21 abril, 2022

De Gibraltar a la Feria

No, no se trata en esta ocasión del nombre de una caseta cuyos socios sean británicos, sino, cercanos ya, tras dos años, a una nueva Feria de Abril, de dar algunas pinceladas, nunca mejor dicho, sobre la figura de un sevillano (de adopción) que fue parte importante en la renovación de la apariencia de la propia Feria. Pero como siempre, vayamos por partes.

En 1873, Veintisiete años después de la primera edición de la Feria, promovida en 1846 por los concejales municipales Narciso Bonaplata y José María de Ibarra, nacía en Gibraltar el hijo de Gabriel y Adela, ambos provenientes de Menorca, quien recibiría con el bautismo el nombre de Gustavo y los apellidos de sus progenitores: Bacarisas Podestá. Ya en su infancia habría mostrado especial soltura en todo lo relacionado con las Bellas Artes, siguiendo la estela de su padre, de ahí que fuera becado por un grupo de mecenas gibraltareños y tuviera la oportunidad de formarse en la Escuela Libre de la Academia de Bellas Artes de Roma.

Aquella estancia juvenil en la Ciudad Eterna abrió en nuestro protagonista el ansia de seguir aprendiendo y viajando, conociendo gran parte de Europa y América, en especial Argentina y Estados Unidos, París (donde conocerá las principales vanguardias artísticas) y Londres y logrando merecida fama por su creatividad llena de luminosidad y energía. Viajero trotamundos, reflejó con su colorida paleta muchos pueblos de la geografía española, obtuvo múltiples reconocimientos por su labor y destacó también como docente, dejando numerosos discípulos entre los que se podría citar a Juan Miguel Sánchez.

En 1913, Gustavo Bacarisas se establecerá en nuestra ciudad, a la que no volverá a dejar salvo estancias en Madeira o Aracena. Embarcada ya en los primeros preparativos para la Exposición Iberoamericana, Sevilla ofrecerá al artista la oportunidad irrepetible de volcarse en labores decorativas, con hermosos azulejos comerciales o la decoración cerámica del Pabellón Real, sin olvidar que en 1917 será elegido para realizar el cartel de las Fiestas de Primavera, que se implicará especialmente en el Ateneo, colaborando con su creatividad en la primera Cabalgata de Reyes Magos de 1916 organizada por José María Izquierdo o que, finalmente, será autor de uno de los carteles anunciadores de la ansiada Exposición Iberoamericana de 1929-1930

La Feria de Abril que que se abrirá ante los ojos de Bacarisas es ya una fiesta plenamente asentada en el calendario local, en la que la compra-venta de ganado convive con el paseo de carruajes y caballos y las ya típicas celebraciones en las casetas, aunque cada una de ellas presente su propia estructura, aspecto y decoración. Pertenecientes a familias ganaderas en principio, poco a poco esto dará paso a casetas propiedad de asociaciones, entidades o hermandades que de este modo lograrán hacer suya la Feria. 

Para dar mayor uniformidad a dichas casetas, en 1919 se establecerá por parte del Ayuntamiento una especie de modelo a seguir, consistente en un módulo con cubiertas a dos aguas y protegido con lonas listadas en rojo o verde y blanco, de modo que en la parte superior de la zona frontal se situase una especie de frontón triangular o "pañoleta", quizá llamada así por asemejarse a un pañuelo doblado con tres picos. 


Es en este momento cuando Bacarisas entra en escena, ya que será el encargado de realizar el diseño inicial de esas pañoletas para de ese modo dar sensación de uniformidad, aunque no será hasta 1983 cuando ya se reglamente de manera definitiva el aspecto de las casetas, de hecho, a lo largo del siglo XX se mantuvieron casetas con características especiales, que incluso estaban montadas durante todo el año, como la del Círculo de Labradores, realizada en hierro fundido y que terminó sus días formando parte de una bodega en el onubense pueblo de Bollullos Par del Condado. 

