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19 diciembre, 2022

La Bruja del Postigo.

No hace mucho tiempo, en estas mismas páginas, mencionábamos algunos aspectos sobre la importancia capital que tuvo el espacio dedicado a la Aduana, pieza clave en todo el entramado comercial que enviaba o recibía mercancías a través del Atlántico hacia las Indias. En esta ocasión, nos centraremos en una calle muy, muy cercana, que tuvo nombres curiosos y hasta su propia "Bruja"; pero como siempre, vayamos por partes.

La actual calle Tomás de Ibarra, que arranca junto a Almirantazgo y concluye en Adolfo Rodríguez Jurado, muy cerca de la Delegación de Hacienda, recibió varios apelativos a lo largo de su historia. Según Álvarez Benavides, su nombre primitivo fue el de Victoria, debido a su proximidad con el lugar en el que se verificó, según la tradición, el acto de entrega de las llaves de la ciudad a manos de San Fernando por parte del Cadí Axataf en noviembre de 1248. Según el mismo autor, también se la conoció, y no es moco de pavo el nombre, por la calle de los Cuernos; no hay que ser mal pensados, en este caso por la abundancia de artesanos que se dedicabas a la realización de vasijas o vasos para contener aceite, vinagre u otras sustancias, empleando para ello astas de toro, quizá procedentes, por qué no pensarlo, del cercano coso taurino de la Maestranza. 

Sin embargo, durante buena parte de su historia, la calle se llamó del Aceite, por la existencia en ella de no pocos almacenes dedicados a este producto; no hay que olvidar que a pocos metros se halla el Postigo del Aceite, de modo que todo quedaba "en casa", por así decirlo. Sin embargo, en 1868 se modificará de nuevo el nombre de la calle, que pasará a ser el de Aduana, aunque finalmente en 1918 quedará con su denominación actual en honor al político, diputado y senador sevillano hijo del primer conde de Ibarra Tomás de Ibarra González (1847-1916). Ibarra, que llegará a contraer matrimonio hasta en tres ocasiones, se caracterizará por su gran mecenazgo económico en la restauración de varias de las puertas de la Catedral, como la de los Palos o las Campanillas o por pagar de su propio bolsillo la restauración del derribado cimborrio catedralicio en 1881, sin olvidar que ostentó el cargo de Hermano Mayor del Silencio durante diecinueve años, en una etapa de recuperación del esplendor patrimonial y corporativo de la conocida como "Madre y Maestra". 

Detalle interesante, hay que resaltar que toda la hilera de edificios de la acera más próxima al río se fue adosando al lienzo de muralla que arrancaba desde el mencionado Postigo del Aceite en dirección al desaparecido Postigo del Carbón, en  la calle Santander; de hecho, al fondo de algunos edificios pueden apreciarse restos de esas murallas, como parte de sus muros, como el que es visible en el solar del número 14.

Además, una de las casas forma parte de la trasera del cercano Hospital de la Caridad, como lo atestigua un azulejo del siglo XVIII en el que se menciona que es "Postigo de la Santa Caridad para tiempos de arriada", o lo que es lo mismo, un acceso algo más elevado que facilitaba no sólo la evacuación cuando el Guadalquivir anegaba sus orillas con gran peligro para todo el Arenal, sino, por poner un ejemplo, el apresurado traslado de ancianos y enfermos de la Santa Caridad con motivo del pavoroso incendio del 7 de mayo de 1792 ocasionado en la Aduana y que a punto estuvo de arrasar toda la calle durante los cinco días que duró. 

Dentro del caserío de la calle sobre salen los edificios de dos o tres plantas, muchos del XIX y algunos de mérito, como el correspondiente al número 16 de la calle, ideado por el conocido arquitecto Aníbal González y que albergó durante años el Bar el Barril, muy frecuentado por los universitarios de mediados del siglo XX. En la prensa local de finales del XIX y comienzos del XX se registra también la presencia de varias oficinas consignatarias de buques, algo comprensible habida cuenta la cercanía con el puerto.


Por otra parte, las crónicas del XIX aún relataban las peripecias de una famosa anciana que tuvo vivienda en la calle de la Aduana: la llamada "Bruja del Postigo" o Tía Isidora. Impune durante meses, las autoridades francesas, dueñas y señoras de la Sevilla de 1812, intentaron capturarla por sus crímenes y tropelías pero, como por arte de magia, desaparecía de su modesta casucha y luego reaparecía triunfante y burlesca por San Juan de la Palma, por Santa Catalina o por el Muro de los Navarros, lugares más apartados donde disponía de la cobertura de gente fiel y afín a sus intereses sin que la justicia pudiera echarle el guante.

