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31 marzo, 2025

Carrera Oficial.

Aprovechando el tiempo cuaresmal, vamos a darnos una vuelta entre palcos y sillas, para comprobar cómo, allá por tiempos pasados, vivía la ciudad eso de colocar asientos para ver las cofradías; pero para variar, vamos a lo que vamos.


Desde sus antiguos orígenes, las cofradías de penitencia sevillanas realizaban estación de penitencia a los principales templos de la ciudad, como el Salvador o a lugares fuera de las propias murallas, como el conocido Humilladero de la Cruz del Campo, por poner algún ejemplo; sin embargo, en 1604, el Cardenal Niño de Guevara ordenará a las hermandades realizar estación únicamente a la catedral y dentro de unos horarios concretos; pretendiendo controlar los itinerarios y evitar abusos instaurará el llamado Cabildo de Toma de Horas, celebrándose en principio el Martes Santo en la Capilla de las Doncellas de la catedral, para luego, paulatinamente, ir pasando al Sábado de Pasión y, por último al domingo previo al Domingo de Pasión. 

El hecho de acudir a la catedral hará que la mayoría de cofradías opte por pasar por los lugares ceremoniales de la ciudad, de ahí que la Plaza de San Francisco y la entonces llamada como calle Génova (ahora Avenida de la Constitución) tomaran especial protagonismo, sin olvidar la calle Sierpes, lo que hará que, en 1777, siguiendo el dictado del monarca Carlos III, se instale una especie tribunal en la confluencia de esta calle con la de Cerrajería, en lo que será el antecedente del "palquillo" (llamado por los cofrades clásicos "patíbulo") que a la postre terminará por colocarse en la plaza de la Campana en la Semana Santa de 1917 y configurará el modelo de Carrera Oficial que, salvo leves cambios, ha llegado hasta nosotros.

A todo esto, durante la segunda mitad del siglo XIX las autoridades locales comenzarán a comprobar cómo la Semana Santa podía ser fuente de ingresos para la ciudad, sobre todo por la atracción que tal festividad generaba en un más que incipiente trasiego de viajeros de otros países, deseosos de encontrar elementos pintorescos o exóticos en una celebración religiosa que se vivía con especial intensidad en Sevilla y que, poco a poco, había sustituido a la procesión del Corpus como fiesta mayor. Así, en 1865 el alcalde García de Vinuesa ordenará que se coloquen sillas en la zona de la fachada del Ayuntamiento que daba a la Plaza de San Francisco, al precio de 4 reales, para que así el público pudiera presenciar los cortejos penitenciales con más comodidad. 

Sin embargo, como suele ocurrir, la medida municipal no fue del agrado de todos, ya que hemos recabado una anónima Carta al Director publicada el Miércoles Santo de aquel año en el diario La Andalucía cuyo texto no deja lugar a dudas, aparte de reseñar otros comportamientos habituales entonces al paso de las cofradías:

 "Muy señor mío: bueno fuera que Vd. que tan celoso se muestra siempre por el decoro de nuestras funciones de la presente Semana Santa, se dirigiera a quien pudiera evitar que la multitud se agolpe al paso de las cofradías, principalmente en la plaza de San Francisco, quitándoles mucha parte del lucimiento que tenían años anteriores cuando se mantenía despejada, mientras pasaban aquellas, la ancha faja que media entre las sillas colocadas por el Ayuntamiento, y las que los particulares ponían enfrente para arrendarlas el público.

Es extraño que se permita también que muchachos sucios y harapientos se disputen, no solo cuando las mismas cofradías van por las calles, sino lo que es más, mientras hacen su estación para nuestra suntuosa Basílica, se disputen, repito, la cera que cae de los cirios que llevan los nazarenos, llegando la amabilidad de algunos de estos, a echar en el hueco de la mano de los tales niños, la parte de cera derretida alrededor del pabilo. 

El natural deseo de recoger más cera, hace que los citados mozalbetes anden de un lado a otro, promoviendo disputas entre sí y en lugar tan sagrado, con dolor y escándalo de propios, y más aún de tantos extraños como nos visitan estos santos días."

Por cierto, la carta alude también a comportamientos irreverentes en la catedral durante la Madrugada del Viernes Santo, como hablar en voz alta o dormir allí "como si estuvieran en una plaza"

Pero regresemos a las sillas de la Plaza de San Francisco, porque con el tiempo se convertirán en los Palcos y con ellos, su transformación en lugar para ver y dejarse ver, para lucir y lucirse dentro de un ámbito social perteneciente a las clases altas hispalenses. Abundan las reseñas periodísticas que destacan el aspecto deslumbrante de la Plaza de San Francisco en las tardes del Jueves o Viernes Santo, como esta del diario La Andalucía de abril de 1897:

 "Son muchos los extranjeros y personas notables que se encuentran ya en Sevilla para presenciar las grandes festividades de Semana Santa y Feria. En el hotel de Madrid hay hecho gran pedido de habitaciones y como todos los años las familias más linajudas y opulentas de la sociedad madrileña pararán estos días en la capital andaluza. 