La Feria de 1919, entre abril y mayo, gozó de gran afluencia de público al decir de los "reporters" de la prensa local, destacando la gran animación en el paseo de carruajes y las ventas de ganado, sin olvidar que la visita del conde de Romanones, entonces ex presidente del gobierno suscitó gran expectación y alguna que otra crítica por el pobre exorno de la calle San Fernando y la Pasarela y la presencia de carteristas en los tranvías; ya por entonces el consistorio organizaba un concurso de exorno de casetas, que fue ganado por el Ateneo de Sevilla, seguido de la llamada "Caseta del Rocío" del señor Carriedo y la de la Sociedad Benavente, que reproducía el kiosko del estanque del Parque de María Luisa, aunque quedó de manifiesto la belleza de no pocas casetas que presentaban animado aspecto tanto en la mañana como en la tarde.

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Como curiosidad, en la caseta del Real Círculo de Labradores antes aludida se celebró una "comida a la Americana", elaborada por las cocinas de Williams, sin hayamos descubierto en qué consistió el menú; además, en la caseta del Casino Sevillano tuvo lugar incluso un "cotillón" con bailes y regalos y enorme asistencia de público, con más de trescientas personas. 


No quedará ahí la relación de Gustavo Bacarisas con la Feria, se afirma incluso que fue el propagador de la colocación de los farolillos de papel allá por los "felices años veinte", y en 1948 será el encargado de realizar el precioso cartel conmemorativo del primer centenario de la Feria, en el que aparece una pareja, ella con traje de gitana, él de corto y sombrero de ala ancha con el telón de fondo de las casetas que precisamente diseñara Bacarisas como hemos comentado.

 

Dos años antes del traslado del Real de la Feria a los Remedios, en 1971, a la avanzada edad de noventa y ocho años, fallecía en su tierra de adopción y en su domicilio de la calle Pastor y Landero Gustavo Bacarisas, dejando un sello especial a la hora de entender el color y la luz de nuestra tierra, por no hablar de un extenso catálogo de obras que abarcarían desde la pintura hasta la cerámica, pasando por los tapices e incluso la escenografía teatral, pero esa, esa ya es otra historia... 

"Sevilla en fiestas". 1915. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

18 abril, 2022

De espectros

Lo contaba en sus "Curiosidades Sevillanas" el cronista Álvarez Benavides, ocurrió en una calle peatonal poco transitada y los protagonistas al final quedaron casi como amigos, pero como siempre, vayamos por partes:


En esta ocasión por premura de tiempo, sólo hemos podido insertar el audio emitido en el programa "Estilo Sevilla", la próxima semana, tengan por seguros los pacientes lectores de este blog que tendrán texto que llevarse a la vista.

11 abril, 2022

A latigazos.

La imagen actual de los nazarenos en Semana Santa portando cirios o cruces, orando en silencio en actitud de recogimiento o también, por qué no, repartiendo algún que otro caramelo, poco tiene que ver con la que los sevillanos de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Como bien afirma el profesor Palomero Páramo, la implantación en Sevilla de la devoción al Via Crucis por parte de Don Fadrique Enríquez de Ribera supuso el origen de las procesiones de Semana Santa, ya que en esta práctica religiosa, que se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma y finalizaba próxima al humilladero de la Cruz del Campo, participaban fieles y devotos con hábitos nazarenos que rezaban los 1.321 credos y padrenuestros que simbolizaban el número de pasos que caminó Cristo con la cruz. 


Los penitentes de entonces, hablamos en torno a 1521, cubrían sus rostros con capuchas y se azotaban en público con disciplinas, para conmovedora admiración de quienes contemplaban la escena penitencial, y seguían el esquema medieval del movimiento flagelante, que estimaba el autocastigo como forma de contricción ante los pecados cometidos y que alcanzó gran notoriedad en la Europa de la Peste de 1340, incluso con algún matiz casi herético, lo que le valió la desautorización eclesiástica.