Además, para acrecentar el halo de misterio que la rodeaba, se decía que formaba parte de una temida y secreta sociedad delictiva: La Garduña, que operó en Sevilla y toda España durante décadas, una especie de sindicato del crimen a la española en la que, como ya narramos en otro momento, existía toda una estructura piramidal en la que existían rangos y niveles, una enigmática jerga propia (bien conocida por los cervantinos Rinconete y Cortadillo), multitud de nombres en clave y peculiares apelativos como los "punteadores", los "floreadores" o "fuelles", para nombrar a matones, rateros o soplones, sin olvidar a las "sirenas", a quienes la feroz Tía Isidora capitaneaba con férrea mano en su labor como galanas prostitutas y recabadoras de información a un tiempo. Derribada su casa de la calle Aduana, huida finalmente de la ciudad, su rastro se pierde en Granada, donde algunos sostienen que fue capturada y ejecutada por su extenso curriculum delictivo. 

Por último, pecaríamos de olvidadizos si no aludiéramos que en esta calle vivió durante años el popular Francisco Palacios "El Pali", el gran Trovador de Sevilla, autor y cantante de sevillanas inolvidables y fuente inagotable de anécdotas en torno a su persona; pero esa, esa ya es otra historia...

Post Data: aprovechamos para desear a todos unas Felices Pascuas y que el Niño que nos va a nacer colme de bendiciones todos los lectores y oyentes de este humilde Blog. 







01 agosto, 2022

Control de Aduanas.

La llegada de Colón a América en 1492 supuso no sólo el descubrimiento de todo un continente, sino la posibilidad por parte de la corona castellana, de explotar una incalculable cantidad de recursos que poco a poco fueron llegando a Sevilla: especias, metales preciosos, maderas, etc. Este flujo de riqueza se compensaba con el envío a través del Atlántico de materias primas y objetos de lujo y para controlar y fiscalizar el beneficio de este comercio, las autoridades establecieron la Aduana. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde tiempos del rey Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, se decidió establecer un impuesto real que gravase el tránsito de todas las mercancías que entrasen o saliesen del territorio castellano, bien por vía terrestre, bien por vía marítima. Para controlar el cobro de esta tasa se nombró a un grupo de "almojarifes" (término árabe que significa "inspectores") de ahí que tomase el nombre de Almojarifazgo y que se creasen diversas aduanas en las fronteras castellanas.  

En el caso de Sevilla, ésta estuvo situada en diversos lugares a lo largo del siglo XVI, incluyendo unas casas más arriba del Puente de Barcas, cerca del entonces Convento de Santiago de la Espada, ahora sede del colegio de las hermanas mercedarias de la calle San Vicente, hasta que finalmente queda asentada en una de las naves de las Atarazanas, en concreto, en la más próxima al Postigo del Carbón, frontera a la actual calle Santander, durando sus obras diez años y finalizándose en 1587. En la actual Delegación de Hacienda se conserva aún una placa de mármol que recuerda tal efemérides: 



"Año 1587.Reynando Felipe II y siendo Asistente de esta ciudad el Conde de Orgaz, mandó Sevilla a construir esta Aduana, teniendo a su cargo los Almoxarifazfgos de ella. Destruida casi generalmente por un incendio el día 7 de mayo de 1792, se reedificó de cuenta de la Real Hacienda reynando Carlos IV y siendo sucesivamente asistentes de la misma e intendentes de su ejército Don José de Ábalos y el Marqués de Ustáriz." 

El profesor Morales Padrón afirmaba que el distrito aduanero comprendía a la ciudad y su territorio en cinco leguas a la redonda, lo que vendrían a ser unos veinticinco kilómetros, además de otras aduanas menores desde Lorca hasta Cádiz, teniendo jurisdicción sobre otras del Reino de Castilla. Este control fiscal no era completo, pues era frecuente que muchas mercancías no pasasen por la Real Aduana, de modo que la lucha contra el fraude fue siempre uno de los objetivos por parte de la Corona. Como curiosidad, la Aduana era tenida como uno de los mejores lugares para la picaresca sevillana, tal como recuerda un azulejo cervantino situado en la calle Núñez de Balboa, que indica que Rinconete y Cortadillo habrían entrado en la ciudad por la llamada Puerta de los Azacanes o de la Aduana. No es de extrañar, pues,  que Luis Vélez de Guevara en su Diablo Cojuelo tuviese palabras para la Aduana sevillana: 

«La Aduana, tarasca de todas las mercaderías del mundo, con dos bocas, una a la ciudad y otra al río, donde está la Torre del Oro y el muelle, chupadera de cuanto traen amontonados los galeones en los tuétanos de sus camarotes».

