20 julio, 2021

Santas Patronas.

No cabe duda de que nuestra catedral hispalense atesora un sinfín de obras de arte de valor innegable. De hecho, puede considerarse un auténtico museo, sin olvidar claro está su papel litúrgico como primer templo de la ciudad. Aprovechando que hemos tenido cerca la festividad de las Santas Justa y Rufina, co-patronas de Sevilla desde tiempo inmemorial, en esta ocasión nos acercaremos a una pintura bastante especial sobre ambas, más que nada por su autor y por las características con la que fue creada, algo alejadas de las convenciones del estilo barroco. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A lo largo del primer tercio del siglo XVI la catedral de Sevilla va a experimentar profundos cambios en su fisonomía, empezando por la reforma de la torre-campanario, a la que se añadirá un nuevo cuerpo de campanas y un remate que la hara mundialmente famosa, la Giralda o veleta, y toda una serie de capillas, patios y dependencias para el normal desarrollo de la vida del Cabildo Catedralicio, órgano rector del templo. Entre estas reformas figurará la creación de la llamada Sacristía de los Cálices, situada en el testero sur del edificio y en cuya creación intervendrán maestros arquitectos de la talla de Gil de Ontañón, Diego de Riaño o Martín de Gainza, quien será quien finalmente le añada una bóveda de crucería aunando el gótico y el renacimiento en cuanto a estilos. 

Tradicionalmente, la sacristía fue empleada por los canónigos, capellanes y demás dignidades del Cabildo para orar y revestirse a la hora de participar en los diferentes oficios religiosos, aunque en la actualidad ha quedado convertida en sala de exposición que alberga obras de Zurbarán, Luis de Vargas, Alejo Fernández y Francisco de Goya.

Precisamente del genial pintor aragonés se guarda en esa sacristía un gran lienzo dedicado a Santa Justa y Rufina, lienzo que además aparece firmado en la parte inferior izquierda del cuadro dentro de un fragmento de papel con este texto: "Francisco de Goya y Lucientes, Cesaraugustano y Primer Pintor de Cámara del Rey". El hecho de la firma es toda una declaración de intenciones, dejando bien clara su intención de afirmar la autoría de la obra e incluso aludiendo a su patria chica y a su cargo en la corte española.


A la hora de concretar el encargo, jugó un papel fundamental Agustín Ceán Bermúdez, historiador y amigo personal del pintor; ambos visitaron la catedral en septiembre de 1817. Goya, que ya había estado en Sevilla en 1793 y en 1796, había sido recientemente procesado por la Inquisición a cuenta de su Maja Desnuda (1815), se hallaba en plena madurez artística cuando recibe el encargo del Cabildo de la Catedral, de hecho acababa de publicar su famosa serie de estampas sobre la Tauromaquia y en pocos años iniciaría una deriva artística hacia un estilo más sombrío y oscuro que culminaría con las llamadas Pinturas Negras. Como curiosidad, durante su estancia en Sevilla Goya midió el espacio donde se colgaría su pintura, teniendo en cuenta la luz, las distancias del espectador y la perspectiva; se hospedó en el domicilio de otro pintor, poco conocido pero importante en su época: José María Arango, quien llegó a ostentar el cargo de Director de la Academia de Bellas Artes y a quien Goya regalará un retrato realizado por él.


Es tradicionalmente sabido que el martirio de Justa y Rufina tuvo lugar en la Hispalis romana allá a finales del siglo III, en tiempos del emperador Diocleciano y que fue debido a la negativa por ambas hermanas, nacidas en el barrio de Triana según la misma leyenda que sostiene que ambas eran alfareras, de adorar a la diosa Salambó durante su procesión (se ve que a los hispalenses ya les gustaban las procesiones en aquellos tiempos). A la negativa se unió el hecho de destrozar la imagen de la diosa tras dejarla caer de sus andas, crimen sacrílego por el que fueron encarceladas (se conservan las Santas Cárceles en los subterráneos de los Salesianos de la Trinidad), torturadas y finalmente ejecutadas. Se cuenta que el entonces obispo Sabino recogió ambos cuerpos y les dio cristiana sepultura en lo que se dio en llamar el Prado de Santa Justa que dio nombre a la actual estación ferroviaria.

