Desde 2011. Venturas y aflicciones de Don Alonso de Escalona, un sevillano del siglo XVII en la Hispalis del XXI.
26 octubre, 2020
Crimen en la Cartuja
19 octubre, 2020
Isabel II en Itálica.
Hace escasas fechas, aprovechando este otoño primaveral, acudimos en inmejorable compañía al conjunto monumetal de Itálica; como siempre, disfrutamos muchísimo de los restos romanos, fruto de las excavaciones realizadas allí desde el siglo XIX. A la entrada, como muchos recordarán, se encuentra una lápida de mármol donde aparecen los famosos versos de Rodrigo Caro (sobre 1595) que dan comienzo así:
Estos,
Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
Campos de soledad, mustio
collado,
Fueron un tiempo Itálica famosa;
Sin embargo, justo a su izquierda, desapercibida, existe otra lápida en la que se reseña la visita a Itálica de la reina Isabel II el 23 de septiembre de1862. ¿Por qué esa visita? ¿De qué modo se realizó?
Nuestro habitual equipo de archiveros, documentalistas y bibliotecarios acudió en nuestra ayuda, siempre solícitos en todo lo que tenga que ver con la Historia y Sevilla, aunque esta vez los hechos tuvieron lugar en el término municipal de Santiponce; gracias a un texto que se conserva, obra del entonces cronista oficial de la ciudad, sabemos algo más de esa curiosa excursión a tierras poncinas, y lo que es más, nos encontramos con que la carreta de la Hermandad del Rocío de Triana, entonces cercana a cumplir el cincuentenario de su fundación, también se desplazó allí. Pero, vayamos por partes:
Previsto inicialmente para la primavera, circunstancias varias hicieron que finalmente el viaje real se realizase en el otoño de 1862, contándose para ello con la colaboración de todas las autoridades locales y de las diferentes fuerzas sociales, que buscaban con ello impresionar a la monarca y hacerle llegar sus inquietudes y peticiones; igualmente, a ello ayudó la presencia en Sevilla de la hermana de la reina, María Luisa, casada con Antonio de Orleans, Duque de Montpensier, residentes ambos en el Palacio de San Telmo, en lo que se ha dado en llamar la “corte chica”.
Creada una comisión al afecto, bajo la presidencia del alcalde García de Vinuesa,se programaron no pocos festejos y actos, incluyendo conciertos, bailes de etiqueta, corridas de toros, fuegos artificiales, representaciones teatrales en el desaparecido Teatro San Fernando, y las lógicas visitas guiadas a los lugares más destacables de la ciudad y sus alrededores, sin olvidar acudir a lo mejorcito de las industrias, ganaderías y establecimientos agrícolas, como veremos.
Como curiosidad, la ciudad obsequió a los monarcas con una carretela enjaezada a la andaluza con sus correspondientes caballos, mozos y conductores, a fin de que sirviera de transporte para tan preclaras personalidades; tampoco se descuidó el propio vestuario, ya que se realizó expresamente un juego de vestidos “regionales”, por llamarlos de algún modo, en los que abundaban los alamares, volantes y demás flecos y madroños.
Finalmente, la comitiva real llegó a Sevilla en la tarde del jueves 18 de septiembre enmedio de un gran gentío y con la ciudad volcada en sus calles, engalanadas con arcos triunfales, mástiles con gallardetes y banderolas, tropa de la guarnición cubriendo la carrera, bandera nacional ondeando en la Giralda y un sin fin de colgaduras y reposteros en los balcones de casas de toda condición; todo ello, en cierta medida, recordaría las entradas reales de otros monarcas en Sevilla a lo largo de su historia, aunque con una diferencia, la llegada de Isabel II se produjo en el más moderno medio de transporte de la época: el tren. Tras la bienvenida protocolaria, los monarcas se trasladaron entre aplausos y vítores a la que sería su residencia: el Palacio de San Telmo.