Así describía el edificio aduanero el cronista Rodrigo Caro allá por 1634:

 «Una de las cosas más célebres que tiene Sevilla (y se dijera toda España no me engañaré), es el Aduana, edificada en el sitio de las  Atarazanas, que ocupa buena parte de ellas. Su fábrica es muy ancha y alta; la mayor parte de cantería y ladrillo, edificada a modo de un templo con su crucero, toda la bóveda. Aquí vienen a parar todas cuantas mercaderías cosas que vienen a vender a Sevilla, y así está siempre llena de fardos, cajones, tercios y otros géneros de carga, que apenas puede andar por ella, estando las mercaderías unos sobre otras, haciendo grandes y altos cúmulos de ellas»

Por el mismo cronista sabemos que la plantilla de trabajadores habría rondado las 250 personas, formada por cargos de todo tipo, desde el Administrador y los dos Almojarifes, hasta Secretarios, oficiales, escribanos, contadores y selladores, pasando por todo un grupo conformado por subalternos como guardas, marineros, agentes o guardarropas, con un coste salarial anual de más de 50.000 ducados, coste que era asumido por la corona, quien no obstante rentabilizaba este gasto gracias al monopolio sevillano sobre las Indias, que perduró hasta el siglo XVIII. Hay que pensar cómo la llegada de la flota procedente de América suponía todo un acontecimiento para Sevilla, prueba de ello es que repicaban las campanas de la Giralda y Santa Ana en Triana y hasta se disparaban salvas de cañonería desde el montículo del Baratillo anunciando a la ciudad la buena noticia. 


Como edificio, constaba de una larga nave realizada en ladrillo, de gran anchura y altura, con bóveda sostenida por grande pilares, entre los cuales se situaban, como si fuesen capillas, almacenes provistos de rejas y cancelas para servir como almacén de los innumerables artículos y mercancías que allí se atesoraban a la espera de partir a Indias o de abandonar Sevilla. Dato curioso, el edificio contaba con sendas puertas situadas a ambos extremos de la gran nave, una cara al río y otra a la calle Tomás de Ibarra, entonces Plaza de la Aduana y ahora de Indalecio Prieto. 

Músicos militares en la calle Temprado, ante la portada de Poniente de la antigua Aduana.

Como todo lo que rodea a esos siglos de opulencia en la Sevilla Puerta de América, y dada la cercanía del Arenal, la Aduana fue escenario de pleitos, litigios, duelos y hasta lugar de predicación de un viejo conocido de este blog, El Loco Amaro, quien en uno de sus sermones, enfadado porque nadie allí le había dado limosna para el Hospital de los Inocentes, llamó a su personal "mercaderes del templo" y "cornudos judíos", rogando "un avemaría porque se quemen los libros de la Aduana con toda la generación de Eminentes". Hay que añadir que Eminentes era el apellido del entonces Administrador de la Aduana y que éste no tardó en quejarse al superior de Amaro, quedando aquel en reprenderlo. Aceptó la riña de buen grado nuestro personaje, y al día siguiente improvisó un púlpito sobre unos fardos dentro de la misma Aduana, disculpándose por haber llamado judío al señor Eminente aunque, eso sí, diciendo para concluir: "Sé que quien se pica, ajos come", y dicho esto abandonar el edificio con gran dignidad. 

El traslado de la Casa de Contratación a Cádiz en 1717 supuso un cambio fundamental para Sevilla, no sólo en lo económico, por la pérdida de gran cantidad de transacciones mercantiles que generaban los inevitables beneficios para el fisco, sino en lo poblacional, ya que varios miles de personas, vinculadas a la gestión del comercio con América, cambiaron de residencia aparte de la inevitable pérdida de protagonismo hispalense. 


Durante el siglo XVIII, el edificio de la Real Aduana sufrirá inundaciones que dañarán (algo habitual) mercancías y fardos almacenados allí y hasta los efectos de un tremendo vendaval en 1750 con relámpagos, truenos y lluvia que según Joaquín Guichot "dobló o quebró los cerrojos de la Aduana"; para colmo de males, el 7 de mayo de 1792 se declaró en ella un espantoso incendio que se prolongó durante cinco días, alcanzando las llamas al Hospital de la Caridad que hubo de ser evacuado y sus enfermos y asilados dormir en el cercano parque de artillería; las pérdidas materiales y económicas fueron cuantiosas y el edificio quedó maltrecho.

Trabajos de construcción en la antigua Aduana

Tras algunas reformas y mejoras durante el siglo XIX, la Aduana prosiguió con sus funciones, esta vez enfocadas a productos agrarios, destacando en la prensa local de aquel entonces las frecuentes subastas públicas de bienes decomisados (telas, sedas, algodón, pañuelos y hasta estampas litografiadas), hasta que finalmente se trasladaron las dependencias aduaneras a otro lugar y el vetusto conjunto fue derribado y, según Morales Padrón, parte de sus sillares trasladados al colegio mayor Hernando Colón. Desde los años cuarenta del siglo XX se comenzó el proyecto de ejecución de nuevo edificio, atrasado por la aparición de restos arqueológicos, hasta que en 1953 fue inaugurado el actual, sede de la Delegación de Hacienda bajo planos del arquitecto José Galnares Sagastizábal, de modo que, a la postre, aquella zona de la ciudad ha seguido siendo sede de asuntos fiscales y tributarios a la que acudir, pero esa, esa ya es otra historia...