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14 agosto, 2023

Abril de 1873: un robo real.

 " - Dios le guarde, amigo, qué, ¿Se ha enterado de algo de lo de anoche? ¿Qué me puede contar?

- Buenos días nos de Dios; pues mucho no hay que rascar; a ver, que se sepa, eran dos, eso es lo que cuentan los monaguillos, incluso hay quien dice que dejaron alguna prueba de su presencia dentro del recinto, como una colilla y los restos de un puro habano, aunque eso no termino de creérmelo. Emplearon útiles afilados y durante el robo se desprendieron algunas piedras preciosas que quedaron en el suelo. Planeado lo tenían, de eso no hay duda, actuaron con premeditación, nocturnidad y alevosía, como dicen ustedes, ¿No?; es más que seguro que se escondieron tras el cierre, quizá dentro de un armario usado por un capellán enfermo que lleva semanas sin acudir a sus deberes litúrgicos, burlaron la vigilancia y salieron con total impunidad al amanecer tras la apertura para los primeros cultos de la jornada, sin que nadie notase nada extraño.

- Don Juan Manuel, el Capellán Mayor de la Capilla Real, fue puesto de inmediato sobre aviso por Miguel García, el sacristán mayor, de que alguien había forzado las dos cerraduras del camarín de la Virgen y que faltaban... bueno, quede con Dios que ya está llamando a Coro la Giralda y llevo prisa, desconozco más detalles y está a punto de llegar el juez de primera instancia para iniciar las pesquisas. Luego si lo desea nos vemos en Las Escobas y a ver de qué más me entero para relatarle, con un chato de vino por delante, eso sí".-

Ésta bien podría haber sido, por qué no, una probable conversación entre un "repórter" o "plumilla" de hace ciento cincuenta años a la búsqueda de titulares y su fuente anónima, a buen seguro personal de la catedral. ¿Qué ocurrió en la capilla real aquella noche de finales de abril de 1873? ¿Qué sucedió para que hasta la prensa madrileña se hiciera eco? Como siempre, vayamos por partes.

Tras el breve reinado de Amadeo I de Saboya, en febrero de aquel año se había proclamado la I República Española: inestabilidad política y crisis económica iban de la mano; como ha relatado Alfonso Jiménez, el cabildo catedralicio hispalense incluso carecía de los fondos necesarios para  el gran Monumento Eucarístico y éste, insólitamente, quedó sin montar, en una Semana Santa en la que sólo salieron tres cofradías: las Siete Palabras, la Macarena y las Cigarreras. La guerra abierta con los carlistas y los independentistas cubanos y una preocupante y creciente conflictividad social auguraban meses difíciles para la naciente República.  Todo ello se pudo comprobar en nuestra propia ciudad con la proclamación del denominado Cantón de Sevilla, breve intento de federalismo republicano independiente promovido por los llamados "intransigentes" y que funcionó durante los meses de junio y julio de aquel año, hasta que finalmente fue suprimido y reprimido por la fuerzas militares al mando del general Pavía (sí, el de los "soldaditos de bacalao"), quien el 1 de agosto daba por finiquitado el Cantón no sin resistencia armada y destrozos en zonas concretas de la ciudad. 

Joaquín Domínguez Bécquer. Virgen de los Reyes portando la corona sustraida. Siglo XIX.

En un clima de cierta tensión, al amanecer de aquel martes de la primavera de aquel año de 1873 el cabildo de capellanes reales hubo de reunirse con carácter de urgencia ante la gravedad de los hechos acaecidos en la noche anterior, la sacrílega sustracción de varios elementos que formaban parte de la vestimenta de la Virgen de los Reyes, a saber: corona, peto, alhajas varias y una flor de pedrería que solía portar en su mano el Niño Jesús, tal como ha recogido en sus interesantes investigaciones la profesora Teresa Laguna. 

Avisado el Cardenal Arzobispo Luis de la Lastra, la noticia del expolio corrió de boca en boca, congregándose gran cantidad de curiosos en el entorno de la catedral a la búsqueda de las últimas novedades de un caso que había entristecido a la ciudad tanto por el atentado que suponía a su patrona como la pérdida de una parte importante de su patrimonio. Ni que decir tiene que la prensa no tardó en hacerse eco de lo sucedido, planteando, como en el caso del diario La Andalucía algunas incógnitas:

"Lo extraño del suceso es que la gran verja que sirve de puerta de entrada no tenía señales de haber sido forzada. ¿Por dónde entraron los autores del robo? Sin duda se quedarían dentro de la capilla desde el día anterior; y aun siendo así, ¿Por dónde salieron? Cuestiones son éstas que la autoridad se ha encargado de aclarar."

