01 mayo, 2023

A las Armas.

No, en esta ocasión no nos vamos a poner en pie de guerra ni tampoco vamos a relatar algún suceso bélico, antes bien, nos centraremos en una calle que recibió este nombre, que fue primera vivienda para una Santa, y que podemos considerar una de las clásicas de nuestras ciudad; pero como siempre, vayamos por partes. 


Alfonso XII, que así se llama la vía que intentaremos pormenorizar en la medida de lo posible, abarca desde su desembocadura junto a la Puerta Real hasta su finalización en la céntrica Plaza del Duque, y debe su nombre, lógicamente, al monarca español que reinó entre los años 1874 y 1885; sin embargo hasta entonces se había llamado de las Armas. ¿El motivo? No está del todo claro, como suele ocurrir, ya que mientras algunos autores como Álvarez Benavides se atreven incluso a centrar su origen en un arsenal de época islámica en la zona antes aludida de los Humeros, González de León alude a que tal término tendría que ver con la entrada por esta calle del victorioso Fernando III de Castilla en 1248 tras conquistar la ciudad, e incluso Santiago Montoto menciona que lo de "Armas" podría tener que ver con la abundancia de blasones y escudos de piedra que decoraban las fachadas de no pocas casas en esta calle, que aún mantiene un interesante contraste entre las grandes casas tradicionales sevillanas con patios con otras más modestas e incluso con edificios de estilo modernista, como veremos. En cualquier caso, el nombre se ha conservado en la cercana Plaza de Armas.

En cualquier caso, desde 1883 fue bautizada con el apelativo de Alfonso XII y así ha llegado hasta nosotros, salvo por el breve periodo de la II República en el que se cambió por "Catorce de Abril" en recuerdo de la fecha de su proclamación. En el siglo XVI fue pavimentada de ladrillo colorado, con las consiguientes quejas de los vecinos que preferían el ladrillo blanco, siendo adoquinada en 1886. Dada su situación topográfica y su proximidad al cauce del río, fue siempre calle propensa a sufrir riadas e inundaciones, como marca todavía un azulejo en la esquina con la calle Bailén, dándose el caso de que incluso el propio ayuntamiento llegó a establecer un servicio de barcas para atender la movilidad de la población en tiempos de riadas. 


Por desgracia, en 1868 desapareció el convento de la Asunción, quedando convertido en club republicano, corral de vecinos para más de trescientas personas y posteriormente en almacén de maderas. Estuvo situado en el frente de la calle que da a la Plaza del Museo, entre las calles San Vicente y Abad Gordillo y su pérdida definitiva, derribado a comienzos de los años 60 del pasado siglo XX, en un tiempo en que el respeto al patrimonio histórico artístico brillaba por su ausencia.

Además, hay que destacar en la calle la presencia de la iglesia de San Gregorio, sede canónica de la Hermandad del Santo Entierro; fundación jesuita en sus orígenes allá por 1592 como seminario para irlandeses, quedó sin uso tras su expulsión,  sirvió como sede también de la Real Academia de Medicina y Cirugía, fundada en 1697 y trasladada allí en 1771, así como del Colegio Médico y el de Farmacéuticos, que aún mantiene su edificio aún en la misma calle, pero más arriba, concretamente en el número 51. Curiosamente, también allí se asentó el Colegio de Sangradores y Dentistas fundado en 1865, la Academia de Buenas Letras y hasta la llamada Sociedad Filosófica de Libres Pensadores; sin duda, un lugar bien aprovechado.

Junto a San Gregorio, en el número 12, el edificio que ha sido sede hasta ahora, desde los años cincuenta, de la Escuela Superior de Estudios Hispanoamericanos; nacida al calor de la huella histórica y documental atesorada por nuestra ciudad,  en estos momentos parece haber sido desmantelada e integrada dentro del organigrama del denominado Instituto de Historia dependiente del Ministerio de Ciencia e Innovación. Posee una inmensa biblioteca con cerca de 84.000 títulos y 100.000 volúmenes cuyo destino esperamos que siga siendo el actual. En este lugar tuvo su redacción el diario El Noticiero Sevillano, que se publicó entre 1893 y 1933. 

Por supuesto, tampoco puede olvidarse la iglesia de San Antonio Abad, de donde sale la Hermandad de El Silencio, templo que es en realidad fruto de la unión de dos edificios y del que hablamos no hace mucho a raíz de un intento de robo con uso de dinamita incluido. En cualquier caso, siempre es de destacar no sólo el papel de la cofradía como mantenedora del templo, sino la presencia en su atrio de la pequeña imagen de San Judas Tadeo, foco de gran devoción popular a lo que colabora la cercanía de unos grandes almacenes muy ingleses; por cierto, en ese atrio se conserva una hermosa cruz de forja que tradicionalmente se había declarado como procedente de la parroquia de San Julián, aunque trabajos recientes realizados por Joaquín Delgado Roig la sitúan como procedente de la casa palacio de la condesa viuda de las Torres de Guadiamar. 


Mención aparte merece la extinta Biblioteca Pública, cerrada y en abandono desde hace más de veinte años. Edificio en origen vinculado a la Compañía Sevillana de Electricidad, en 1979 abrió sus puertas, siendo trasladados sus fondos en 1999 la nueva Biblioteca Pública Infanta Elena, situada en el entorno del Parque de María Luisa. Ojalá pronto se le de uso a un edificio cerrado tanto tiempo y en una zona de tanta importancia. 

La calle Alfonso XII fue escenario también de la entrada de un monarca, en concreto de Felipe II en el año 1570; se sabe que, con la idea de dar énfasis al papel de la flota de Indias y del propio río, el rey embarcó en una barcaza a la altura de San Jerónimo, pasando revista a una concentración los  cincuenta navíos bellamente engalanados para la ocasión, a continuación, entró en la ciudad por la entonces llamada Puerta de Goles y de ahí a la calle de las Armas, con destino a su residencia a los Reales Alcázares en medio del regocijo popular y de grandes demostraciones de alegría y respeto hacia el monarca.

Tampoco podemos olvidar que en mayo de 1575 Teresa de Cepeda y Ahumada, la futura Santa Teresa de Jesús, llega a Sevilla con la idea de fundar su décimo primer convento carmelita descalzo y para ello elegirá una humilde vivienda en la calle Armas, incómoda, sin amueblar y carente de alimentos por no contar con dinero, donde asentará una exigua comunidad con seis religiosas. El clima, las gentes y el ambiente de la ciudad harán mella en la mística de Ávila, recia castellana, quien afirmará tajante: "confieso que la gente de esta tierra no es para mí"; a punto estará de marcharse de no ser por la ayuda económica de su hermano Lorenzo, que desembarca en Sevilla procedente de Indias y contribuirá a adquirir una nueva casa en la actual calle Zaragoza, antes de la Pajería.  

Cosas de otros tiempos, en 1857 la calle Armas estuvo en boca de sesudos arqueólogos extranjeros y catedráticos de prestigio quienes anduvieron intentando dar con la tecla para traducir y desentrañar cierta inscripción situada en un edificio de la calle, a todas luces romana para ellos, que presentaba bastantes dificultades por el uso de abreviaturas y términos desconocidos o extraños para la comunidad académica del momento, o al menos así lo narró Álvarez Benavides cuando dio detalles sobre el hallazgo en esta calle. La inscripción decía así:

Y tras arduo trabajo por expertos y peritos en la materia al final se pudo comprobar que lo que decía era lisa y llanamente: 

AQUÍ SE 

VENDEN 

SANGUIJUELAS.

¿Por qué se vendían estos desagradables anélidos en plena calle Armas? Probablemente, alguien se dedicaba a capturarlos, con la idea de sacar algún provecho económico, pues desde antiguo eran muy apreciados en medicina por su capacidad anticoagulante, anestésica, antiinflamatoria y vasodilatadora. 

Sede de negocios varios, destacó por albergar en ella diversas imprentas en a lo largo de los siglos, como por ejemplo la del famoso Fernando Díaz, editor e impresor de obras de Nicolás Monardes o Argote de Molina allá por el siglo XVI y que trasladó sus prensas desde la cercana calle Sierpes hasta la de las Armas, junto a San Antón; del mismo modo, el portugués Francisco de Lira en el XVII, también tuvo su negocio impresor junto al Colegio Inglés, ahora San Gregorio, teniendo en su haber un extenso catálogo bibliográfico con obras de Juan de Jáuregui o de mismo Francisco de Quevedo. Por último, ya en el siglo XVIII fue José de San Román y Codina, hermano del grabador Diego, quien estableció su negocio impresor en esta calle.