Casi al mismo tiempo, las cofradías sevillanas, llegada la Semana Santa y movidas desde antiguo por el recuerdo de las predicaciones de San Vicente Ferrer, realizaban estación de penitencia a cinco iglesias próximas a su sede y en sus sencillos cortejos, aún sin pasos ni costaleros, formaban los denominados "hermanos de luz", portando cera para alumbrar el camino, no siempre bien iluminado de noche, y los "hermanos de sangre", quienes expiaban sus culpas flagelándose las espaldas como disciplinantes. El transitar de estos cortejos debía ser impresionante, silencioso, sobrio, casi "castellano", únicamente roto por el ruido de los golpes y los salmos. 

La participación en las procesiones era regulada por las Reglas de cada corporación, siendo obligatoria para los cofrades, bajo pena del pago de multas en cera, salvo para hermanos enfermos o con jusitificación; los flagelos empleados variaban según las hermandades, como ha analizado Grando Hermosín, abarcaban desde carretillas de plata a manojos de cáñamo, pasando por rodezuelas o rosetas de plata de volantín; además, como epílogo de la estación, era costumbre que los hermanos más veteranos debían tener preparadas en la sede canónica grandes ollas con rosas, laurel, arrayán, romero y vino hervido a fin de lavar las heridas de los penitentes, lograr la cicatrización y evitar posibles infecciones. Com curiosidad, en 1645 un tal Luis Núñez organizó el "lavatorio" de los disciplinantes de la desaparecida Hermandad de las Tres Humillaciones, gastando 26 reales, de los cuales 3 y medio  fueron para media arroba de vino, unos seis litros y medio.

Sin embargo, lo que en principio era una práctica humilde y ascética, poco a poco fue transformándose en nada edificante exhibicionismo, sin que faltasen vanidades, desórdenes, actitudes picarescas o incluso que algunos flagelantes, expertos, buscasen  salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. Por supuesto, el término "latigazo" también comenzó a extenderse como práctica relativa al consumo de mostos y aguardientes, con los consiguientes efectos...


A ello habría que sumar cómo los nobles obligaban a sus servidores a azotarse por ellos, el uso de túnicas acolchadas en la espalda para ocasionar ruidosos azotes para impresionar al pueblo o incluso la creencia popular que afirmaba que la flagelación tenía efectos reconstituyentes para el cuerpo. En 1604, el Cardenal Niño de Guevara instauró el Cabildo de Toma de Horas, ordenó que todas las hermandades hicieran estación a la Catedral (las de Triana, a Santa Ana) y reguló los abusos de los penitentes, prohibiendo la presencia de mujeres como tales, las túnicas cortas o transparentes, el "alquiler" de flagelantes, los excesos de los "demandantes" (cofrades algo "insistentes" que pedían donativos para la hermandad durante el recorrido) así como la obligación de mantener la debida compostura, acorde a la solemnidad del acto. ¿Se cumplieron las normas establecidas entonces? 

El Abad Gordillo escribía un tiempo después sobre una hermandad en concreto, aunque podría aplicarse al resto: 

"En el tiempo presente ha variado mucho esta cofradía, porque ya no son tantos los caballeros y hombres nobles que a ella acuden, ni tanto el fervor de la penitencia. Se ha reducido todo a seguir la novedad y galas que se  permiten, que es cosa lastimosa lo que en esto se usa. Ya no hay caballeros que se disciplinen porque la sangre de color rojo ya se derrama de mala gana... Todos van sueltos y galanes..."

Será finalmente Carlos III quien con una Real Orden en 1783 prohiba enérgicamente la presencia en las procesiones de Semana Santa de disciplinantes, empalados y todo aquello que desdiga del auténtico espíritu de este tipo de celebraciones.

Procesión de disciplinantes

Pese a todo, los flagelantes siguieron desfilando por las calles, prueba de ello es la célebre pintura de Francisco de Goya, realizada en torno a 1814, sin que sirvieran los lamentos de escritores ilustrados como el sevillano Blanco White, que hablará del tema en estos términos sobre 1822:

"Hace exactamente cuarenta años fue prohibida por orden del gobierno la repugnante exhibición de gente bañada en su propia sangre. Aque llos penitentes procedían de las clases sociales más abyectas. Vestían enaguas de lino, capirotes, antifaces y unas camisas que exponían a la vista la espalda desnuda, todo ello de color blanco. Antes de incorporarse a la procesión se herían la espalda y ya en ello se azotaban con disciplinas hasta hacer que la sangre corriera por sus hábitos. Fácil es comprender que la religión nada tenía que ver con estas voluntarias flagelaciones. En efecto, estaba muy extendida la idea de que este acto de penitencia tenía un excelente efecto sobre la constitución física y, mientras que la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las más robustas beldades de las clases más humildes."

