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23 enero, 2023

Aquel invierno del ochenta y tantos.

Ahora que en estos días la meteorología y los sucesos, como es tristemente habitual, tienen tanto protagonismo en los medios de comunicación, los sevillanos de finales de 1884 y comienzos de 1885 pudieron contar a sus nietos haber sido testigos privilegiados de varios fenómenos extraordinarios, alguno de ellos con funestas consecuencias e incluso reseñados en la prensa local con bastante eco social; pero como siempre, vayamos por partes.

Fue un invierno especialmente crudo y lluvioso, y comenzó con un buen susto para los habitantes de la ciudad. Eran las nueve menos diez minutos de la noche del jueves 25 de diciembre de 1884, según las crónicas periodísticas, mientras una densa niebla envolvía a la ciudad, cuando un terremoto se dejó sentir,  sin que aparentemente se notase vibración sísmica alguna en sus calles, aunque sí en las casas, produciéndose la oscilación de lámparas y demás objetos colgantes e incluso la caída a la calle de cristales procedentes de ventanales y cierros. En una carbonería situada entonces en la Plaza del Pozo Santo se desprendió un techo, amén de otros incidentes de menor entidad, sin que hubiera que lamentar desgracias personales. Por abundar un poco en el tema, ¿Cómo se notó aquel temblor de tierra en los cafés, entonces tan populares o en el teatro? El periódico La Andalucía lo narraba así:

"En los cafés, y principalmente en el Suizo la concurrencia, que era muy numerosa, abandonó los locales y se dirigió precipitadamente y con gran confusión a la calle: los aparatos del alumbrado oscilaban vertiginosamente. Los camareros tuvieron no pequeñas pérdidas, pues la mayoría de los concurrentes se marcharon sin abonar los gastos que habían hecho."

Un apunte, el café Suizo estaba en la calle Sierpes, en lo que después fue teatro Imperial y ahora librería. En el teatro San Fernando, entonces en la calle Tetuán, se cantaba en esos momentos el final del primer acto de la ópera "Un Ballo in Maschera", de Giuseppe Verdi, cuando de repente comenzó a sentirse el temblor de tierra, con mayor relevancia en las zonas altas del patio de butacas o el "Paraíso"; en medio de la conmoción general y ante el temor a la caída de la gran lámpara central, los cantantes dejaron de interpretar su repertorio y enmudeció la orquesta, aunque extrañamente nadie llegó a moverse de sus asientos. Superados los primeros minutos de inquietud, la función prosiguió con gran éxito para el tenor ovetense Lorenzo Abruñedo, una de las grandes figuras de la lírica del momento. 

La torre de la Giralda, afectada ese mismo año por un rayo caído sobre su cara meridional el 25 de abril, también notó los efectos del seísmo, aunque quizá las mayores consecuencias fueron a parar al cimborrio de la propia catedral, muy perjudicado ya por ciertos daños estructurales anteriores y que en por aquel entonces estaban siendo estudiados y tratados; de poco sirvió, ya que, como se sabe, el 1 de agosto de 1888 se produciría su derrumbamiento.

Por desgracia, los efectos de este terremoto de diciembre se dejaron sentir, y mucho, en otras provincias andaluzas como Málaga y Granada, con daños bastante destacables y cuantiosas pérdidas económicas y patrimoniales, contándose para ello con el auxilio del gobierno de la nación en la persona del rey Alfonso XII y el Consejo de Ministros, quienes dispusieron ayudas monetarias para paliar los destrozos y también una suscripción de donativos encabezada por el propio monarca con 300.000 pesetas o el Papa León XIII con 40.000 y una larga lista de instituciones públicas y privadas, personalidades, autoridades y particulares. 

La ciudad de Sevilla se volcó también con los damnificados del terremoto, encargándose el Ayuntamiento de recolectar todo tipo de prendas y enseres, así como donaciones económicas, sin olvidar la organización de una fiesta benéfica por parte de una Junta de Damas presidida por la reina Isabel II y que tuvo lugar en los jardines de los Reales Alcázares, aunque el mal tiempo deslució no poco el acto.

