vería, a buen seguro, un tanto desbordado, pues finalmente se comprobó que 5.000 edificios necesitaban reparaciones urgentes, pero escaseaban tanto los materiales (vigas, puntales) como la mano de obra, por no hablar del incremento de precios a la hora de la adquisición de yeso, cal, ladrillo de más elementos. El consistorio organizó una comisión de seguimiento de las reparaciones, que se reunía dos veces en semana, a fin de controlar la evolución de los trabajos, aunque éstos se llevaron a cabo con lentitud, como narraba el Álferez Mayor Miguel Serrano en enero de 1756:

"Hoy se halla esta Ciudad intratable en su piso a causa de haberse quedado todos los fragmentos de ruinas en medio de las calles, a exepción de los que pueden valer, como la teja y el ladrillo, que estos ha habido sitio dentro de las casas para meterlos y no lo hay para la tierra y cascote, ya que se ha descuidado el que los dueños de las casas maltratadas los manden a sacar al campo o los recojan dentro de las casas."

Pese a todo, el tiempo transcurrió. La ciudad recuperó, poco a poco, la normalidad, retirándose escombros, restaurándose edificios y restableciéndose el tráfico rodado por sus principales calles; sin embargo, el terremoto no sólo había sacudido a los edificios hispalenses, sino también a las conciencias de sus habitantes. Como penitencia por sus pecados, causantes, según muchos, de la ira divina, las autoridades eclesiásticas ordenaron penitencias, procesiones, sermones, ayunos y abstinencias, e incluso algo peor: llegó plantearse (sin mucho éxito, todo hay que decirlo) la posibilidad de la prohibición de asistir a espectáculos como el teatro, la ópera o los toros, por ser lugares donde el pecado podía hallarse a sus anchas, pero esa, esa ya es otra historia...

24 octubre, 2022

Malas calles.

Muy modificada, bastante estrecha, oscura y hasta sucia, puede que sea una de las calles más desconocidas de Sevilla, y que incluso no muchos hayan transitado por ella, y eso que según los cronicones de épocas pretéritas llegó a tener hasta su propio duende; Pero como siempre, vayamos por partes. 


La Plaza de Fernando de Herrera, ubicada en las cercanías de la parroquia de San Andrés, es fruto de la demolición de toda una manzana de casas realizada para una reforma urbanística a comienzos de los años setenta del pasado siglo XX. Ese ensanche supuso en principio que la nueva plaza quedase convertida, lisa y llanamente, en vulgar aparcamiento para automóviles para con posterioridad quedar peatonalizada tal como la conocemos hoy en día.

Sin embargo, si nos colocamos junto al bar Santa Marta (no es hacer publicidad) y miramos hacia la calle que se dirige hacia el ábside de la parroquia de San Andrés, esto es, la contraria a García Tassara, comprobaremos que se trata de una vía que cada vez se hace más estrecha, más angosta, de ahí que durante años este tramo, junto con el otro derribado, recibiera el apelativo de Angostillo de San Andrés. 

Ahora mismo es una simple calle de paso, para acortar hacia San Martín o hacia la zona del Pozo Santo, pero entonces era lugar además propicio para echar desperdicios o para incidentes de diversa índole, como reflejaba el diario El Liberal allá por los años de 1905 y 1911, respectivamente en dos breves reseñas que reproducimos por su interés: 

"El Angostillo de San Andrés, en el trozo comprendido entre la plaza de Juan de Herrera y la calle Atienza, es un verdadero foco de infección.

El recipiente urinario allí establecido es depósito de excremento, las aguas fétidas corren por el pavimento y, para que nada falte, aquel lugar está convertido en vaciadero de inmundicias. 

Dos  días hace que existe allí porción de basura que despide un hedor insoportable, lo que demuestra que los empleados de la limpieza pública no se cuidan de pasar por el Angostillo de San Andrés." 

