26 enero, 2025

Varflora.

Se llamó Fernando Díaz de Valderrama, pero ha pasado a la historia de Sevilla por ser conocido por su seudónimo, con el que firmó obras imprescindibles para conocer la historiografía sevillana del siglo XVIII, y su nombre figuró en una calle del Arenal durante siglo y medio hasta que, cosas de esta ciudad, quedó desposeído del mismo a comienzos del siglo XXI; pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Nacido en 1745, unos estiman que ingresó en la orden franciscana, mientras que otros, en la de Santo Domingo. Erudito y escritor, Fernando alcanzó el nombramiento de Revisor y Consultor de la Real Academia de Medicina y Examinador sinodal del arzobispado hispalense. En 1766 publicó el conocido Compendio Histórico-Descriptivo de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla, obra que fue corregida y aumentada en 1789 sin que en ella apareciera el nombre de su autor, antes bien, éste optó por elegir el de Fermín Arana de Varflora para ocultar el suyo. Además, escribió Hijos de Sevilla ilustres en santidad, armas, letras, artes y dignidades (1791), auténtico catálogo de personalidades al que han recurrido no pocos estudiosos y, como curiosidad, entre otros libros, editó unas Disertaciones sobre la imposibilidad física de celebrar exactamente el santo sacrificio de la Misa en un solo cuarto de hora. 

Falleció el 3 de mayo de 1804, dejando parte de su ingente trabajo sin publicar. El profesor y literato Mario Méndez Bejarano lo calificó así: 

"Era un hombre sencillo, ingenuo y confiado. Trabajó con sincero patriotismo, ajeno a toda sugestión de vanidad, ni menos de lucro. Si su crítica histórica no parece todo lo severa que hoy exige la escrupulosidad científica, no ha de olvidarse que en su tiempo se vivía en épica credulidad y que la crítica en materias históricas no había nacido aún en España".

En 1859 se rotuló como "Varflora" la antigua calle Real de la Carretería, entre la calle Arfe y el Paseo de Colón, en honor a este religioso e historiador. Rectilínea y con predominio de viviendas de dos y tres pisos, su estrechez en algunos tramos es de sobras conocida por los cofrades, que acuden cada tarde de Viernes Santo a contemplar la siempre complicada salida de la Hermandad de la Carretería desde su capilla (propia desde 1753 e inaugurada en 1761 con el gremio de Toneleros), lograda gracias al tremendo esfuerzo de capataces y costaleros, especialmente en el colosal Paso de las Tres Necesidades, acompañado de los característicos y románticos nazarenos de túnicas azules de terciopelo. 

Durante años, la calle albergó almacenes de aceitunas, tal como hemos comprobado en la Guía General de Sevilla y su Provincia, editada en 1860, donde aparecen apellidos como Galeano, Calzadilla o Vinuesa y que tienen que ver con la cercanía del puerto y el transporte de este tipo de mercancías, con mucha demanda (como ahora) en el exterior; en 1910 el diario El Liberal denunciaba precisamente la ocupación de la calle por este tipo actividad, generando molestias entre el vecindario. 

Por cierto, en 1878 todavía se registraba la presencia de toneleros en esta calle, también miembros del oficio de pintores y en los años treinta del siglo XX, en número 40, tuvo su sede la Gimnástica Andaluza, un modesto club de fútbol de categorías inferiores. 


En enero de 1919, un artículo del diario El Sol de Madrid alababa la labor de la empresa J. Bellido y Compañía, fundada dos años antes en el número 48, y cuyas exportaciones, al decir de la crónica:

"Se hacen en cajas y barriles, principalmente en cajas, teniendo un taller de barrilería, en el que se pueden atender rápidamente sus propias necesidades. Los Sres. J. Bellido y C.ª tienen varias marcas de aceites, que se propagan de contínuo por el éxito que las acompaña. Figuran entre ellas las denominadas "Cisne", "Pelayo" y "Gaviota", que son las preferidas de los clientes."

La cercanía del puerto, como decíamos, hará que también proliferen en esta zona del Arenal los llamados almacenes de "Efectos Navales", como recuerda un curioso azulejo localizado en la primera planta del edificio número 21 de la calle, recuerdo de un tiempo pasado en el que jarcias, boyas, pasamanos, sogas y cabos de todo tipo surtían a los navíos anclados en las cercanas orillas del río.



