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13 mayo, 2024

Visiones rocieras.

Ahora que se acerca la anual romería a la aldea del Rocío, donde se venera la imagen del mismo nombre, cuando en muchos pueblos y ciudades la hermandades se aprestan a comenzar la peregrinación hacia la Virgen por caminos y veredas, no estaría de más brindar varias visiones escritas desde diferentes prismas para un mismo acontecimiento, separadas por los años y que pretendieron, en su momento, "dar con la tecla" de lo que de religioso y profano rodea a una de las celebraciones festivas más importantes de Andalucía; pero como siempre, vayamos por partes.

Uno de los textos que traemos a colación data del año 1882 y está escrito por un serio y sesudo cronista e historiador sevillano, muchas veces presente en estas páginas: José Gestoso y Pérez (1852-1917). Publicado como artículo en el número 1.013 de la barcelonesa revista La Ilustración, lleva por título La Romería del Rocío y busca, de manera resumida, explicar sucintamente el desarrollo de la peregrinación hasta la aldea almonteña, sin olvidar sus orígenes históricos o el desarrollo del camino por parte de las hermandades existentes en aquel entonces desde sus respectivas poblaciones de origen, pintando un cuadro colorista y lleno vida:

"La fiesta del Rocío tiene lugar el segundo día de Pascua de Pentecostés, que se celebra en los meses de mayo ó junio, y esta circunstancia sola es de por sí bastante para quitar bríos a los más valientes de espíritu y de cuerpo, si consideran el sofocante calor de los campos andaluces en aquellos días, en los cuales apenas si los pájaros se atreven a cruzar los abrasadores arenales que en circuito de varias leguas rodean el santuario, inmensas llanuras que nada tienen que envidiar a las de África, ni por su pobre y salvaje vegetación, ni por su límpido cielo, ni por su caliginosa temperatura.

Dista el santuario unas tres leguas de la villa de Almonte, y es por demás pintoresco el espectáculo que ofrecen aquellos llanos cuando por una y otra parte comienzan a descubrirse las numerosas cabalgatas de las Hermandades del Rocío que acuden desde Villamanrique, Pilas, La Palma, Moquer, Sanlúcar de Barrameda, Umbrete, y la más rica de todas, la de Triana en Sevilla.

Carros y jinetes preceden en alegre comitiva a la carreta que conduce el estandarte ó simpecado de las respectivas hermandades, en la cual llama la atención la yunta de bueyes que la arrastra, por sus enormes frontiles piramidales bordados de mil colores y enriquecidos con menudas piezas de espejillos, los cuales deslumbran los ojos al ser heridos por el sol, y con sus pretales de seda y sus anchas cinchas bordadas de oro y enriquecidas de grandes borlas y flecos.

Durante el largo camino que tienen que seguir cada una de estas cabalgatas, hacen parada ante las puertas de las ventas; en ellas llénanse las vacías botas con el dorado zumo de la manzanilla ó del vinillo de la hoja, repónense los cestos de provisiones, y de nuevo continúan la marcha entre el estruendo de las palmas y de los cantos flamencos, pasando la noche acampados al aire libre bajo las copas de los olivos ó bien en los pueblecitos del tránsito."

Alcanzar el Rocío tras el duro camino tiene desde tiempos antiguos una hermosa recompensa para las hermandades: su presentación ante la Virgen y la Hermandad Matriz de Almonte, como mandan los cánones; al día siguiente, domingo de Pentecostés, muy temprano, será la Misa Solemne de Pontifical y tras ella, con cada hermandad asentada ya en su campamento o casa, llega la hora de comer, beber, bailar, disfrutar y, por qué no, descansar. Así lo expresaba, en 1918, Pedro A. Morgado (1888-1962) en su impagable serie de artículos publicados en El Correo de Andalucía, que agrupó en un libro titulado La Romería del Rocío y que se detiene, nunca mejor dicho, a trazar de manera poética un aspecto cotidiano, pero no menos importante:

"La siesta, en el Rocío, es cansancio y es polvo y es sol... Un sol pegajoso que se filtra, picante, pertinaz por los verdinegros ramones de eucaliptus que forman sombrajo, en la portada... Un polvo blanco-sucio que da a las cosas vaguedad de lejanía; que diluye los objetos en una especie de luz, densa y lechosa, restando limpidez brillante a las perspectivas, y puro relieve a los contornos, haciendo de un solo color blanco-terrizo los innúmeros matices del Real...

¡Un cansancio!... En esta plúmbea siesta dominguera, después del almuerzo opíparo, todo el ajetreo de las jornadas peregrinas, se sube a los ojos; enturbia las mentes; se hace pereza lánguida. Y hay como un alto, inverosímil, en el vocerío; muchos romeros duermen... Algunos tamboriles tenaces pumpunean aún... Pero su lejano rumor, monocorde y profundo, es un nuevo incentivo para la dejadez y la galbana.