 Otro incidente recogido por la prensa en 1911 nos habla de comportamientos vandálicos en aquella zona, aunque llama la atención el apodo de la víctima: 

"Entretenimientos escolares

En la delegación de vigilancia denunció Antonia Morales, conocida como "La Almejera" que los jóvenes alumnos de un colegio establecido en el Angostillo de San Andrés la emprendieron a pedradas contra su casa, situada en la calle Atienza, destrozándole una jaula que tenía en uno de los balcones, así como también un jarro de agua y otros efectos"

Por añadidura, allá por siglos anteriores, se dice que era minoría la que, especialmente de noche, osaba atravesar el Angostillo, y no sólo por las deplorables condiciones higiénicas de la zona...


Como cuenta Chaves Rey con su particular prosa, era una vía estrecha y tortuosa, delimitada por los altos muros de San Andrés y por los sombríos paredones del hospital del Pozo Santo, con algunas casas ruinosas de aspecto lamentable, un palacio abandonado por sus dueños al ser condenados como herejes por el Tribunal del Santo Oficio y un modesto retablo callejero dedicado la Inmaculada Concepción donde únicamente alumbraba una débil lamparilla de aceite, costeada por los vecinos de la zona.

Las gentes del barrio contaban que la presencia sacra de aquel retablo no era obstáculo para que traviesos duendes y siniestros demonios campasen a sus anchas en aquel Angostillo. Circulaban historias y relatos terroríficos de brujas y endemoniados, relatos que se contaban al calor de la lumbre y que narraban cómo durante las noches sin luna transitaban pálidos "espectros" de ojos fosforescentes, que solían asaltar ferozmente a los incautos transeúntes para quitarles sus pertenencias de manera violenta, llegando al asesinato si la aterrorizada víctima se resistía.

Durante décadas, fue famoso el duende "Martinito", que nunca pudo ser visto o capturado, pero del que todos se hacían voces, destacando su tamaño minúsculo en contraposición con su capacidad para cometer fechorías de todo tipo, especializándose, contaban, en seducir jóvenes doncellas en edad de merecer, a las que mantenía cautivas en su oscuro palacio subterráneo, del que las permitía salir para entregarlas a los caballeros enamorados que a cambio debían entregar la salvación de su alma. Con el paso de los años, el duende "celestino" se esfumó tan rápidamente como apareció, dejando un reguero de leyendas y relatos orales que por desgracia apenas han llegado hasta nosotros, muy similares a los de sus "colegas" Narilargo y Rascarrabias, "okupas" de la Torre Blanca de la Macarena. 

Por si fuera poco, el retablo de la Inmaculada era testigo también de riñas y pendencias en las que salían a relucir los aceros, amaneciendo la calle en ocasiones con el cadáver de algún infeliz duelista atravesado por certeras estocadas. 

Cuenta la leyenda que, al anochecer, cuando las campanas de San Andrés tocaban a oración, se reunía un grupo de varios individuos que llegaban de manera escalonada a una de aquellas miserables casuchas, embozados con sus capas y con sombreros de ancha ala para evitar ser reconocidos. Absolutamente nadie de la feligresía sabía para qué se reunían y cuáles eran sus propósitos, pues al salir al amanecer, del mismo modo, de uno en uno y en completo y siniestro anonimato, nadie osaba acercarse a ellos por miedo a las consecuencias; el caso es que aquellas extrañas reuniones mantenían en vilo al vecindario, intrigado y atemorizado. 

Todo era un absoluto misterio hasta que un joven del barrio, bien por curiosidad, bien por demostrar su propia valentía ante sus convecinos, se propuse colarse en la casa sin ser visto. De manera sigilosa, aprovechando la oscuridad, penetró en el inmueble sin hallar impedimento alguno. Una vez dentro, lo único que pudo escuchar fueron los lamentos y lloros de una mujer, pero en ese justo momento, cuando se disponía a investigar qué ocurría, fue capturado, amarrado y vendados sus ojos, notando cómo un grupo de manos fuertes cargaban con él a cuestas. Aterrorizado, el joven perdió el conocimiento, volviendo en sí sin saberse el tiempo transcurrido y hallándose a considerable distancia del Angostillo de San Andrés, pues quienes dieron con él, dicen que con la razón perdida, los encontraron, ni más ni menos, que en el lejanoCampo de los Mártires, o lo que es lo mismo, en la zona de la actual estación de ferrocarril de Santa Justa. 

