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19 mayo, 2025

Antes, Burro.

Quizá algún lector, visto el título, ya sepa por dónde nos vamos a mover en esta ocasión, lo que quizá desconozca es que fue lugar frecuentado por guerrilleros y carromatos; pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Entre las calles Puente y Pellón y Pérez Galdós, a medio camino entre la Encarnación y la Alfalfa, la calle Alonso el Sabio (con el "Don" por delante), ha sido tradicionalmente calle para chanzas y chascarrillos, no en vano, ya en el siglo XVI, sin que se sepa muy bien por qué, se llamó calle del Burro, y así lo comprobó José Gestoso cuando localizó viviendo allí a la maestra bordadora Antonia Bazo, perviviendo tan peculiar apelativo durante el siglo XVIII, como consta en padrones y documentos varios de 1713 o 1742; sin embargo, visto lo raro que quedaba escribir en las direcciones de las cartas aquello de "Don Fulano de tal, Burro número 5", el Consistorio acordó en 1845 otorgarle un nombre más preclaro, el del hijo primogénito de Fernando III de Castilla, o lo que es lo mismo, Alfonso X, apodado El Sabio, por su labor en pro de la cultura y las letras en aquellos tiempos medievales. No obstante, en el lenguaje popular quedó para siempre la broma, recogida por el escritor José María Izquierdo en su obra Divagando por la Ciudad de la Gracia (1923):

"La calle que la fidelísima y nobilísima ciudad del NO8DO rotuló con el nombre del hijo de su santo reconquistador, tenía antes una denominación que hacía pensar en la de una comedia de Plauto: la Asinaria... Durante cierto tiempo en las guías, en los anuncios y en los membretes se leía: Calle Alonso el Sabio, antes Burro..."

 

Foto Reyes de Escalona.

A medio camino, como decíamos, de la zona de las Carnicerías de la Alfalfa, de las Vinaterías o ya en el XIX del cercano Mercado de Abastos de la Encarnación, la calle, peatonal casi siempre, tuvo un marcado carácter comercial o de servicios. Álvarez Benavides en 1874 alude especialmente a los números 7 y 9, que en aquellos tiempos eran propiedad de Manuel de la Puente y Pellón, alcalde de Sevilla de quién hablamos en su momento al tratar la vía que lleva su nombre. Estas casas, ahora convertidas, para variar, en apartahotel de lujo, fueron terminadas en 1868 bajo la dirección del arquitecto José de la Vega y Alcalá, y se sitúan en lo que fue la famosa Posada de la Castaña.

De las más conocidas de la ciudad, la de la Castaña servía tanto como posada como mesón y en ella se hospedaron gentes de toda condición, desde Ignacio Cepeda, el amor imposible de la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda allá por 1839 (vecina entonces de la calle Cantarranas y autora de la primera novela anti esclavista, mucho antes de la conocida Cabaña del Tío Tom) hasta, unos años antes, en tiempos bélicos de lucha contra los franceses, el hermano Fray Demetrio, monje del Convento de Los Terceros que abandonó la celda y el rezo para empuñar un trabuco para encabezar la llamada Partida del Fraile, que encuadrada en la división del general Ballesteros dio no pocos quebraderos de cabeza a las tropas galas que estaban acuarteladas en el sur español. Por cierto, al finalizar la contienda, se cuenta que el monje regresó, a sus quehaceres monásticos como si nada hubiera pasado, con una conducta ejemplar, nada que ver precisamente con su "colega" de convento del que dimos cuenta oportunamente no hace mucho: Fray Ignacio o Antonio de Lagama. Ya que hablamos de conflictos bélicos, la calle de la que hablamos fue víctima en 1843 del llamado Bombardeo de Van Halen, general a la órdenes del Regente Espartero, cayendo en la misma un proyectil procedente de las baterías de artillería que asediaron, sin éxito, la ciudad.

Del Callejero de Sevilla. 1845.

La Posada de la Castaña, además, con su ambiente bullicioso y jaranero, con su ir y venir de huéspedes, era punto de partida para diligencias y postas que partían a diario hacia la cercana Carmona o, dos veces en semana, martes y jueves, propiedad de un tal Juan Amador, hacia el malagueño Balneario de Carratraca, célebre por sus aguas y al que a mediados del XIX comienza a acudir parte de la burguesía andaluza. Con el tiempo, cambió su nombre, pasando a llamarse Fonda Española desde 1868, que además de proporcionar hospedaje, poseyó salones para banquetes, en los que solía reunirse la clase política de tiempos de Alfonso XII.