Para mayor abundamiento, el delictivo suceso se propagó hasta la capital del Reino, (perdón, de la República), ya que el diario El Imparcial de Madrid publicaba citando a otro colega sevillano:

"Dice El Español de Sevilla que el jueves se echó de ver que a la imagen de la Virgen de los Reyes de la real capilla de la Catedral le habían robado la corona y el peto, ambas alhajas de oro, plata y piedras preciosas. Sin duda el robo se hizo por el camarín y se supone que los ladrones quedaron escondidos en el templo desde el día anterior. La corona robada es la real de San Fernando, donado por el Santo Rey a la imagen, juntamente con el peto, propiedad que fue de doña Berenguela su madre. Su valor, aparte de su mérito histórico, asciende a unos 30.000 duros".

Dejando aparte que esos 30.000 duros ahora serían unos 900,00 euros, la corona sustraída, llamada de las águilas, pudo haber formado parte de las posesiones de doña Beatriz de Suabia, esposa de  Fernando III el Santo, era una pieza de gran antigüedad, y poseía además una secular tradición que hablaba de una legendaria donación fernandina a la Virgen. 

En respuesta a lo sucedido, el Cabildo de la catedral, anticipándose al devenir político y al gobierno de Madrid, y esperando una inminente incautación de sus bienes, ordenó actualizar los libros de inventario y aumentar la vigilancia de sus dependencias, capillas y estancias, efectuar registros de todos los espacios públicos antes de cada cierre y aumentar el retén de guardia nocturna, con tres peones armados acompañados por perros, bajo supervisión de un clérigo que permanecía de guardia durante la franja de la noche. Todas estas medidas, que pasaron a formar parte de un llamado "plan de seguridad", sirvieron de muy poco un año después, cuando se produjo un nuevo robo, éste también de bastante importancia, en el templo mayor de la ciudad, el del San Antonio de Murillo, que ya tuvo su espacio en estas páginas no hace mucho. 

Por cierto, calmados en parte los ánimos tras los enfrentamientos entre el general Pavía y los cantonalistas, la prensa local destacó en sus páginas que aquel año la procesión del 15 de agosto sería casi una acción de gracias por los malos momentos vividos en la ciudad, que a la Novena a la Virgen de los Reyes seguiría la solemne Octava y que la popular Velada en honor a la Virgen cobraba especial importancia:

"En la Real Capilla se celebrará la octava de su excelsa patrona, según se ha acostumbrado desde la institución de dichas fiestas, no obstante haberle retirado el gobierno desde hace tiempo la asignación que tenía señalada. 

Esta noche y mañana se verificará la popular velada en derredor de nuestro hermoso primer templo; y como los acontecimientos de los dos últimos meses han privado al pueblo sevillano de distracciones de igual clase, es de esperarse que la que nos ocupa se verá extraordinariamente favorecida."

¿Se recuperaron las joyas robadas? Lamentablemente, se les perdió la pista para siempre, sin que se hallase a los culpables o a los inductores del delito; de ahí que fuese necesario encargar una nueva corona para la Virgen de los Reyes, como quedó reflejado en la prensa local, en concreto en el diario El Español del 10 de octubre de aquel fatídico año de 1873, con una reseña que firma el "Inspeccionador de objetos artísticos": 

"Se halla expuesta en la conocida y acreditada platería de D. José Lecaroz, calle Chicarreros núm. 17 una corona de plata sobredorada que ha de sustituir a la que robaron a la imagen de la Virgen de los Reyes. Esta corona ha sido costeada por una señora devota, cuyo nombre no estoy autorizado para manifestar, y se ha construido en el citado establecimiento con arreglo a modelos y dibujos que existen de la que ha desaparecido. Esta nueva obra es en mi juicio un modelo de arte, por lo bien acabada que se halla".

Realizada bajo pautas historicistas, como ha apuntado Teresa Laguna, la llamada corona de Lecaroz consta de ocho módulos repujados enriquecidos con el añadido de pedrería que posteriormente quizá desvirtuase la idea original, la de rendir homenaje a la pieza robada y nunca más hallada, pero esa, esa ya es otra historia.


 

16 enero, 2023

Oficial y caballero.