¿Reuniones políticas secretas? ¿Prácticas delictivas? ¿Rituales extraños? Los documentos de aquellas calendas poco o nada contaron tras aquel incidente, pero todo ello acrecentó la leyenda negra de una calle poco recomendable para transitar, y que ahora es testigo del trajín de taxis y turistas provenientes de los establecimientos hoteleros cercanos, pero esa, esa ya es otra historia...



17 octubre, 2022

Murillo, sin cortes.

Era un amanecer apacible. En el exterior apenas se oía el revoloteo de los pájaros entre pináculos y arbotantes. Bostezando de sueño y restregándose los ojos, aquel peón cumplió su rutinario cometido una jornada más en aquella mañana del 5 de noviembre de 1874; con parsimoniosa lentitud, chirriando las ruedecillas sobre las que se deslizaban unas finas cuerdas, procedió a descorrer los cortinajes que cubrían una de las pinturas de mayor tamaño conservadas en el recinto. Realizada la tarea, habría continuado hacia otros quehaceres de no ser porque otro peón, más atento o espabilado, le avisó a gritos, rompiendo el silencio que se adueñaba de las naves catedralicias. “¡El San Antonio, el San Antonio”! Con esos gritos acudieron a buscar al Deán, que se encontraba en la sacristía de los Cálices. Éste, sin dar crédito a lo que le decían, acudió al lugar de los hechos para comprobar, atónito, que era verdad lo que los subalternos de servicio le anunciaban alarmados: alguien, aprovechando la noche, había recortado la imagen del santo que aparecía en la gran obra de Murillo haciéndola desaparecer...

Ahora que hace unos días ha sido noticia el acto vandálico contra Los Girasoles de Van Gogh, no estaría de más, como anticipábamos, recordar qué ocurrió en aquel otoño de 1874 y cómo terminó un robo casi de película, con mercado negro de por medio. Pero como siempre, vayamos por partes. 


En 1656 el Cabildo Catedralicio encargó a Bartolomé Esteban Murillo una pintura que representase la aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua, con la idea de que presidiera la capilla bautismal, situada a los pies del templo mayor de la ciudad, siendo el acaudalado canónigo Juan de Federigui quien costease los diez mil reales de la obra. De grandes dimensiones, pues mide cinco metros y medio de alto y tres de alto, pronto el cuadro adquirirá fama y devoción por la unción religiosa y la vaporosa representación del Niño y los ángeles que le rodean, dentro de los esquemas barrocos al uso. 

El robo de aquel fragmento, en concreto el de la zona del San Antonio situado en el ángulo inferior derecho del lienzo, supuso toda una conmoción en Sevilla, sorprendida por la impunidad con la que habían actuado los ladrones, incluso la leyenda urbana afirmaba que habrían dormido a los perros de los vigilantes con carne con alguna sustancia somnífera, momento en el que mutilaron el lienzo con un objeto cortante y huyeron con él, desconociéndose cómo burlaron la vigilancia catedralicia. Sin demora, pues el tiempo acuciaba, los canónigos de la catedral, como ha estudiado Gámez Martín, se lanzaron a la búsqueda de lo robado, buscando el apoyo del gobierno civil y de la madrileña Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, a la que se envió escrito con este texto:

“El magnífico cuadro de San Antonio de Padua pintado por Murillo, que ocupa un lugar en la Capilla Bautismal de esta Santa Iglesia Catedral, ha sido destrozado, sustrayendo al santo, que recortado con un instrumento, sin duda muy a propósito, deja un hueco que Sevilla toda contempla poseída de ira y espanto… En la seguridad de que por su parte ese alto cuerpo contribuirá con su respetabilidad y reconocida eficacia a que el Gobierno de la Nación tome una parte activa en este afrentoso hecho”.