Aunque desde 1993 la Hermandad de la Carretería lo venía solicitando al Consistorio, no será hasta el año 2000 cuando el bueno de don Fermín Arana de Varflora quede "compuesto y sin calle" y que ésta pase a recuperar el de toda la vida: Real de la Carretería, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

20 enero, 2025

Toribio.

Principios del siglo XVIII. En esta ocasión, nos centraremos en un personaje que buscó mejorar la situación de un grupo desfavorecido de la sociedad de Sevilla, impulsando una institución donde alojarlo y educarlos. Pero como siempre, vamos a lo que vamos. 

Había nacido en San Pedro de Piñeres, en la provincia asturiana de Oviedo, allá por mayo de 1687 y tras una etapa en su tierra pastoreando ganado, a comienzos del nuevo siglo se sabe que se ganaba la vida en Sevilla y sus calles vendiendo por sus calles devocionarios y libritos de oraciones. Hombre de fe profunda y buenos sentimientos, se llamaba Toribio de Velasco y, buen observador de su entorno, apreció con dolor cómo era la vida del sinnúmero de niños huérfanos que pululaban por la ciudad hispalense y que día a día la recorrían mendigando por un mendrugo de pan o efectuando pequeños hurtos con los que sobrevivir, haciendo de las calles su casa y de las plazas su refugio nocturno, siempre bajo múltiples amenazas y peligros y con un futuro incierto como delincuentes o condenados.

Decidido a actuar, comenzará por explicar la Doctrina Cristiana a un grupo de estos pillos y ladronzuelos, no sin cosechar rechazos e injurias, hasta que por fin, con el auxilio de algunos benefactores, decide emplear su casucha de la calle  Peral, para dar cobijo a un primer puñado de niños a los que saca de su mala vida; pasan las semanas y aquella variopinta "patulea" de granujas y chicuelos ha crecido y obliga a Toribio a dar un paso más. Ha recibido varios donativos de gente caritativa y tras consultar con el párroco de San Martín y el Arzobispo Salcedo alquila una casa de mayor tamaño en la Alameda de Hércules. Es un caluroso 1 de julio de 1725  y dieciocho niños serán los primeros afortunados en ingresar en aquella institución que busca su educación y formación, desde aprender a leer y escribir hasta saber realizar las diversas tareas domésticas, sin perder nunca de vista la oración y la lectura de textos religiosos.

A partir de ahí, la actividad de "Los Toribios" se incrementa de manera enorme hasta recibir centenares de solicitudes de ingreso. La comunidad vive entre rezos y salidas para escuchar misa y para pedir limosna con que mantenerse, y la ciudad, conmovida, se vuelca con aquellos niños decididos a tener un mejor futuro. La férrea disciplina (que no excluía los azotes, nunca más de veinticuatro, eso sí) y los horarios estrictos contribuyen a que exista una rutina diaria, mientras que no tardan en surgir los primeros talleres de diferentes oficios, como por ejemplo, el de zapatería; para ampliar la institución se decide su traslado a la llamada Inquisición Vieja, cerca de San Marcos y allí se convierte en centro benéfico de referencia, recibiendo incluso donativos del mismísimo monarca Felipe V, quien durante su estancia en Sevilla quedará conmovido por la procesión de niños pidiendo limosna con velas encendidas y su fundador a la cabeza portando un cesto donde recoger prendas y dineros. Trescientos ducados, nada menos, pasarán a engrosar las siempre menguadas arcas de los Niños Toribios, como ya eran conocidos allá por 1730.

Sin embargo, la muerte de su fundador en el verano de aquel año será todo un mazazo. Afectado por calenturas, apenas podrá sostener la pluma con la que rubricar su testamento, y tras su fallecimiento, llorado por los ciento cincuenta niños que acogía la vieja casa, será enterrado en el convento de San Pablo, ahora parroquia de la Magdalena, en lo que en otro tiempo se llamó "olor de santidad". La institución fundada por él pasará al Pumarejo en 1802 y pervivirá hasta el siglo XIX con bastantes altibajos, en que pasará a ser gestionada por la Diputación de Sevilla, siendo el germen del llamado Hospicio Provincial que funcionará en la calle San Luis hasta 1973.