El programa de visitas fue de lo más extenso y variado y abarcó desde la propia Catedral de Sevilla, lógicamente, hasta el Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas, pasando por Santa Inés, la Santa Caridad, el Museo de Bellas Artes, Santa Ana, la Universidad, la Fábrica de Tabacos, Fundiciones y demás industrias, sin olvidar, la Fábrica de Cerámica de La Cartuja, fundada por Pickman. El 23 de septiembre, día soleado según cuentan las crónicas, tras recorrer el barrio de Triana y la Cartuja, la real comitiva puso rumbo hacia Camas y de ahí a Santiponce, donde la Comisión de Monumentos en unión de la Diputación Provincial habían dispuesto todo para que la reina visitase el yacimiento arqueológico de Itálica, que por aquel entonces ya se estaba excavando.
Quizá el detalle pintoresco no fuera solo la masiva presencia de lugareños del Aljarafe agrupados en sus pueblos, muchos de ellos con letreros identificativos y bandas de música, sino también la “excursión” (así llamada por los cronistas) de la Hermandad del Rocío de Triana con la carreta de su Simpecado, carros, cabalgaduras y demás miembros de la corporación hacia tierras de Santiponce, acampando a la entrada de Itálica como si se tratase de una “pará” de camino rociero de Pentecostés. Además, abundaban los puestos ambulantes, buñoleras, casetas y todo tipo de grupos en los que la animación y el jolgorio se hacían presentes. Se calculó la presencia de unas cinco mil personas en aquellos terrenos, en una jornada a medio camino entre la visita arqueológica y la ruta campestre, por decirlo de alguna manera.
Junto al imponente anfiteatro se dispuso una tienda de campañada a la manera, dicen, romana, con abundancia de alfombras y tapices, estandartes y pendones en terciopelo morado con flecos dorados y letras también doradas con nombres como los de Trajano y Adriano, entre otros. Una nutrida representación de diferentes autoridades y estamentos dio la bienvenida a la reina, quien a continuación oró devotamente ante el Simpecado de Triana, llevado hasta allí por su Hermandad como hemos comentado, mientras que el profesor y erudito hispalense Demetrio de los Ríos fue el encargado de hacer las veces de guía para el séquito de la reina, quien quedó tan impresionada y complacida por los restos hallados que se comprometió a través del Gobierno a seguir financiando las exvacaciones, lo que al parecer se materializó en la subvención de 10.000 reales asignados desde Madrid para proseguir con los trabajos.
La visita concluyó entrada la tarde, tras el pertinente almuerzo, pero mejor dejemos que sea el cronista oficial de la ciudad, José Velázquez y Sánchez, quien narre como nadie la escena del final de aquel día memorable:
“Al regresar a la tienda la Corte y el séquito oficial vieron el desfile en procesión de la Hermandad del Rocío, demostrando todos extraordinario placer en aquel episodio clásico de las costumbres de país; tanto más de agradecer su efecto, cuanto que se componía de detalles de otros cuadros, llenos de vida y magia en su conjunto. Cerca de las seis y media se retiraron Sus Majestades sin admitir el refresco, que preparado habían dichas corporaciones y cuerpos científicos a espaldas de la tienda real; reinando en la mesa, que ocuparon después los concurrentes, una franca alegría, excitada por brindis corteses y ocurrencias oportunas”.
Como recuerdo en mármol de aquel 23 de septiembre de 1862, se erigió una lápida que aún hoy puede verse en el edificio principal que queda a la derecha de la entrada al recinto italicense, mudo (y maltratado, todo hay que decirlo) testigo de cuando una reina de España recorrió las colinas de la antigua ciudad romana fundada por Escipión el Africano en el año 206 antes de Cristo.
12 octubre, 2020
Pregonando.