No habían terminado los incidentes negativos en aquel extraño invierno de 1885 y eso que parte del Gordo de la Lotería había caído en Brenes. El 11 de enero, se declaró un violento incendio en el llamado Almacén de Maderas del Rey, situado en la confluencia de Marqués de Paradas  y Reyes Católicos, afectando también a dos casas colindantes que fueron pasto de las llamas. Desaparecieron calcinadas grandes cantidades de madera allí depositadas, sufriendo graves daños el edificios, cuantificados en dos millones de reales de los de aquella época y suponiendo todo ello la ruina económica del propietario. Por fortuna, tampoco hubo que lamentar daños personales, aunque sí una espesa humareda y el lógico susto entre el vecindario de aquella zona próxima al Puente de Triana.  

En aquella quincena de enero el crudo invierno se había instalado en toda la península, registrándose temperaturas extremas, como los 19 grados bajo cero de Burgos, los -15º de Valladolid o los -12º de Albacete. Para rematar el cuadro de aquellas semanas tan agitadas, nevó en Sevilla. Efectivamente, la ciudad, atravesando unos días de frío extremo, amaneció el viernes 16 de enero con un blanco manto de nieve cubriendo sus calles y tejados, comprobándose que todavía a las seis y media de la mañana proseguía la nevada y que ésta no cesaría hasta pasadas las once de la mañana. Como es normal, nadie quiso perderse tan eventual acontecimiento meteorológico de modo que fueron muchos los que salieron a las calles o subieron a las azoteas a contemplar la insólita de vista de una ciudad nevada, algo que no ocurría desde hacía veinte años y además con fuerza inusitada, ya que en algunas calles, invisibles sus aceras, la capa de nieve alcanzó considerable espesor. No volvería a nevar en Sevilla hasta el año 1914, quizá como presagio de la inminente Primera Guerra Mundial. 

La prensa local informó de todo ello puntualmente, destacando algunas incidencias:

"Hay que lamentar algunas caídas dadas por los transeúntes; al entrar en la Iglesia de San Miguel una señora se resbaló, cayendo al suelo y resultando, por fortuna, ilesa; en la Campana se cayó también un despensero que caminaba llevando al hombro varios cestos y espuertas con las compras hechas en los mercados de abastos; resultó con ligeras contusiones. No tenemos noticia afortunadamente de que ocurriera ningún otro accidente de consecuencias más graves.

Durante todo el día continuó sintiéndose un frío intensísimo".

Manuel Barrón y Carrillo. Vista del Guadalquivir. 1854.

Pensarán los lectores que con todo esto los sevillanos habrían tenido más que suficiente, pero olvidan un protagonista que tradicionalmente siempre ha hecho de las suyas a lo largo de la historia hispalense: el Guadalquivir. Tras aquel período de lluvias y nieve era inevitable que el río sufriera sus efectos, de este modo, el 2 de febrero ya alcanzaba cinco metros por encima de su nivel habitual, inundando las Vegas de Triana y la Algaba. A las pocas jornadas el agua alcanzó las instalaciones del muelles y amenazó zonas como Triana o el Arenal, aunque por fortuna el tiempo dio tregua suficiente como para que descendiera el nivel y se conjurase el peligro. Como curiosidad, el Ayuntamiento empleó por primera vez dos "bombas centrífugas" con las que achicar agua, colocándolas en el denominado Husillo del Carmen (desembocadura de la calle Goles a Torneo) y en el de la Puerta de Triana

A aquel año 1885 le quedaban aún muchos meses por discurrir, e incluso sería escenario de un motín protagonizado por cigarreras, pero esa, esa ya es otra historia...

09 noviembre, 2020

El Coliseo en llamas.