Por su parte, como relata Joaquín Guichot, durante esos días se realizaron varios registros domiciliarios y detenciones entre el personal del catedral, sin resultado alguno por falta de pruebas o indicios y el propio Ayuntamiento ofreció la suma de 200.000 reales como recompensa por el hallazgo del fragmento del cuadro, sin olvidar que el gobierno civil decretó inmovilizar a todos los viajeros en sus hoteles y a los barcos surtos en el puerto, telegrafiando al Gobierno de Madrid con la noticia, quien dio la voz de alerta a otros países extranjeros. ¿La acción de un demente? ¿Un ladrón por encargo? Nada. Al San Antonio o se lo había tragado la tierra o se había esfumado sin dejar huella.

Nadie podía imaginar que en esos momentos el lienzo de San Antonio, enrollado y cubierto con escaso cuidado, efectuaba una travesía hacia un puerto al otro lado del Atlántico...

Un golpe de fortuna, o casi un milagro, propició un giro en los acontecimientos, ya que el 18 de enero de 1875 el Conde de Casa-Galindo, gobernador civil de Sevilla, publicó un edicto que fue repartido y colocado en los sitios habituales para su lectura por la población:

"El Excelentísimo Señor Ministro de Estado, con fecha de este día, me dice lo que sigue: -es afortunadamente cierto que el lienzo de Murillo ha sido recobrado por nuestro cónsul de New York, y se encuentra en poder de las autoridades españolas.

Lo que hago público para la satisfacción de los habitantes de esta provincia".

¿Cómo se había conseguido recuperar el lienzo? La respuesta la tenía el artista y anticuario neoyorquino William Scheams, quien el 2 de enero de ese año había recibido en su estudio la visita de dos ciudadanos españoles que le habrían ofrecido para su compra un hermoso San Antonio de Murillo. Sabedor del robo, Scheams sospechó de inmediato y rogó a los ingenuos vendedores dos días para dar contestación y que le dejasen el lienzo para estudiarlo con detenimiento, lo que aprovechó para escribir sin demora al consulado español: 

"Mi querido señor: tengo placer infinito en preveniros, que gracias a circunstancias imprevistas, acabo de adquirir una pintura original de Murillo, que representa a San Antonio de Padua. Creo que es un fragmento del célebre cuadro de la Catedral de Sevilla, conocido bajo el nombre de la Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua, tan indignamente mutilado hace algunas semanas. No quiero tardar un momento en poner esta obra a la disposición  del Gobierno español, por vuestra graciosa mediación. El cuadro os será entregado personalmente".

A ruegos del cónsul, y para no levantar sospechas, Scheams adquirió el lienzo por doscientos cincuenta duros, firmando el recibo de pago uno de los españoles con el nombre, probablemente falso, de José Gómez. Avisada la policía neoyorquina y en una operación limpia y rápida, los dos vendedores fueron detenidos, puestos a buen recaudo y embarcados en el navío "City of Vera Cruz" con destino a La Habana para ser puestos a disposición judicial de las autoridades españolas. Curiosamente, sin que ellos lo supiesen, en el mismo barco viajaba también el San Antonio, estrictamente custodiado por diplomático español. Fernando García, nombre real de uno de los presuntos autores, fue descrito por la prensa de la época de este modo antes de retornar a la península: 

"Es un hombre como de cuarenta años, regular estatura, moreno, con toda la barba negra, abundante y algo rizada. Es el tipo vulgar del mediodía de España. Dice que es de oficio "moldeador", y su traje y sus maneras están en armonía con los de un artesano humilde. Añade que ha llegado de España recientemente y sólo con el objeto de busca en los Estados Unidos medios de vivir con más desahogo que vivía en España y que aprovechó esta circunstancia para traerse el lienzo que le dieron en Cádiz para su venta dos italianos"