En estos tiempos actuales, en los que los medios de comunicación o las redes sociales auspiciadas por Internet han acortado las distancias y es posible saber todo de todos, quien desee realizar alguna compraventa, solicitar empleo, declarar un objeto como perdido, reclamar una deuda o cobrarla, solo tiene que recurrir al mundo digital para conseguir sus propósitos. Además, desde casi sus orígenes, la prensa escrita ha dedicado parte de sus páginas a la inserción, gratuita o pagando, de anuncios de todo tipo, por no hablar de publicaciones específicas de estas características.
Pero, ¿Cómo era en el siglo XVI o XVII? ¿De qué manera podían proclamarse edictos judiciales, sentencias varias, embargos y resoluciones civiles o penales de todo tipo?
Para eso se contaba nada más y nada menos que con todo un gremio perfectamente organizado con sus propios estatutos y cargos, amén de su correspondiente sede social u hospital, un gremio con un nombre que quizá ahora nos suene más a atril, a poemas y a prosa evocadora: el gremio de los pregoneros.
Su origen se pierde en la noche de los tiempos, sabido es que en la antigua Roma existieron los llamados “Praecones”, quienes a modo de heraldos proclamaban de viva voz las sentencias de los juzgados, convocaban a los ciudadanos a las asambleas y comicios donde se celebraban elecciones o también anunciaban embargos, subastas o todos tipo de actos judiciales, sin olvidar el proclamar a los vencedores de los juegos públicos y otorgarles la corona de triunfo.
Pasados los siglos, se sabe que en Sevilla se conoció como Calle de los Pregoneros a la actual de Ximénez Enciso, en el barrio de Santa Cruz, que arranca en Jamerdana y finaliza en Santa María la Blanca, pues en ella, comenta Santiago Montoto, tuvieron su sede como corporación, sin que sepamos a ciencia cierta dónde se encontraría dicha casa con exactitud.
Las Ordenanzas de la Ciudad de Sevilla, impresas en 1527 y que hemos consultado, dedicaron un amplio espacio en regular el trabajo y misión de estos funcionarios adscritos a la Justicia, aunque hay que decir también que podían ser contratados por el público en general a fin de proclamar o anunciar negocios o asuntos particulares.
En esas Ordenanzas, promulgadas por la Corona, se constaba ya que el uso de esta figura “pregoneril” era bastante antiguo y que estaban establecidas las tarifas, e incluso la cantidad, y la existencia de dos Pregonero Mayores cuyo oficio era provisto por el Cabildo de la Ciudad, siendo vitalicio, junto con otros doce pregoneros “menores”, cifra interesante si contamos con que en París en sus mejores tiempos llegó a haber veinticuatro. Como condiciones para ingresar en el gremio se les pedía que tanto los mayores, como los menores fuesen:
“Hombres buenos, y de buena vida y fama, y no viles personas, ni mal infamados, hábiles y pertenecientes para usar de dicho oficio, que tengan voces altas y claras y elegibles a vista y examinación de los mayores”.
Igualmente, y dado que al parecer eran depositarios de no pocos bienes de valor que a la postre salían a pública subasta, y para evitar “tentaciones”, se les obligaba a entregar la cantidad nada desdeñable entonces de cien mil maravedís como fianza o depósito de garantía; además, se prohibía que los pregoneros se asociasen para hacer negocios, bajo pena de mil maravedíes y hasta la pérdida del empleo.
Bien organizados, en la Ordenanzas se obliga a los dos Pregonero Mayores a que establezcan un cuadrante semanal, donde se establecía que hubiera siempre dos pregoneros disponibles al servicio de la Justicia y de la Alcaldía y también que esos pregoneros habrían de realizar la labor, especialmente en lo tocante al anuncio de la limpieza y barrido de las calles, de manera que sus vecinos estuviesen avisados cada quince días, lo que da idea de la higiene, o mejor dicho, de la falta de higiene que dominaba las calles hispalenses en aquella época.