 
Además, hay que destacar que la calle fue sede también de otros establecimientos, como la llamada Fonda de Malta, en el número 20 desde el año 1833 y que en 1874 estaba gestionada por el empresario Pedro Aragonés; aparte, albergó confiterías, tiendas de tejidos, tintorerías (donde en su momento estuvo el corral de vecinos llamado de Las Gallinas) o droguerías, destacando como curiosidad una fábrica de papel de fumar, dirigida por Salvador Pérez y Gisbert (que también tenía tuvo una fábrica de fósforos en la desacralizada iglesia de Santa Lucía) y que se nutría de papel procedente de Alcoy. En 1951 residía en esta calle el Colegio Andaluz de Árbitros de Fútbol, trasladado luego a O´Donnell y entrando en cuestiones cofradieras, en el número 7 ha venido funcionando desde hace bastantes años el taller de bordado en oro Santa Bárbara, que tantas y tan buenas obras ha legado para la Semana Santa y El Rocío. 

Foto Reyes de Escalona. 

En cuanto a edificios, merece la pena destacar el número 8, esquina con la calle Siete Revueltas, realizado por Aníbal González para Dolores Miravent y que es toda una declaración de intenciones en lo referente al llamado "estilo regionalista" en arquitectura, combinando elementos mudéjares y barrocos con materiales tan diversos como el azulejo, el cristal, el hierro forjado o las yeserías, sin olvidar el ladrillo tallado. Del mismo modo, llama la atención el número 12, de estilo "neoplateresco" y del que se tienen noticias a comienzos del siglo XX, aunque fue reformado en 1945, pero esa, esa ya es harina de otro costal.


25 septiembre, 2023

El hábito no hace al monje.

Que la Iglesia de los Terceros, en la calle Sol, fue sede de hermandades como la del Amor o las Cigarreras o que ahora cuida de ella la de la Sagrada Cena es cosa bastante sabida, pero lo que no muchos recuerdan es que formó parte de un antiguo convento franciscano y que uno de sus monjes fue ejecutado en Sevilla en el año 1817 y, además, por muy graves delitos; pero como siempre, vayamos por partes.

Antonio de Lagama y Cosano (o de Legama  o La Grama según algunos textos) habría nacido en 1782 en la localidad de Aguilar de la Frontera, provincia de Córdoba, y en su juventud se habría trasladado a Sevilla para ingresar como novicio en el convento de la Orden Tercera Franciscana, cuya iglesia, titulada de Nuestra Señora de Consolación, es popularmente conocida como la de los Terceros, al igual que la conocida y cercana plaza del mismo nombre en el barrio de Santa Catalina. 

Siendo hermano lego con el nombre de Fray Ignacio, nadie pudo nunca reprobarle malas conductas o comportamientos, antes bien, sus superiores comenzaron a atisbar en él cualidades para ser en el futuro toda una lumbrera de la religión y un bondadoso monje. La ejemplar formación de Antonio proseguía con grandes avances y toda la comunidad franciscana se hacía voces de la fe y devoción con la que asistía a los oficios religiosos y el cariño con que atendía a los menesterosos. Sin embargo, la invasión napoleónica dio al traste con todo: en 1810 el rey José I Bonaparte ordenó la incautación de conventos y monasterios y la expulsión de sus componentes, de modo y manera que los frailes terceros tuvieron que abandonar su sede, fundada en 1602, quedando la comunidad diseminada y cada fraile en destinos de lo más variado. 

Hombre nada apocado, Fray Ignacio volvió a ser Antonio de Lagama y decidió probar fortuna en otro lugar y pronto se asentó en su patria chica de Aguilar, en casa de su madre, donde consiguió ocupación como maestro de primeras letras, logrando en poco tiempo la consideración y el aprecio de los vecinos por su paciencia y carácter pacífico. Allí encontró, en principio, su lugar en el mundo y el modo de ganarse honradamente la vida.

Pasaron los meses. En 1814, Fernando VII, ocupando ya el trono español tras la expulsión de las tropas francesas, decretó la devolución de los bienes incautados por los galos a las órdenes religiosas, por lo que el bueno de Antonio de Lagama, hecho ya a las lecciones de gramática y a una apacible existencia, fue requerido por sus frailes terceros de la calle Sol. Los autores Carlos Olavarrieta y José Antonio Rodríguez, descubrieron un curioso documento firmado por la madre de Fray Antonio, Inés Cosano, implorando al superior franciscano que se le permitiera quedar en su compañía por quedar desamparada, escribiendo el prior al obispado hispalense en estos términos: 

"Fray Ignacio ayuda a sostener a su madre, y aunque por esta razón sería justo concederle que permaneciese en su compañía, me inclino a creer que sería más conveniente que se reúna con su comunidad, porque su conducta y distracciones que tiene en aquel pueblo lo exigen de este modo".

Por tanto, en la primavera de 1815, al menos eso narra Chaves Rey, Antonio acató las órdenes de sus superiores, desempolvó su viejo hábito, se revistió con él, se despidió de su madre y  vecinos y a lomos de una mula emprendió el camino hacia Sevilla no de muy buen grado, todo hay que decirlo, pues este regreso a la vida monástica suponía para él abandonar una vida desahogada y libre. 