La calle, por fortuna y todavía, un buen puñado de edificios de carácter histórico y modernista, como las dos casas diseñadas por Aníbal González para Laureano Montoto en 1905 y que ocupan los números 27 y 29, además de otra en el número 21. Tampoco podemos dejar en el tintero, como hemos mencionado, que subsisten casas señoriales de cierta entidad, como la que ocupa el número 48 de la calle y que perteneció a Andrés Lasso de la Vega, Conde de Casa Galindo, prueba de lo que en el siglo XIX afirmó el viajero romántico Richard Ford, buen conocedor de la ciudad, que no dudaba en recomendar esta vía para aquellos foráneos que deseasen hospedarse en Sevilla tanto en invierno como en verano, pero esa, esa ya es otra historia.

24 abril, 2023

La Feria de "El Tío Clarín".

Con la Feria de Abril ya en plena efervescencia y con el Real de los Remedios cumpliendo sus bodas de oro como escenario para la misma, en esta ocasión vamos a fijarnos en otra Feria, la de años pretéritos y en cierta y poco conocida visión satírica de la misma. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Componente habitual dentro de la prensa española del siglo XIX fueron las revistas cómicas o satíricas, en las que con ironía, sarcasmo y humor (no siempre del bueno) todo era susceptible de crítica, siempre con permiso de la censura gubernamental o de la tolerancia de las principales instituciones eclesiásticas o laicas, que de todo había. El catálogo de publicaciones de este tipo en nuestra ciudad fue más que extenso, y de ello hay buena muestra en las hemerotecas; algunas revistas apenas sobrevivían una docena de números debido a la gran competencia existente, mientras otras, en cambio, lograron dejar cierta huella y legado, como es el caso de la publicación editada por Luis Mariani y Jiménez, impresa en las máquinas de Eduardo Hidalgo y Compañía  y que durante un tiempo gozó de cierto predicamento y fama.


 "El Tío Clarín", que así se llamó la revista, nació en enero de 1864 y editó su último número en 1868, coincidiendo prácticamente con los últimos años del reinado de Isabel II, momento en el que las posturas políticas estaban más que radicalizadas y publicándose todos los lunes con cuatro páginas en tamaño folio. En su primer número, a modo de declaración de intenciones, proclamaba con rotundidad, no exenta de gracejo:

"Este periódico, compuesto de sustancias salitrosas y epigramáticas, es un antídoto infalible contra la melancolía; destruye los malos humores y fortifica aun los espíritus más pobres y apocados. En una palabra: 

Es una panacea universal.

Es un elixir de larga vida.

Es un sánalo todo, con el que todo triste o afligido logrará saltar de gozo, disfrutar de la salud del pícaro y hacerse perdurable.

¡Qué ganga! ¡Y todo por cuatro míseros reales!

De lo que se deduce que el que no se suscriba al Tío Clarín, será un cicatero consumado.

¡Cuatro reales! ¡Qué miseria! ¡Ni el costo del papel!

Durante el año, los redactores del Tío Clarín (entre los que se encontraban nombres conocidos como los de Carlos Santigosa, Joaquín Guichot, José de Velilla, Luis Montoto o Amador de los Ríos, entre otros) ponían el foco en asuntos relativos a la ciudad, como su limpieza, el orden público, asuntos nacionales o extranjeros, reformas urbanas o cuestiones municipales, como por ejemplo cierta denuncia sobre el mal endémico de la indigencia y el papel del llamado Asilo de Mendicidad de San Fernando, protagonista de una caricatura en la que sus administradores no salían muy bien parados; esto conllevó una fulminante denuncia por parte de la institución contra el propio Luis Mariani, que se saldó finalmente, como ha estudiado la profesora de la Hispalense María Eugenia Gutiérrez, con el pago de una multa de 4.000 reales. 

Ni que decir tiene, cuando llegaban las fiestas principales como la Semana Santa o la Feria, no se escatimaba papel y tinta a la hora de ensalzar o criticar este o aquel acontecimiento, siempre de la mano de la sorna o de la guasa. Curiosamente, ahora que estamos en días de Feria, en el ejemplar correspondiente al 25 de abril de 1864, se publicó este poema laudatorio no falto de gracia y cargado de detalles sobre cómo era esa casi incipiente Feria de Ganados del XIX, lograda por Ybarra y Bonaplata en 1846.

Fuera de la Puerta Nueva
y en un espacioso prado, 
que nombre de un mártir lleva, 
las tiendas Sevilla eleva 
de su célebre mercado.
No es posible describir 
todo su golpe de vista, 
ni menos de convenir 
que es la del Guadalquivir 
la Feria primera en lista.
Salvo algunas omisiones 
a que les paso la mano, 
y pequeñas variaciones, 
tal es de la Feria el plano 
según mis observaciones.

A la izquierda, bien repletos, 
hay puestos en evidencia 
dos almacenes completos 
de variados objetos, 
que rifa Beneficencia.
Un poco mas apartado, 
los puestos que a los chicuelos 
de numerario abreviado, 
ponen el rostro apurado 
y producen tantos duelos.
Y paralelos a estos, 
abriendo apetito y gana,
miles de miles de puestos 
de turrones y avellanas 
con banderolas compuestos.
Sigue el Casino después 
con su casa de madera,
de qué se yo cuantos pies, 
que mejor que casa, es 
toda una ciudad entera.
Da a la derecha principio 
exornada con primores, 
la casa del Municipio, 
que no ha perdonado ripio 
en gravedad y colores.
El Círculo mercantil 
y tienda de Artillería
van en pos, con otras mil, 
si una gallarda y gentil 
es otra mas todavía.
Y en hileras colocados 
vestidos de mil maneras, 
los puestos de buñoleras 
de tal ambiente cercados
que abren las ganas de veras.
No brilla la argentería 
en su modesto interior, 
ni muebles de gran valía, 
pero en cambio, que es mejor, 
están limpias a porfía.
Carretelas elegantes 
y magníficos corceles
de figuras arrogantes, 
cruzan el Real constantes
con damas y con donceles.
No es posible describir 
todo su golpe de vista, 
ni menos de convenir 
que es la del Guadalquivir 
la Feria primera en lista.
La Feria de Sevilla. Joaquín Domínguez Bécquer. 1867.
 
Al año siguiente, el 24 de abril, el mismo semanario realizaba, por el contrario, otro análisis sobre el recinto y la fiesta, que incidía especialmente en los contrastes y diferencias provocadas por el nivel social de quien acudía al Prado de San Sebastián y que bien podría por ser actual de no ser por la prosa empleada:
Ha pasado la Feria, dejando en pos de sí gratos recuerdos a unos, amargos desengaños a otros, muy buenos cuartos ganados a bastantes, y no pocos perdidos a muchísimos. Gratos recuerdos, a los que deben a la fortuna una posición cómoda, y tienen la posibilidad de satisfacer todos sus caprichos. Para estos son las carretelas, las tiendas cómodamente preparadas, las comidas de fonda, los bailes, los conciertos, y todo cuanto el hombre ha inventado para halagar la vanidad y los sentidos.
 
Amargos desengaños, para los desahuciados por la suerte, de quienes todo el mundo huye como de un apestado. Para estos son los desaires de sus semejantes, y los esquinazos de sus amigos; los pisotones de los caballos, las miradas altaneras, las repostadas de los vendedores, el alfajor de afrecho (hecho de cáscaras de grano) y obleas de las serranas, los fuegos artificiales y la música del Asilo. 

Para los padre de familia, cargados de chiquillos, las cárceles del Purgatorio, las calderas del infierno, las atribulaciones, el aperreo y los desgarrones en los bolsillos, de tanto meter y sacar la mano para pagar juguetes y golosinas. 

Por último, el articulista, mezclando ironía, sarcasmo, algo de mordacidad y una pizca de mala baba, todo hay que decirlo, sacará a la luz una especie de proclama-decálogo no exento, como decíamos, de actualidad para una celebración que apenas había llegado a los veinte años de edad pero que comenzaba ya a ver cómo se estaba gestando poco a poco un cambio en su fisonomía, el aumento del protagonismo del aspecto puramente lúdico o festivo frente al estrictamente ganadero o comercial y la necesidad de proteger la fiesta de influencias ajenas a la misma:
 
  1. Volverá a colocarse la caseta del Casino, pues los forasteros la echan de menos, y no debe suprimirse una cosa que tanto abulta y adorna.
  2. Las chozas ó casillas de vinos, aguardientes, etc., se suprimirán por lo ocasionadas que son a camorras, y no servir mas que para la gente pobre y de mal tono.
  3. Las casillas de las personas decentes; esto es, de los que tienen dinero, se colocarán donde a ellos les dé !a gana; pues este año se ha observado, que no teniendo bastante con el terreno que se les alquila, invadían la parte que quedaba para el público, sacando sillas y sentándose a reposar la comida.
  4. Se recomendará con eficacia a los cocheros que atropellen a todo el que se descuide, pues de este modo desaparecerá la mitad del género humano, y la otra mitad irá en coche.
  5. No se permitirá cantar flamenco , ni al uso del país; todos los que deseen ensanchar sus pulmones cantarán al piano la Traviata , El Trovador, ó cualquier cosa parecida, ó aunque no se le parezca, pero que sea propio de una fiesta popular.
  6. No habrá otros asientos que las sillas del Asilo; pero se permitirá al que quiera descansar y no lleve una peseta, que se siente en el suelo.
  7. Habrá fuego, pues aunque este año los ha habido, han sido artificiales, y apenas se han notado.
  8. Se cree innecesaria la colocación de tantas bandas de música que aturden los sentidos: los músicos, vayan con la música a otra parte, que aquí la llevamos sobrada. 
  9. No se dejará entrar ganado de ninguna especie, porque debe suponerse que esto no es feria, sino tres días de expansión para la gente "de monea".
  10. La puerta de S. Fernando no se derribará, porque servirá para colocar porteros que recojan los billetes de entrada, que costarán nada mas que una sofocación y cien mil pisotones a los ignorantes que prefieren que lo estrujen en ella, a entrar por el hueco tan precioso como desahogado con que les brinda el sitio que fue puerta de Jerez.