El periplo prosiguió cruzando el Atlántico de Cuba a Cádiz en una travesía sin incidentes, ya en febrero; finalmente, el día 21 las campanas de la Giralda repicaron de alegría por el feliz regreso del mutilado lienzo, siendo recibido por las autoridades locales y por una enorme multitud, emocionada por el regreso de tan importante obra. El cabildo catedralicio, una vez abierto el embalaje que contenía el Murillo y de acuerdo con el sentir popular, acordó exponerlo en la sacristía mayor para contemplación de todos, acto que se prolongó durante días, ya que eran muchos los que deseaban volver a ver al "lienzo viajero". 

Era evidente que era necesario reintegrar el fragmento mutilado a la obra original, para lo cual se decidió crear una comisión formada por representantes de cabildo catedral, del ayuntamiento y de la Academia de Bellas Artes de Sevilla. Consultada la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, finalmente el elegido será el pintor afincado en Madrid Salvador Martínez Cubells, quien a la edad de treinta años ya era considerado uno de los mejores restauradores del país. Martínez Cubells, como detalle, estaba entonces llevando a cabo la delicada tarea de retirar las famosas Pintura Negras de Goya que se encontraban en las paredes de la Quinta del Sordo para pasarlas a lienzo, labor finalizada con enorme éxito pese a las dificultades que conllevaba. 

 

Los trabajos de restauración, realizados de manera gratuita, se desarrollaron en la sacristía mayor de la catedral, y consistieron en encajar el lienzo mutilado y resanar los daños causados por el traslado a Nueva York, consistentes en pérdidas de soporte, lagunas y fisuras varias. El 30 de septiembre las tareas habían finalizado a entera satisfacción, siendo expuesto el lienzo en el trascoro y celebrándose una solemne función religiosa el día 13 de octubre, durante la cual el sermón, publicado con posterioridad, estuvo a cargo del Chantre de la catedral, el Padre Cayetano Fernández; el cabildo obsequió a Salvador Martínez Cubells con una medalla de oro de tres onzas con el escudo catedralicio en una cara y esta inscripción en la otra:

"A Don Salvador Martínez Cubells, restaurador insigne del cuadro de San Antonio de Murillo. El Cabildo de la Santa, Metropolitana y Patriarcal Iglesia Catedral. 1875".

Por su parte, la esposa del restaurador también recibió un detalle por parte de los señores canónigos, aunque no hay constancia de si le agradó el presente: un relicario con cuatro fragmentos o reliquias pertenecientes a San Bartolomé, San Lorenzo, San Pedro y San Laureano, procedentes del propio tesoro catedralicio. 

Para concluir, algunos detalles interesantes: el anticuario William Scheams, descubridor del paradero del lienzo, rehusó cobrar la recompensa ofrecida, y fue nombrado Socio Honorario de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Sevilla, mientras que, por otra parte, José Gómez o Fernando García, conocido por ambos nombres y como el presunto ladrón o al menos vendedor de la obra, no sólo no fue procesado, sino que a la postre quedó en libertad, sin que trascendieran más detalles sobre el móvil del robo y su autoría definitiva, algo que quedó, por tanto, en el más absoluto misterio, pero esa, esa ya es otra historia...



10 octubre, 2022

Primeros auxilios.

En alguna ocasión, sobre todo en fechas veraniegas, hemos aludido al uso del río Guadalquivir como lugar de esparcimiento y diversión, especialmente para el baño, con los riesgos inevitables que ello conllevaba. Esta vez, con la ayuda de un curioso y pionero documento, conservado en la Universidad Hispalense, nos centraremos en las precauciones y remedios que la ciudad dispuso en el siglo XVIII con la intención de reducir el número de ahogados. Pero como siempre, vayamos por partes.

