Fugaz, huidizo, efímero y esquivo, (tempus fugit, afirmaban los clásicos) complicada medición ha tenido siempre. Clepsidras, relojes de arena y de sol, han cumplido con dicha misión, hasta que el humano ingenio acertó a pergeñar maquinarias y autómatas como mejores calibradores de minutos y horas.
Mucha agua ha corrido bajo el trianero puente desde aquel mes de julio del lejano año de 1400, en el que instalóse el primer reloj mecánico en la torre de la Iglesia Mayor, siendo Arzobispo Don Gonzalo de Mena y en presencia del Rey Nuestro Señor Don Enrique III, y a todos sorprendió la mixtura de engranajes, resortes, contrapesos y muelles que lo conformaban, y aún más los puntuales y precisos toques de su campana, amén de que al poco de comenzar a funcionar desatóse feroz tormenta que hizo presagiar funestos augurios.
Si otrora poseer reloj de sol o de maquinaria fue signo de nobleza y distinción, poseerlo agora no es sino, valga la expresión, signo de los tiempos y elemento común en el atavío de casi todos, y su precio ha mermado tanto que, vive Dios, resulta cuando menos peregrino e insólito que valga tanto el tiempo como poco el mecanismo que lo mide.
Inquisidor inexorable e insobornable, a él nos debemos en todo punto, de manera que aprovechémoslo con denuedo, ahorrémoslo sin demasía y juzguémoslo con benevolencia, no sea que se nos vuelva en contra y pese sobre nosotros su inapelable designio: tempus fugit.