 El siglo XIX marcará el fin de las disciplinas cruentas y las violentas flagelaciones, aunque en estos días de Semana Santa, aún pervive un lugar en el que se ha mantenido esta costumbre, un pueblo de la Rioja llamado San Vicente de la Sonsierra que aún mantiene la tradición de los llamados "Picados" y auténtico fósil de tiempos pasados, conservando prácticamente el mismo esquema penitencial que los flagelantes del XVI, desde las túnicas, capas y capuchas hasta la curación de las heridas, pasando por todo un conjunto de normas para serlo en las que priman ser mayor de edad, buena fe y anonimato. Pertenecen a la antigua cofradía de la Vera Cruz, y acompañan las procesiones del Jueves y Viernes Santo; el término "picao" alude a los pinchazos (doce, en recuerdo de los doce Apóstoles) que se les practican en la zona lumbar tras los azotes realizados con una recia madeja de algodón, con la idea de hacer manar la sangre y evitar hematomas internos.   

Disciplinantes frente a la Virgen.jpg

Así, cuando en las jornadas semanasanteras contemplemos el transitar de nazarenos y penitentes, bien podríamos recordar aquellos tiempos en los que se vertía sangre en vez de cera y en los que los azotes no sólo eran cosa de la Hermandad de las Cigarreras. Pero esa, esa ya es otra historia.

04 abril, 2022

Una calle con Espíritu.


En esta ocasión, vamos a ocuparnos de una calle especial, estrecha, con poco tráfico, silenciosa, en la que vivieron cofrades y herejes y a la que un convento da nombre. Pero como siempre, vayamos por partes. 
 

Entre Castellar y San Juan de la Palma, con permiso de la calle Dueñas, la calle Espíritu Santo posee, de momento, el encanto de las calles del casco histórico de Sevilla, con edificios de no mucha altura, casas unifamiliares con patio e incluso una característica barreduela dedicada a Enrique “El Cojo”, maestro en el baile de las sevillanas. 

En sus orígenes pudo tener el nombre de Palmas, pero lo cierto es que desde finales del siglo XVI recibió el de Niñas de la Doctrina, debido al colegio femenino que estaba junto al convento de monjas, y también curiosamente, el de Horno de las Tortas (de reciente actualidad tras la ceremonia de entrega de los Oscars, todo hay que decirlo), aunque está documentado que ya en 1665 aparecía como Espíritu Santo, en honor al convento del mismo nombre establecido en esta calle desde 1538 y, como decíamos, dedicado a la formación de niñas dentro de la fe católica. En 1931 se procedió a sustituirlo por el de Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre de Enseñanza, aunque ya en 1937 volvió a retomar el apelativo que ha llegado hasta nuestros días. 

 

Adoquinada en 1917, sus viviendas suelen ser del XIX o del XX, destacando los números 23 y 25 por ser anteriores, del siglo XVIII. Además, salvo algún pequeño negocio de imprenta desaparecido, se trata de una vía dedicada a uso exclusivamente residencial, aunque al parecer durante finales del XIX y parte del XX, tal como recogen las crónicas locales, quizá debido al carácter recoleto de la calle, existieron varias casas dedicadas al oficio más antiguo del mundo, con "frecuentes escándalos e inmoralidades" e incluso con el episodio recogido por la prensa local, en 1897, del asesinato Herminia Sánchez, "La Granadina", que prestaba sus servicios en una de esas casas, a manos de Manuel Vivar, quien la apuñaló en estado de embriaguez, siendo detenido y conducido a prisión.

