Invierno de 1595. La ciudad ha sorteado, una vez más, la permanente amenaza de las aguas de un Guadalquivir desbordado, pero no va a poder, en esta ocasión, superar una auténtica rebelión procedente del mismo río; pero, para variar, vamos a lo que vamos.
Escudriñando antiguas crónicas, hemos comprobado cómo la gestión del orden público, allá por las postrimerías del siglo XVI, era cosa harto complicada, pues en no pocas ocasiones una simple pendencia, como veremos, podía prender la mecha de toda una violenta y tumultuosa sublevación en armas. Tal es el caso de lo sucedido, lo narra Francisco de Ariño en sus Sucesos de Sevilla, en la orilla de Triana, unida a Sevilla por un Puente de Barcas recién reparado tras ser destruido por las aguas del río el año anterior y terminar encallando sus restos sobre las antiguas Almonas* (zona del actual Paseo de la O).
Es 23 de diciembre, víspera de Nochebuena. En las aguas del Guadalquivir flotan orgullosos once navíos de la corona española. Las tripulaciones de estas galeras, con permiso de sus superiores, han desembarcado bulliciosas y deseosas de vaciar sus bolsas buscando diversión y otras cosas que no vienen al caso. Como por arte de magia, en el Arenal y Triana brotan tablas de juego, donde se apuesta fuerte a los naipes o a los dados en un ambiente de gran animación regado, como es de suponer, por mostos, aguardientes o licores. Proliferan "enganchadores", tahúres y "mirones", atentos siempre a desplumar a incautos, pícaros de toda condición marcan bolsas y faltriqueras repletas de monedas mientras que en el no lejano Compás de la Laguna, uno de los mayores prostíbulos de Europa, es día de fiesta.
La mezcla no deja de ser explosiva, el actual emporio de Las Vegas estadounidense se quedaría en pañales ante aquel alarde de dinero contante y sonante, borracheras, juego y sexo, por lo que no es de extrañar que todo fuera como una inmensa y colorida olla exprés a punto de estallar. Y estalló, en la misma orilla de Triana y por un quítame allá esas pajas; que si hubo fullería en una mano ganadora de cartas, que si hubo disputa por el favor de una mujer, que si un fulano acusó a otro de birlarle el rosario de azabache de su madre, lo cierto es que al ruido del alboroto acudió el alguacil de aquel barrio, Francisco de Meneses para apresar a uno de los revoltosos (militar por más señas) y aunque en principio logró su propósito (no sin tener que desenvainar el acero para ello), la pronta concentración de soldados y marineros de las galeras en favor del detenido, hizo que el alguacil tuviera que poner pies en polvorosa junto con los suyos y refugiarse en el cercano Castillo de San Jorge (sede del Santo Oficio) tras sufrir una auténtica lluvia de piedras y cuchilladas. El presunto agresor, llevado en volandas, escapó de entrar en el calabozo.
Para colmo de males, en un clima cada vez más caldeado por dimes y diretes, por rumores y habladurías de todo tipo, aguerridos tripulantes y belicosa tropa montaron guardia a la puerta del castillo, y allí se habrían quedado de "plantón" y "Sine die" de no ser por la apaciguadora intercesión del Secretario de la Inquisición Sr. Briceño, quien con buenas palabras aquietó los ánimos e invitó a marcharse a los allí congregados, logrando su propósito para tranquilidad del vecindario. Pero la cosa no quedó ahí.
La mañana de Nochebuena, al soldado detenido y liberado, herido su orgullo marcial, espadón y daga al cinto, no se le ocurrió otra cosa que volver a desembarcar y enfilar la Puerta de Triana hacia el centro urbano, llevando esta vez al hombro, como inseparable compañero, a su arcabuz, bien cebado de mecha, pólvora y proyectiles, no teniendo ningún recato en cargarlo y dispararlo cuando de nuevo las huestes del alguacil, dicen que puestas sobre aviso por un chivatazo procedente de la zona de la Carretería, intentaron prenderlo, sin que hubiera corchete o justicia que se atreviera a echarle el guante. Tras un desigual combate, "fueron tantos los palos y albardazos que le dieron hasta que cayó al suelo y así le asieron y no pudieron quitar la espada de la mano". A los "¡A mí, a mí!" del soldado, acudieron muchos de sus camaradas y en masa se encaminaron a la Plaza de San Francisco, provocando la huida atemorizada de todos los que por allí se congregaban, desde escribanos a porteros, desde alcaldes a alguaciles, desde paseantes hasta desocupados, pasando por mujeres y niños. Postigos clausurados, ventanas cerradas a cal y canto e incluso las propias Puerta de la ciudad quedaron atrancadas; nadie osaba toparse con la turbamulta de una soldadesca enfurecida por la detención de su compañero, que incluso se lanzó, con poco éxito, a asaltar la Cárcel Real para rescatar a su hermano de armas.
El Asistente, a la sazón Pedro Carrillo de Mendoza, Conde de Priego, recibió mensaje del General al mando de la flota de galeras surta en el río, en el que se solicitaba la liberación del soldado apresado, ya que de lo contrario el referido militar declaraba no hacerse responsable de los "desatinos" que podrían cometer las tropas bajo su mando. Priego, respondió afirmativamente, con la condición de que se retirasen los contingentes militares que, pese al frío reinante, merodeaban por la ciudad con gran alboroto en busca de pendencia o, simplemente, de alguna taberna que se hubiera atrevido a franquearles el paso. La "tregua" dio su fruto pero con un final inesperado, quizá sea mejor que lo cuente el propio cronista, Francisco de Ariño:
"Con esto mandó el general que ningún soldado entrase en Sevilla por aquel día y a la una de la noche mandó el conde poner muchos guardas por las calles y mandó ahorcasen al soldado a la reja de la cárcel y amaneció ahorcado".
Como puede apreciarse, no se andaba con chiquitas el señor Carrillo de Mendoza, del que se conoce otra peripecia de ese mismo año, cuando en unión de un nutrido grupo de alguaciles acudió a un ventorrillo junto a la Puerta de la Barqueta con la intención de detener Gonzalo Xeniz, uno de los más conocidos delincuentes de esa época, quien dio la bienvenida a la concurrencia con toda una salva de pólvora y plomo, escapando con la consecuencia de que el Asistente ordenase derribar la venta y dar doscientos azotes a su ventero; aunque finalmente resultó apresado y enviado a galeras, en agosto de 1596 regresó a Sevilla y estuvo a punto de herir al Asistente conde de Priego de un balazo durante una nueva refriega, siendo finalmente ahorcado el 17 de octubre de ese año en la Plaza de San Francisco y despedazado su cuerpo para ser colocado como escarmiento en el citado ventorrillo de la Barqueta.
Por cierto, lo olvidábamos, no hay reseñas de nuevas revueltas de la soldadesca por aquellos años, aunque esa, esa ya es harina de otro costal.
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GLOSARIO:
- Almona: fábrica de jabón.
- "Enganchador": en la jerga de aquella época, aquel que servía como "gancho" para alentar a otros a participar en juegos de naipes o dados.
- Tahúr: jugador tramposo.
- "Mirones": ayudantes de los tahúres a la hora de saber las cartas de los rivales.
- Faltriquera: bolsa de tela que se llevaba atada a la cintura bajo el ropaje.
- Arcabuz: arma de fuego portátil, antigua, semejante al fusil, que disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil incorporada a ella.
- Hueste: ejército en campaña.