No hace mucho, hablábamos con un grupo de jóvenes sobre la poca importancia que damos al hecho de tener agua corriente en nuestros domicilios o al poseer un servicio municipal de recogida de basuras que, más o menos, cumple con un cometido esencial, sin el cuál, y se ha podido comprobar en periodos de huelga de sus empleados, la ciudad se vería hasta arriba de desperdicios y suciedad. Igualmente, aquellos jóvenes se sorprendían mucho de que Sevilla, hace unos quinientos años, apenas fuera limpiada por orden de sus autoridades salvo en contadísimas ocasiones, como la procesión del Corpus Christi, y además en zonas muy concretas, dejando al resto en constante estado de suciedad y mal estado, por no hablar del famoso grito de "agua va" que para la juventud de nuestro tiempo carece de significado pero que hace algunos siglos suponía salvarse, o no, de un repugnante remojón procedente de cualquier casa, corral o vivienda.
Ya lo contaba el historiador local José Gestoso (1852 - 1817) en una de sus publicaciones, a lo largo del siglo XVI fue constatable el hecho del pésimo estado de la pavimentación de las calles hispalenses, sin que la importancia de una plaza como por ejemplo, la de San Francisco, fuera obstáculo para que el consistorio empleáse fondos y empleados en "allanar los foyos et barrancas de las calles", en los que se depositaban excrementos de mulos y caballos, barro en tiempos de diluvio o polvo en épocas estivales, conformándose auténticos y nada perfumados estercoleros que, como decíamos, apenas eran parcialmente retirados con motivo de fiestas religiosas o festejos populares.
En vano, el Cabildo de la ciudad intentó que cada vecino adecentase las zonas colindantes a su casa, pregonándose que los vecinos barriesen la basura y la transportasen al campo bajo pena, ni más ni menos, de 1.000 maravedíes.
Tampoco escapaba a la suciedad una calle tan principal como la de las Sierpes, llena de fondas, posadas, ante cuyas puertas se amontonaban los desperdicios e inmundicias propias de su labor diaria, o también era, por desgracia, reseñable, la constante presencia de "vestiglos", nombre caritativo que se daba entonces a los cadáveres de animales depositados en plena calle, aunque al parecer había una especie de servicio dedicado a recogerlos de la vía pública por ser, lógicamente fuente de malos olores y enfermedades. Ni que decir tiene que el esparcir romero y otras hierbas aromáticas en la carrera del Corpus tenía como misión mitigar esos malos efluvios.
La cosa, lo cuenta Gestoso, llegó al extremo de que el 14 de septiembre de 1461 en una sesión capitular del consistorio se dictaminó:
"Y que mandedes limpiar esta ciudad de tanta grande suciedad como en ella está por tanto y tan altos muladares así en el cuerpo de la dicha ciydad como en el derredor de ella así dentro como de fuera, que ya las barbacanas ha muchos logares tienen los muladares mas altos que las almenas e asi por el derredor, dentro de la ciudad están los muladares tanto altos como los lienzos de los adarves y hay caso acaeciese de lluvias como en nuestro tiempo hemos visto esta ciudad perecería pues guárdenos Dios de lo más peligroso si viere sobre sí las gentes que otras veces de pocos tiempos aca se vieron bien, es de creer que sin mucho trabajo que la quisiesen conquistar habría muy enseñorearse de ella".
O lo que es lo mismo, la basura había alcanzado la altura de las murallas y facilitaría, en caso de asedio, la conquista de Sevilla, prueba de esa especie de "desobediencia civil" que ignoraba bandos, proclamas o edictos en relación a la limpieza. Ni que decir tiene que esta práctica, o mejor dicho, esta falta de práctica, era común en todo el continente, basta con leer las descripciones de viajeros o los relatos de la época.
Los vecinos llegaron a dirigir escritos al Cabildo de la Ciudad quejándose de la suciedad, como ocurrió con los de la calle de la Ballestilla (actual Buiza y Mensaque, cercana a la calle Cuna), quienes en el siglo XVI afirmaban que:
"Que en la dicha calle está una callejuela la cual ordinariamente en todos tiempos está llena de inmundicias y vestiglos muertos y jamás pasa nadie por ella porque no se puede pasar por causa de la imundicia que hay que llega hasta los tejados aunque algunas veces le hemos limpiado a nuestras costas desde hace dos días está peor que antes por lo cual noes bastante remedio limpiarla y el hedor que allí hay es insufrible y muchos vecinos dejas sus casas por no poderlo sufrir y podría congelar pestilencia", solicitando el cierre de la calle, ni más, ni menos.
Como último ejemplo, los curas de la parroquia de San Andrés escribían con grandes muestras de pesar en ese mismo siglo XVI que:
"La dicha iglesia tiene un Cementerio en el qual se entierran cada año así de la collación como del hospital del Amor de Dios, más de ochocientas personas y están sepultados de mucho tiempo más de cien mil christianos, en medio de dicho cementerio está puesta vna Cruz grande de mucha veneración como lugar dedicado para lo sobre dicho por todo to qual es lugar de piedad, hemos hallado y visto muchas veces perros sacando parte los cuerpos de los sepulcros y comiéndoselos y los vecinos comarcanos no teniendo respeto a la decencia del lugar echan de noche mucha suciedad y inmundicia de sus casas en el dicho cementerio, lo cual parece muy mal y todo lo sobredicho nace de estar el dicho cementerio descubierto y sin cerca.".
Como puede verse, las escenas caninas descritas ahora habrían causado verdadero estupor y pavor. Se sabe también, y alguna vez lo hemos comentado, que la colocación del símbolo cristiano por excelencia en esquinas, plazas o cementerios parroquiales se hacía con una intención claramente devocional, aunque con ello se pretendía, a veces sin éxito, evitar que se depositasen basuras en esas zonas. Como curiosidad, en la Colegial del Salvador llegaron a pintarse las llamas, a imitación del Fuego Eterno del Infierno, para disuadir a quienes se acercaban a sus muros con la intención "maligna" de hacer "aguas menores", aunque el experimento no pareció surtir el efecto deseado, algo parecido se intentó en la parroquia del Sagrario donde se acordó encalar y "dibujar cruces y santos" como remedio a tales abusos.
En 1594 la Corona emitió una real provisión nombrando a cuatro alguaciles como encargados de visitar y asear la ciudad de Sevilla. No obstante, en el cabildo de 5 de marzo de 1598 un teniente de Asistencia decía: "es vergonzoso ver la ciudad cuán perdida está con inmundicia y montones de basura que hay por todas las plazas y calles que propiamente están hechas muladares".
A ello habría que sumar, sin cansar en exceso al lector, la enorme carga olfativa de zonas como la Plaza de la Pescadería, las Carnicerías o las Curtidurías, oficios todos en los que los desperdicios eran abandonados a su suerte sin que hubiera depósitos o contenedores por supuesto y que con las altas temperaturas del verano alcanzarían cotas prácticamente insoportables incluso para los sevillanos de aquellas calendas, acostumbrados a este tipo de escenas más que cotidianas.
Muladales y estercoleros, como vemos, eran moneda corriente en esa Sevilla de fuertes contrastes, en la que los malos olores se procuraban camuflar con perfumes y vegetación y donde la higiene, como vemos, era, siendo benévolos, escasa. No será hasta el siglo XVIII y, en mayor medida, el XIX cuando se comience a tomar conciencia de la importancia de la limpieza pública de calles y plazas, aunque, por desgracia, faltaría mucho para llegar a la creación de algo, ahora, tan indispensable como LIPASAM, pero esa, esa, ya es otra historia...