Mañana jueves, día trigésimo del mes primero del año, habrían cumplido años dos figuras femeninas fundamentales para comprender las primeras décadas del siglo XX en Sevilla.
Una, nacida entre algodones, sabrá de
primera mano de una vida repleta de lujos, de sirvientes, propia de
quien proviene de una estirpe real y de alta cuna; María Luisa, que
así se llama, es hija un Rey al que apelaron el Deseado, aunque
luego las cañas se volvieran lanzas y el Séptimo de los
Fernandos fuera un monarca entregado a deshacer la labor de los
liberales y empeñado en hacer regresar el Antiguo Régimen; será
hermana, por tanto, de una reina, Isabel II y, andando los años,
madre de otra.
La otra mujer,
Ángela, llega al mundo 14 años después y lo hace en la plaza de
Santa Lucía, en una casita pequeña, en el seno de una familia
humilde, muy humilde, la del padre cocinero de los trinitarios y la
madre lavandera, la de 14 hermanos de los que sobreviven 6, la de la
familia que lucha a diario por sobrevivir llevándose un trozo de pan
a la boca, reflejo absoluto de las condiciones de vida de aquellos
años complicados para las clases bajas.
María Luisa, el
mismo año que nace Ángela, contraerá matrimonio con un prometedor
miembro de la aristocracia francesa, conspirador y aficionado al buen
vivir: Antonio de Orleans. Obsesionado con la corona española,
acechará constantemente a Isabel II e incluso, tras abandonar París
y residir en Madrid y Sevilla, esperará cosechar fruto de sus cabildeos cuando su cuñada sea derrocada en 1868 por la
Revolución de la Gloriosa.
Por aquellos años,
Ángela es ya una joven zapatera experta en un oficio en el que comenzó
con apenas 14 años, tras el fallecimiento de su padre. En el
taller de Maldonado, donde trabaja, pronto notarán que ni como
aprendiz ni como oficiala es una empleada cualquiera: busca momentos
para la oración, se preocupa por los pobres, como en la epidemia de Cólera y se concentra en penitencias y súplicas. Su maestra, consciente de
la bondad de la joven, la orienta y la pone en contacto con un
sacerdote: el padre Torres Padilla.
En 1870 María Luisa
de Borbón y su esposo ven como sus posibilidades al trono se
esfuman. ¿La razón? En paraje cercano a Leganés, Antonio de
Orleans mata en duelo al infante Don Enrique, de este modo, será
Amadeo de Saboya el elegido para ostentar la corona en unos tiempos
revueltos políticamente hablando, en los que los generales, “los
espadones”, tienen mando y plaza. Malos tiempos para una familia de
estirpe que residirá en el sevillano Palacio de San Telmo, antigua
escuela de navegantes, donde crecerá “como una rosa” (decía la
copla) María de las Mercedes de Orleans y Borbón.
También en 1870,
Ángela Guerrero ha sufrido una decepción. Convencida de su vocación
religiosa, ha decidido ingresar como novicia, pero tanto las Carmelitas Descalzas como las Hijas de la Caridad intentan hacerle
ver que no está hecha ni para el coro o el claustro ni para el
cuidado de los desfavorecidos y las privaciones. No obstante, la
joven sigue pensando por aquel entonces que está llamada a hacer
algo con su vida y la de su prójimo. A partir de ese momento,
animada por el Padre Terres, Ángela se concentra en preparar con
minuciosidad su proyecto, la idea de constituir una comunidad en la
que todo gire en torno a la oración y a la atención a los pobres.
Horarios, limosnas, penitencias, comidas, ajuar, nada queda a la
improvisación. Poco a poco, se acerca el momento.
En 1875 regresa a
España Alfonso XII como rey. La Restauración de la Monarquía
Borbónica sacará a la luz un noviazgo oculto: el de la hija de
María Luisa con el propio rey. Será un matrimonio por amor que
llenará de alegría al país y cimentará la leyenda de una pareja.
Ese mismo año, al fin, Ángela arranca con su proyecto: junto a
otras tres jóvenes compañeras acude al Monasterio de Santa Paula
para consagrarse por entero a una vida de humillación y sacrificio.