El cauce del río, escenario histórico para navíos que zarpaban hacia las Indias o para otros que atracaban en sus orillas tras la travesía, era también, por desgracia, lugar en el que muchos encontraban la muerte debido a no saber nadar o a las peligrosas corrientes fluviales. No podemos olvidar que la Hermandad de San Jorge o de la Santa Caridad, en la que Miguel de Mañara es uno de sus pilares fundamentales, fue fundada en sus orígenes para dar sepultura a los ahogados en el río.
 
En vista de la proliferación de este tipo de incidentes y en pleno siglo XVIII, en el que abundaron tantas iniciativas en favor de la comunidad, de la cultura o del bien individual, la llamada Sociedad Literaria de Sevilla, decidió tomar cartas en el asunto y, contando con el apoyo de las autoridades pertinentes, editó la denominada "Instrucción sobre el modo y los medios de socorrer a los que se ahogaren o hallaren peligro en el río de Sevilla."


¿Qué se buscaba con esta iniciativa? En primer lugar, evitar que aumentase la mortandad entre quienes buscaban cruzar el río a nado, pues se calculaban más de sesenta muertes por este motivo al año, o bien lanzarse al baño en parajes llenos de remolinos o poco seguros; en segundo lugar, establecer una especie de protocolo de salvamento con suficientes medios humanos y materiales, con la intención además que hubiese una especie de retén siempre de guardia en prevención a posibles accidentes acuáticos.

Para ello, el documento establece una "Instrucción para los buzos", llamados entonces Maestros de Agua, quienes deberían ser expertos nadadores bajo las órdenes del Capitán del Puerto. Ni que decir tiene que su cometido sería socorrer con rapidez a los que estuvieran en trance de ahogarse; además, se ocuparían de explorar el cauce del río y comprobar hoyos, corrientes y todo tipo de obstáculos que pudieran entorpecer el baño.

Estos "socorristas", los primeros de la Historia de los que quizá se tenga noticia documental, debían andar siempre vestidos con su "traje", consistente en unos calzones de lienzo, por debajo de las rodillas y un chaleco del mismo tejido. Como equipo, contarían con cuerdas o cabos, una bocina con la que llamar la atención (denominada "caracol de campo"), dos o tres campanas en diversos puntos del cauce e incluso una red que se colocaría desde San Telmo a la otra orilla, cerca del convento de Los Remedios, a fin de que recogiese a aquellos cuerpos llevados por la corriente.

A título de anecdótico, aparte de su salario, recibirían una gratificación dependiendo de los salvamentos llevados a buen término, ya que por cada ahogado sacado vivo y con menos de quince minutos en el agua percibirían cien reales, disminuyendo la "propina" a medida que tardasen más tiempo en el rescate (ni que decir tiene que suponemos que realizarían su labor en tiempo récord...). 

Además, se regulaba que habría que seleccionar seis enfermeros del Hospital de la Caridad, a orillas casi del río, para que estuvieran prevenidos hasta para lo peor, pues se les ordenaba: 

"Escogerá el Superior seis, instruyendo a cada uno de la función en que debe emplearse; y al instante que tenga noticia de que hay un ahogado, lo que sabrán por el aviso, que reciban por el Caracol, que oigan, o por las campanas, que suenen, hará salir a los dos que estén destinados para esto con un féretro enteramente cubierto de tumba alta, y cuatro mantas de bastante abrigo".

La tétrica mención al féretro hace pensar en una función funeraria, pero hay que indicar que las instrucciones también contemplaban, que duda cabe, la posibilidad de salvar al ahogado, contándose para ello con una "máquina insuflatoria" o sea: "un soplete con una plancha que tapa la boca, y una tenaza, que cierra las narices del paciente." y por si este remedio lo lograse el fin deseado, se ponía en marcha la "máquina fumigatoria" de tan peculiar uso que mejor dejemos que lo cuenten los de aquella época: 

"No es más que una pipa de fumar tabaco con poca diferencia, de que se sirven los facultativos, para echar clisteres (líquido inyectable) de tabaco en los partos difíciles. Se introduce la cánula por el orificio posterior, y lleno el hornillo de tabaco encendido, se sopla por él, y de este modo se introduce el humo en los intestinos". 