 En nuestra anterior entrega, comentábamos detalles biográficos sobre la actriz metida a monja Rosa Pérez y de pasada, aludíamos la situación anómala que vivió el teatro en Sevilla durante los siglos XVII y XVIII; durante mucho tiempo, los sevillanos hicieron gala de una enorme afición a los escenarios, sobre todo a las comedias, destacando incluso la presencia de Lope de Vega durante un tiempo en nuestra ciudad o con anterioridad la muy estimada labor como comediante del hispalense Lope de Rueda, autor de infinidad de entremeses o farsas y considerado como el primer actor profesional español de todos los tiempos. 


 ¿A qué teatros se podía acudir a presenciar representaciones? Durante mucho tiempo, fue famoso el llamado Corral de la Montería (1626-1679), ubicado en los Reales Alcázares bajo los auspicios del Conde Duque de Olivares y que gozó de merecida fama por su planta elíptica y el amplio aforo y comodidades con que contó. Un desgraciado incendio lo destruyó en 1692 en plena etapa de prohibición de las representaciones teatrales, por lo que no hubo interés en reedificarlo. Otro corral destacable en grado sumo fue el llamado de Doña Elvira, construido en la antigua Judería en terrenos de los Condes de Gelves y que desapareció "engullido" por la construcción del Hospital de Venerables Sacerdotes en 1632.

Por último, y es el que en esta ocasión centrará nuestro interés, habrá uno situado en la actual calle Alcázares, ejemplo de cómo las autoridades utilizaron el teatro no sólo como entretenimiento para el pueblo, sino para obtener beneficios económicos como veremos a continuación. En 1608 el consistorio de la ciudad hallábase en dificultades económicas; para salir del atolladero, el cabildo sevillano, sabedor de la afición al arte drámatico de muchos, decidió y aprobó la construcción de sendos teatros, para con sus ingresos aumentar los ingresos y sanar las maltrechas arcas municipales. Uno de esos teatros será el de Doña Elvira ya comentado, y el otro en el llamado Corral de los Alcaldes en la collación de San Pedro, que con el tiempo será denominado Corral del Coliseo. 

 

El ayuntamiento buscó también dos modos de conseguir beneficios económicos en ambos teatros, por un lado, con el cobro de la cantidad de ocho maravedís en concepto de entrada para el público, por otro, arrendando la gestión del escenario a comediantes (en el mejor sentido de la palabra) como los conocidos entonces Diego Almonacid, padre e hijo. El corral del Coliseo será alquilado a éste por seis años previo pago de 3.250 ducados anuales, reservándose además el consistorio la gestión particular de catorce "aposentos" (palcos, para entendernos). 

 


 Será Juan de Oviedo el encargado de poner en marcha las obras del corral, con varios detalles, descubiertos por Sanchez- Arjona: a un tal Diego del Valle, maestro ensamblador, se le encargó la hechura de 250 sillas de respaldo y 50 taburetes con asientos y respaldos de cuero por importe de 5.450 reales, lo que da idea aproximada del aforo de público sentado, aunque no podemos olvidar que no eran pocos los que presenciaban las representaciones de pie. Además, como quiera que las obras de los vestuarios para los actores habían perjudicado un muro perteneciente a la casa palacio de los marqueses de Ayamonte, se acordó en compensación que éstos tuviran un palco con caracter permanente, contando incluso con su propio acceso desde su vivienda. 

 


 El ambiente en estos corrales no es difícil de imaginar: al igual que hombres y mujeres se hallaban separados, (aquellas en la denominada "cazuela" o palco reservado para ellas) también era posible que en cualquier momento surgiera una riña que terminase en duelo a espadas, que abundasen los aguadores y vendedores ambulantes de frutas secas, dulces, aloja o vino o que estudiantes y gentes de mal vivir intentasen "colarse" en el recinto sin abonar la entrada dando lugar a no pocas trifulcas. Si a ello unimos el olor de los candiles o de la cera de las velas (y el olor a "humanidad", no lo olvidemos), la música o el griterío, no es de extrañar que el parecido con una representación de nuestros días sea casi mera coincidencia. 

