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13 febrero, 2023

Flechazos.

Ahora que tenemos tan próxima la celebración romántica por excelencia, ahora que el nombre de San Valentín está en boca de no pocos, vamos a realizar un viaje en el tiempo, al Siglo de Oro, para saber cómo eran los usos amatorios en la Sevilla de aquellos años, cuando no existían las redes sociales ni las aplicaciones para encontrar pareja. Pero como siempre, vayamos por partes.

La atracción amorosa, el galanteo o el cortejo, han sido temas muy principales a lo largo de la historia de la literatura, dando lugar incluso a subgéneros como la novela romántica o la comedia amorosa, de las que tenemos sobrados ejemplos y que incluso en nuestros días se han mantenido en el cine ( ya se sabe, aquello de “chico encuentra chica”) o en la televisión, con los denominados “culebrones”, llenos de romances, traiciones, celos y todo tipo de situaciones dignas del mejor folletín, por no hablar de las letras de la copla o en las sevillanas que se cantan y bailan en ferias o romerías. 

En los siglos XVI y XVII si algún galán deseaba cortejar a una damisela, eran otros tiempos, tenía que sortear un sinfín de obstáculos hasta conseguir la meta anhelada, desde evitar a las damas de compañía que no la abandonaban ni a sol ni a sombra (las temidas “Ayas”), hasta eludir a padres o hermanos (o maridos), poco proclives a que la honra femenina quedase en entredicho por la mínima sospecha, pasando por todo un repertorio de situaciones en las que el pretendiente buscaba el contacto, al menos visual, con su amada. Por supuesto, siempre quedaba la posibilidad de recurrir a los servicios de una celestina o alcahuete, quienes, por un precio ajustado, hacían de correveidile entre los enamorados con una labor reflejada en la literatura de aquellos siglos; hay que decir que no eran bien vistos, y fueron denostados muy mucho por escritores de entonces como Quevedo; sin embargo, Cervantes en su Quijote los calificaba:

“De discretos y necesarísimos en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay en los demás oficios”.

Existían otras opciones: envío de cartas, poemas, regalos o música, como las serenatas nocturnas bajo el balcón de la residencia de la mujer pretendida, otro de los recursos habituales por los enamorados, aunque muchas veces el resultado no fuese el esperado y el miedo al tan temido desdén estuviera siempre presente para el galán. Ya lo escribió Lope de Vega, experto en artes amatorias como hemos comentando en otra ocasión:

Por fin, señora, me veo,

sin mí, sin vos y sin Dios;

sin mí, porque estoy sin vos;

sin vos, porque no os poseo;

sin Dios, por lo que os deseo.

Aunque resulte paradójico, era en las iglesias donde se podían producir este tipo de encuentros, carentes, en principio, de todo matiz lujurioso, pues lo sagrado del lugar y la férrea vigilancia de sacerdotes y sacristanes hacía inviable más contacto que el visual, aunque, como veremos, había sitio para el coqueteo galante en medio de la ceremonias y los rezos:

Una de las partes de la Eucaristía que uno podría pensar sería idónea para este tipo de "roces" sería el de “darse la Paz”, antes del rezo del "Agnus Dei", pero nada más lejos de la realidad ya que, aparte del hecho de la obligada separación hombres-mujeres en los templos, la liturgia había sabido crear un elemento de orfebrería llamado “Portapaz” que no era otra cosa que una especie de placa repujada con representación figurada realizada en orfebrería con profusa ornamentación y con temas diversos, como la Trinidad, la Crucifixión o santos o patronos. 


 En desuso en nuestros días, los tesoros de muchas iglesias y catedral conservan portapaces de gran belleza, como el conservado en la Catedral de Sevilla, una hermosa pieza cincelada en el mejor estilo gótico, gemelo del llamado “Portapaz de las Mujeres”, conservado en la Real Parroquia de Santa Ana. ¿Por qué decimos gemelo? Porque según la tradición en la parroquia se utilizaba un único portapaz durante la celebración de la misa, y se daba la curiosa circunstancia de que llegado el momento de besarlo, si una dama lo hacía, por poner un ejemplo, en el ángulo inferior derecho, su pretendiente o galán hacía todo lo posible por besarlo exacta y certeramente en la misma zona, con lo cual la señal de deseo era más que evidente a los ojos de la dama, pendiente del gesto de modo disimulado. El clero, siempre ojo avizor, no tardó en percatarse del detalle y para evitar tan pecaminosos gestos decidió encargar un segundo portapaz, de manera que el primero, ahora depositado y exhibido en la catedral hispalense, fuera usado por los hombres, y el segundo, por las mujeres.