Un humilde cuarto alquilado con derecho a cocina en la calle San Luis
será el primer convento de la Compañía de las Hermanas de la Cruz.
La primera jornada transcurre con tanta entrega a los demás que las
cuatro religiosas se olvidan de guisar y duermen sin comer, aunque
felices.
En 1878, con la
Institución en plena expansión, fallecerá el Padre Torres, un duro
golpe para las hermanas de la cruz en general y para Sor Ángela en
particular; también, en ese mismo año, María Luisa de Borbón pasa
de la alegría al llanto: de la boda de su hija con Alfonso XIII a
verla fallecida por el tifus apenas cinco meses después, contando
apenas 18 años. El negro del luto de la corte madrileña casi es
idéntico al negro de los velos de las hermanas de la cruz.
En 1890 fallece el
marido de María Luisa de Borbón, “Don Antonio el Naranjero”,
apodo con que se le conocía en Sevilla habida cuenta que solía
vender los frutos de sus naranjos, cuando la nobleza de la época
solía regalar esas naranjas al pueblo, ¿Un poco tacaño? Quizás.
La tuberculosis se había cebado con parte de los hijos del
matrimonio, de hecho solo unos pocos sobrevivirán al siglo XIX. No
queda nada ya de esa “Corte Chica” de San Telmo, a la que acudía
lo mejor de la sociedad sevillana, junto con pintores, escritores y
demás artistas de la época. La Viuda de Orleans dejará pasar los
años a orillas del Guadalquivir, bien en Sevilla, bien en las
propiedades familiares de Sanlúcar de Barrameda.
Una figura une al
fin a ambas mujeres: el sacerdote José Rodríguez Soto, a la sazón
Capellán Real y Confesor de María Luisa de Borbón. Él será quien
le hable de las Hermanas de la Cruz y de su labor, quedando
profundamente impresionada por el compromiso y el testimonio de las
religiosas. Nace así una vinculación entre San Telmo y la calle
Alcázares, una vinculación que, como veremos, tendrá un epílogo
significativo.
Será en 1897. La
Infanta María Luisa, la hija, hermana y madre de reyes de España,
gran
amiga de la escritora Fernán
Caballero y
de edad ya avanzada, enfermó gravemente en enero de ese
año y
falleció en su palacio sevillano el 2 de febrero, siendo su cadáver
conducido al Panteón de Infantes del monasterio de El Escorial. Por
expreso deseo suyo no fue embalsamada y fue amortajada descalza con
el hábito de las Hermanas de la Cruz.
Sor
Ángela, tras unos años de profundización en su idea de la humildad
absoluta como forma de vida, abandonará el cargo de Superiora en
1928 y fallecerá, víctima de un embolia cerebral, el 2 de marzo de
1932, constituyendo su muerte todo un acontecimiento de duelo para la
ciudad que unió a gentes de la más variada condición e ideología. Tan es así, que el Ayuntamiento republicano del momento, por unanimidad acordará rotular como "Sor Ángela de la Cruz" la calle en la que se encuentra la Casa Madre de las Hermanas, llamada de Alcázares hasta entonces como dijimos.
No,
no se nos olvida: fruto
de su amor por Sevilla, en 1893 María
Luisa de Borbón donará
a la ciudad los jardines de su Palacio, que con el tiempo se
convertirán en el Parque que llevará su nombre y que se verán
decorados con una estatua suya realizada por Enrique Pérez
Comendador en 1929, aunque la actual es una reproducción en bronce
de la original realizada en pieda que se halla en
Sanlúcar de Barrameda. Representada con mirada triste, porta una
rosa en las manos, símbolo quizá de su hija fallecida
prematuramente...
Hasta
aquí la pequeña historia de dos mujeres que tuvieron a Sevilla como
lugar común y que, desde ámbitos muy diferentes, acabaron
conociéndose y cultivando cierto grado de amistad y admiración.
...o0o...
Post Escriptum: aparte de estas dos preclaras mujeres, cada una en su estilo, el 30 de enero nació en 1970 alguien a quien apreciamos sinceramente y que cumple por tanto, 5 décadas de vida. Felicidades, compadre.