Como puede apreciarse, el contenido puede recordar ciertamente a lo escrito por Gustavo Adolfo Bécquer apenas cuatro años después en un artículo muy conocido y publicado, sólo un año antes de su muerte en "El Museo UNiversal", artículo lleno de nostalgia por la pérdida de la esencia de la Feria. 

Por cierto, en 1868, tras apenas cuatro años de andadura editorial, "El Tío Clarín" fue cerrado por orden gubernamental, sin que hayamos conseguido saber, a ciencia cierta, los motivos de tal clausura, era el triste destino de este tipo de publicaciones satíricas de vida efímera, aunque esa, esa ya es otra historia...  


17 abril, 2023

Las otras columnas.

Habitualmente, las más conocidas son las que se hallan en el extremo sur, el más próximo a las calles Amor de Dios y Trajano, pero hay otra pareja, de no tanta antigüedad, que bien merecería cierto reconocimiento por su presencia. Pero como siempre, vayamos por partes.

 Son sobradamente conocidos los esfuerzos realizados por el Asistente de Sevilla el Conde de Barajas por desecar y adecentar un inhóspito paraje, convertido muchas veces en maloliente laguna por los vertidos de aguas fluviales tras las crecidas del Guadalquivir, la llamada Laguna de la Feria; la profunda modificación de este sector en el año 1574 conllevó el drenaje del terreno, la canalización de las aguas, colocación de fuentes y plantación de hileras de arbolado, convirtiéndose este espacio en uno de los primeros jardines públicos de Europa y sirviendo de inspiración para otras "Alamedas" como la de San Pablo en Écija (1578), la de los Descalzos en Lima (1611) o la Central en la Ciudad de México (1592).

Como colofón, Francisco Zapata, conde de Barajas, ordenó instalar sendos fustes de columnas de época romana traídos expresamente desde su primitiva ubicación en la calle Mármoles, colocando sobre sus capiteles dos esculturas, realizadas por Diego de Pesquera, representando al fundador legendario de la ciudad, Hércules, y a Julio César como gobernante ejemplar de Hispalis, aunque con ambos personajes se pretendía también homenajear al emperador Carlos I y a su hijo Felipe II. 

En 1764 y tras diversas vicisitudes, la Alameda, se había convertido en el paseo ciudadano de  Sevilla por excelencia, siendo costumbre que su actividad comenzase el día del Corpus y finalizase tras el calor del verano, contándose para ello con un servicio de aguadores que se encargaba de regar diariamente aquel espacio, que a la postre necesitó una restauración a fondo, no en vano habían transcurrido ciento noventa años desde su inauguración. Será el entonces Asistente Ramón de Larumbe y Malli el encargado de acometer un ambicioso plan que pretendía la recuperación del esplendor perdido por el inexorable paso de los siglos.  

Manuel Chaves, allá por 1914, relataba que Larumbe había accedido al cargo apenas dos años antes y que la reforma de la Alameda consistió sobre todo en la plantación de más de mil seiscientos árboles, el aumento del número de los bancos de piedra, la erradicación de matorrales y la colocación de tres nuevas fuentes, allanando el terreno. Además, como guinda del pastel, pensó en levantar dos nuevas columnas que cerrasen el paseo en el extremo norte, el más cercano a la calle Calatrava. 

En junio de 1764 se estaban ya abriendo las zanjas para los basamentos, obra supervisada por el caballero veinticuatro Gregorio de Fuentes, labrando el cantero Diego de Avendaño los fustes y capiteles en piedra, mientras que la ejecución de los dos leones que las rematan corrió por cuenta del escultor Cayetano de Acosta (más que conocido por, por ejemplo, sus dos grandes retablos barrocos de la iglesia del Salvador), leones que, como curiosidad, presentaba coronas y escudos dorados, labor realizada por el maestro José Rodríguez.

Avendaño cobró por su trabajo la cantidad de 17.000 reales, mientras que Acosta recibió 6.000 por las dos esculturas; rodríguez, por su parte, percibió 180. La crónicas recogieron que a estos gastos hubo que añadir los de las lápidas de mármol instaladas al pie de las columnas, así como los jornales de los obreros y materiales diversos como estacas, clavos, espartos, con lo cual el montante de la obra se elevó a la cantidad de 26.261 reales con siete maravedises, importe que fue costeado íntegramente por el consistorio. Las columnas están conformadas por ocho piezas cada una, con menor altura de las colocadas en el siglo XVI; los leones, de estilo barroco, perdieron el dorado de sus coronas con el transcurrir del tiempo.

En una de las basas de las columnas podía leerse una inscripción, hoy lamentablemente desaparecida, pero que ha llegado hasta nosotros transcrita por Chaves Rey: 

"NO8DO.- Reynando en España el católico monarca D. Carlos III y siendo Asistente de esta ciudad el Sr. Don Ramón de Larumbe, del orden de Santiago, del Concejo de S. M., Yntendente general del ejército de los cuatro reynos de Andalucía, y Superintendente general de Rentas, se construyeron estas dos columnas que coronan los leones que sostienen las Reales Armas y las de Sevilla; se hicieron los asientos, alcantarillas y terraplenes, levantaron los pretiles de las zanjas, se pusieron los pilones para el riego, desagües, completó de árboles toda la Alameda. Todo por dirección de dicho Asistente; siendo diputado el Sr. D. Gregorio de Fuentes y Verall, veinticuatro del Ilmo. Cabildo, cuya obra costeó de los Propios y Arbitrios, y se acabó el año 1765."

Desde el primer momento la ciudad, tan suya y tan especial para estas cosas, comparó de inmediato la nueva pareja de columnas con la antigua del siglo XVI, incluso el escritor José Nogales en sus "Notas Sevillanas", contaba que:

"En frente de los Hércules legítimos se alzaron unas columnas enormes, hechas con rodajas de granito, sosteniendo unas caricaturas de leones. El pueblo las despreció. Las despreció sin pensar que unas y otros simbolizan un periodo de nuestra historia. En el pedestal de los Hércules campea el nombre de los Austria. En los opuestos salchichones de granito, el nombre de la casa de Borbón. El pueblo sevillano, en su certero juicio, diría una sublime chirigota si derrumbasen estos leones y lloraría de pena si los Hércules vinieran al suelo."

¿Qué ocurrió con el bueno del Asistente Larumbe? No fue ésta su única intervención para mejorar la ciudad, ya que logró una más racional distribución del agua que brotaba del manantial de la llamada Huerta del Arzobispo hacia fuentes públicas como las de la plaza de San Francisco, la Alfalfa, la Encarnación, la Magdalena, San Lorenzo, Pilatos, Puerta de Triana o Puerta Real entre otras; además, se ocupó del extraño caso de la epidemia mortal que afectó en gran manera a la comunidad perruna sevillana, contando para ello con la ayuda de la Academia de Medicina, como contamos en su momento,  y a título de curiosidad, el 20 de octubre de 1766 ordenó que cada vecino colocase faroles en las fachadas de sus casas durante la noche para forma de mejorar el alumbrado público. Conservador en lo tocante a las diversiones, Larumbe hizo oídos sordos a la Real Orden que decretaba el levantamiento de la prohibición de la representación de obras teatrales en Sevilla, de modo que durante su mandato la dramaturgia anduvo de capa caída. Fallecerá en 1777 y será enterrado en la parroquial de la Magdalena, cuando, signo de los tiempos, su ya sucesor como Asistente, Pablo de Olavide, había comenzado su particular cruzada en favor del regreso del teatro a los escenarios hispalenses, pero esa, esa ya es otra historia...

10 abril, 2023

A tiros.