Pocos imaginarán, si pasan por la calle Alfaqueque, en el barrio de San Vicente, que en la puerta de una de sus casas colgó de un gancho la cabeza de un malhechor, ejecutado por sus crímenes a finales del XVII y cuya muerte dejó boquiabierto a más de uno. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A mediados del siglo XVII, como cuentan Álvarez Benavides o Chaves Rey en sus crónicas y escritos, había nacido en la calle Alfaqueque, feligresía de la muy cercana parroquia de San Vicente, un noble de rancios y castellanos orígenes, pues su familia presumía de alcurnia, nobleza e hidalguía en unos tiempos en que este tipo de cuestiones eran más que importantes socialmente hablando. Educado con todo esmero por sus padres, aquel niño, de nombre Gaspar, fue creciendo con la idea primordial de dar lustre y fama a su linaje. Para ello, como otros muchos de su tiempo, determinó tomar la carrera de las armas y alistarse en los viejos Tercios del Rey, combatiendo en varias campañas bajo las banderas de ilustres comandantes en zonas bélicas como la portuguesa. Destacó por su valentía prontamente, logrando ascensos (hasta alcanzar el grado de capitán) y recompensas (entonces denominadas "ventajas") que pasaron a engrosar una intachable hoja de servicios, logrando con ello el favor y admiración de sus superiores y, paralelamente, el anhelado reconocimiento para su estirpe y casa. 

Pasaron los años. Hastiado del olor de la sangre, de las marchas interminables por caminos polvorientos, del estruendo de los arcabuces y mosquetes, del cansino redoblar de los tambores y de los rigores y penurias de la guerra, Don Gaspar Yelves, que éste era su apellido, meditó profundamente sobre su futuro y decidió solicitar por escrito la licencia definitiva en su Compañía y regresar a su patria chica, a su casa con blasón en la puerta de la calle Alfaqueque, para gozar de un más que merecido descanso tras una vida llena de peligros y fatigas.  

Contrajo feliz matrimonio con Doña Antonia Falcón, una huérfana y acaudalada dama de estirpe antigua y con ella comenzó una tranquila vida en su barrio de San Vicente, gozando del aprecio de sus convecinos, siendo tenido por ameno conversador de cuidados modales y por un carácter extrovertido, acompañado de una más que generosa prodigalidad en lo económico, como detalló un texto del siglo XIX: 

"Asistía con frecuencia a la iglesia de San Vicente a su santo rosario, y a todos los actos de devoción, dando mucho ejemplo, pues repartía diariamente limosna a los pobres".

Eran la pareja ideal, la imagen de la felicidad, la perfecta armonía, envidiada por muchos. Sin embargo, en cuestión de meses,  pronto comenzaron las murmuraciones entre los parroquianos ante el elevado tren de vida de la pareja, sus cuantiosos gastos en muebles, joyas y vestuario y las continuas y prolongadas ausencias de Don Gaspar, justificadas por su esposa por negocios vinculados a ciertas tierras castellanas en litigio, lo cual fue creído por todos a piés juntillas. 

Los más allegados, preocupados sinceramente por su seguridad, advirtieron al de Yelves que procurase tomar precauciones en sus viajes, ya que a finales del siglo XVII, coincidiendo con la complicada etapa final del reinado de Carlos II el Hechizado, abundaban las partidas de bandoleros que acechaban en los caminos a los menos precavidos para despojarles de sus pertenencias, usando para ello métodos sanguinarios que llevaban no pocas ocasiones hasta el asesinato. En concreto, una de estas partidas destacaba de las demás por sus robos sin violencia y por su habilidad para poner tierra de por medio sin que la justicia pudiera "echarle el guante". 

Don Gaspar, avezado oficial curtido en mil batallas, valga la expresión, siempre sonreía cuando escuchaba tales consejos, agradeciendo los desvelos hacia su persona e indicando que él sabía cuidarse perfectamente, presumiendo de buena esgrima con la que blandir la espada y de sendos pistoletes que procuraba llevar bien cebados de pólvora. A mediados de 1697 partió de nuevo a sus quehaceres, dejando a su esposa y amigos harto preocupados por su seguridad. Durante meses, no hubo noticias suyas, preocupando a sus más cercanas amistades y angustiando a su esposa, que no tardó en temerse lo peor.