No quedó ahí la cosa. A mitad de camino entre la Luisiana y Écija el destino hizo que topase con una de tantas partidas de bandoleros que menudeaban en la región; de malas maneras, fue forzado a descender de su modesta montura y registrado por manos expertas, los crueles bandidos pronto comprobaron que carecía de nada de valor, lo que no le eximió de la correspondiente paliza que le dejó maltrecho y malherido. 

Sin embargo, pese a las magulladuras y la consiguiente humillación, Antonio de Legama experimentó algo en su interior, una especie de cortocircuito mental (¿O quizá algo parecido al famoso "Síndrome de Estocolmo", que hace que el secuestrado termine simpatizando con su secuestrador?), que le hizo de improviso solicitar a los bandoleros el formar parte de su partida, sin saber que, al "echarse al monte" estaba pidiendo ingresar en los llamados Siete Niños de Écija, como ha narrado Felipe del Pino en un interesante artículo.

José Ulloa, "Tragabuches" o "Gitano", torero y bandolero, era el cabecilla del fiero y pintoresco grupo, acompañado de hombres y nombres que en aquellos años aterrorizaban a habitantes de cortijos y aldeas, viajeros y transeúntes de unos caminos inseguros y llenos de peligro. Con él, habrían colaborado, en diferentes etapas, sujetos como Juan Palomo, Luis de Vargas, "Ojitos", Antonio Fuentes "Minos", "Escalera" o "El Cojo", al que hubo que sumar, no sin ciertas reticencias iniciales un nuevo apodo: el de "El Fraile". El traje corto, el calañés y la chaquetilla o marsellés sustituyeron al hábito pardo, el breviario se convirtió en trabuco y la mula en brioso corcel. Por cierto, nunca fueron siete ni eran de Écija, pero las habladurías hicieron de las suyas y la leyenda puso el resto. 

Atracos, robos, palizas, violaciones, contrabando, asesinatos, todos los delitos habidos y por haber formaron parte del sangriento curriculum de esta cuadrilla, como los sucesos acaecidos en la aldea de Zapata en 1817 o en los baños de Horcajo, donde fue muerto todo aquel que opuso resistencia; retratada e incluso admirada por los viajeros románticos que veían en ella un salvaje instinto por la libertad, las autoridades no cejaron en su empeño de capturar a aquella banda de malhechores enviando escuadras de escopeteros o de "migueletes" para capturar a sus integrantes, pero lo agreste del terreno y la gran capacidad de escapar y ocultarse de la que hacían gala impedían que fuesen arrestados. "El Fraile", por su parte, haciendo oídos sordos a su antigua condición religiosa, consiguió poco a poco hacerse respetar en el grupo, ganarse un sitio e incluso conseguir la admiración de algunos camaradas por su valentía, falta de escrúpulos y escaso miedo a represalias. 

Francisco de Goya: Asalto al coche. 1786.

Sin embargo, la trayectoria delictiva de Antonio de Lagama quedó cercenada en 1817, cuando fue capturado por los escopeteros de caballería en la llamada Huerta de la Alameda, en el término municipal de Aguilar de la Frontera, propiedad de un potentado cordobés que atendía al nombre de Antonio Jordán. Su compañero Pablo Aroca, "Ojitos" tuvo mayor fortuna y puso pies en polvorosa, eludiendo a la justicia. 

Pese a que los vecinos de Aguilar protestaron por la entrada en prisión de su paisano, la Audiencia de Sevilla, que ya había condenado y ejecutado a dos de sus camaradas el 18 de agosto de ese año, lo reclamó para juzgarle y condenarle a muerte. De nada sirvieron las súplicas de los padres Terceros de la calle Sol, pues el 27 de septiembre de 1817 "El Fraile" se vio las caras, es un decir, con el verdugo Andrés Cabezas sobre el patíbulo levantado al efecto en la Plaza de San Francisco, para que éste diera fin a su vida según decía la sentencia: 

"Mandamos que el Fray Antonio de Lagama en consideración de su cualidad y a la súplica del Juez Oficial y Vicario general sufra la pena de muerte en garrote, que se entreguen a los escopeteros de la villa de Aguilar que aprehendieron a Fray Antonio de Lagama los mil ducados ofrecidos".

Por cierto, el profesor Aguilar Piñal cita que el cronista Félix González de León escribió sobre la ejecución del bandolero que comentamos en estos términos:

"Se dio muerte de garrote a Fray Antonio de la Goma, por ladrón y ser de la cuadrilla de los Niños de Écija. Era lego profeso de los Terceros de Sevilla y por más que hizo la Comunidad no pudo libertarle ni hacerle entierro, aunque lo pretendió. Aunque en la sentencia no se expresaba, fue descuartizado".

A título de curiosidad, en la famosa serie televisiva sobre el bandolero "Curro Jiménez", como algún lector ya habrá recordado, aparece el personaje de "El Fraile", interpretado por el actor madrileño Paco Algora, quizá como "homenaje" al fraile que hemos venido comentando, pero esa, esa ya es otra historia.