Ahora que ha finalizado la Semana Santa y que la Pascua de Resurrección toma el relevo dentro del calendario sevillano, con permiso de la inminente Feria de Abril, no estaría de más reseñar una antigua costumbre de esto días, hoy desaparecida, pero llena de tradición. Pero, también, como siempre, vayamos por partes. 

En 1897 Alejandro Guichot (1849-1941), hijo del cronista local Joaquín Guichot, y estudioso del folklore local, reseñó multitud de detalles, costumbres y tradiciones que se mantenían en nuestra ciudad, como tesoro local necesario de conservar. Algunas de estas ceremonias o ritos ha llegado hasta nuestros días, como todo lo que rodea la Semana Santa o celebraciones como las cruces de mayo, romerías o acontecimientos ligados a diversas festividades. Otras, en cambio, se fueron difuminando con el paso de los años, algunas por el cambio de los tiempos, algunas, por apatía popular y otras, simplemente, porque perdieron peso entre el público local.

Es sabido que por aquel entonces, finales del siglo XIX, la Semana Santa constituía ya uno de los pilares fundamentales del calendario de fiestas de la ciudad, y junto a ella, se mantenían ciertas costumbres ligadas a la liturgia catedralicia, como por ejemplo la ceremonia de la Seña que no hace mucho comentamos por estos lares. Otra, estrictamente ligada al pueblo y su manera de entender aquellas jornadas santas vinculadas a la Pasión, Muerte y Resurrección tenían cierto punto de ritual de revancha, represalia o venganza. Además, una de ellas, especialmente, habría que entenderla cuando el Sábado posterior al Viernes Santo no era día penitencial, al contrario, antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II era considerado Sábado de Gloria.

El Viernes Santo, con los retablos cubiertos por velos morados, sin el sonido de las campanas, sustituido por la matraca, el silencio se adueñaba de la ciudad en señal de luto por la muerte del Redentor, incluso con el cierre de los establecimientos comerciales y hosteleros. Sin embargo, a la mañana siguiente todo se enfocaba hacia la Vigilia de Resurrección, con la Giralda preparándose para dar sus mejores repiques de Gloria, seguida de los campanarios de torres y espadañas en alegre sinfonía de bronce. Era curioso ver cómo los niños, forzados a mantener quietud por el duelo sacro, ahora prorrumpían en gritos, tocaban trompetas (como uno que nosotros sabemos) y agitaban campanas y almireces como señal de alegría y del fin de los días fúnebres. 

En muchos barrios hispalenses, como por ejemplo el de San Bernardo, la gente se aprestaba a preparar "Los Judas" o "El Judas", especie de muñeco compuesto de varios fragmentos, al decir de Guichot. Así, el primer trozo de realizaba con paja, y se envolvía con trapos para conformar el torso y cintura de una figura humana, a la que se cosían sendos brazos con manos de trapo y dedos grandes y estirados; en la cintura del monigote se añadía un saco pequeño que indicaba el lugar de las treinta monedas que Judas cobró como pago de su traición. Sobre el cuello de la figura se situaba lo que hacía las veces de la cabeza, realizadas de modo grotesco, reproduciendo de manera esquemática el rostro con líneas verticales u horizontales, sin olvidar bigotes, barba o patillas. 

A la cabeza no le faltaba su sombrero hongo, si era un Judas "señorito" o un ajado sombrero de ala ancha si era un Judas "popular". Tampoco faltaba una faja de color rojo en la cintura que unía las piernas al tronco, con viejos zapatos en sus extremos.  Ni que decir tiene que el aspecto rígido, cómico y casi grosero del Judas servía para ser blanco de todo tipo de chanzas y burlas entre la chiquillería del barrio, deseosa de un motivo para la fiesta y la guasa. 

Son apenas las nueve de la mañana del Sábado de Gloria cuando un pequeño ejército de niños se organiza en formación  y acude a contemplar cómo en casi todos los balcones de las casas del barrio se han colgado los Judas, y cantan en medio de un griterío ensordecedor:

¡Maten al Júas,

Pícaro traidó;

Toquen a gloria

Pá nuestro Ceñó!

Al grupo de niños con palos y cañas se unen jóvenes armados con escopetas. Todos aguardan. Al fin, a las diez de la mañana, se escuchan en la lejanía las campanas de la Giralda repicando a Gloria. Es la señal esperada con anhelo por todos. Los disparos se suceden como una descarga de fusilería con los Judas como objetivo, unos caen de los balcones por acción de la buena puntería, otros son arrancados por la fuerza. En cualquier caso, al caer al suelo, los Judas son literalmente despedazados por la multitud enardecida, mientras los niños se reparten sus despojos como botín de guerra o trofeo de caza.

El cántico ahora cambia en su letra: 

"Er Júas puñetero

Abajo bá caé.

Er Júas berraquero

Abajo bá caé"

Como colofón, una improvisada pira quema todos los restos, como simbólico y purificador ajuste de cuentas contra el traidor más famoso de todos los tiempos, el humo y las llamas lo invaden todo como si con ello se quisiera purificar un espacio o un tiempo. Poco a poco, la multitud ruidosa se diluye hasta el año que viene, dejando un rastro de restos quemados y olor a pólvora.  

Curiosamente, la costumbre de quemar a los Judas es muy frecuente en otras zonas, como en Lisboa o Sicilia, o en sectores de hispanoamérica,  conservándose aún hoy en día en pueblos de la provincia de Sevilla como Coripe, donde se mantiene la costumbre del "fusilamiento" de una figura satírica representando a algún personaje especialmente odiado por el pueblo, como el Coronavirus, Hugo Chávez, Jordi Pujol o Miguel Carcaño, de modo y manera que con ello, al igual que en el XIX, se busca cierta venganza violenta contra aquellos que hacen el mal a juicio de los habitantes de aquella localidad. La figura, realizada de paja, guarda en su interior un recipiente con gasolina que prende rápidamente al recibir el impacto de los disparos. 

Por cierto, este año, como curiosidad, la "víctima" ha sido el piloto de helicóptero de la Dirección General de Tráfico que dio positivo por consumo de estupefacientes tras estrellarse con su aparato, frente al rumor de que el protagonista sería en esta ocasión Vladimir Putin, pero esa, esa ya es otra historia.

27 marzo, 2023

Vuelan banderas.

Presentes en los cortejos de las hermandades de penitencia, suelen situarse al principio del tercer tramo, a continuación del Senatus, y muchas veces pasan desapercibidas frente a la riqueza o simbología de otras insignias portadas por nazarenos durante las estaciones de penitencia. Sin embargo, estas peculiares banderas pierden su origen en la noche de los tiempos y bien podrían ser casi "fósiles" de antiguas ceremonias, al igual que otras banderas mucho menos conocidas; pero como siempre, vayamos por partes. 

Las celebraciones litúrgicas de la Cuaresma y Semana Santa en la catedral de Sevilla llegaron a compararse, por su boato y solemnidad, con las del Vaticano, ya que el rico ceremonial acompañado de las bordadas vestiduras de los canónigos y la solemnidad con que todo se celebraba atraía a los fieles. Tal como han divulgado algunos estudiosos del tema, los actos catedralicios estaban lleno de detalles que, en muchos casos, han desaparecido, como la velación de los altares, el encendido (y apagado) del llamado Tenebrario o la ruidosa y dramática escenificación de la ruptura del Velo, recogida incluso por viajeros del XIX como Charles Davillier, por no hablar de Cirio Pascual, caracterizado entonces por una altura de ocho metros. 

Sin embargo, una de los ritos más curiosos e interesantes, a la par que atrayentes era el  denominado de la "Ostensión de la Seña", de la que el sacerdote Juan Rodríguez, allá por 1632, escribía:

"En este tiempo santo de Pasión hace nuestra Santa Madre Iglesia una ceremonia muy misteriosa, y que mueve las almas a quienes asistan a ella con particular devoción y ternura, que es la Seña que se hace en las iglesias catedrales de la cual no he hallado en algún autor algo escrito, y así la declararemos atendiendo al Himno que se canta mientras se hace, que en él me parece que se declara el intento de esta santa ceremonia y esto mismo es parecer de varones graves a quien se lo he comunicado". 

La ostensión de esta bandera tenía lugar hasta cinco ocasiones a partir del llamado Domingo de Lázaro, actual Domingo de Pasión, hasta llegar al Miércoles Santo, pasando por el Domingo de Ramos. Saliendo el Cabildo del Coro, los canónigos y demás dignidades, cubiertas sus cabezas con los capuces de sus ropajes, se situaban reverencialmente arrodillados en las escalinatas del altar mayor y allí se entonaba el himno "Vexilla Regis", acompañado de la música, mientras uno de los cargos catedralicios, el Chantre, empuñaba una bandera realizada con tafetán negro en la que aparecía una cruz roja. Acto seguido, la bandera era ondeada o tremolada ante el pueblo y los canónigos postrados en tierra, cubriéndolos con ella de modo simbólico, como anticipo de la adoración de la Cruz que tendrá lugar el Viernes Santo. Al decir de algunos autores del XIX como Alonso Morgado, el hecho de que se tremolase en cinco ocasiones simbolizaba las cinco edades que estuvo el mundo sin el conocimiento de Jesucristo: la primera desde Adán hasta Noé; la segunda, desde Noé hasta Abraham; la tercera desde Abraham hasta Moisés;  la cuarta, desde Moisés a David; y la quinta desde David hasta el nacimiento de Jesús. 

