Ahora que se acercan las fechas de celebración de la solemnidad de la Inmaculada, con el tradicional baile de los Seises en su Octava de la Catedral, no estaría de más comentar cómo debido al poderoso influjo de un arzobispo estos niños y sus danzas estuvieron a punto de desaparecer en el siglo XVIII; pero como siempre, vayamos por partes.
Simón de la Rosa y López, allá por 1904, publicó un interesante y extenso volumen sobre la historia de los Seises y en un ejercicio de sinceridad, destacó que no era empresa fácil descubrir el origen de esta danza, pues se consideraba que los Seises bailaban desde tiempos inmemoriales. Las primera noticias documentales sobre ellos datan de 1508, aunque su origen podría ser de mucha mayor antigüedad, pese a que este autor sostiene que sus comienzos no deberían estar en danzas profanas, sino en otras de carácter religioso. Vinculados al colegio de San Miguel, situado en la actual Avenida de la Constitución, todavía existe una puerta catedralicia que conserva ese nombre en recuerdo al centro educativo en el que durante siglos los mozos de coro recibían formación.
Desde sus comienzos, bailan sin el clásico tamboril, señal de no proceder de bailes populares, y además, no había participación femenina, algo que por entonces era frecuente en danzas populares hasta que en 1699 se prohibe la presencia de mujeres en los bailes. Al principio vestirían como ángeles y danzarían ya delante del Santísimo durante la procesión del Corpus Christi, llevando zaragüelles, sayo sin mangas y jubón con alas doradas, más borceguíes con polainas. No llevaban máscara y la cabeza iba coronada con una guirnalda de flores contrahechas.
En el Corpus de 1564 se suprimen las guirnaldas; los niños aparecieron llevando lujosas gorras de damasco o sombreros de raso carmesí con vistosas plumas y lujosos caireles dorados. Por cierto, las castañuelas características aún no habían hecho acto de presencia en las manos de los Seises, será más adelante cuando pasen a formar parte del sonido peculiar de estas danzas.
La leyenda popular siempre ha considerado que el Santo Padre concedió a la iglesia sevillana el privilegio del uso de esos sombreros (llamados entonces "capeletes" por ser de copa alta) y que los seises bailasen cubiertos con ellos ante el Santísimo con la condición de que ese permiso especial duraría lo que durasen los trajes de entonces, por lo que se tuvo la astuta idea de ir renovándolos por piezas cada año y así no dar fin al privilegio papal.
A fines del siglo XVII, era Arzobispo de Sevilla el aragonés Jaime de Palafox y Cardona, hombre recio y de gran carácter según los cronistas de la época, quien impulsó las obras del Hospital de Venerables Sacerdotes, realizó importantes mejoras en el palacio arzobispal y difundió la devoción a Santa Rosalía, promoviendo la fundación del convento del mismo nombre y donando un hermoso busto de plata de dicha santa que se conserva en la catedral. Además, y esto es lo que nos interesa, emprendió una feroz campaña para eliminar las danzas del el Corpus, buscando una mayor severidad en el cortejo, por considerar que era blasfemo bailar en presencia de Jesús Sacramentado.
El suceso, muy sonado y que tuvo su punto álgido en la procesión del Corpus de 1690, de la que hablamos en otra ocasión, trajo consigo la pugna, en forma de pleitos, entre Palafox y los defensores de las danzas de manera constante, llegando el enfrentamiento a adquirir tintes algo más que preocupantes cuando, la noche del 3 de octubre de 1692, el prelado salvó la vida tras un atentado fallido contra su persona, ya que junto al confesionario que habitualmente usaba en la parroquia del Sagrario fue descubierto:
"un barril relleno de pólvora, cohetes, paños embreados, trozos de tea y otros combustibles puestos en comunicación con la misma puerta por medio de una larga cuerda untada de alquitrán, que salía a la parte exterior por debajo del quicio para servir de mecha".
Por su parte, el Cabildo de la Catedral defendió siempre el uso tradicional de los Seises, llegó hasta Roma e incluso se cuenta que el propio Papa fue testigo de cómo eran los pasos de baile de los niños danzantes al ser llevados hasta Roma, con su maestro de capilla al frente, en un barco fletado por los propios canónigos de la catedral hispalense. El Santo Padre, impresionado por la inocencia y belleza de la danza, mandó sobreseer el caso, declarar que era lícita y que nadie osase a suprimir tan inmemorial costumbre, cuyas raíces se hunden en el ceremonial catedralicio. Como detalle, desde 1655 los Seises actuaban también en la Octava posterior a la festividad de la Inmaculada.
Sin embargo, pese a todo, a Palafox parece que "le iba la marcha", pues volvió a la carga, en esta ocasión por con la excusa del uso del color azul en los ornamentos litúrgicos en la festividad de la Inmaculada y alegando que era incorrecto y arbitrario, contrario a la normativa litúrgica romana. Los canónigos de la hispalense, curtidos ya en mil batallas legales y acostumbrados a litigar contra su prelado (a quien apodaron "el arzobispo de los cien pleitos"), mandaron a Roma una muestra del color azul usado en los ternos litúrgicos catedralicios para que la Sagrada Congregación dictaminase su idoneidad, e incluso, como el propio Palafox alegase que esa tela no era auténtica, enviaron una casulla de color azul. Finalmente, tras muchos dimes y diretes, el pleito quedó fallado en favor de los canónigos sevillanos, declarándose legítimo el uso del color azul el 8 de diciembre, uso que ha pervivido hasta nuestros días.
Gracias a esto, y como muestra de la devoción a María Inmaculada, casullas y dalmáticas pudieron ostentar ese color azul, los Seises ataviarse así, una bandera celeste y blanca ondea desde la Giralda a partir del ocho de diciembre, e incluso podemos contemplar ese color en sayas y mantos con los que se visten muchas imágenes de la Virgen María, para disfrute de sus devotos y, suponemos, disgusto de Palafox; pero esa, esa ya es otra historia.