Precisamente como mártires las representa Goya en su pintura, portando en sus manos las hojas de palma, símbolo clásico de la victoria, por no hablar de la efigie de un dios despedazada en el suelo, el león que lame sumiso el pie de una de las santas y la abundancia de loza y cerámica en alusión clara a la profesión de ambas santas. Alejándose de escenografías amables, el pintor sitúa la escena en un ambiente sombrío y lluvioso, con abundancia de tonos negros, blancos y azules, oscuridad que acentúa el dramatismo de la escena, situada al aire libre y con vaga similitud al estilo del Greco. Como contraste, Justa y Rufina alzan la mirada al cielo desde donde reciben dos haces de luz que iluminan sus rostros, a manera de mensaje divino. De fondo, apenas esbozada, la Giralda recuerda el protagonismo milagroso de las dos santas durante el terremoto de 1504 cuando según las crónicas la torre se salvó gracias a la intervención milagrosa de ambas. 

La obra quedó finalizada a finales de 1817, ya que en enero de 1818 Ceán Bermúdez relataba que el cuadro había sido entregado previo pago de los acordados 28.000 reales por parte de los canónigos sevillanos, una cantidad bastante generosa todo hay que decirlo y que parte de la ciudad había quedado vivamente impresionada por la obra, mientras que la otra no terminó de aceptar la composición ni el estilo, dándose la circunstancia de que incluso surgieron falsos rumores, auspiciados quizá por otros artistas, de que las modelos empleadas por el genio de Fuendetodos eran dos prostitutas madrileñas, llamadas Ramona y Sabina; incluso el viajero romántico Richard Ford llegó a hacerse eco del bulo (o "fake new", en nuestros días). Mide el lienzo 3 metros de altura y 1,80 de ancho.

El profesor Hernández Díaz, toda una eminencia en el ámbito de la Historia del Arte, escribió sobre esta pintura allá por 1946:

Goya, consecuente con su propia trayectoria artística y espiritual, buscó el símbolo imprescindible a todo lo religioso en los accesorios de la composición, representando, en cambio, las figuras con toda la fuerza expresiva que la interpretación clara y distinta del natural requiere y con el máximo sentido ascético que le fué posible conseguir.

 Resaltar que la pintura estuvo durante mucho tiempo situada en uno de los laterales de la sacristía, ya que el altar principal lo presidió el Cristo de la Clemencia o de los Cálices, venido a esta zona de la catedral procedente de la Cartuja de Santa María de las Cuevas en 1836 tras la Desamortización de aquel Monasterio. Igualmente, el cuadro sufrió varios desperfectos a comienzos del siglo XX durante unas labores de pintura en las que resultó manchado, siendo restaurado en dos ocasiones en los talleres de restauración del madrileño Museo del Prado en los años de 1977 y 2001. Indicar que en 1992 el Cristo de los Cálices fue trasladado a su actual ubicación de la Capilla de San Andrés en la Catedral, lo que sirvió para que nuestras Santas Patronas volvieran a su lugar inicial, presidendo la sacristía.

 

 


12 julio, 2021

Manolito.

 

Desde prácticamente siempre, nuestra ciudad ha generado toda una serie de tipos o personajes muy concretos, a medio camino entre lo entrañable y lo picaresco; en alguna ocasión ya ha paseado por estas páginas el Loco Amaro, sin que pueda olvidarse al casi bufonesco "Bizco Pardal" o soslayarse la figura simpática y bonachona de "Antoñito Procesiones", las rondas nocturnas sorteando automóviles de "Vicente el del Canasto" o más recientemente la pareja formada por Juan Joya y Antonio Rivero, o lo que es lo mismo, el "Risitas" y el "Peíto" que tanta fama mediática alcanzaron con Jesús Quintero en sus programas televisivos. 

A caballo entre el siglo XVIII y el XIX, vivió en Sevilla otro individuo digno de haber aparecido estelarmente en los actuales medios de comunicación por su capacidad para el relato y la exageración. El Deán López Cepero y también Manuel Chaves Rey han dejado detalles sobre la curiosa biografía de Manuel Gázquez, o mejor dicho, Manolito Gázquez, que fue como mejor se le conoció y como se hizo popular en su época. 