Horarios de las ceremonias de la Catedral de Sevilla en 1868.

En 1866 esta ceremonia impresionó vivamente a una aristocrática dama inglesa recién convertida al catolicismo, Lady Herbert (apodada "Lady Ligtnening", "Relámpago" por la vehemencia con que se comprometía en causas caritativas), quien mencionó en su obra "Impressions of Spain" en 1866 la importancia de "la misteriosa ostensión de la sagrada bandera". 

Horarios de la Catedral de Sevilla en Semana Santa. Diario El Liberal. 1908.

 A todo, esto habría que sumar que el acudir a este acto suponía para los fieles el ganar numerosas indulgencias; en cuanto a los colores, el negro aludiría a las tinieblas que oscurecieron el mundo a la muerte de Jesús, y el rojo, a la sangre derramada por Él. Por cierto, el himno antes aludido, el "Vexilla Regis", fue compuesto en el año 569 por San Venancio Fortunato como alabanza a las reliquias de la Vera Cruz enviadas desde Bizancio por Justino II a Roma y su comienzo podría traducirse por 

"Las banderas del Rey avanzan,

resplandece el misterio de la Cruz, 

donde el creador de la carne, 

está suspendido en carne en un patíbulo". 

¿Por qué una bandera? Al parecer, la idea tendría su origen en antiguos ceremoniales militares, ya que cuando fallecía un general en el campo de batalla, para enaltecer su valor se enarbolaba su estandarte o insignia ante la tropa como signo de victoria y también como muestra de dolor, tristeza y respeto; de este modo, la muerte de Cristo, entendido como "Capitán y Salvador", se escenificaba con la bandera antes descrita. Por cierto, aunque se trate de otra esfera, en Granada se conserva aún la tradición de la tremolación del pendón de los Reyes Católicos cada 2 de enero en recuerdo de la conquista de la ciudad por estos.


 Nuestro buen presbítero Juan Rodríguez al terminar de relatar el ceremonial de la bandera, aprovechaba para darle un sentido eminentemente penitencial y ejemplarizante:

"Y así cuando asistas a esta ceremonia de la santísima seña, dale gracias a este soberano Capitán de que te llamó a su bandera, y con su santísimo ejemplo te animó a que le siguieses, y determínate a a hacer de nuevo penitencia de tus culpas, y aborrecer el regalo, y frecuentar los Santos Sacramentos para recibir los frutos de la Cruz, considerando a menudo lo mucho que este Señor padeció, y el premio que te aguarda, y la pena del infierno, o del Purgatorio, por los regalos y gustos mundanos".

La ceremonia de la Ostensión de la Seña pasó incluso desde Sevilla a las nuevas diócesis americanas, de hecho en la catedral de Quito aún se mantiene el Miércoles Santo con un ritual muy similar al hispalense, pero cayó en el olvido con la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, pero su uso se mantuvo en las cofradías, que tomaron el símbolo para añadirlo a sus procesiones, de ahí el empleo de banderas con cruces en colores diversos, muchas veces coincidentes con los de las túnicas de los nazarenos de cada corporación. 

Como curiosidad, el "revoleo" de la bandera se ha conservado, pero en distintas circunstancias y en las calles de Alcalá de Guadaira, promovido por la Hermandad de Jesús, en un acto lleno de simbolismo y tradición; durante el mismo, será la "Judea", conformada por cuatro soldados, un abanderado, dos músicos, un niño (el Paje de Jineta o "pagineta") y el capitán, la encargada de protagonizar la tremolación de la bandera en puntos concretos durante el Jueves Santo y la antigua ceremonia del prendimiento ya en la madrugada del Viernes Santo, ritos que han sido premiados recientemente con el premio "Demófilo" de la Fundación Machado.


Por último, y ya que hablamos de banderas, en algunas cofradías andaluzas, como el Descendimiento de Málaga, mantienen el uso de las llamadas "banderas quitasangres", arrastradas por nazarenos tras los Pasos para enjugar simbólicamente, la sangre derramada por Cristo. Su uso fue muy antiguo, pues al parecer en 1535 la sevillana Hermandad del Santo Entierro sacó seis de estas banderas realizadas en tafetán negro aunque, por desgracia, hay pocos datos sobre cuándo desaparecieron del cortejo de la Hermandad del Sábado Santo y además, esa, esa ya es otra historia.

20 marzo, 2023

1879: Semana Santa.

En esta ocasión, estando en Cuaresma como estamos, nos vamos a centrar en la Semana Santa celebrada en un año concreto, una Semana que dio mucho que hablar por circunstancias diversas, entre ellas, por ¡El uso de la dinamita!; pero como siempre, vayamos por partes. 

File:Sevilla 1855.jpg

Nos situamos en el último cuarto del siglo XIX, en una etapa histórica caracterizada por cierta tranquilidad política tras la Restauración de la Monarquía con la figura de Alfonso XII. La Sevilla de esa etapa rondaba unos 100.000 habitantes y seguía siendo la tercera ciudad en importancia tras las dos grandes capitales, Madrid y Barcelona, y aunque basaba su economía en el medio agrario, no faltaban instalaciones industriales dedicadas al corcho, el metal o el vidrio. Son los años de Manuel de la Puente y Pellón al frente del Consistorio, aquel que logró traer el "agua de los ingleses" o luchó por mejorar el alcantarillado o los años de estancia en San Telmo de los Duques de Montpensier, cuya hija, María de las Mercedes, había fallecido en 1878 dejando viudo al rey Alfonso, dejando, ya se sabe, aquello de "Dónde vas Alfonso XII, dónde vas, triste de tí...".

Una ciudad que anhelaba sus Fiestas de Primavera y que las disfrutaba, con procesiones, carreras de caballos, certámenes, cabalgatas, conciertos, bailes y demás actos que servían, especialmente, para reunir a lo más elegante de la alta sociedad sevillana y de otras zonas, sin olvidar la importancia de las ceremonias religiosas en la Catedral, con la interpretación del Miserere de Eslava, ya entonces con quejas en la prensa sobre el mal comportamiento de los fieles asistentes e incluso la denuncia de robos frecuentes (¡de relojes!) por "amigos de lo ajeno" y también la celebración de los solemnes Oficios con el montaje del majestuoso Monumento Eucarístico. Con hermandades que comenzaban a superar la crisis ocasionada por los vaivenes de aquellos años, con nuevas cofradías (como Las Penas, fundada en 1875) o con refundaciones de otras que habían estado aletargadas (la Hiniesta, reorganizada en 1879), con la revitalización del Santo Entierro o con el comienzo del concepto de la Semana Santa como algo que podría atraer visitantes y riqueza.

Aquel año de 1879 el Domingo de Ramos cayó en 6 de abril, y fue el último año en el que el tradicional Cabildo de Toma de Horas se celebró en Martes Santo, pasando al propio Domingo de Ramos al año siguiente. Como curiosidad, se registró la visita del Duque de Connaught, hermano del Príncipe de Gales e hijo de la Reina Victoria de Inglaterra, hospedándose en el Hotel Cuatro Naciones de la Plaza Nueva, establecimiento propiedad de Estanislao D´Angelo y por el que pasaron personajes como el mismo Príncipe de Gales, embajadores de otras naciones e incluso el Barón de Rothschild, famoso banquero.

En cuanto al tiempo, los sevillanos se pasaron la Semana mirando al cielo, pues anduvo inestable en principio, ya que llovió el Domingo de Ramos, mojándose las dos cofradías que salieron, las Penas de San Vicente y la Amargura y registrándose un incidente que, por fortuna, quedó en nada, para ésta, como recogió la prensa local: 

"No hemos de pasar en silencio un hecho que presenciamos en la Plaza del Salvador. Cuando parte de la cofradía de San Juan Bautista estaba ya en la calle Cuna y completamente llena de espectadores la expresada plaza, un carruaje pasó al galope por dicha calle, teniendo que apartarse los cofrades para dejar libre el paso y se abrió camino entre la apiñada multitud hasta ganar la calle de Alcuceros (actual Córdoba). No ocurrió alguna desgracia, no sabemos por qué." 