Por otra parte, en enero de 1698, sin noticias de nuestro capitán, fue apresada una experimentada banda de malhechores, vieja conocida de las autoridades, en la que figuraba un tal Zapata, acusada del sacrílego saqueo de una ermita en tierras castellanas, de donde sustrajeron numerosas alhajas y vasos sagrados. En el haber de la cuadrilla de maleantes había también delitos de sangre perpetrados, al parecer, sin el consentimiento del cabecilla de la banda, según afirmaron algunos de sus miembros en los interrogatorios, lo que había provocado un grave enfrentamiento interno entre dicho cabecilla y el antes mencionado Zapata, desembocando en la captura de todos. Vistas las pruebas y evidencias, la sentencia dictada por la Real Audiencia de Sevilla fue dura e inapelable y condenó a la pena máxima a toda la partida. Rápidamente y sin más demora, pues el tiempo apremiaba, se dispuso todo con cadalso y horca, pregonándose en los lugares acostumbrados el día y hora de la ejecución en la Plaza de San Francisco. 

Aquella fría, y puede que también nublada mañana de enero, el cortejo de ajusticiados partió de la Cárcel Real de la calle de las Sierpes a paso lento, casi procesional, realizando el recorrido habitual por Cerrajería, Cuna, Salvador hacia Francos y Alemanes, (donde el Cristo de los Ajsuticiados) y demás calles, atestadas de un público deseoso de emociones fuertes mientras los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y pícaros y ladronzuelos oteaban posibles incautos. Todas las miradas estuvieron puestas en el traqueteante carromato en el que realizaba su último viaje aquel desarrapado grupo, pero con lo que pocos contaban era con la sorprendente presencia en dicho grupo del mismísimo Don Gaspar de Yelves, "capitán" de aquella partida de salteadores de caminos, altiva su expresión y digna mirada al frente, como si fuera a desfilar para pasar revista frente a un aguerrido general. Como soldado veterano, soportó el metódico rito con actitud concentrada, pareciendo reconfortado con la absolución y el perdón de los padres jesuitas encargados de tan piadosa tarea. El verdugo actuó con rapidez y en escasos segundo todo estaba terminado. Bueno, todo no.

Cumplido el castigo, como era la costumbre de la época, el cuerpo del deshonrado capitán fue llevado a la llamada Mesa del Rey, especie de tosca plataforma de piedra situada en el camino hacia Alcalá de Guadaira; allí fue despedazado en sus extremidades, repartidas por otros tantos puntos de la geografía sevillana y su cabeza colgada en un garfio a la puerta de su propia casa, como cruel escarmiento y severa advertencia. Desconocemos que fue de su desdichada viuda y de su patrimonio y fortuna, logrados de modo delictivo.

Foto: Reyes de Escalona.

Andando los años, en esa misma calle Alfaqueque, se situó curiosamente un corral de vecinos, actualmente desaparecido, llamado de Don Gaspar, quizá como recuerdo de este capitán y bandido que nunca derramó sangre ajena, aunque esa, esa ya es otra historia...

17 octubre, 2022

Murillo, sin cortes.

Era un amanecer apacible. En el exterior apenas se oía el revoloteo de los pájaros entre pináculos y arbotantes. Bostezando de sueño y restregándose los ojos, aquel peón cumplió su rutinario cometido una jornada más en aquella mañana del 5 de noviembre de 1874; con parsimoniosa lentitud, chirriando las ruedecillas sobre las que se deslizaban unas finas cuerdas, procedió a descorrer los cortinajes que cubrían una de las pinturas de mayor tamaño conservadas en el recinto. Realizada la tarea, habría continuado hacia otros quehaceres de no ser porque otro peón, más atento o espabilado, le avisó a gritos, rompiendo el silencio que se adueñaba de las naves catedralicias. “¡El San Antonio, el San Antonio”! Con esos gritos acudieron a buscar al Deán, que se encontraba en la sacristía de los Cálices. Éste, sin dar crédito a lo que le decían, acudió al lugar de los hechos para comprobar, atónito, que era verdad lo que los subalternos de servicio le anunciaban alarmados: alguien, aprovechando la noche, había recortado la imagen del santo que aparecía en la gran obra de Murillo haciéndola desaparecer...

Ahora que hace unos días ha sido noticia el acto vandálico contra Los Girasoles de Van Gogh, no estaría de más, como anticipábamos, recordar qué ocurrió en aquel otoño de 1874 y cómo terminó un robo casi de película, con mercado negro de por medio. Pero como siempre, vayamos por partes. 