Como detalle interesante, vamos a destacar a varios vecinos históricos de la calle, aunque cronológicamente no coincidieran en ella:

El primero sería el famoso Doctor Constantino Ponce de la Fuente, quien, aunque de origen conquense y titulado en Alcalá, desarrolló su misión como predicador en la catedral hispalense desde 1533; en 1548 logró, ni más ni menos, que el puesto de capellán del rey en la corte de Carlos I, acompañándolo por toda Europa. A su regreso a Sevilla, en 1557, será nombrado Canónigo Magistral de la Catedral, pero fue procesado por la Inquisición por sospechas de luteranismo; se le acusará de formar parte de un foco bastante numeroso en el que habría sacerdotes, nobles e incluso frailes pertenecientes al famoso Monasterio de San Isidoro del Campo como Casiodoro de Reina o Cipriano de Valera. 

El propio Felipe II, que admiraba la sabiduría y elocuencia del canónigo afirmó al enterarse: “Si hereje es, gran hereje será”. Fallecerá antes de ser procesado, cuando los inquisidores habían descubierto que estaba en posesión de una importante biblioteca de libros protestantes, quizá traídos a Sevilla por Julián Hernández "Julianillo" ocultos en barriles de cerveza desde el norte de Europa. En 1560, durante un auto de fe en la Plaza de San Francisco, sus restos mortales, sacados de su tumba, serían quemados en público junto con sus libros. 

Como curiosidad, Ponce de la Fuente tuvo que coincidir en la calle Espíritu Santo con otro canónigo de la catedral de Sevilla, Sebastián de Obregón, "hombre en letras muy señalado, varón docto, maestro en teología y de mucha virtud". Obregón, monje benedictino en sus comienzos, fue nombrado arcediano de Carmona y finalmente obispo de Marruecos, aunque renunció finalmente a esa dignidad mitrada y quedó establecido en Sevilla hasta su muerte en 1568.

El segundo vecino (tendría su morada en el número 26 de la calle) sería la antítesis del primero, ya que José Bermejo y Carballo, nacido en 1817 y bautizado en el Salvador, era abogado de prestigio y pronto manifestó un enorme compromiso en pro de las cofradías sevillanas, ya que perteneció a hermandades como la Amargura, Pasión, la Soledad o las Siete Palabras, entre otras. En 1860, encabezando un grupo de cofrades alentado por el Marqués de Rivas, reorganizó la cofradía de la Soledad, en estado de decadencia tras ser expulsada de su capilla propia en el desaparecido convento del Carmen, ostentando los cargos de mayordomo y secretario, sin olvidar su papel como Hermano Mayor (a los 41 años de edad) en las Siete Palabras, corporación a la que pertenecía desde 1850 con la idea de revitalizarla, recuperando las Reglas y parte del archivo. 

Hasta su muerte, en 1888, ejercerá como máximo responsable de la cofradía, aunque pasará a la historia por sus investigaciones históricas sobre las hermandades sevillanas, fruto de las cuales será el libro “Glorias Religiosas de Sevilla”, publicado en 1882 y que durante años fue libro de cabecera de cofrades y capillitas.

Igualmente, merece la pena el destacar al coronel de infantería Francisco Escudero Verdún quien tenía su vivienda en el número 13 allá por los años veinte y treinta del pasado siglo XX; junto con otros cofrades, formó parte del grupo que sacó de su postración a la antigua Hermandad de la Piedad de Santa Marina a partir de 1926. Tras la llegada de la II República, con posterioridad a la Semana Santa de 1932, se decidió ocultar las imágenes titulares del Misterio de la Sagrada Mortaja, siendo trasladadas a la calle Espíritu Santo con el mayor secretismo y quedando bajo la custodia de Escudero, que entonces ocupaba el cargo de mayordomo de la Hermandad. Pasados unos meses, la Virgen de la Piedad y Nuestro Padre Jesús Descendido regresaron a su sede canónica de Santa Marina, de la que saldrían tras el Viernes Santo de 1936 para ser de nuevo escondidas, pero esa, esa ya es otra historia.