Como anécdota, la otra cofradía del Domingo, la de las Penas de San Vicente, entró con todo su cortejo en el Palacio Arzobispal a fin de que el Cardenal Lluch pudiera contemplarla, saliendo a la calle por la puerta que da a la actual Cardenal Amigo Vallejo (antes, Alemanes). El Miércoles siguieron las incidencias, provocando la lluvia que las Siete Palabras tuviese que regresar a su templo en la mañana del Jueves Santo, tras quedar resguardada la cofradía en la Catedral. Sin embargo, lo peor llegaría en la tarde de ese Jueves, 10 de abril. A eso de las ocho de la tarde, la "hora punta", desde el punto de vista de las cofradías, se escuchó una fuerte explosión en las inmediaciones de la Plaza del Duque, cerca de la calle Armas, actual de Alfonso XII. Hubo carreras, gritos y una fuerte conmoción entre la gente que se hallaba en esa zona, a lo que habría que añadir, casi sin solución de continuidad, una segunda explosión de la misma intensidad que hizo temblar cristales y causar estupor; ¿Qué había pasado?

A esa hora de la tarde permanecía abierta la Iglesia de San Antonio Abad, sede de la Hermandad del Silencio, pero mejor, dejemos que lo cuente Joaquín Guichot, cronista de aquellos años:

"En aquel templo, pues, se habían disparado dos cartuchos de dinamita, causa de aquella fundada alarma, uno en la puerta y otro dentro del templo, cuyas explosiones causaron varias desgracias personales y grandes destrozos en la iglesia, en cuyas naves se encontraban reunidas en aquella hora muchas personas, entre las cuales se produjo la mayor confusión y el pánico consiguiente al ignorar la causa y significación de aquellos terribles disparos y la de los gritos, los lamentos y las voces implorando auxilio de las personas atropelladas en tales momentos, o heridas por los pedazos de madera, cristales y ornamentos arrancados de los altares y lanzados a lo lejos por la explosión".

Igualmente, la prensa local, en concreto el diario La Andalucía, narró la dantesca escena que vivieron quienes estaban en aquel lugar: 

 "Por la calle Monsalves huían una señora con un niño en los brazos, de cuya cara brotaba la sangre en abundancia, y otra, cuyas ropas se veían también tintas en sangre. Un vecino de esta calle las amparó en su casa y les ofreció socorro, pero como no se encontraba en aquel instante un médico por las inmediaciones, la señora condujo al niño herido para su curación a una oficina de farmacia próxima. Otras señoras muy conocidas de la buena sociedad sevillana que oraban en el templo, cayeron desmayadas, y las que pudieron correr lo hacían con el terror pintado en sus semblantes (...) Dentro de la iglesia todo era confusión y pánico. Varias urnas de cristal de los altares saltaron en pedazos, algunas efigies vinieron a tierra y las puertas de la iglesia se arrancaron".

Al estar montados los dos Pasos de la Hermandad del Silencio, la Virgen de la Concepción, acompañada de San Juan Evangelista, aparecía exornada con numerosas joyas y alhajas, lo cual dio que pensar a muchos que la intención de los autores de las explosiones era aprovechar la confusión siguiente a aquellas para el robo de dichas joyas, aunque no consiguieran sus propósitos al formarse un cordón de personas en torno a las andas para evitar cualquier daño o sustracción. Poco a poco, se fue recuperando la calma.

La Semana Santa continuó con sus celebraciones, saliendo las cofradías del Jueves, Madrugada y Viernes con normalidad y sin incidentes dignos de mención; como detalles a tener en cuenta, faltaba aún mucho (hasta 1919) para que se colocase el palquillo de toma de horas en la Campana, pues por entonces el inicio de la carrera oficial u "oficiosa" se establecía en la esquina de Sierpes con Cerrajería, calle a la que accedían cofradías como el Cristo de San Agustín el Miércoles o Pasión el Jueves; mientras, la mayoría de las cofradías buscaban la Campana por el hecho de transitar por una de las zonas de mayor presencia de público y establecimientos sociales como casinos y círculos. Además, resaltar que en la Madrugada y por diversas circunstancias no salieron las tres últimas hermandades actuales (la Esperanza de Triana, el Calvario y los Gitanos) y sin embargo sí cerró la jornada la Hermandad la O, que tenía marcada la salida desde su parroquia de la calle Castilla a las tres de la madrugada. El Viernes Santo, último día, salieron todas las que actualmente lo hacen, con el añadido de la de el Museo. 

En relación al atentado o intento de robo en San Antonio Abad, indicar que personadas las autoridades y las fuerzas de orden público en el templo, comenzaron las investigaciones para averiguar la identidad de los autores de la acción, sin que finalmente las pesquisas dieran resultados, aunque sí trascendió a la prensa, como ya hemos indicado, que el explosivo utilizado fuese uno nuevo en el "mercado": la dinamita, inventada por Alfred Nobel en 1866, sí, el de los famosos galardones, pero esa, esa ya es otra historia. 


13 marzo, 2023

Perfiles cofradieros.

Fue en el año 1918 cuando vio la luz una obra escrita por un canónigo de la catedral hispalense no nacido en nuestra ciudad, cofrade, rociero, fumador empedernido, predicador incansable en cultos de hermandades y ferviente partidario de Joselito El Gallo; en esa obrita, con un barniz netamente costumbrista, el autor plasmó a diversos personajes vinculados a nuestra Semana Santa, de modo y manera que bien merecería la pena, aunque sea brevemente, dar cuenta de algunos de los perfiles reseñados en esa publicación; pero como siempre, vayamos por partes. 

El 15 de junio de 1866 nacía en la localidad onubense de Hinojos Juan Francisco Muñoz y Pabón, cuarto hijo de la familia formada por Antonio Muñoz García (que era sochantre o cantor de la parroquia del pueblo) y María Josefa Pabón Illanes. Buen estudiante, con doce años marchará a Sevilla a ingresar en el Seminario en 1878, viviendo con su tío Juan Francisco, también sacerdote, en la entonces plaza de López Pintado, actual de Jesús de la Redención. Ordenado sacerdote en 1890 tras superar todos los exámenes con brillantez, el cardenal Marcelo Spínola lo nombrará párroco de la de Santiago y en 1903 ganará por oposición la plaza de Canónigo Lectoral en el Cabildo de la Catedral, ejerciendo como rector del Sagrario, y como catedrático en el Seminario. Además, desarrolló una ingente labor como predicador en cultos de hermandades, donde era muy solicitado, llegando a predicar en un año hasta 162 sermones a diferentes cofradías, no sólo de la capital, sino de la provincia.

Desde temprana edad se sentirá profundamente inclinado a la escritura, y animado a proseguir en esa senda por el propio Spínola, mantuvo contacto con escritores de la talla de Rodríguez Marín, Luis Montoto o Juan Valera, cultivando una prosa de gran calidad dentro del realismo costumbrista, con su pueblo muchas veces como telón de fondo y sin faltar aspectos de denuncia social o ejemplarizantes. El Buen Paño, Paco Góngora, Justa y Rufina, La Millona, Oro de Ley, Juegos Florales, serán, por mencionar algunos, títulos salidos de su prolífica pluma, una pluma que, curiosamente llegó a recibir como regalo realizado en oro por parte de los partidarios del fallecido Joselito el Gallo por la defensa que realizó en la prensa de la celebración de sus honras fúnebres en la Catedral tras su trágica muerte en 1920, algo que no todos entendieron. La pluma de oro forma parte ahora del ajuar de la Esperanza Macarena, luciéndola prendida en la saya en las festividades cuaresmales, semanasanteras o especiales.

Ahora que tocamos la vertiente cofradiera, Muñoz y Pabón estuvo muy vinculado a dos cofradías del Jueves Santo: las Cigarreras y el Valle. En la primera influyó muy mucho en el cambio de su imagen cristífera, pasando la anterior a Hinojos, donde aún se conserva; en la segunda, como recordó uno de sus biógrafos el fallecido sacerdote Carlos Ros, fue anfitrión de la propia imagen de la Virgen en su casa de la calle Abades número 3 durante una restauración realizada a la misma por José Ordóñez en 1909 tras un incendio fortuito declarado en su sede de la iglesia del Santo Ángel en el mes de julio de aquel año y del mismo modo, influyó decisivamente en la realización del nuevo grupo escultórico del Paso de la Coronación de Espinas, obra de Joaquín Bilbao. 

Fruto de su interés por la Semana Santa es la frecuente aparición de este tema en sus novelas, demostrando además un profundo conocimiento de las cofradías tanto en su organización interna y sus rituales como al entenderlas como expresión de la religiosidad popular. Así, en 1918 publicará "En el Cielo de la Tierra", recopilación de una serie de artículos aparecidos en el diario madrileño El Debate; en ellos, Muñoz y Pabón disecciona con gracejo y seriedad, valga la paradoja, parte del mundillo de las cofradías y sus personajes, en un estilo muy similar al de los protagonistas de los entremeses teatrales de los hermanos Álvarez Quintero, donde abunda la pronunciación popular. El nazareno, el "armao", el costalero o el penitente aparecerán en sus páginas, de modo que al menos nos centraremos en alguno de estos tipos para ver qué concepto tenía de ellos nuestro canónigo, quien sabe, a lo mejor hay lectores u oyentes que se sienten identifyicado con alguna de estas "siluetas", como las llamó su autor.

