06 octubre, 2025

De olores y perfumes.

De los cinco sentidos, no cabe duda de que el Olfato, la capacidad de oler, es uno de los más atrayentes, por todo lo que supone. Desde "olfatear el peligro" hasta "olor de santidad", desde "olor a humanidad" a "olor de multitudes", desde "olor a chamusquina" a "olor a azufre", nuestra lengua está plagada de alusiones o referencias a esos efluvios que penetran por los orificios nasales y nos hacen sentir placer, asco, hambre, deseo o excitación; en esta ocasión, en Hispalensia, hablaremos de perfumes, así que, para variar, vamos a lo que vamos.  

Desde tiempos primitivos, el ser humano comprobó que los olores que llegaban hasta su cerebro podían ser útiles para su supervivencia, como el de los alimentos en mal estado o simplemente causarle bienestar tras sentirlos, como el que brotaba de las flores o de las hierbas y maderas aromáticas que se quemaban en las hogueras. En la civilización sumeria (3500 a.C.) se encontró quizá la primera barra de labios de la historia, concretamente en el sepulcro de la reina Schubab, mientras que en Egipto los sacerdotes de las numerosas deidades adoptaron el rito de ungir sus estatuas con aceites fuertemente aromatizados, buscando con ello lograr pasar al más allá; prueba de ello son los más tres mil recipientes con fragancias que acompañaban el cuerpo momificado de Tutankamon en su tumba. China y la India serán cuna de técnicas, mezclas y aromas, Gracias aportará su saber empleando hermosos frascos de cerámica para almacenar los perfumes, pero será la Roma republicana e imperial la que impregne con ellos casi todo, desde estandartes de las legiones hasta teatros, pasando por habitaciones, prendas o animales. 

Pedro Pablo Rubens y Jan Brueghel el Viejo: El Olfato. 1617-1618. Museo del Prado.

 Dejando a un lado la mirra y el incienso de los Reyes Magos, en los cuatro relatos evangélicos se narra cómo un caro perfume sirve a Jesús para regañar a sus discípulos cuando una mujer derrama sobre su cabeza el contenido de un frasco de alabastro para perfumar su cabeza, sin olvidar el papel de Nicodemo tras la Pasión, al ser quien proporcione cien libras de mirra perfumada y áloe con las que perfumar el cuerpo amortajado del Nazareno, de modo y manera que en la tradición cristiana el uso de aromas y olores, por poner un ejemplo, haya tenido siempre una carga simbólica. 

Serán los árabes los que, haciendo uso de alambiques para destilar el alcohol, elaboren perfumes como el Agua de Rosas, que gozó de gran demanda durante toda la época medieval, rivalizando con las creaciones procedentes de Florencia y Venecia.

Dejando a un lado el uso de pebeteros o quemaderos de hierbas aromáticas, no deja de ser curioso cómo, en una época en la que la higiene personal no era una prioridad, los perfumes y ungüentos se empleaban en algunos casos para enmascarar los malos olores corporales, a veces preparados en el propio domicilio de la dama en cuestión que para eso custodiaba celosamente cofres o talegas con los ingredientes necesarios para elaborar dichas recetas; igualmente, como complemento identitario de las clases nobles, era muy frecuente el uso de pañuelos y guantes perfumados, detalle éste estudiado por la profesora Aranda Bernal, como veremos a continuación. 

Tiziano: el hombre del guante. 1520-1523. Museo del Louvre.

 Como prendas usadas por las personas distinguidas, los guantes simbolizaban status social; confeccionados tanto en tela como en piel, existió en Sevilla el Gremio de Guanteros, que en 1597 encargó a Martínez Montañés el gran (en todos los sentidos) San Cristóbal que se venera en la Colegial del Salvador. Durante el siglo XVI se adoptó la costumbre "adobar" los guantes, o lo que es lo mismo, impregnarlos con aromas de canela, alhucema, estoraque, ámbar o esencias florales, con lo cual se lograba conseguir un olor agradable para las manos y el cuerpo. La tarea de "adobar" recaía precisamente en el gremio antes aludido y también en los perfumistas, quienes además realizaban el proceso periódicamente.

