No, no vamos a hablar hoy de Rosendo, autor rockero donde los haya, y de la canción que da título a este post; sin embargo, sí lo haremos sobre un personaje que alcanzó gran popularidad en la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII y que atendía al nombre de Amaro. Pero como siempre, vayamos por partes.
Es la Sevilla, lo hemos mencionado en alguna ocasión, que todavía conserva el espíritu atlántico, la capacidad de sorprender a quien la visita, la que ofrece un auténtico puzzle de olores, sensaciones o inquietudes, la que llena las plazas para un auto de fe o para una procesión, la que abarrota mercados y se arremolina en torno al río a la arribada de las flotas de indias, la que sufre epidemias y carestías, la que se rebela sublevándose contra el orden establecido (algún día hablaremos del motín de la Feria), la que devotamente defiende dogmas de fe, la que trasiega con vinos y manjares o sufre hambre hasta morir, la que aloja a pícaros, maleantes, prostitutas junto a santos, beatas y almas caritativas, como ya hemos aludido no hace mucho con "Los Niños Perdidos".
Tampoco podían faltar en este elenco de personajes aquellos que, como se decía entonces, "habían perdido el Oremus", para ellos existía un establecimiento hospitalario, en la collación de San Marcos, no lejos de lo que luego sería el célebre noviciado jesuita de San Luis.
Si le preguntásemos a cualquier sevillano de la época, lo habría llamado el Hospital de los Inocentes o la Casa de los Locos, aunque en realidad, siendo puristas, se denominó Hospital de San Cosme y San Damián, constituido en 1436 por Marcos Sánchez de Contreras en unión de su esposa con el objetivo claro de recoger de las calles a dementes, lográndose un privilegio por parte de Enrique IV en este sentido que además permitía a los administradores del Hospital recoger los bienes de los acogidos y usarlos para el sustento de la institución: “para provemiento y reparo de otras personas tocadas de dicho mal que están o estuviesen en dicho Hospital, e non tienen bienes algunos; y que si muriesen sin tener o dejar parientes propincuos a quien, según derecho, pertenecen tales bienes, que sean para la Casa”.
Siempre bajo la protección de la corona, el establecimiento acogió a enfermos mentales de muchos tipos, procedentes de la calle, de la Cárcel Real, del Santo Oficio, siendo tratados con la idea de su sanación. Como dato a tener en cuenta, la mayoría de los enfermos pagaban por su estancia (que podía durar hasta cinco años o prolongarse en mayor espacio de tiempo) y procedía de los más diversos estamentos sociales, desde esclavos o criados hasta clérigos o religiosos. El edificio como tal, experimentó diversas reformas, reedificaciones y ampliaciones a lo largo de los siglos, hasta que en 1840 todos los enfermos fueron trasladados al Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.
Un 29 de octubre de 1681 ingresó en esta institución un paciente que con el paso de los años se haría célebre por sus ocurrencias y que gozaría de gran popularidad en esa Sevilla bulliciosa y siempre atenta a novedades y sucesos que narrar. ¿Su nombre? Amaro Rodríguez, natural de Arcos de la Frontera o quizá de la provincia de Córdoba, sin que se conozcan muchos más datos biográficos, aunque hay quien habla de que poseía cierta cultura vinculada quizá al oficio de las leyes.
En lo que sí coinciden no pocos cronistas (especial recuerdo para el periodista y sacerdote Carlos Ros fallecido este año y que trató de la figura de quien hablamos) es que su demencia fue provocada por la experiencia de sorprender “in fraganti” a su esposa con un fraile en sus aposentos domésticos, y no precisamente rezando el rosario, de ahí que en su locura los monjes y frailes siempre fueran su obsesión. Con el paso de los años, acudió su mujer a visitarlo y tras inquirirle ella si la reconocía, Amaro respondió rápido y certero:
- ¿Cómo te iba a conocer si te dejé ciruela de fraile y te encuentro castaña pilonga?
Pero no todo quedó en eso. Amaro, dado su excelente uso de la palabra, raudo a la hora de usar latinajos indescifrables o chascarrillos irónicos, será elegido para pedir limosna por las calles de Sevilla y aprovechando esta circunstancia obsequiará a sus paisanos con encendidos sermones y pláticas en los que no dejará títere sin cabeza. Tocado con un bonete rojo y con una alcuza en la mano, ejecutará auténticas escabechinas retóricas de las que no se salvarán ni escribanos, ni pasteleros, ni militares ni monjas, ni siquiera los administradores de su “residencia”, por no hablar, evidentemente, de los frailes, a los que dedicará los mayores exabruptos, aunque todo ello con un discurso pretendidamente culto y lleno de citas bíblicas, muchas de ellas apócrifas. Allá donde se detenía, lograba siempre atraer la atención del público sevillano, ansioso de escucharle.
Muy conocida fue la anécdota acaecida en 1657, cuando solicitando limosna en el palacio arzobispal comprobó que todos los familiares del Arzobispo Tapias lloraban desconsolados ante su inevitable muerte. Una vez dentro de la cámara donde reposaba el enfermo, exclamó:
- Estas ya no son Tapias, sino ruinas.
Como dicen que más vale caer en gracia que ser gracioso, el Loco Amaro obtuvo con posterioridad el favor del Cardenal Ambrosio Spínola, teniendo libre acceso a la mesa y aposentos del palacio arzobispal, aunque no por ello se libró Su Eminencia de críticas o comentarios por parte de su “protegido” como cuando en cierta ocasión, contemplando la obra de la monumental escalera de mármol del Palacio Arzobispal le espetó al prelado que “Su Ilustrísima es al revés que Jesucristo: Él convertía las piedras en pan para los pobre y Su Ilustrísima el pan en piedras”, y quedóse tan tranquilo.
El 23 de abril de 1685, Amaro Rodríguez, fallecía en el Hospital que lo había acogido durante varios años, siendo enterrado en la parroquial de San Marcos; sin embargo, sus famosos sermones le sobrevivieron, siendo publicados en varias ocasiones y manteníendose vivo su recuerdo durante mucho tiempo en Sevilla.
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