El artículo dedicado al nazareno, por ejemplo, se caracteriza por hacer un perfecto retrato de quien cada año se reviste con su túnica y lo que supone participar con ella en las cofradías, la responsabilidad en el pago de las cuotas de hermano, la participación en los cultos o la desilusión, siempre, que supone la lluvia el día de la Estación de Penitencia; quizá lo mejor sea cuando menciona, a modo de subtipo,  al "tipo más soberano de la Semana Santa": el "Capirotero", quien acude a varias hermandades para salir de nazareno, a veces sin ser hermano, y sin siquiera ni asistir a cultos o actos, aunque viva, a su manera, sus particulares vísperas con la misma intensidad que cualquier otro cofrade: 

"Una usted a esto que desde quince o veinte días antes de la Semana Santa, desde que se anuncia en los periódicos que tal o cual Hermandad "ha empezado a repartir las túnicas", él fue a recoger la suya, y la trajo a su casa, y se la probó, para que lo viera su mujer, su cuñada, su suegra, sus chiquillos y casi todas las vecinas del corral. Y se quitó la blanca, para ponerse la morada... y se puso luego la negra... y a seguida, la de sotana blanca y manto celeste; y luego la de sotana morada y manto negro... la de escapulario y la sin él..."

Salir en varias cofradías era práctica más cercana a la afición que a la devoción, aunque parece que no mayoritaria, lo cierto es que al describir al capirotero Muñoz y Pabón no olvidará su diferente comportamiento según sea hermandad seria o popular, ya que en esta última faceta retrata perfectamente cómo eran aquellas estaciones de penitencia de los "felices años veinte" tan bien descritas por otros escritores contemporáneos como Núñez de Herrera o Eugenio Noel: 

"Vaya en una cofradía de orden, seria, que es la expresión: y ni se moverá de su sitio, aunque se muera, ni se levantará el antifaz del capirote, ni le arrancará una palabra, aunque lo maten. ¡Ya pueden venir sobre él las necesidades más perentorias!... ¡El capirotero será la edificación de las naciones! Pero vaya, por la inversa, en una de bullanga y jaleo: y se fumará una cajetilla en la estación, y se beberá en cada esquina donde haya taberna -y haylas en todas- cuantos chatos "con tapas" y "destapados", cafés, cervezas, refrescos y copas de aguardiente le permita su portamonedas... y hasta su crédito comercial en la plaza, y volverá a su casa haciendo ese y hasta cedas, ronco, de los vivas de la entrada".
José García Ramos: "Nazareno, dame un caramelo". 1890.

El "gallego", como era entonces denominado el costalero por tratarse, en muchos casos, de  oriundos de aquella región, también queda reflejado en el libro, sobre todo en un curioso párrafo, lleno de expresividad donde se alude a la "corría" que realizaba entonces de uno de ellos, o sea, la lista de cofradías que sacaba con la excepción del Lunes Santo, jornada en la que aún no salían cofradías: 

¿Tú ves lo que es una casa en la calle Tetuán? ¡Po una casa en lo mejón de la calle Tetuán me ofrecían a mí ahora mismo, y no lo llaman! ¡Arma mía! ¡Ebajo de un paso, ¡seis vece!, En una Semana Santa...! Er domingo, en la Amargura. Er marte, en Santa Cru. El miércole, en la Siete Palabra. Er jueve, en la Virgen der Valle. Er vierne, de madrugá, en er Gran Podé, y er vierne, por la tarde, en la Carretería. Con la particularidá, para que te entere: que ni en Señó der Gran Podé cobra un cuarto, porque lo tiene de promesa por lo e las quinta, ni en la Carretería tampoco, porque la novia se llama Lú, como la Virgen y tiene esa fineza con la celestiar Señora. ¡Es mu güeno mi José...!

Otro capítulo del libro será desde entonces casi referencia para muchos cofrades, ya que alude a un tipo de cofrade que en aquella época era muy minoritario, aunque esencial: el que vivía su hermandad y la Semana Santa todo el año. Según algunos autores, será Muñoz y Pabón el que acuñe el término para designarlo: Capillita, o lo que es lo mismo: "el hombre que tiene la fe de su cofradía, que profesó en el santo bautismo". Cofrade comprometido, erudito, ("se sabrá de memoria el libro de Don José Bermejo "Historia de las Cofradías"), experto en priostías y montajes de pasos, conocedor del mundillo artesanal vinculado a las hermandades, asistente habitual a quinarios y besamanos, es analizado como alguien que vive por y para la Cuaresma y lo que viene detrás, capaz de buscar recursos económicos donde no los hay o de dar el típico "sablazo" a personas de alto nivel económico siempre con el fin de mejorar el patrimonio de su Hermandad. Sería extensísimo reproducir completo el texto, ocurrente y de fina gracia, pero al menos, dejemos que el propio Canónigo Lectoral narre cómo vive las vísperas un Capillita de 1919, con especial atención a las últimas líneas, para comprobar que nada ha cambiado en este mundillo:

"Pero cuando la calentura cofradiera del Capillita sube y se recrudece, hasta no haber termómetro que alcance a marcarla, es cuando allá por los días de Pascua de Navidad comienza la novena al Gran Poder, que viene a ser algo así como el "rompan fuego" cofraderil. Porque tras ella viene la de Pasión, el quinario de la Sagrada Mortaja; a seguida, el del Calvario y el de la Quinta Angustia... ahora, el de las Siete Palabras y el de la Hermandad de la O..., el del Santo Cristo de Burgos y la novena de las Tres Caídas..., el del Amor y la del Silencio, el del Museo y el de la Carretería... y luego los septenarios de la Esperanza y de la Amargura (...) ¡Y deje usted de ir a ver ningún altar, aunque no sea más que para ponerle faltas, y de escuchar a ningún predicador, sobre todo si es forastero, porque eso sería imperdonable en un Capillita".

Para finalizar, y como no podía ser menos, describe los preparativos, el montaje de la cofradía y todas las pequeñas tareas a realizar, como si todo aquello fuera un conjunto de piezas por encajar hasta conseguir completarlo todo: 

 "Quédese, que ya es tarde, en el tintero, lo de tratar la cera y buscar el juego de dalmáticas para los acólitos; contratar los "gallegos" para los pasos y la banda o bandas de música para la estación... y el achuchón al bordador y la filípica al platero... la visita al taller del dorador y la llamada urgente al tallista... el recolectar alhajas para el pecho de la Virgen y el encargar las flores para los pasos... y a todo esto, ¡el de los respiraderos, que no los entrega! y ¡el de los faroles, que no los concluye!... las guardabrisas para los candelabros del Señor, que no se encuentran iguales, y ¡la toga del pertiguero, que ha aparecido comida de ratones!... ¡Por muestras, a la carrera, y volando, el sastre! ¡Y este hombre, teniendo que entender de todo, y hacerlo todo...!

Por cierto, muchos años después, en 2019, la Real Academia de la Lengua Española admitió el término "Capillita" en su Diccionario, con la siguiente acepción: dicho de una persona que vive con entusiasmo las actividades organizadas por las cofradías religiosas a lo largo del año y participa en ellas. Quizá por la buena amistad que mantuvo con un alto cargo de la Fábrica de Tabacos, Miguel de Quesada, mantuvo a lo largo de su vida un empedernido hábito de fumador, lo cual a la postre y desgraciadamente le provocó la muerte de un cáncer de pulmón a la edad de tan sólo cincuenta y cuatro años el 30 de diciembre de 1920, y al año siguiente el Ayuntamiento decidió dedicarle una calle junto a la parroquia de San Nicolás, pero esa, esa ya es otra historia.






06 marzo, 2023

El Abad y sus "Estaciones Sevillanas".

Ahora que en estos días son muchos los que recorren iglesias y parroquias en busca de los altares de culto o devotos besamanos y besapiés que montan las hermandades en honor a sus Titulares, valdría la pena quizá reseñar, aunque sea brevemente, que esta costumbre, tan habitual en tiempo cuaresmal, no es especialmente nueva, ya que cierto clérigo de la parroquia de la Magdalena, a comienzos del siglo XVII, dio cumplida cuenta de este tipo de "recorridos devocionales"; pero como siempre, vayamos por partes. 

