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03 diciembre, 2011

A patadas


Suceso funesto constituyó, en mi tiempo, desafío y pugna entre casas señoriales o nobiliarias, motivado por causas lejanas en el tiempo, agravios u ofensas que en modo alguno cesaron con el tiempo, creándose banderías en pro de Ponces o Guzmanes o entre los de tal o cual Casa, y provocando algaradas, desmanes y luchas en las calles hispalenses, que si bien regidores, alcaldes y oídores procuraban apaciguar ánimos o amenazar a los querellantes, poco podían hacer cuando entraban en liza cuestiones de honra u honor familiar.




Retornados a este siglo, hemos comprobado, no sin cierta sorpresa, que perviven las tales banderías y que ahora, aún más si cabe, gozan de total preponderancia. Los unos parecen apoyar con sus colores a cierto bando, los otros parecen favorecer a otro. Poseen ambos sus propios escudos de armas, con campos de plata, sinople y gules y en ellos campean patronos de la ciudad o siglas entrelazadas en complicado arabesco, aunque no deja de ser asaz curioso que la corona real aparezca en el emblema de uno y en el otro figure el Rey Santo que conquistara Sevilla.


Divisas, enseñas, insignias, y gallardetes suelen aparecer en carruajes, balconadas y manos de muchos en jornadas festivas, o incluso en días feriados, y concurren a enormes palacios edificados extramuros donde dispónense gradas y estrados mientras en su centro ábrese holgado espacio a manera de romano circo.




En dichos bancales sucédense enérgicas soflamas y vituperios enormes contra banderías llegadas de otros puntos de las Españas; aunque hemos de añadir, en honor a la verdad, que búscase incruenta reyerta, que cada bando elige a sólo once de sus mejores caballeros a contender por honor de su causa, mas a tenor de lo visto, deben sus caudales ser escasos por pobre y exigua indumentaria, más cercana a pordioseros que a gentileshombres, consistente en calzas cortas y camisón con medias hasta la rodilla, compareciendo así a la lid y portando en ellas extraños símbolos y números que recuerdan más a nigromancia que a nobles artes de caballería.


Al parescer, dura la contienda casi todo el año, pero ésta concéntrase en escaramuzas que duran lo que dos misas bien rezadas con sus prédicas y responsos, y consiste en lograr hacerse con redondo elemento que ha de ser introducido, a fuerza de violentos puntapiés o cabezadas, en el interior del portal del adversario, quien, y eso queda fuera de toda duda, comete todo tipo de tropelías para evitarlo.
Por demás, sorpréndenos gratamente la figura de un maestre de campo que pertrechado con silbato y socorrido por peones con gallardetes reprende severamente a contrincantes de uno y otro bando con gran imparcialidad, y por demás, cosa inaudita, invítales a abandonar el real (raramente trazado por blancas rayas cuya utilidad no acertamos a comprender) cuando merman sus fuerzas, mostrándoles curioso y exiguo billete de color rojo.



Alcanza victoria quien en más ocasiones logra invadir el contrario portal y tras la liza los caballeros intercambian sus ropas, cosa que indígnanos pues parécenos contraria a todo uso caballeresco por cuanto ello puede llamar a confusión en contiendas siguientes e incluso provocar contagios y pestilencias.


Si la plebe enardécese cuando su partida enfréntase a otras forasteras, explícannos que alcánzase paroxismo y arrebato sobremanera cuando son las dos facciones de la ciudad quienes combaten, siendo tema de debate y animadísima charla en tabernas y calles, y dándose el caso de familias divididas por unos colores u otros.


Obligados a tomar partido, por sentido común apoyaremos a quien más victorias haya logrado y mayor número de laureles conquistado, como cuentan lenguas antiguas, disfrutando de tamaño acontecimiento cuando prodúzcase, sin detrimento de convertirnos nosotros, pobres mortales, en exaltados partidarios, que plácenos el triunfo propio más sin desmerecer méritos ajenos, dicho sea sin ánimo de desmerecer a tan preclaros antagonistas.

04 julio, 2011

Cauce


“Estaba Sevilla por estos años (1564) en el auge de su mayor opulencia: las Indias, cuyas riquezas conducían las Flotas cada año, la llenaban de tesoros, que atraían al comercio de todas naciones, y con él la abundancia de quanto en el orbe todo es estimable por arte y por naturaleza: crecían a este paso las rentas, aumentándose el valor de las posesiones, en que los propios de la ciudad recibieron grandísimas mejoras” (Diego Ortiz de Zúñiga, 1667)





          Rememorábamos no ha mucho las letras que anteceden (fue su autor buen amigo y compartimos con él placenteras pláticas) mientras deambulábamos plácidamente por la ribera del otrora Betis. Acudimos a los antiguos muelles cabe la Torre del Oro, allí establecidos desde el reinado de los Católicos Reyes, esperanzados en disfrutar de la contemplación en los dichos muelles de panoplia de galeones, galeras, carabelas, barcazas, bajeles, navíos y naves de la más diversa eslora, y con ellos populoso trajín de la gente del mar, marineros, pilotos, contramaestres, estibadores, calafates, y demás.




       Craso error, no en vano apreciamos en grado sumo el escaso calado de las aguas del río, su poca corriente y quedónos sensación de detenimiento, como si no hubiera vida en él. Inquiriendo a los viandantes, supimos, al fin, que costosa obra de ingeniería había cerrado su cauce para evitar riadas y venidas, y que por ello pocas embarcaciones navegaban agora en él. Sensación de abandono atenazó nuestro ánimo entristecido, movido como venía al disfrute del populoso puerto de Indias de antaño, trastocado agora en paupérrimo reflejo de lo que en su día fue.






        Ello no obstó para que viésemos curiosos navíos que transportaban tropel de gente, con animada música y festivo ambiente, de los que parescía haber danzas y cantos, mas no acertamos a comprender por qué tanto concurso de personas no llevaba impedimenta ni aparejos, ni vituallas ni bizcochos, ni agua ni carne salada suficientes como para cruzar océanos y alcanzar las Indias, antes bien, se nos antojó navío débil y desastrado mas maravillónos que movíase sin velamen ni jarcias y con rapidez desusada surcaba aguas. Item más, que su  pasaje parloteaba en lenguas allende nuestras fronteras, cosa que ignoramos cómo es consentida por nuestros Regidores, y que, para mayor abundamiento, parecía poco avezado a naúticas maniobras.



Gentil moza de amable semblante encareciónos a visitar dicha nave y nos ajustó precio para embarcar en ella, instándonos con donaire a subir a bordo, e introduciéndonos en mayor confusión al asegurarnos con franqueza que para aquella travesía no era menester equipaje ni bastimentos; resolvimos que, al carecer de carta para pasar a Indias y que no nos movía deseo alguno de pasar las penurias de travesía tan larga como penosa, no cruzaríamos la tabla, dejando paso a numeroso gentío.




Si aquella nave promovió en nos poco entusiasmo por hacernos a la mar, menos aún lo fueron otras que por carecer, adolecían hasta de puente, timón, borda o palos, y si la primera era maremagno atestado, esta segunda era tan exigua que como mucho permitía que uno, dos, cuatro y ocho individuos la usaran y todo ello valiéndose de remos cual galeotes condenados por el Rey nuestro señor. Cosa común en estos tiempos parece el uso de tales navíos en justas o competencias con el río como escenario y sumo esfuerzo supone el tripularlas, amén de que algunos destos, llamados canoas, son venidos de Indias, lo que nos sorprendió no poco.