La apertura de la exposición "Patrimonio Histórico de la Diputación de Sevilla 1500-1900" en el Conjunto Monumental de San Luis de los Franceses ha supuesto la recuperación de más de cien piezas procedentes de antiguos hospitales benéficos, entre pintura, escultura, orfebrería y bordado; una de estas piezas es un interesante retrato funerario del hermano Toribio, pintura anónima que lo representa de medio cuerpo, yacente y vestido con el hábito dominico blanco y negro, pese a ser miembro de la Orden Tercera Franciscana. Una inscripción en su parte superior indica: "Retrato del hermano Toribio fundador de la Cassa Hospisio de de muchachos guérfanos y perdidos de Sevilla Murió de edad de 40 años a 23 de agosto de1730, con grande opinión de virtud"

                         

Era costumbre entonces el dejar para la posteridad imágenes de "cuerpo presente" de personas o personajes importantes, de modo que, aparte del valor meramente documental, como apunta Juan Luis Ravé, comisario de la Muestra, presenta el de homenajear al fundador de la institución que hemos comentado, antecedente de los llamados Correccionales. De hecho, todavía a finales del siglo XIX cuando se hablaba de un joven problemático se decía, "Qué bien le vendría estar en los Toribios", pero esa, esa ya es harina de otro costal. 


13 enero, 2025

La calle Carballo, donde la señora Marcela.

Arrancando año como suele decirse, en esta ocasión, abrigándonos mucho, eso sí, nos vamos a marchar muy cerquita de donde se encuentra la venerada imagen de Jesús Cautivo de San Ildefonso, para dar detalles de una calle que ostentó varios nombres hasta el actual y fue residencia de un personaje fruto de una época concreta. Pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Foto Reyes Escalona. 

Estrecha y peatonal (aún subsiste un solitario marmolillo de los antiguos de metal fundido), entre Boteros-San Ildefonso y Vírgenes-Águilas, la actual calle Deán López Cepero pasaría desapercibida de no ser por haber sido llamada de diferentes maneras a lo largo de su dilatada historia; se sabe que desde 1438, como mínimo, se llamó Alcoba del Baño y ya en el XVI Alcabala del Baño, nombres debidos a la presencia de unos baños en la esquina con San Ildefonso. En 1584 se llamaba calle Barba, sin que sepamos si hubo por allí barbería o gentes con aquel apellido y desde mediados del siglo XVII y hasta 1893 tomó el nombre Caraballo o Carballo, puede que por haber contado entre sus vecinos con algún personaje llamado así. 

Foto Reyes Escalona. 

Como decíamos, en ese 1893 el ayuntamiento le otorgó el apelativo de Deán López Cepero, en honor a Manuel López Cepero, sacerdote y político nacido en Jerez de la Frontera en 1778 y que estuvo siempre de parte de las ideas liberales y constitucionalistas a lo largo del turbulento siglo XIX español, pasando de capellán castrense con el general Castaños (el vencedor de Bailén frente a los invasores franceses) a diputado en Cortes durante el llamado Trienio Liberal, lo que, al regreso del absolutismo de Fernando VII le supondrá pena de prisión por sus ideas en los recintos cartujanos de Sevilla y Cazalla de la Sierra. Senador vitalicio, catedrático y decano de la Facultad de Teología, párroco del Sagrario, atesorará una interesante colección de obras de arte, fruto de las desamortizaciones, con más de ochocientas piezas, que sus herederos sacarán a subasta tras su muerte en 1858, considerándosele uno de los promotores del actual Museo de Bellas Artes de Sevilla.

José Gutiérrez de la Vega: Manuel López Cepero, 1817. Museo de Pontevedra.

Como calle cercana a la fábrica de tabacos de la actual plaza del Cristo de Burgos, en San Pedro y a la zona de Odreros y Boteros, donde estaba la calle de Vinaterías (Sales y Ferré), llena de mesones y tabernas, a buen seguro por ese motivo estuvo en esta calle que comentamos el conocido como Mesón de la Cruz.

Sin embargo, una de las moradoras más peculiares de esta antigua calle, despertó la curiosidad de los sevillanos, siempre deseosos de novedades y escándalos allá por el siglo XVII. La llamaban la señora Marcela y vivía de modo modesto y recatado, sin lujos y dispendios; poco sabían sus vecinos sobre ella, salvo que era de condición humilde y carácter reservado, que era respetada por todos y que apenas abandonaba su morada para acudir a misa al cercano convento de San Leandro y regresar con su talega con provisiones para su sustento diario. Hasta ahí todo, aparentemente, normal. Una vecina más. 

Sin embargo, la tranquilidad de la zona quedó rota cierto día para consternación de sus moradores. Alguaciles de la justicia aporrearon la puerta de la casa de la anciana y de modo violento procedieron a su detención siguiendo la denuncia del joven conde de Arenales, quien había decido "tirar de la manta" y sacar a la luz el verdadero y rentable oficio al que se dedicaba Marcela, pues andando en amoríos con cierta doncella, supo el noble de oídas que dicha señora podía hacer de "Celestina" o trotaconventos para lograr sus propósitos amorosos, mas, decepcionado al fin por no conseguir el ansiado tesoro, el joven aristócrata optó, como narrábamos, por denunciar a quien le había prometido todo con buenas palabras y frases esperanzadoras, previo pago de unas buenas monedas, eso sí, para luego, a la postre, quedarse "con el santo y la limosna". 

Gerard van Honthorst: La alcahueta. 1652.

Condenada de manera fulminante por ejercer como alcahueta (término que procede del árabe Al-qawwád, que significa ejercer de mensajero) delito muy mal visto ya en tiempos de Alfonso X en que era considerada conducta "ilícita e infame" aunque era moneda corriente, la señora Marcela fue sentenciada a salir a las calles de Sevilla "emplumada" en pública vergüenza y escarnio, pero ¿Cómo se desarrollaba la ejecución de tal sentencia? Será mejor que nos lo cuente nuestro buen cronista Álvarez Benavides: 

"A las once de la mañana el verdugo iba junto a la condenada y, ayudado de sus criados, la desnudaban enteramente de cintura para arriba. Luego untaba el cuerpo con una espesa capa de miel. Hecho esto le ponía una coroza o gorro de cartón rematado en punta. Así disfrazada, la paciente era puesta en un asno se la ataba al cuello una especie de argolla fija a una barra de hierro cuyo extremo inferior se apoyaba sobre la albarda, después la paseaban muy despacio por medio de dos filas de soldados y alguaciles y seguida por una multitud del pueblo. La cabalgata hacía alto en las principales calles de la ciudad, y a cada alto el pregonero leía en voz alta la sentencia que condenaba a la paciente a ser emplumada diciendo por qué; el pregonero acababa siempre con esta fórmula: quien tal hizo que tal pague. 

Pronunciadas estas palabras el verdugo tomaba dos puñados de plumas y las arrojaba sobre la miel de que el cuerpo estaba lleno: las plumas quedaban pegadas, lo que al cabo de algún tiempo le daba un aspecto a la vez horrible y grosero que hacía reír a la muchedumbre".

Las calles por las que pasaba tan insólito cortejo eran normalmente las mismas que las de las procesión del Corpus, saliendo de la Cárcel Real hacia la catedral por Sierpes, San Francisco y Génova (actual Avenida) para regresar por Alemanes, Francos, Culebras (ahora, Villegas), Salvador, Cuna, Cerrajería y de nuevo a Sierpes para finalizar de nuevo en la Cárcel Real. Ni que decir tiene que ejecuciones de sentencias como ésta abarrotaban las calles y buscaban servir de cruel escarmiento, algo que a doña Marcela, aquella discreta señora de la calle Carballo nunca olvidaría, sin que sepamos si fue también azotada, si quedó recluida en la cárcel o si enviada al destierro, castigo final aplicado en estos casos por aquellos años. Por cierto, quede constancia de que aún en el siglo XIX seguía realizándose esta vergonzosa práctica de emplumar a mujeres, pero esa, esa es harina de otro costal.