En 1561 nacía en Sevilla Alonso Sánchez Gordillo, hijo de Alonso Sánchez y María Sánchez, ambos vecinos de la feligresía de San Vicente; de familia numerosa, uno de sus hermanos fue monje cartujo, mientras que él mismo ingresó en la carrera eclesiástica bastante joven, logrando vastos conocimientos en el terreno del derecho canónico y alcanzando, a los treinta y cuatro años de edad, el importante cargo de Abad de la Universidad de Beneficiados, así como un puesto importante entre el clero de la parroquia de la Magdalena. Sus intervenciones durante el Sínodo de 1604, promovido por el Cardenal Niño de Guevara, fueron de gran importancia, destacando por su erudición sobre la historia de la iglesia hispalense. 

Además de todo esto, dedicó parte de su tiempo a defender determinados privilegios del clero, entablando cuantiosos pleitos que le enfrentarían en ocasiones a la propia jerarquía eclesiástica, ganándose una injusta fama de cicatero y "embrollador", como recogió el profesor Bernales Ballesteros. Vecino de la parroquia de la Magdalena (la derribada en el XIX y entonces en la actual plaza del mismo nombre), y un poco partidista, todo hay que decirlo, la consideraba segundo templo en importancia de la ciudad, por encima incluso del Salvador, que en aquellos años aún se hallaba en la antigua mezquita-colegial. Escribió diversas obras sobre historia eclesiástica de la diócesis sevillana, abarcando desde un memorial sobre todos sus arzobispos hasta curiosas crónicas, como un relato sobre el asesinato del Provincial de la orden agustina en Sevilla a manos de cinco religiosos de la misma congregación. Además, durante años, recopiló pacientemente datos y reseñas sobre la religiosidad sevillana, dando como resultado un manuscrito que tituló "Religiosas Estaciones que frecuenta la religiosidad sevillana", y que no llegó a ver publicado, pues desgraciadamente falleció en 1644. 

Conservadas algunas copias, el libro fue reeditado en 1982 por el Consejo de Cofradías de Sevilla, y en él, aparece toda una serie de devociones a las que los sevillanos acudían a lo largo del año o en épocas concretas, lo que se llamaban "estaciones", herederas de la costumbre instaurada en Roma por el Papa Gregorio I de visitar diversas iglesias y detenerse en ellas orar o celebrar la eucaristía. Veamos, al menos, algunas de ellas. 


La parroquia de Santa Marina, enclavada en el sector norte de la ciudad, podría ser la primera, ya que a ella acudían las mujeres embarazadas próximas al momento del parto para encomendarse a su titular; la costumbre consistía en ir a orar ante la imagen de la santa durante nueve días seguidos, y encargar el mismo número de misas o al menos una, según las posibilidades de cada una; el Abad recogía que "han sentido y sienten notables socorros de ligeros partos de manera que saliendo de ellos vuelven a dar las gracias por el beneficio recibido. Y así es estimada y frecuentada esta estación"

Un segundo templo al que acudían los sevillanos para lograr algún favor era el trianero de Santa Ana, al que, en este caso, acudían mujeres que creían ser estériles para realizar novenarios a la imagen de la madre de la Virgen María. Según Gordillo, se habían producido notables milagros en el sentido de quedar embarazadas muchas que desde años lo intentaban, merced a esta antigua devoción, prueba de ello eran las innumerables ofrendas en cera que la iluminaban. 


Existía también la costumbre de visitar lugares de devoción fuera del término de la ciudad, como era el caso de la entonces muy conocida ermita en honor a Santa Brígida, en su cerro de la localidad de Camas, a ciento diez metros de altura. Como curiosidad, dada la preeminencia del cerro sobre Sevilla, se decía popularmente que, cuando amenazaba lluvia, "las nubes cubren a Santa Brígida". Un pobre ermitaño estaba al cuidado de aquel lugar de peregrinación, que constaban de una humilde hospedería, sostenido únicamente por las limosnas de los fieles y devotos, y que era escenario de numerosas visitas, especialmente en la Fiesta de la Purificación de la Virgen el 2 de febrero y durante la romería que tenía lugar en octubre; la ermita fue destruida a comienzos del XIX y en la actualidad se ha vuelto a celebrar la romería, organizada por su Hermandad y partiendo de la parroquia de Santa María de Gracia de Camas. 

Una práctica religiosa habitual, especialmente realizada por las mujeres, era la de visitar durante siete viernes consecutivos siete templos sevillanos, y en cada uno de ellos rezar la nada despreciable cantidad de ciento cincuenta avemarías y quince padrenuestros ofrecidos a la Pasión de Cristo, a María Inmaculada, a los doce apóstoles y a los santos San Hermenegildo, San Leandro, San Isidoro, Santa Justa y Rufina; las iglesias o capillas a las que acudir eran la de la Virgen de la Antigua en la Catedral, la parroquia de San Bernardo, el Prado de Santa Justa, San Hermenegildo, la capilla del Santo Crucifijo de San Agustín (una de las grandes devociones de aquel momento), la parroquia de San Esteban y la de Santiago, para concluir

Allá por el siglo XVII era también grande la devoción existente hacia el llamado Cristo del Coral, que recibía, y recibe, culto en el monasterio de monjas jerónimas de Santa Paula; de autor desconocido aunque atribuido a Pedro Millán (fin del siglo XV, principios del XVI), eran muchos los que oraban ante él para mejorar sus salud y especialmente para pedir por el regreso, sanos y salvos, de aquellos que estaban ausentes por realizar largas travesías por mar a Indias. Los fieles acudían durante cinco viernes consecutivos, rezando treinta y tres padrenuestros y otras tantas avemarías en recuerdo de los años de vida de Jesús; también se rezaban treinta y tres credos. Además, existía la costumbre de entrar andando de rodillas hasta el altar donde se encontraba el Cristo, celebrando misa el último viernes y dejando encendidas dos candelas hasta que se consumía, tal era el rito. ¿Por qué el nombre del Coral? Al parecer, lo relataba nuestro buen Abad, una señora rogó con tanto ahínco por el regreso de su marido desde América que éste regresó de manera rápida y sorprendente, ofreciendo como acción de gracias un ramo de coral que quedó colocado a los pies del crucificado, surgiendo así la advocación, vinculada por algunos historiadores a la actual Hermandad de Monte Sión. 

Durante la cuaresma el pueblo no sólo visitaba y veneraba imágenes sagradas, sino que también oraba ante reliquias de singular importancia, destacando, por poner un ejemplo, el conjunto propiedad del convento de Nuestra Señora de la Victoria, en Triana, legado al mismo por un caballero Contador de la Real Casa de la Contratación, consistente en elementos tan destacables como curiosos: desde un fragmento del Lignum Crucis hasta cabellos y leche de la Virgen María, pasando por un diente de San Juan Bautista o parte de la barba de San Pedro, incluso cinco de las cabezas de las denominadas Once Mil Vírgenes. Las tardes de los domingos de cuaresma se exponían a la veneración estas reliquias, acudiendo gran cantidad de gente al convento, ahora desaparecido y su lugar ocupado por los Padres Paúles de la calle Pagés del Corro.

Terminada una fructífera peregrinación por los Santos Lugares, el Marqués de Tarifa, Don Fadrique Enríquez de Ribera establecerá en Sevilla en 1521 el esquema del Via Crucis traído de Palestina, en un recorrido que con 977,13 metros de longitud arrancaría en la capilla de su propio palacio, a Casa de Pilatos,  y terminará ya en las afueras de Sevilla, señalizando con cruces sobre pedestales la estaciones o marcándolas en los muros de los templos de San Esteban, San Agustín o San Benito. 

Prácticamente, el itinerario sacro finalizaba en el llamado Humilladero de la Cruz del Campo, un templete del que ya se tienen noticias en el siglo XIV aunque algunos autores sostienen que el edificio definitivo habría sido construido en 1482 por el Asistente Diego de Merlo (famoso por la leyenda de Susona y el complot judío para reconquistar Sevilla) como afirma una inscripción que se conserva en su interior. Una cruz de mármol tallada, atribuida al escultor Juan Bautista Vázquez "El Viejo" y que podría datarse en 1571, presidiría el conjunto, germen de lo que luego serían las procesiones de Semana Santa.

En tiempos del Abad Gordillo el rezo de las estaciones constaba de once, no las catorce de nuestros días y el rezo se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma o los días de Semana Santa, dando lugar a grandes manifestaciones de devoción popular que terminaron por salirse un poco de cauce, ya que el propio Abad reconocerá que: 

"Esta estación en su principio antiguo fue de notable devoción y edificación para el pueblo hasta que el enemigo del linaje humano procuró turbarlo. Y es dolor que salió con ello y se profanó de manera que se resfrió la caridad y amor de Dios y fue necesario como de presente es, poner cuidado los Prelados para que se eviten los pecados que de resulta de la corta devoción y poco respeto que se tienen a estos Misterios."

Como puede apreciarse, parece que ya en aquellos tiempos estaba en entredicho la religiosidad popular, pues al aspecto religioso se sumó el profano, con puestos ambulantes, vendedores de reliquias, ciegos con sus cantares... pero esa, esa ya es otra historia.