En 1656 el Cabildo Catedralicio encargó a Bartolomé Esteban Murillo una pintura que representase la aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua, con la idea de que presidiera la capilla bautismal, situada a los pies del templo mayor de la ciudad, siendo el acaudalado canónigo Juan de Federigui quien costease los diez mil reales de la obra. De grandes dimensiones, pues mide cinco metros y medio de alto y tres de alto, pronto el cuadro adquirirá fama y devoción por la unción religiosa y la vaporosa representación del Niño y los ángeles que le rodean, dentro de los esquemas barrocos al uso. 

El robo de aquel fragmento, en concreto el de la zona del San Antonio situado en el ángulo inferior derecho del lienzo, supuso toda una conmoción en Sevilla, sorprendida por la impunidad con la que habían actuado los ladrones, incluso la leyenda urbana afirmaba que habrían dormido a los perros de los vigilantes con carne con alguna sustancia somnífera, momento en el que mutilaron el lienzo con un objeto cortante y huyeron con él, desconociéndose cómo burlaron la vigilancia catedralicia. Sin demora, pues el tiempo acuciaba, los canónigos de la catedral, como ha estudiado Gámez Martín, se lanzaron a la búsqueda de lo robado, buscando el apoyo del gobierno civil y de la madrileña Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, a la que se envió escrito con este texto:

“El magnífico cuadro de San Antonio de Padua pintado por Murillo, que ocupa un lugar en la Capilla Bautismal de esta Santa Iglesia Catedral, ha sido destrozado, sustrayendo al santo, que recortado con un instrumento, sin duda muy a propósito, deja un hueco que Sevilla toda contempla poseída de ira y espanto… En la seguridad de que por su parte ese alto cuerpo contribuirá con su respetabilidad y reconocida eficacia a que el Gobierno de la Nación tome una parte activa en este afrentoso hecho”.

Por su parte, como relata Joaquín Guichot, durante esos días se realizaron varios registros domiciliarios y detenciones entre el personal del catedral, sin resultado alguno por falta de pruebas o indicios y el propio Ayuntamiento ofreció la suma de 200.000 reales como recompensa por el hallazgo del fragmento del cuadro, sin olvidar que el gobierno civil decretó inmovilizar a todos los viajeros en sus hoteles y a los barcos surtos en el puerto, telegrafiando al Gobierno de Madrid con la noticia, quien dio la voz de alerta a otros países extranjeros. ¿La acción de un demente? ¿Un ladrón por encargo? Nada. Al San Antonio o se lo había tragado la tierra o se había esfumado sin dejar huella.

Nadie podía imaginar que en esos momentos el lienzo de San Antonio, enrollado y cubierto con escaso cuidado, efectuaba una travesía hacia un puerto al otro lado del Atlántico...

Un golpe de fortuna, o casi un milagro, propició un giro en los acontecimientos, ya que el 18 de enero de 1875 el Conde de Casa-Galindo, gobernador civil de Sevilla, publicó un edicto que fue repartido y colocado en los sitios habituales para su lectura por la población:

"El Excelentísimo Señor Ministro de Estado, con fecha de este día, me dice lo que sigue: -es afortunadamente cierto que el lienzo de Murillo ha sido recobrado por nuestro cónsul de New York, y se encuentra en poder de las autoridades españolas.

Lo que hago público para la satisfacción de los habitantes de esta provincia".

¿Cómo se había conseguido recuperar el lienzo? La respuesta la tenía el artista y anticuario neoyorquino William Scheams, quien el 2 de enero de ese año había recibido en su estudio la visita de dos ciudadanos españoles que le habrían ofrecido para su compra un hermoso San Antonio de Murillo. Sabedor del robo, Scheams sospechó de inmediato y rogó a los ingenuos vendedores dos días para dar contestación y que le dejasen el lienzo para estudiarlo con detenimiento, lo que aprovechó para escribir sin demora al consulado español: 

"Mi querido señor: tengo placer infinito en preveniros, que gracias a circunstancias imprevistas, acabo de adquirir una pintura original de Murillo, que representa a San Antonio de Padua. Creo que es un fragmento del célebre cuadro de la Catedral de Sevilla, conocido bajo el nombre de la Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua, tan indignamente mutilado hace algunas semanas. No quiero tardar un momento en poner esta obra a la disposición  del Gobierno español, por vuestra graciosa mediación. El cuadro os será entregado personalmente".

