“Estaba Sevilla por estos años (1564) en el auge de su mayor opulencia: las Indias, cuyas riquezas conducían las Flotas cada año, la llenaban de tesoros, que atraían al comercio de todas naciones, y con él la abundancia de quanto en el orbe todo es estimable por arte y por naturaleza: crecían a este paso las rentas, aumentándose el valor de las posesiones, en que los propios de la ciudad recibieron grandísimas mejoras” (Diego Ortiz de Zúñiga, 1667)
Rememorábamos no ha mucho las letras que anteceden (fue su autor buen amigo y compartimos con él placenteras pláticas) mientras deambulábamos plácidamente por la ribera del otrora Betis. Acudimos a los antiguos muelles cabe la Torre del Oro, allí establecidos desde el reinado de los Católicos Reyes, esperanzados en disfrutar de la contemplación en los dichos muelles de panoplia de galeones, galeras, carabelas, barcazas, bajeles, navíos y naves de la más diversa eslora, y con ellos populoso trajín de la gente del mar, marineros, pilotos, contramaestres, estibadores, calafates, y demás.
Craso error, no en vano apreciamos en grado sumo el escaso calado de las aguas del río, su poca corriente y quedónos sensación de detenimiento, como si no hubiera vida en él. Inquiriendo a los viandantes, supimos, al fin, que costosa obra de ingeniería había cerrado su cauce para evitar riadas y venidas, y que por ello pocas embarcaciones navegaban agora en él. Sensación de abandono atenazó nuestro ánimo entristecido, movido como venía al disfrute del populoso puerto de Indias de antaño, trastocado agora en paupérrimo reflejo de lo que en su día fue.
Ello no obstó para que viésemos curiosos navíos que transportaban tropel de gente, con animada música y festivo ambiente, de los que parescía haber danzas y cantos, mas no acertamos a comprender por qué tanto concurso de personas no llevaba impedimenta ni aparejos, ni vituallas ni bizcochos, ni agua ni carne salada suficientes como para cruzar océanos y alcanzar las Indias, antes bien, se nos antojó navío débil y desastrado mas maravillónos que movíase sin velamen ni jarcias y con rapidez desusada surcaba aguas. Item más, que su pasaje parloteaba en lenguas allende nuestras fronteras, cosa que ignoramos cómo es consentida por nuestros Regidores, y que, para mayor abundamiento, parecía poco avezado a naúticas maniobras.
Gentil moza de amable semblante encareciónos a visitar dicha nave y nos ajustó precio para embarcar en ella, instándonos con donaire a subir a bordo, e introduciéndonos en mayor confusión al asegurarnos con franqueza que para aquella travesía no era menester equipaje ni bastimentos; resolvimos que, al carecer de carta para pasar a Indias y que no nos movía deseo alguno de pasar las penurias de travesía tan larga como penosa, no cruzaríamos la tabla, dejando paso a numeroso gentío.
Si aquella nave promovió en nos poco entusiasmo por hacernos a la mar, menos aún lo fueron otras que por carecer, adolecían hasta de puente, timón, borda o palos, y si la primera era maremagno atestado, esta segunda era tan exigua que como mucho permitía que uno, dos, cuatro y ocho individuos la usaran y todo ello valiéndose de remos cual galeotes condenados por el Rey nuestro señor. Cosa común en estos tiempos parece el uso de tales navíos en justas o competencias con el río como escenario y sumo esfuerzo supone el tripularlas, amén de que algunos destos, llamados canoas, son venidos de Indias, lo que nos sorprendió no poco.
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