Corre el año 1558. El entonces Arzobispo de Sevilla, Fernando Valdés, en unión de Juan de Obando, Vicario General de la Archidiócesis deciden fundar una Hermandad en honor al Patriarca San José y a la advocación de la Virgen del Amparo, dedicada a ayudar y mantener a un sector de la población siempre en riesgo: los niños.
Así, la nueva Corporación, a semejanza de otras entidades de aquel tiempo, tenía entre sus cometidos el de salvar de las calles a aquellos recién nacidos que eran abandonados en zonas concretas de la ciudad; la iniciativa no era nueva, ya que se tiene constancia de establecimientos benéficos de este tipo en Italia ya en el siglo VIII. Para entender cómo era la situación en aquella Sevilla del Quinientos baste el desolador documento que sacó a la luz la Doctora Giménez Muñoz, donde se afirmaba que esos niños "expuestos a la inclemencia de los temporales que por el rigor de los fríos en su tierna edad y desabrigo ya por la impiedad de los perros faltos del natural instinto apenas habían abierto los ojos a esta vida cuando se hallaban despojados de ella con su temprana muerte, quedando privados de gozar de Dios para siempre por faltarles el agua del Santo Bautismo muriendo antes de recibirla".
Ni que decir tiene que la mayoría de estos pequeños eran fruto de relaciones extramatrimoniales (en unos tiempos en los que la deshonra suponía un estigma social) o hijos de familias sin recursos que optaban por la dolorosa decisión de abandonarlos a la espera de que algún alma caritativa se apiadase de ellos, de ahí la costumbre de dejarlos en la puerta de monasterios y conventos (¿quién no recuerda la emotiva novela y película de Marcelino Pan y Vino?).
La nueva Hermandad, nacida al calor de una época en la que la ciudad bullía en actividad y en la que los contrastes sociales era muy fuertes, irá poco a poco alcanzando cierta pujanza. En 1627, con el mecenazgo del Cardenal Diego de Guzmán, tras no pocas vicisitudes se convertirá en una Junta con doce vocales en la que tendrán cabida personajes del estamento eclesiástico y del civil, siempre bajo la presidencia del Prelado de turno que ostentaría el rango de Protector; además, a fines del XVII la Casa Cuna, tras una estancia en la calle Francos, se establecerá en la calle de los Carpinteros o Carpintería, aunque el nombre del gremio poco a poco irá siendo desplazado por el de Cuna, llegando con esta denominación hasta nuestos días.
Pese a la influencia arzobispal, no tuvo nunca la Casa Cuna una saneada economía, ya que, por ejemplo, durante años son constantes las quejas de los administradores por la falta de recursos con los que alimentar a la numerosa población infantil y con los que pagar los sueldos de las nodrizas o amas de cría encargadas de alimentar a no pocos recién nacidos que eran dejados literalmente en el "Torno", muy similar al existente en los conventos femeninos de clausura y que garantizaba el anonimato de las manos que entregaban al niño a Casa Cuna. En muchas ocasiones los niños venían acompañados de alguna nota o carta con instrucciones sobre su crianza futura, pues quizá fueran de nuevo recogidos, en otras, los niños apenas traían lo puesto y llegaban en pésimas condiciones de salud.
Richard Ford ya lo recogió en sus escritos de 1830, que la Casa Cuna era "el lugar donde los inocentes son
asesinados y los hijos naturales abandonados por sus antinaturales
padres, y atendidos en el sentido de que se les mata a hambre lenta.", lo
que da idea, por desgracia, de las condiciones de vida allí, con una
mortalidad de más del 50%. Prueba de ellos son los libros conservados en el Archivo Provincial y la
existencia, en la Parroquia del Salvador, de la llamada Cripta de San
Cristóbal; en ella, durante las excavaciones arqueológicas realizadas en
la restauración de dicho templo en 2004, se contabilizaron novecientos cuerpos correspondientes a población infantil, enterrados allí debido quizá a episodios de alta
mortalidad motivados por epidemias (peste, fiebre amarilla,
cólera, sarampión...). Fue sin duda uno de los hallazgos más sorprendentes, e incluso la prensa local de se hizo eco de ellos.
González de León narra que en el siglo XIX la Casa Cuna se hallaba en el entonces número 13 de la calle del mismo nombre, y que se trataba de un edificio con una fachada sin apenas adornos dignos de mención, excepción hecha de dos lápidas de mármol, una a cada lado de la puerta principal, en una de ellas con la escueta leyenda:
AQUÍ SE ECHA LA LIMOSNA
PARA ESTA STA. CASA
Mientras que en el otro lateral figuraba ésta inscripción del Salmo 26 del Antiguo Testamento:
Cuya traducción sería "Porque mi padre y mi madre me desampararon, el Señor me recogió". Ni que decir tiene que el torno antes aludido ocupaba lugar preferente en la fachada de la Casa, que a su vez, como recoge el mismo autor, poseía sala de lactancia, dos salas para "destete" y una enfermería que era atendida gratuitamente por un médico, por no hablar de las demás dependencias y la capilla, reconstruida en 1734 por Diego Antonio Díaz. Como curiosidad, la capilla era presidida por un retablo barroco con una imagen de San José obra de Pedro Duque Cornejo.
A los seis años, los niños pasaban al Hospicio, entonces en el actual Conjunto Monumental de San Luis de los Franceses, aunque existía la posibilidad de que fuesen adoptados siempre que los padres "sean de buenas costumbres y tengan medios para sostener al prohijado". En torno a 1874, por poner un ejemplo, había 430 niños en la Casa Cuna, a los que habría que sumar casi 600 más, acogidos en las llamadas "Hijuelas" o sedes de Cazalla, Écija, Morón, Osuna, Utrera y Carmona.