Interesante también un detalle para los “novatos”: cuando un nuevo pregonero ingresaba en el gremio: “Por honra de él, haya de dar y de un yantar a los otros pregoneros, mayores y menores, ayuntados en el lugar que ellos acordaren, antes que use del dicho oficio y que sea obligado a dárselo en dineros o en viandas, cual escogieren o más quisieren los otros pregoneros, o la mayor parte de ellos, con tanto que ahora se de en vianda o en dineros, no se gaste en ellos más de quinientos maravedís”
En resumidas cuentas, el nuevo debía o bien pagar una “convidá” por su ingreso en el Gremio o bien entregar al mismo el importe que pensase gastarse en la comida y bebida.
¿Dónde se colocaban los pregoneros a la hora de comunicar anuncios, edictos y demás asuntos? Según el texto que hemos consultado, se mencionan las Gradas de la Catedral, las Plazas del Salvador, la Alfalfa, Santa Catalina y la Feria (hay quienes aluden también al trianero Altozano) como espacios de obligado cumplimiento (quizá los más populosos en aquel tiempo por la existencia de mercados en ellos), cobrando por ello la cantidad fija de cuatro maravedís, aunque también podían pregonar en otros lugares previo pago extra de dos maravedís.
Sabemos
que aparte de este salario, los pregoneros podían cobrar algo
parecido comisiones por sus servicios, pues las aludidas Ordenanzas
establecían lo siguiente: “Otrosí, como quiera que los dichos
pregoneros hasta ahora han llevado treinta y tres maravedís y medio
de cada millar por su salario de las cosas que vendían, así en las
almonedas de los difuntos, como en las Gradas y en las otras plazas
públicas de esta ciudad, y porque este salario es muy excesivo,
mando que de aquí en adelante los dichos pregoneros lleven por su
salario de las cosas que vendieren en las dichas almonedas o fuera de
ellas veinte maravedís de cada millar”, lo que en definitiva
parece una rebaja de sus comisiones, que habrían pasado del 3,3 por
ciento al 2 por ciento. ¡Ignoramos cómo sentaría esta medida en la
institución!
Como curiosidad, y acerca de la actividad de esta curiosa corporación, un texto de las Ordenanzas que alude a otro gremio, el de fabricantes de colchas, nos da idea de cómo actuaban los pregoneros en ocasiones concretas:
“Otrosí, porque por experiencia se ve que los pregoneros venden muchas cosas en almoneda y por evadirse de la dicha pena y engañar a los compradores, al principio que empiezan a pregonar la colcha dicen de lo que es, y después andando en almoneda no lo tornan a reiterar y decir; y porque en la dicha almoneda sobrevienen otras personas que no oyeron al principio si la dicha colcha era de algodón, o de lana, y la pujan y compran creyendo ser de algodón, de que resciben engaño, que los tales pregoneros y otras personas que así vendieren las dichas colchas declaren y digan al principio de la dicha almoneda, y al remate de ella, de lo que es la dicha colcha, so pena que si así no lo hiciere, pierda la dicha colcha o su valía de ellam si fuere suya, y si fuere ajena, que pague seiscientos maravedís y esté diez días en la cárcel, y que no se pueda excusar de la dicha pena, puesto que al principio de la dicha almoneda diga y declara de lo que es la dicha colcha, si no lo dijere, y declare al tiempo del remate”.
Otro cometido no menos interesante era el ir delante de los reos proclamando la condena de cada uno, antecediendo al cortejo de alguaciles, jueces y sacerdotes camino del patíbulo o cadalso. Cervantes en su novela picaresca El Licenciado Vidriera hace aparecer al pregonero durante una ejecución en Valladolid y Francisco de Quevedo, por su parte, lo narró en verso de este modo:
Con chilladores delante
y envaramiento detrás,
a espaldas vueltas, les dieron
el usado centenar.
