29 abril, 2024

El Doctor Salvago.

En esta ocasión, nos trasladamos al siglo XVI en nuestra ciudad de Sevilla, para saber de primera mano sobre un sangriento y controvertido suceso que se cerró en falso, protagonizado por un alto personaje con vivienda no lejos de la Catedral; pero como siempre, vayamos por partes. 

Se llamaba Juan Salvago, apellido de origen genovés, del que se tienen noticias ya en 1490 en Sevilla gracias a la actividad mercantil de Pelegrín Salvago, quien gozó de la protección de los Reyes Católicos, y de Esteban Salvago comerciante de aceites y especias en 1501, aunque ignoramos que tipo de parentesco habrían tenido con Juan, al que todo el mundo llamaba Doctor Salvago. Tal apelativo era, al parecer por poseer un doctorado en leyes, además de ostentar un elevado estatus social, con lujosa vivienda propia en la calle Francos, amueblada y decorada con el mejor gusto. Había contraído feliz matrimonio con Doña María Quebrado, hija de Don Antonio Quebrado. En lo profesional, no sabemos mucho de su carrera, pero gracias a la labor de catalogación de los documentos del Mayordomazgo del Cabildo de la Ciudad de allá por 1511, puede entenderse que, como letrado, poseía cargo de cierta importancia en el complejo organigrama municipal, en concreto el de lugarteniente del Alcalde Mayor, conservándose diversos libramientos y pagos en su favor con motivo de varias visitas de inspección a poblaciones vinculadas a Sevilla, como Utrera, Los Molares o Fregenal de la Sierra, a donde se sabe que acudió por ciertos incidentes allí acaecidos y que conllevaron que le confiscase a un vecino de aquella localidad, llamado Fernando de Jara, un rebaño de ovejas.

 

En cualquier caso, la vida del doctor Salvago transcurría del modo más normal y placentero por aquel entonces, hasta que en el verano del año siguiente, 1512, un suceso truncó la felicidad de la que, aparentemente, disfrutaba. Tal como narra, recurrimos de nuevo a él, el cronista Chaves y Rey en un artículo publicado en el diario El Liberal en enero de 1911, en aquella aciaga fecha la esposa del doctor Salvago, paseaba tranquilamente por la calle Torneros, actual de Álvarez Quintero, cuando resultó desgraciada víctima de un feroz ataque a cuchilladas por parte de un individuo que la acometió con tremenda y rápida violencia. Fue sin mediar palabra, y sin intención de robo. La gravedad de las heridas fue tal, que la ilustre dama falleció en la misma calle, sin que nada ni nadie pudiera remediar tan funesto desenlace y ante la estupefacción de cuantos habían contemplado tan espeluznante escena. 

Imagen generada por Inteligencia Artificial (Qué cosas...)

Iniciadas las pesquisas por parte de las autoridades, no tardó en ser capturado el agresor, de nombre Juan Montoro, y sometido a interrogatorio, declaró a la justicia que era un criado de la marquesa de Moya, cerciorándose los investigadores de que era persona de carácter agresivo y cruel. Hasta ahí, dentro de la atrocidad del crimen, todo transcurría conforme al proceso; el asombro o la sorpresa llegaron cuando, sometido a tormento, Montoro declaró con gran convencimiento que la muerte de la infeliz señora había sido fruto de una petición realizada a su persona por el propio marido, ahora desconsolado viudo, el mismísimo doctor Salvago, algo a lo que nadie dio crédito habida cuenta la fama y estima que poseía dicho señor en la ciudad, donde era muy bien considerado por sus vecinos. Falta de pruebas, con el único testimonio del asesino y sin indicios de que hubiera un instigador del delito, la causa judicial no fue más allá en sus indagaciones sobre el móvil de aquel crimen o de si hubo más participantes en el mismo, de modo y manera que Juan Montoro, único responsable del homicidio de doña María Quebrado, fue condenado a muerte y el 2 de septiembre, ejecutado públicamente: 

 

“Lo arrastraron y le cortaron la cabeza en la plaza de San Francisco, y ambas manos, y lo descuartizaron; y pusieron la cabeza en la picota y la una mano a la casa de la puerta del doctor Salvago en cal de Francos, y la otra en el lugar donde la mató en la plazuela de los Torneros, y los cuatro cuartos de cada uno a las puertas de la ciudad”.

 

Apenas cumplida la sangrienta condena, antes de que el asunto quedara olvidado, el doctor Salvago se comportó de manera sorprendente, pues malvendió sus propiedades, enajenó sus bienes apresuradamente, y con la misma premura solicitó ingresar como fraile novicio en el sevillano convento de San Jerónimo de Buenavista, fundado en 1414 y en cuya comunidad se hallaba acogido desde el mismo día 2 de septiembre, fecha de la ejecución del asesino de su esposa. Además, desde ese momento, se pierde su rastro en la documentación municipal, como si hubiera decidido cortar de raíz su labor en el consistorio hispalense, ajeno al ejercicio de su puesto como letrado.

Durante su prolongada vida monacal, no reparó en ayunos, abstinencias, oraciones y penitencia, como si hasta el final de sus días buscase purgar un grave pecado, sólo conocido por él y por Dios, falleciendo ya anciano tras una ejemplar trayectoria llena de austeridad y humildad, alejada del poder y los lujos de la vida terrena. En la ciudad siempre quedó cierto resquemor hacia él, cierta duda no resuelta, ¿Fue acaso el inductor de la muerte de su mujer? ¿Debió ser investigado o juzgado por ello?, como solemos decir en esta páginas, "esa, esa ya es otra historia". 

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