Los palcos y sillas que coloca el Ayuntamiento en la plaza de San Francisco, están casi todos tomados por la flor y nata de la sociedad sevillana".


Sin embargo, un periódico satírico que ya hemos mencionado en alguna que otra ocasión, "El Tío Clarín", no tenía del todo claro la utilidad de las sillas en la Plaza, pues en uno de sus números cuaresmales de las década de los sesenta del siglo XIX recomendaba irónicamente a los visitantes foráneos:

"De  lo que tal vez no se instruya, por no estar en la nómina, si no lo toca de cerca, es de que las sillas colocadas en la carrera para su alquiler, cuestan cuatro reales en adelante cada una, precio excesivamente módico, comparado con la comodidad que ofrecen: 

Como que es una localidad de preferencia cuyo buen punto de vista esta garantizado convenientemente. Por eso verán ustedes que al que está sentado en una silla nadie lo pisotea. Ni lo estruja. Ni se le pone delante. Ni le sucede otra porción de cosas que ustedes experimentarán, si no siguen mi consejo. Huir de las sillas mientras haya otras cosas en que tirar el dinero."

Si los sevillanos del siglo XIX hubieran llegado a saber lo de las sillitas plegables, el CECOP y el público esperando cofradías desde horas antes... pero esa, esa ya es harina de otro costal.

28 septiembre, 2020

El último en enterarse

Dentro de los sucesos o sucedidos sevillanos que pasaban de boca en boca, ocupó lugar preferente durante años el ocurrido en nuestra ciudad en octubre de 1624. El trío protagonista llenó la ciudad de dimes y diretes por lo inaudito de la situación y por cómo quedó finalmente resuelta.


Empecemos por presentar a los intervinientes en esta tragicomedia: en primer lugar Cosme Sevaro, sastre, de orígen catalán por más señas, y que poseía vivienda y negocio en el llamdo Pozo de los Traperos, cerca de la calle de los Tundidores, actual Hernando Colón; en segundo lugar, su esposa, una hermosa mujer llamada Manuela Tablante, dada a galanteos y coqueteos; por último, el tercero en discordia, José Márquez, oficial empleado en la sastrería de Cosme, robusto mozo según las crónicas, que no tardó en entablar relación con la mujer de su maestro, movido por una irreflenable atracción mutua, sin que el alfayate, que era como se llamaba entonces a los sastres, se percatase de ello ni notase nada extraño en cuanto a la fidelidad de su pareja. 

 

En una carta escrita por un padre franciscano a Don Francisco de Quevedo se decía sobre los escarceos amorosos de Manuela y José: 

"Cuando el oficial tenía el antojo de ver a Manuela decía: Seda, señora maestra, y ella respondía: suba por ella, y de esto quedó un refrán que ahora se dice en todas las plazas de Sevilla". 

Pero como suele ocurrir en estos casos, enterado al final Cosme, en vez de montar en cólera y tomar venganza espada en mano como era habitual en estos casos de adulterio manifiesto, nuestro sastre, hombre de ánimo tranquilo y vengativo sin duda, denunció a los dos jóvenes ante el escribano del crimen Lázaro de Olmedo, desarrollándose un enconado y comentado pleito que trajo como final que la Audiencia sentenciase a morir, degollados según algunos autoros, bajo pena de garrote, segúin otros, a los dos adúlteros, tal como marcaba la ley:


Si muger casada fuese adúltera, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido,y haga dellos lo que quisiere y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro; pero si hijos derechos hubieren ambos, o el uno dellos, hereden sus bienes; y si por ventura la muger no fue en culpa, y fuere forzada, no haya pena.


La resolución por parte de la Justicia no cayó nada bien en la ciudad, que consideraba excesivo el castigo y poco benevolente al tribunal, prueba de ello es la respuesta por parte de algunos que hasta en dos ocasiones, formando compactos grupos de gente, destuyeron y quemaron el patíbulo de madera donde debería tener la ejecución, lo que da idea del rechazo que este tipo de sentencias generaba entre el pueblo. Finalmente, con el refuerzo de dos compañías de soldados, pudo montarse un nuevo cadalso, de mayot altura. 

El 25 de octubre, a las once de la mañana, llevaron a la Plaza de San Francisco a los dos reos amantes y al marido denunciante, que debía presenciar el sumario castigo. Estaban presentes también el Asistente de la Ciudad, Don Fernando Ramírez Fariñas, el Teniente Mayor Don Luis Ramíres, el Teniente Ruano y el Alcalde de la Justicia, Don Francisco Alarcón. 