Hay baile en el compás... Y en el sopor del sueño y de fatiga que envuelve unos instantes a la aldea, únicamente el Santuario -dulce faro divino del amor y de la fe- sigue lleno, ruidoso, encendido; con sus luces y con sus flores; con sus plegarias y con sus coplas... ¡En el mágico oasis de la devoción y de la algazara, hay un lapso fugaz -la blanca y fatigosa calina del domingo romero- en que el cansancio rinde al regocijo!... ¡Pero constantemente -con constancia de lámpara votiva- el fervor, vigilante y amoroso, vela y ora!..."

 

Damos un salto en el tiempo. Nos vamos al año 1958, un año muy especial para los rocieros, porque supone la apertura de la todavía primitiva carretera pedriza que une Almonte y El Rocío, que traerá consigo el cada vez mayor aumento de peregrinos y la explosión del fenómeno rociero, que se expandirá no sólo más allá de Andalucía, sino de España. Por aquella romería de finales de los cincuenta deambulará, mágicamente sorprendido y excitado por la belleza y la emoción un ciudadano inglés (aunque de origen maltés) que pese a llevar mucho tiempo viviendo en España, se verá absorbido por el torbellino de devoción y fiesta que tiene lugar en la aldea, sin intentar sortearlo, antes bien, metiéndose de lleno y de buen grado en él, pese a contar ya con sesenta y cuatro años de edad. 



En una carta dirigida a su buen amigo Ralph Partridge, misiva investigada y desmenuzada con gran criterio por los catedráticos Michael D. Murphy y Juan Carlos González Faraco, el hispanista Gerald Brenan (1894-1987), autor de, entre otras obras, El Laberinto Español (1943), da detalles sobre su particular viaje en Pentecostés a las marismas almonteñas, unos días que para él fueron toda una revelación vital que nunca olvidaría:

"Querido Ralph,

Y ahora debo realmente sentarme y escribirte mis impresiones sobre la Romería de la Virgen del Rocío, en la que he pasado cuatro de los más felices y deliciosos días de mi vida.

Salimos con los Murchies el sábado por la mañana, llegamos a Sevilla a las cuatro y un par de horas después al Rocío. Imagina un gran llano arenoso, en parte cubierto de pinos piñoneros y eucaliptos, y dando a Las Marismas. Imagina un conjunto desordenado de chozas y casas de una planta repartidas por anchas y arenosas calles y plazas, completamente vacío y desértico excepto durante estos días del año. Y ahora imagina 12.000 hombres, mujeres y niños, 1000 caballos, 300 carretas tiradas por bueyes e incontables mulos y burros. Al moverse por las calles levantan en el aire nubes de polvo y arena. Y por todas partes resuenan palmas, sonido de castañuelas y coplas flamencas.

Llegamos justo cuando se estaba formando la procesión en torno a la ermita de la Virgen. Consistía en un largo desfile de carretas adornadas con flores y ramas o con oropeles de color rosa y verde, en las que se apiñaban, sobre una pila de colchones y cojines, un grupo de niños y niñas, como pajaritos en su nido, tocando las palmas y cantando. Acompañándolas iban algunos jinetes con muchachas a la grupa, vestidas con el traje andaluz al completo. Incluso los curas iban a caballo. Nosotros habíamos acampado con los Murchies y algunos gibraltareños en un pequeño eucaliptal, pero como Katie Murchie estaba de malhumor y Gamel, afónica con un dolor de la garganta, decidieron retirarse pronto, Hetty y yo nos fuimos por nuestra cuenta.
Cada caseta o casa tenía delante una terraza sombreada con ramas, donde bailaban y cantaban las parejas y donde enseguida nos acogieron e invitaron a unos vasos de vino. Bailaban significa, por supuesto, que bailaban flamenco, así que Hetty, que es una soberbia bailarina de jazz, después de que Carmen le diera algunas nociones, se lanzó a bailar una sevillana con mucho entusiasmo. Con su cara ancha de muñeca, sus grandes ojos pintados de rímel y su pelo oscuro fluyendo salvajemente sobre el mantón de seda blanca que llevaba puesto, lucía locamente provocativa y exótica, mientras que yo vestía mi intachable traje blanco de alpaca. ¡Olé! ¡Olé! ¡Qué alegría! Donde quiera que íbamos, estallido de palmas, sones de castañuelas, voces cantando y torbellino de cuerpos. Estábamos aniquilando el tiempo; estábamos ahogándolo en nuestra propia alegría."