Durante años, el Corral del Coliseo se convirtió en la referencia para los aficionados a la farsa, a la comedia, a los entremeses; en él se pusieron en escena obras de los más afamados autores, cosechando triunfos y fracasos, logrando aplausos o abucheos.  

  JUAN-RANA-CORRAL-DE-COMEDIAS-1

 A lo largo de su existencia, el teatro que comentamos sufrió también diversas desgracias en forma de incendio, cosa habitual por otra parte dados los materiales inflamables (telas, maderas, papel...) que se utilizaban en el escenario y la iluminación a base de candilejas o bujías en el proscenio o entre bastidores.

Así, llegamos al meollo de la cuestión. El jueves 23 de julio de 1620, a las ocho de la tarde, finalizando el último acto de la obra "El Rey de los Desiertos" por la compañía de Ortiz y los Valencianos, una vela prendió fuego a unas ramas, pasando las llamas rápidamente al resto de los decorados y de ahí a la techumbre y viguería de maderas, prendiendo y cayendo sobre el aterrorizado público. Podemos imaginarnos el humo, la confusión y los gritos de terror, constatándose muchos más daños por la avalancha humana deseosa de abandonar el corral que por el efecto de las propias llamas. El cronista Joaquín Guichot, allá por el siglo XIX, relataba cómo incluso hubo "amigos de lo ajeno" que aprovechando el tumulto hicieron su agosto sustrayendo joyas y bolsas a no pocas víctimas y heridos en vez de socorrerlos. 

 

 El Asistente, conde de Peñaranda, acudió rápido con los socorros necesarios, derribándose dos casas fronteras al foco del incendio para prevenir que éste se extendiera por toda la manzana de casas. Poco quedó del teatro salvo sus cuatro paredes, el fuego permaneció activo hasta las tres de la mañana. Jesuitas de la cercana Casa Profesa y dominicos del convento de Regina dieron los últimos auxilios espirituales a las 16 víctimas mortales. Del cuadro de actores todos se salvaron, excepción hecha del que hacía de la figura del ángel, que se chamuscó todo y del actor que interpretaba a San Onofre quien vió como sus ropas ardían completamente hasta dejarlo casi desnudo, cubriéndose con una mata de yedra por paños menores, de esta guisa corrió hasta su casa, perseguido por un grupo de muchachos, regocijados por la desgracia ajena. Tres niños quedaron huérfanos, pregonándose sus circunstancias ya que eran tan pequeños que no daban razón de sus padres. 

Poco a poco, el Corral del Coliseo resurgió de sus cenizas, volviendo a abrir sus puertas, aunque en 1659 se volvió a repetir el suceso y las llamas dañaron seriamente el teatro. Finalmente, en 1679, la autoridad eclesiástica, el arzobispo Ambrosio Spínola, a instancias del predicador Tirso González (quien afirmaba que "no entraría la peste en Sevilla si se desterrasen las comedias") y de Miguel de Mañara, rogó al Cabildo de la Ciudad que prohibiera las representaciones teatrales, prohibición que se logró y se mantuvo por muchos años. 


 Del primitivo corral de comedias de la calle Alcázares subsiste en la actualidad el edificio, bastante reformado, y convertido en viviendas tras una profunda restauración, en su interior, si algún lector accede franqueando sus puertas, parecen aún flotar los ecos de las representaciones, el murmullo del público, los pregones de los vendedores, el ambiente, en una palabra, que rodea al mundo del teatro...

Obras de rehabilitación
 en el Corral del Coliseo. 1983.

Cartel publicitario anunciado una función teatral, Archivo Municipal de Sevilla. "Vallejo y Acasio representan sus famosas fiestas "Oi" miércoles en Doña Elvira a las dos. 1619.