De modo que, con este particular enema, que empleaba "cigarros habanos fuertes" un equipo formado por médico y cirujano intentaba la reanimación, al igual que con la cama llena de cenizas calientes a fin de "darle movimiento a la sangre." Existían otros remedios, como las inevitables sangrías, las friegas por todo el cuerpo o la inhalación de sustancias estimulantes como el amoniaco o el hollín y otras soluciones rechazadas ya por la medicina de entonces, digamos que "poco terapéuticas" y algo resolutivas, como colgar al paciente por los pies o hacerlo rodar metido en un tonel, recetas que quizá conseguirían el efecto contrario a la sanación...

Caso de sobrevivir a estos tratamientos, llegaba para el ahogado la convalecencia y para ello se establecía que :

"Si, restituido el enfermo, le quedare opresión de pecho, tos o calentura, se deberá sangrar del brazo, tenerlo a dieta tenue y administrarle tisana de cebada, orozuz y chicoria, u otros remedios blandamente discucientes".

¿Se puso en marcha este servicio de socorristas ribereños? Todo parece indicar que sí, ya que se nombró a Bonifacio Lorite como Médico responsable y a Juan Matony como cirujano allá por julio de 1773,  aunque desconocemos por cuanto tiempo se mantuvo esta loable iniciativa, que suponemos sirvió para reducir la mortalidad del Guadalquivir, siempre peligroso como demostró en tantas y tantas riadas e inundaciones, pero esa, esa ya es otra historia...

03 octubre, 2022

Pimienta (sin sal).


En esta ocasión, encaminaremos nuestros pasos hacia una calle perteneciente al barrio de Santa Cruz, donde tuvieron morada sacerdotes y toreros y donde la leyenda toma cuerpo gracias a una pequeña semilla; pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde el siglo XVIII, y probablemente muchos antes, esta calle ya recibía su nombre, inalterado a lo largo del tiempo, aunque con dos significados. Por un lado, la vía se rotularía en honor a un almirante, llamado Díaz Pimienta, combatiente en la famosa batalla de Lepanto (1571), vecino del barrio aunque no de la propia calle, por otro, la tradición popular relató siempre que en ella, allá por tiempos medievales, vivía un comerciante hebreo de especias, quien al perder un valioso cargamento y lamentarse por ello a su vecino cristiano, recibió de éste el consejo de que plantase una diminuta semilla de pimienta y confiase en la bondad divina con la frase "Dios proveerá". Teniendo en cuenta el lento crecimiento de una simiente de este tipo, que puede tardar años en dar fruto, la leyenda narra que a la mañana siguiente no sólo la semilla había germinado, sino que además había crecido hasta convertirse en todo un frondoso arbusto que bien pudo alcanzar los cuatro metros de altura. Sorprendido por el milagro, el comerciante judío decidió pedir el bautismo y abrazar la fe cristiana. 



Desde el Callejón del Agua hasta la calle Gloria, la calle Pimienta obedece al habitual modelo de calle estrecha y lógicamente peatonal integrada dentro de la reforma realizada al barrio de Santa Cruz por el político y militar Benigno de la Vega-Inclán, marqués del mismo nombre, que buscó sanearlo y reordenarlo con nueva pavimentación, alumbrado público y restauración de no pocas viviendas a fin de servir como valor añadido a los Reales Alcázares y destinándose en principio a hospederías para visitantes de cierto nivel (vamos, nada nuevo bajo el sol), todo ello en los años previos a la Exposición Iberoamericana de 1929. Uno de los huéspedes de esas casas de la calle Pimienta, en concreto de la número 10, fue el pintor Joaquín Sorolla, quien en 1914 incluso llegó a plasmar en sus lienzos las privilegiadas vistas que poseía sobre la zona de los Alcázares.  