Los “chilladores” serían nuestros pregoneros, mientras que el envaramiento aludiría a las varas de autoridad que portarían los alguaciles; era habitual que la pena de azotes fuera de cien y que con las espaldas vueltas al pueblo los condenados recibieran dicha pena
¿En qué momento desaparece el oficio de pregonero tal como se concebía en aquellos tiempos? Se conservan nombres de pregoneros sevillanos de finales del XVI y del XVII como Martín Macías de Salamanca (que además era librero según relata María del Carmen Álvarez Márquez) o Cristóbal de Zamora de quien se poseen referencias en 1597; incluso se sabe que una Real Cédula firmada en Sevilla en 1732 contiene las Ordenanzas del Gremio de Plateros de Barcelona y en ellas se incluyen términos y alusiones a los pregoneros al igual que en una publicación de práctica forense editada en Barcelona en 1832, donde se les menciona.
Quizá la disminución del analfabetismo, la llegada de la prensa escrita y, más tarde, de la radio o la televisión, terminasen con el oficio, aunque aún pervive la figura del pregonero en no pocos pueblos pequeños de la geografía española, aparte, claro está, de los pregoneros líricos y exaltadores de la Semana Santa, Patronas o fiestas populares, pero esa, esa ya es otra historia…
05 octubre, 2020
Terremoto por San Dionisio.
El amanecer del miércoles 9 de octubre de 1680 no fue un amanecer cualquiera para la mayoría de los andaluces de aquel tiempo. A las seis de la mañana, se registró un fuerte temblor de tierra con epicentro en la Sierra de Aguas, entre los municipios malagueños de Álora y Carratraca; por los daños causados, los expertos estiman que alcanzó la intensidad 9 sobre 10, lo que da idea de su capacidad destructiva. Los daños fueron especialmente graves en aquella zona oriental de Andalucía, con 70 muertos en la capital, Málaga, pero, ¿Y en Sevilla?
En esta ocasión contamos con un testigo de excepción, Don Diego Ignacio de Góngora, que contaba a la sazón la edad de 52 años, era Familiar del Santo Oficio y ejercía de profesión como Oficial de la Casa de Contratación; además, tuvo notables aficiones literarias, redactando una Historia del Colegio de Santo Tomás, entre otras publicaciones. Suyo, por tanto, es el testimonio que transcribimos rescatado por Joaquín Guichot en 1882 y que merece incluirse sin alteraciones por la riqueza de su vocabulario y la extensión de sus palabras:
"En 9 de octubre, día de San Dionisio Areopagita, entre 6 y 7 de la mañana hubo en esta ciudad de Sevilla un gran temblor de tierra. Duró tanto espacio de tiempo y algo más que el que se puede ocupar en rezar un credo. Sintióse con el estruendo y ruido que hicieron las vigas de los edifcios, como si se desencajaran de sus lugares.
Yo estaba vestido escribiendo en mi aposento de mi casa en la Atarazana del Rey, que tiene la Casa de la Contratación, para el beneficio de los azogue de Su Majestad, que se remiten a las Indias: el crujido de las maderas de las viga me hizo reparar y el no asustarme fue porque presumí que era alguno de los carros que sirven en la ciudad para el tráfico de los fardos y ropa de la Aduana que se descarga en el muelle del río, y entendí que entraba por el postigo del Carbón cargado con algunos flejes de arcos de fierro, haciendo el ruido que suelen con esta carga, que ordinariamente entran por allí (tanto y tan grande fue el estruendo de las vigas) a cuyo tiempo la gente de mi familia salía corriendo de los otros aposentos de la casa, dando voces, especialmente una ama que le daba el pecho a un hijo mío y mi mujer que venía buscándome desnuda, pues le cogió el terremoto en la cama, y lo conoció, porque vio los lienzos de pintura que se meneaban y con el grande estruendo que hacían las vigas presumió que se caía la casa.