A ruegos del cónsul, y para no levantar sospechas, Scheams adquirió el lienzo por doscientos cincuenta duros, firmando el recibo de pago uno de los españoles con el nombre, probablemente falso, de José Gómez. Avisada la policía neoyorquina y en una operación limpia y rápida, los dos vendedores fueron detenidos, puestos a buen recaudo y embarcados en el navío "City of Vera Cruz" con destino a La Habana para ser puestos a disposición judicial de las autoridades españolas. Curiosamente, sin que ellos lo supiesen, en el mismo barco viajaba también el San Antonio, estrictamente custodiado por diplomático español. Fernando García, nombre real de uno de los presuntos autores, fue descrito por la prensa de la época de este modo antes de retornar a la península: 

"Es un hombre como de cuarenta años, regular estatura, moreno, con toda la barba negra, abundante y algo rizada. Es el tipo vulgar del mediodía de España. Dice que es de oficio "moldeador", y su traje y sus maneras están en armonía con los de un artesano humilde. Añade que ha llegado de España recientemente y sólo con el objeto de busca en los Estados Unidos medios de vivir con más desahogo que vivía en España y que aprovechó esta circunstancia para traerse el lienzo que le dieron en Cádiz para su venta dos italianos"

El periplo prosiguió cruzando el Atlántico de Cuba a Cádiz en una travesía sin incidentes, ya en febrero; finalmente, el día 21 las campanas de la Giralda repicaron de alegría por el feliz regreso del mutilado lienzo, siendo recibido por las autoridades locales y por una enorme multitud, emocionada por el regreso de tan importante obra. El cabildo catedralicio, una vez abierto el embalaje que contenía el Murillo y de acuerdo con el sentir popular, acordó exponerlo en la sacristía mayor para contemplación de todos, acto que se prolongó durante días, ya que eran muchos los que deseaban volver a ver al "lienzo viajero". 

Era evidente que era necesario reintegrar el fragmento mutilado a la obra original, para lo cual se decidió crear una comisión formada por representantes de cabildo catedral, del ayuntamiento y de la Academia de Bellas Artes de Sevilla. Consultada la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, finalmente el elegido será el pintor afincado en Madrid Salvador Martínez Cubells, quien a la edad de treinta años ya era considerado uno de los mejores restauradores del país. Martínez Cubells, como detalle, estaba entonces llevando a cabo la delicada tarea de retirar las famosas Pintura Negras de Goya que se encontraban en las paredes de la Quinta del Sordo para pasarlas a lienzo, labor finalizada con enorme éxito pese a las dificultades que conllevaba. 

 

Los trabajos de restauración, realizados de manera gratuita, se desarrollaron en la sacristía mayor de la catedral, y consistieron en encajar el lienzo mutilado y resanar los daños causados por el traslado a Nueva York, consistentes en pérdidas de soporte, lagunas y fisuras varias. El 30 de septiembre las tareas habían finalizado a entera satisfacción, siendo expuesto el lienzo en el trascoro y celebrándose una solemne función religiosa el día 13 de octubre, durante la cual el sermón, publicado con posterioridad, estuvo a cargo del Chantre de la catedral, el Padre Cayetano Fernández; el cabildo obsequió a Salvador Martínez Cubells con una medalla de oro de tres onzas con el escudo catedralicio en una cara y esta inscripción en la otra:

"A Don Salvador Martínez Cubells, restaurador insigne del cuadro de San Antonio de Murillo. El Cabildo de la Santa, Metropolitana y Patriarcal Iglesia Catedral. 1875".

Por su parte, la esposa del restaurador también recibió un detalle por parte de los señores canónigos, aunque no hay constancia de si le agradó el presente: un relicario con cuatro fragmentos o reliquias pertenecientes a San Bartolomé, San Lorenzo, San Pedro y San Laureano, procedentes del propio tesoro catedralicio. 

Para concluir, algunos detalles interesantes: el anticuario William Scheams, descubridor del paradero del lienzo, rehusó cobrar la recompensa ofrecida, y fue nombrado Socio Honorario de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Sevilla, mientras que, por otra parte, José Gómez o Fernando García, conocido por ambos nombres y como el presunto ladrón o al menos vendedor de la obra, no sólo no fue procesado, sino que a la postre quedó en libertad, sin que trascendieran más detalles sobre el móvil del robo y su autoría definitiva, algo que quedó, por tanto, en el más absoluto misterio, pero esa, esa ya es otra historia...