Frente a una visión folklórica, hedonista y llena de matices, retrocedemos en el tiempo. Vamos a descubrir cómo era el último acto en la aldea: la procesión de la Virgen en la mañana ya del Lunes de Pentecostés, en este caso también en 1882 pero con la autoría de Manuel Fernández y Ruiz que escribe una reseña en la revista sevillana Sevilla Mariana de aquel año:

"Terminada la Misa solemne, se celebra la Procesión,, acompañada de todas las Hermandades con sus insignias, y guardando su respectivo sitio de antigüedad, en cuyo acto no puede contenerse el entusiasmo religioso de la multitud, que a voz en grito y con el mayor fervor del corazón, repite a cada paso inundada de gozo: “Viva María Santísima del Rocío", y se confunden sus ecos con la contestación de vivas y se aumenta el rumor, la algazara y gritería, y el confuso ruido de los pitos y tamboriles, con las armoniosas sonatas de la música y el repique general de campanas, y todo este maravilloso conjunto, entusiasma los ánimos y conmueve y extasía el corazón.

La sagrada Imagen, recorre un trayecto señalado por los alrededores del Santuario y a las tres de la tarde puede decirse que ya ha regresado de su estación, y en aquel mismo acto los romeros se despiden de la Virgen, y los agradecidos devotos arrasados en lágrimas sus ojos, con los pies descalzos, y actitud humilde, le dan el postrer adiós. Tal vez no ha pasado una hora y ya aquel espacioso campo, queda triste y solitario, sin que se perciba el más leve rumor. La calma y la soledad reemplazan instantáneamente al estrepitoso bullicio, que por espacio de cuarenta y ocho horas ha llenado el desierto de vida y animación. La romería del Rocío ha terminado quieta y pacíficamente."


 No cansamos más al lector. Nuestros mejores deseos para quienes en estas fechas cercanas a Pentecostés puedan encaminarse hacia la Virgen del Rocío. Que Ella haga posible sus ruegos e intenciones y que un año más la Romería sea, espacio para la fe, la devoción y la convivencia, que como decía aquel: "quien lo probó, lo sabe", pero esa, esa ya es otra historia.



20 junio, 2022

Cantarranas.


No, no se trata del nombre del estadio de fútbol de la localidad de la Puebla del Río, ni de un tipo de juguete antiguo que con media nuez y un trozo de pergamino imitaba el croar del animalito en cuestión, sino del nombre  de una calle que fue lugar de nacimiento para un importante investigador, vivienda de una dramaturga cubana, sede de hoteles y consultas médicas, y otras muchas cosas, pero como siempre, vayamos por partes...

Si hay una calle con nombre extraño e incierto, sería el antiguo de la calle Gravina, ya saben, la que va desde Alfonso XII hasta San Pablo, casi donde estuvo la Puerta de Triana, pues Cantarranas, al decir de González de León allá por 1839, habría recibido este nombre por estar aquella zona, junto a la muralla, llena de charcas donde camparían a sus anchas estos anfibios, pero sin embargo, Juan de Mal Lara, varios siglos antes, escribió que tal vía era llamada así por "unos caños y husillos que tiene por donde se limpia la ciudad", llamados al parecer "cantarranas", lo cual tendría sentido si se piensa que a lo largo de la calle transcurriría la muralla, entre la Puerta Real o de Goles y la ya mencionada Puerta de Triana y que no pocas casas y edificios apoyarían sus muros en dicha muralla.

En cualquier caso, el nombre se mantendría hasta bien entrado el siglo XIX, hasta que fue cambiado por el del famoso almirante español, de nombre Federico, que murió en combate durante la batalla naval de Trafalgar en 1806. Lo que sí está claro es que la proximidad al río hizo que fuese calle fácil de anegar por sus aguas o simplemente por el desagüe de las lluvias, que a la postre formarían no pocas lagunas con los inevitables malos olores, baste como ejemplo la inundación de 1684, cuando

"el agua del husillo de la Laguna llegaba hasta la mitad de la calle de la Mar y se juntaba en el husillo de Cantarranas y llegaba cerca de la plaza de la Magdalena, inundaba las calles de San Pedro Mártir y Pedro del Toro y se juntaba con el husillo de la Puerta Real".

No es de extrañar, como cuenta Rogelio Reyes Cano, que a lo largo de los siglos y riadas el ayuntamiento tuviera que proporcionar lanchas y barcas a los atribulados vecinos de esta calle, con constantes quejas por parte de estos aludiendo la necesidad de empedrar la calle, sobre todo porque en días de lluvia "no puede pasar el Santísimo ni las mujeres a oír misa". No será hasta 1858 cuendo quede empedrada y hasta 1910 cuando sea adoquinada. 