Además, el célebre Diccionario de Covarrubias (1622) menciona la existencia de las pomas o pomos como "pieza labrada redonda, en oro o plata, agujereada, dentro de la cual se traen olores y cosas contra la peste". Estos pomos podían portarse en la mano de manera elegante, pero también insertarse en cinturones o rosarios, y en su interior se colocaban algodones impregnados de esencias líquidas que emanaban agradables olores. En aquellos años, las damas de la nobleza sevillana portaban para sus rezos rosarios con cuentas realizadas con sustancias aromáticas, por lo que podemos decir que "mataban dos pájaros de un tiro" combinando oraciones y olores. 

Ni que decir tiene que este tipo de artículos alcanzaban precios muy altos por su escasez y no estaban al alcance de cualquier bolsillo (o bolsa). En un curioso listado de precios ordenado por el Cabildo de la Ciudad y editado en Sevilla en 1627 se marcan estas cantidades y precios dentro del apartado denominado "Droguería y Mercería": 

"Cada onza de ámbar gris alagartado de la mejor, a doce ducados.
Cada onza de algalia de la tierra, ochenta y ocho reales.
Cada onza de almizcle, siete ducados."

Una onza equivaldría en nuestro tempo a unos 28 gramos, mientras que el ducado de oro supondría unos 369,00 € de 2025. El ámbar gris era una secreción producida por el cachalote con un olor peculiar muy dulce, la algalia se extraía también de pequeños cuadrúpedos y su aroma era similar al almizcle, que también era extraído a partir de la secreción de glándulas de mamíferos como ciervos, ratas, bueyes o monos. El mundo vegetal también abría todo un abanico de posibilidades  para la elaboración de  perfumes: almendras, jazmines, azahares, romero, nuez moscada, clavo, canela y muchas más eran útiles para ser combinadas por los perfumistas, gremio formado a partir del de guanteros. 

Los perfumes servían también para agasajar a huéspedes ilustres, tal como ocurrió cuando, en 1631 visitó nuestra ciudad el embajador británico Sir Francis Cottington y para su disfrute (José Gestoso lo recogió en un artículo) se dispusieron dos azumbres de agua de olor, ocho pastillas de finas de olor, almizcle, estoraque y benjui (estas dos últimas resinas olorosas procedentes de Asia) contenidas en dos pomos de vidrio, algunos de ellos de los celebrados de Venecia. Se nos quedaba en el tintero, un azumbre equivaldría como medida a unos dos litros actuales. 

Prueba de que los olores, buenos, malos y peores pululaban por todas partes en aquella bulliciosa Sevilla del XVII la tenemos en la crónica que Diego Ortiz de Zúñiga incluye en sus famosos Anales, relatando el momento en el que el 17 de marzo de 1668 se abre la urna del rey San Fernando para inspeccionar su cuerpo y en ella, aparte de una larga descripción del físico y ropajes del monarca castellano, aparece una interesante alusión:

"Y en cuanto al olor, luego que se abrió este sepulcro, se conoció ser del mismo cuerpo tan singular y tan suavísimo que no puede explicarse, porque no es como los artificiales y naturales del ámbar, almizcle o algalia, ni cedro, ni otros semejantes, sino de singular fragancia y consuelo."

Tendríamos aquí, pues, lo que algunos han llamado "olor de santidad" y que ha acompañado en muchas ocasiones a quienes han fallecido tras una vida de entrega a los demás y fe y también suele estar presente en apariciones celestiales, pero esa, esa es harina de otro costal.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Loor de multitudes

Manolo Sousa dijo...

Es curioso, al parecer se pueden usar ambas expresiones: https://cvc.cervantes.es/lengua/alhabla/museo_horrores/museo_014.htm