 Los dos condenados aparecieron montados de espaldas y con crucifijos en sus manos en sendos borricos, la mujer vestida de negro y el mozo de blanco. Como contaban las crónicas de sucesos de la época:

«Los sacaron de la prisión en dos jumentos, que quebrantavan los coraçones de dolor el ver una moçedad y cortos años puestos en muerte de tan grande afrenta».

Al llegar al cadalso, Manuela quedó de rodillas con el rostro vuelto hacia el edificio de la Audencia, y José de igual modo, pero mirando hacia el Ayuntamiento. A duras penas pudo llegar Cosme, el marido acusador, al lugar de la ejecución, escoltado por el Sargento Mayor y un piquete de soldados, ya que era enorme la multitud que se había concentrado en la Plaza, y en balcones, azoteas y ventanas.



De entre el gentío congregado no tardó surgir un sordo rumor que poco a poco se convirtió en ensordecedor griterío “¡Perdón, perdón, perdón!” suplicando encarecidamente a Cosme que concediera el perdón a su mujer y su amante y, con ello, el indulto; enmedio de tan monumental confusión, o mejor, para añadir más aún, se abrieron las puertas del vecino convento Casa Grande de San Francisco y de ellas surgió un gran número de frailes en procesión portando velas encendidas y llevando en alto un crucifijo. 

Lenta pero resueltamente, el nutrido cortejo, entonando oraciones y salmos, se abrió paso con dificultades entre la abigarrada multitud y no dudó en entabalr forcejeo con el cordón de soldados para rebasarlo, ocasionándose disparos por parte de la fuerza armada e incluso heridas de pólvora a algún religioso, hasta que el jesuita Padre Soto, junto con otros doce frailes, accedieron resultamente al cadalso y una vez allí, con grandilocuentes y exageradas muestras de dolor, rogaron repetidamente al esposo ultrajado el perdón, haciendo lo mismo la propia Manuela, quien se arrojó dramáticamente, hecha un mar de lágrimas, a los pies de su marido. ¡Hasta se le llegó a ofrecer al marido denunciante la nada despreciable cantidad de dos mil ducados que él dignamente rechazó inconmovible!


Entre los papeles del Conde del Águila se conserva un texto de aquel momento en el que se detalla cómo se produjo la suspensión de la pena de muerte impuesta:


Clamaban los alaridos de la gente porque la mujer era hermosa: cuatro de los religiosos se abrazaron al marido sin dejarle menear y ayudados de otros y diciendo a grandes voces: - Ya ha perdonado- , echaron abajo a la mujer, que dio un salto por la escalera como una gata, y sin cesar las voces de – Ya ha perdonado – fue notable el alarido y contento de todos, y se la llevaron en volandas a San Francisco. Cosme, alzando el brazo, lo meneaba muy depriesa, haciendo señales de que no era verdad, pero seguían voces de perdón y echaron en el bullicio del tablado abajo al adúltero medio muerto y lo llevaron también a San Francisco, quedando allí Cosme llorando”.


Las gentes del pueblo, que habían tomado partido decididamente por Manuela y José, celebraron con alborozo la salvación "in extremis" de ambos y no tardaron en surgir coplas que los mozalbetes cantaban por las calles:


Todos le ruegan al Cosme

que perdone a su mujer

y él responde con el dedo

Señores, no puede ser”.


Como se ve, el efectista ardid de los frailes, digno de Lope o de Calderón, haciendo creer que se había producido el perdón, surtió el efecto deseado, burlando al marido y consiguiendo el favor del pueblo ante lo que consideraban un exceso de justicia.

La historia, cuentan, se divulgó multiplicada, enriquecida y exagerada en numerosas relaciones en prosa y en verso, a cuál más curiosa y en poco tiempo las peripecias y enredos de Cosme, Manuela y José, como si fuera un "culebrón" sevillano en pleno siglo XVII, estuvieron en boca de todos.

 

¿Qué sucedió finalmente con los participantes en este suceso?

 

A la postre, José Márquez fue enviado como condenado a remar a las galeras del Rey, falleciendo allí poco después, el sastre finalmente concedió el perdón a su esposa con la condición que entrase en un convento y Manuela Tablante, apodada "La Mal Degollada", indudablemente mujer de armas tomar, aceptó inicialmente tomar los hábitos pero se cuenta que escapó del cenobio donde estaba recluida y vivió con total libertad en su ciudad, entregándose a mil aventuras amorosas según los cronistas y alcanzando singular fama por ello.


07 octubre, 2019

Visitando la "Casa Grande"

Audio emitido en el programa del lunes 7 de octubre de 2019, en el que tratamos de detallar, brevemente, los pormenores, historia y patrimonio de la llamada "Casa Grande de San Francisco", principal convento franciscano de Sevilla que se mantuvo en pie desde mediados del siglo XIII hasta 1840...