Tradicionalmente, dada la proximidad con la estación de ferrocarril de Plaza de Armas, abundaron los establecimientos hoteleros, como fondas y pensiones, y también pasaban consulta en esa calle no pocos doctores, algo que ha desaparecido prácticamente, resultando ahora una vía eminentemente residencial con algo de tráfico rodado. 

Merece la pena destacarse el inmueble situado en el número 31, donde una placa de azulejería recuerda que en esa vivienda falleció, en 1917, el gran erudito e investigador sevillano José Gestoso y Pérez; bibliófilo, coleccionista, ceramista, decorador, asesor, mecenas, crítico de arte, fue además autor de innumerables estudios sobre la ciudad y, como sabemos, posee calle propia en las proximidades de la Plaza de la Encarnación, no en vano nació en 1852 en esa misma zona de la Venera. Gestoso, que había cursado estudios de Derecho en la Hispalense, acompañó a su padre en numerosas ocasiones cuando éste visitaba la Biblioteca Colombina, lo cuál quizá hizo que finalmente se decantase por la Arqueología y la Archivística, ostentando el cargo de Conservador del Museo Arqueológico, sin olvidar también su contribución al de Bellas Artes o su participación en la llamada Comisión de Monumentos. Como curiosidad,  a instancias suyas se logrará, en 1908, la declaración como Monumento Nacional de las murallas de la Macarena, lo que las salvará de la piqueta e igualmente con su gestión  se instalará el famoso león de azulejería que campea sobre la Puerta del León de los Reales Alcázares, realizado por el ceramista Tortosa en los talleres de Mensaque en Triana en 1892.

Foto: Reyes Escalona

Casado con María Daguerre Dospital, tuvo tres hijas, Paz, Salud y Josefa. Tras su muerte, su familia accedió a que el enorme archivo de Gestoso (el llamado "Fondo Gestoso") pasará a formar parte del Archivo de la Catedral Hispalense, lo que ha supuesto una inagotable fuente de información para archiveros e historiadores. En 1945 sus restos mortales fueron trasladados solemnemente desde su sepultura en el cementerio de San Fernando hasta el Panteón de Sevillanos Ilustres, en la cripta de la Iglesia de la Anunciación.

Igualmente, en el número 9, residió durante varias épocas la poetisa y dramaturga Gertrudis Gómez de Avellaneda, que aunque cubana de nacimiento, poseía raíces sevillanas, ya que su padre, el capitán Manuel Gómez de Avellaneda, que fallece cuando ella solo tiene nueve años, era natural de Constantina, donde aún conservaba la familia casa solariega. Tras un periplo por varias ciudades europeas, recalará en Sevilla el 18 de abril de 1838 tras desembarcar del vapor "Península", procedente de Lisboa con escala en Cádiz. 

En esta casa de la calle Gravina, Tula, como era conocida familiarmente, cultivará la amistad de literatos e intelectuales sevillanos, entre ellos la de Fernán Caballero, terminará su obra teatral Leoncia, drama estrenado con éxito en nuestra ciudad en 1840 y que plasma a una mujer engañada por su seductor y la sociedad; también intentará mantener una relación amorosa con Ignacio Cepeda, un joven estudiante de leyes que finalmente marchará a Madrid a seguir sus estudios, ("tibio galán", lo llamó entonces ella ante sus dudas), dejando a su paso una enorme cantidad de correspondencia amorosa escrita con enorme calidad literaria no exenta del romanticismo característico de aquellos años. 


No podemos dejar en el tintero que además, Tula, finalizó en Sevilla la redacción de su novela Sab, que transcurre en la Cuba de hacendados y plantaciones y que es todo un alegato en contra de la práctica de la esclavitud, vigente aún en aquellas tierras. Prueba del amor sentido hacia Sevilla será que tras fallecer en Madrid en 1873  a la edad de 51 años, sus restos mortales fueran trasladados hasta el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde reposan desde entonces.  

Un azulejo colocado en 2014 recuerda a "La Avellaneda" en la casa que fue su hogar en dos etapas de su vida, con un texto de la propia escritora: 

"¡Tantas cosas hay que admirar en Sevilla!... una ciudad histórica, grande, clásica, rica de monumentos y recuerdos, que parece mejor y más bella cuanto más se la mira y examina".


Cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda muere, José Gestoso es un joven de sólo veintiún años, que quizá ignore la importancia de la que fue su "vecina" en la calle Cantarranas, pero esa, esa ya es otra historia...


15 junio, 2020

La calle de la Venera



Por si no pudieron escucharlo, dejamos a vuesas mercedes sonido sobre nuestra participación de este lunes en "Estilo Sevilla", donde tratamos pormenores curiosos e interesantes sobre la calle de José Gestoso, en las cercanías de la Encarnación: