Suceso funesto constituyó, en mi tiempo, desafío y pugna entre casas señoriales o nobiliarias, motivado por causas lejanas en el tiempo, agravios u ofensas que en modo alguno cesaron con el tiempo, creándose banderías en pro de Ponces o Guzmanes o entre los de tal o cual Casa, y provocando algaradas, desmanes y luchas en las calles hispalenses, que si bien regidores, alcaldes y oídores procuraban apaciguar ánimos o amenazar a los querellantes, poco podían hacer cuando entraban en liza cuestiones de honra u honor familiar.
Retornados a este siglo, hemos comprobado, no sin cierta sorpresa, que perviven las tales banderías y que ahora, aún más si cabe, gozan de total preponderancia. Los unos parecen apoyar con sus colores a cierto bando, los otros parecen favorecer a otro. Poseen ambos sus propios escudos de armas, con campos de plata, sinople y gules y en ellos campean patronos de la ciudad o siglas entrelazadas en complicado arabesco, aunque no deja de ser asaz curioso que la corona real aparezca en el emblema de uno y en el otro figure el Rey Santo que conquistara Sevilla.
Divisas, enseñas, insignias, y gallardetes suelen aparecer en carruajes, balconadas y manos de muchos en jornadas festivas, o incluso en días feriados, y concurren a enormes palacios edificados extramuros donde dispónense gradas y estrados mientras en su centro ábrese holgado espacio a manera de romano circo.
En dichos bancales sucédense enérgicas soflamas y vituperios enormes contra banderías llegadas de otros puntos de las Españas; aunque hemos de añadir, en honor a la verdad, que búscase incruenta reyerta, que cada bando elige a sólo once de sus mejores caballeros a contender por honor de su causa, mas a tenor de lo visto, deben sus caudales ser escasos por pobre y exigua indumentaria, más cercana a pordioseros que a gentileshombres, consistente en calzas cortas y camisón con medias hasta la rodilla, compareciendo así a la lid y portando en ellas extraños símbolos y números que recuerdan más a nigromancia que a nobles artes de caballería.
Al parescer, dura la contienda casi todo el año, pero ésta concéntrase en escaramuzas que duran lo que dos misas bien rezadas con sus prédicas y responsos, y consiste en lograr hacerse con redondo elemento que ha de ser introducido, a fuerza de violentos puntapiés o cabezadas, en el interior del portal del adversario, quien, y eso queda fuera de toda duda, comete todo tipo de tropelías para evitarlo.
Por demás, sorpréndenos gratamente la figura de un maestre de campo que pertrechado con silbato y socorrido por peones con gallardetes reprende severamente a contrincantes de uno y otro bando con gran imparcialidad, y por demás, cosa inaudita, invítales a abandonar el real (raramente trazado por blancas rayas cuya utilidad no acertamos a comprender) cuando merman sus fuerzas, mostrándoles curioso y exiguo billete de color rojo.
Alcanza victoria quien en más ocasiones logra invadir el contrario portal y tras la liza los caballeros intercambian sus ropas, cosa que indígnanos pues parécenos contraria a todo uso caballeresco por cuanto ello puede llamar a confusión en contiendas siguientes e incluso provocar contagios y pestilencias.
Si la plebe enardécese cuando su partida enfréntase a otras forasteras, explícannos que alcánzase paroxismo y arrebato sobremanera cuando son las dos facciones de la ciudad quienes combaten, siendo tema de debate y animadísima charla en tabernas y calles, y dándose el caso de familias divididas por unos colores u otros.
Obligados a tomar partido, por sentido común apoyaremos a quien más victorias haya logrado y mayor número de laureles conquistado, como cuentan lenguas antiguas, disfrutando de tamaño acontecimiento cuando prodúzcase, sin detrimento de convertirnos nosotros, pobres mortales, en exaltados partidarios, que plácenos el triunfo propio más sin desmerecer méritos ajenos, dicho sea sin ánimo de desmerecer a tan preclaros antagonistas.