Otro momento muy proclive al escarceo amoroso era el de tomar el agua bendita al entrar en el templo, donde era costumbre que el caballero mojase su mano en la pila y ofreciese el agua a la dama, con lo cual, gracias a un gesto de cortesía, se lograba el codiciado contacto físico sin menoscabar norma alguna, aunque en la poesía española de la época hayan quedado versos (recogidos por Fernando Díaz Plaja) en los que la situación, lejos de ser romántica, pasase a ser de otro modo:

Llegó a la pila, y yo, triste

por mojar en ella un dedo,

metiendo toda la mano,

fui cortesano y grosero.

No podía faltar aquí un prototipo de seductor: el que acudía a los conventos de clausura con intenciones presuntamente platónicas para lisonjear a inocentes novicias tras las rejas del locutorio; eran las llamadas "devociones de monjas", basadas en pláticas, cartas e inocentes regalos, algo que estaba permitido por la autoridad eclesiástica siempre que la cosa no pasara a mayores (aunque hubo galán atrevido que se atrevió a rondar a novicia con serenata al pie de su celda). En este punto,  seguro que el lector u oyente estará recordando a Don Juan y Doña Inés, ejemplo de este tipo de amores prohibidos que buscan pasar a mayores. Francisco de Quevedo, siempre al quite en estos temas, llegó a elaborar un jocoso Memorial para estos galanes, en el que declaraba: 

"Todos aquellos que, descuidados de sí mismos, pusiesen sus sentidos en la monja que aman y, trayendo consigo medalla o insignia, hicieran exclamaciones solitarias, coplas o sonetos en su alabanza, y les escribiesen cartas contemplativas, se les conceden quince años de boberías y otras tantas cuarentenas del tiempo perdido". 

Ya que seguimos con cuestiones religiosas ligadas al galanteo, no hace mucho comentamos cómo las propias procesiones de Semana Santa eran también escenario más que propicio para llamar la atención de la mujer deseada, con calles repletas de público y sobre todo, lo contaban crónicas de la época, con el papel de los denominados "disciplinantes". Cofrades que para hacer pública penitencia se azotaban por las calles, en un espectáculo ciertamente difícil de entender en nuestros días, algunos flagelantes, expertos, buscaban salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. 

En ocasiones era la propia familia de la joven quien prohibía de manera tajante la relación y, por supuesto, el matrimonio; uno de los casos más sonados y conocidos de aquella época gracias al investigador Santiago Montoto fue el de Luisa Roldán, hija del gran escultor y tallista Pedro Roldán, a quien le fue vedado contraer nupcias con su pretendiente, un oficial del taller de su padre llamado Luis Antonio de los Arcos. Empeñado en la boda, el novio acudió a la justicia eclesiástica alegando existir un compromiso previo ya que ambos "habían tratado de requiebros de dos años a esta parte, dándose palabra de casamiento el uno al otro". El juez tomó declaración a ambos y a otros testigos cercanos y ordenó que Luisa fuera sacada del domicilio paterno mediante un mandamiento judicial y establecida en el domicilio del dorador Lorenzo de Ávila, tras testificar ésta que era moza y doncella, que no tenía formulado voto de castidad, que no era pariente de Luis Antonio de los Arcos y que, en definitiva, no existía impedimento alguno en la celebración del matrimonio, cosa que finalmente ocurrió en la parroquial de San Marcos el 13 de diciembre de 1671. Luisa contaba con apenas 19 años de edad pero sabía lo que quería, aunque rompiera relaciones con su afamado padre, y le aguardaba una vida de encargos artísticos y dificultades, pero esa, esa ya es otra historia...