Toda la gente que había en la Resolana del río salió corriendo a aquella llanura que hay en aquel sitio y cada uno como le cogió; algunas personas desnudas con solo la camisa, porque les cogió en la cama; y lo propio sucedió en toda la ciudad. Me han certificado, que algunos que vivían en casas pequeñas y los despertó el estruendo, entendiendo que se caía la casa, y se arrojaron por los balcones; de estos se lastimaron uno o dos, con el ímpetu del golpe (presumo vivirían en la calle de Francos). Algunas mujeres corrían despavoridas por las calles por librarse de que se les cayese la casa encima. Me han asegurado que una de éstas salió de su casa desnuda en carnes porque dormía de esta forma, corriendo y gritando en una calle de mucho concurso de gente.
Los barcos y navíos que estaban surtos y anclados en el río Guadalquivir, se leventaban en alto con el movimiento que hacía el agua; y los mismo sucedió con los barcos del puente de esta ciudad. Aseguráronme que se vieron olas tan levantadas como cuando el mar se alborota con una gran tormenta, y que esto sucedió por algún espacio de tiempo.
Algunas personas me han dicho, por haberlo visto, que desde la Plaza de la Lonja, frente al Alcázar, vieron que la torre de la Santa Iglesia Metropolitana se había meneado por tres vece de un lado a otro; y entre ellas, el Doctor Don Alonso de Valladares, Cura del Sagrario de dicha Santa Iglesia, me dijo, que saliendo por una puerta de la Sacristía de dicho Sagrario al patio de los Naranjos, con el espanto de lo que estaba sucediendo, vio este movimiento de la Torre de un lado a otro, como que se caía y que con la pena dijo a grandes voces: ¡Dios te tenga! ¡Dios te tenga!
No es ponderable la confusión que hubo en este breve tiempo, y el ruido de los clamores de las gentes. Todos recurrían al sagrado de los Templos a dar gracias a Dios por el beneficio que les había hecho de dejarlos con vida.
Muchos templos y edificios quedaron maltratados; pero fue Dios servido que no cayera ninguno."
No corrían buenos tiempos para Sevilla. Malas cosechas, epidemias, vendavales, temporales, riadas, todo parecía conjurarse para impedir que la ciudad saliese adelante tras la tremenda crisis poblacional de la epidemia de Peste de 1649. Si a todo esto añadimos el impacto de las guerras que mantenía la corona en Europa y las dificultadas que atravesaba el comercio con las Indias, casi podría afirmarse que el panorama reinante era desolador.
Quizá por eso, en los meses anteriores, se realizaron numerosas procesiones de rogativas a la Catedral, siendo llevadas allí imágenes de gran devoción como el Cristo de San Agustín o Jesús del Gran Poder, de quien se han cumplido ahora 400 años de la hechura de su talla por Juan de Mesa, lo que da idea de cómo los sevillanos buscaban aplacar la ira divina que los castigaba por sus pecados con todo tipo de calamidades como hemos señalado.
Las crónicas de la época relataban así la actitud del Cabildo de la Catedral ante tanta desgracia:
"En 9 de octubre. Este día se propuso en el Cabildo, que era bien aplicar la ira de nuestro Señor, que nos da a entender cuán indignada está su justicia, así con la peste que nos rodea, como con las tempestades que experimentamos: y finalmente con el inaudito y horrible terremoto de tierra y temblor que hoy a las siete de la mañana amedrentó los corazones de todos los ciudadanos, juzgando cada uno que se hundía su casa, y en particular,el suntuosísimo edificio de esta Santa Iglesia, que juzgaron venía abajo, blandeándose esa maravilla del orbe, la torre de ella, como si fuera una débil paja; y que era bien hacer una especial rogativa; y a San Dionisio Areopagita, cuya memoria se celebra hoy, se le ponga por intercesor de la Divina Majestad, haciendo alguna demostración de Misa, u otro obsequio de devoción".
Por cierto, el apodo de San Dionisio, que fue discípulo de San Pablo, se debe a que vivió en el barrio del Areópago de Atenas.