Entre los personajes que vivieron en esta calle sobresale la figura del sacerdote José Sebastián y Bandarán, canónigo y capellán real de la Catedral hispalense y miembro activo de la Real Academia de Buenas Letras, a la que accedió en unión del arquitecto Aníbal González en 1917. Aparte de su quehacer como clérigo, muy vinculado la Familiar Real, a la o y a diversas cofradías sevillanas (Pasión, El Silencio) y partícipe de logros como la propiedad de la capilla de los Marineros para la Hermandad de la Esperanza de Triana o la creación del punto de control horario para las hermandades en la plaza de la Campana en 1918, también hay que destacar su papel en el Museo de Bellas Artes, siendo incluso protagonista de un cuadro de Alfonso Grosso en el que aparece junto al mismo pintor. Por último, como miembro de la Comisión de Monumentos, figuró entre los impulsores de la realización del monumento a María Inmaculada erigido en la Plaza del Triunfo. 

Eduardo Ybarra Hidalgo, quien lo trató muy de cerca, contaba la anécdota de que cómo en cierta ocasión fue llamado a su domicilio de la calle Pimienta número 6 por el ya anciano sacerdote y una vez allí éste le mostró una vieja caja de tabacos llena de cheques y talones bancarios sin cobrar y procedentes de las numerosas ocasiones en las que predicó u ofició en ceremonias como bodas o bautismos o cultos de hermandades. Gracias a la buena voluntad de los firmantes de los cheques, éstos pudieron ser finalmente cobrados pese al tiempo transcurrido, mientras que con el importe se creó una obra pía con la que la hermana de Don José, Carmen, podría obtener una renta vitalicia tras su fallecimiento, acaecido finalmente en 1972, siendo sepultado en la capilla de los Marineros. 

Lo literario tiene también un espacio en la calle, ya que  el escritor Alejandro Pérez Lugín situó en ella la vivienda del matador Currito de la Cruz, protagonista de su novela del mismo nombre editada en 1921 y que fue llevada a la gran pantalla en varias ocasiones, como la versión de 1949 con el matador Pepín Martín Vázquez encarnando al protagonista o la última, en 1965, con "El Pireo" como Currito de la Cruz, arropado por un reparto en el que figuraron Soledad Miranda, Arturo Fernández y Paco Rabal. En ambos films merecen la pena los planos y  tomas realizadas a las cofradías sevillanas de la época en plena calle y que ahora constituyen un documento visual de primer orden. 


Como detalle, en 1980 fue pavimentada con el característico ladrillo de canto con forma de espiga. Para finalizar, una placa de azulejos recuerda a un puñado de artistas que en mayor o menor medida han tenido relación con esta calle, como Pilar Mencos, más que consagrada en su labor como creadora de tapices decorativos, o como Pepi (luego afincada en Madrid donde triunfó con su estilo particular) y Lola Sánchez, que frecuentaron el estudio del pintor cordobés afincado en Sevilla José María Labrador, situado en la esquina de Pimienta con el Callejón del Agua, donde recibieron clases a razón de nueve duros por clase; tampoco puede olvidarse a José Luis Mauri, buen amigo de la también pintora Carmen Laffón o el pintor murciano Pedro Serna, nacido en 1944. 

Por último, la calle Pimienta ha sido considerada siempre casi como el mejor ejemplo de calle en el barrio de Santa Cruz, ahora quizá convertido casi por desgracia en un decorado para turistas y tiendas de souvenirs, poco que ver con los versos que dejó José María Pemán, pero esa esa ya es otra historia: 

Calle de la Pimienta,

Misterio. Silencio. Calma.

La fuente que se lamenta

en toda la calle abierta

como el recuerdo de un alma...

¿Fue una mujer la Pimienta?