 
Había nacido a mediados del siglo XVIII y tenido una infancia difícil y llena de penurias, con muchas privaciones. Tras no pocas vicisitudes, logró establecer su propio negocio, una tienda de lámparas de aceite hechas de cobre ("velones") realizadas por él mismo de manera artesanal, situada en la entonces calle Gallegos, actual Sagasta. Del mismo modo, contrajó matrimonio con Teresa, una joven de menor edad que la suya no exenta de gracia y belleza al decir de sus contemporáneos. Su tienda y taller no tardó en convertirse en punto de reunión para tertulias y charlas para clientes y parroquianos, donde Gázquez era protagonista por sus opiniones y chanzas, siempre cercanas al embuste o la onomatopeya, pero siempre también eludiendo temas obscenos o escabrosos, todo hay que decirlo.

Manolito era de baja estatura, grueso y mofletudo, y tras su rostro siempre amable y sonriente se dejaba ver en parte su carácter, como veremos. Pero a mayor abundamiento, demos voz al Deán López Cepero, que lo trató durante años, para que lo describa con su fina prosa: 

"Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira."

Aficionado fiel a los toros, apoyó fervientemente como partidario al diestro Pepe Illo, de quien fue amigo personal y a quien llamaba "Señor Pepe"; se cuenta que incluso intentaba aconsejarle a grandes voces durante la lidia desde su localidad en el tendido, sin que sepamos a ciencia cierta si el matador seguía las recomendaciones, o si sufría las consabidas "broncas" por cómo había hecho tal o cual suerte en el ruedo.

Igualmente, como buen sevillano de su tiempo, era gran devoto de los Rosarios Públicos, tan en boga en aquellos años, en los que tomaba parte con especial protagonismo, dado su virtuosismo con el fagot o piporro, aunque Manolito, con su peculiar pronunciación lo llamaba "Pimpoddo". Haciendo alarde de su capacidad como músico, circulaba esta anécdota, contada presumiblemente por él mismo y fruto de su inagotable imaginación: 

"En cierta ocasión -dijo-, quise pasmar a Roma y al Padre Santo. Para ello entré en da iglesia de San Pedro un día del Santo Patrón el primer Apóstol. Allí estaba el Papa y dos cardenales, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda la cristiandad. Tocaban veinte órganos y muchos instrumentos, y más de mil pitos y flautas, y entonaban el Pange linguae dos mil y cincuenta voces. Llega don Manolito con su casaca (iba yo de corto) y me pongo detrás de una columna que hay a la entrada por Oriente, así conforme se entra a mano derecha, y cuando más bullicio había, meto un "pimpoddazo" y toda aquella algazara calló y la iglesia hizo bum, bum a este lado y al otro como para caerse. A poco siguió la función, creyendo el Consistorio que el terremoto había pasado, y entonces meto otro "pimpoddazo" de mis mayúsculos, y la gente se asusta, y el Papa dijo al punto: «O el templo se viene abajo, o Manolito Gázquez está en Roma tocando el pimporro.» Salieron a buscarme, pero yo tenía que hacer, y me vine a Sevilla para ir al rosario."

José Rico Cejudo (1864-1939): Preparando el Rosario. 1922.

Como comentábamos no hace mucho, frecuentó el famoso Puesto de Aguas de Tomares, situado al pie del Puente de Barcas frente a Triana; analfabeto como era (aunque afirmaba que si supiera leer sería más sabio que Séneca) promovía la lectura "comunitaria" de la madrileña Gaceta, abonando una moneda como lo demás oyentes a un "lector", gracias a lo cual se convirtió en todo un analista de las estrategias y tácticas de Napoleón, invicto entonces en los diferentes campos de batalla europeos. Detalle a tener en cuenta, en aquellos años primeros del XIX llegaban a Sevilla desde Madrid únicamente cinco ejemplares del citado "rotativo". 

Serafín Estébanez Calderón, en sus "Escenas Andaluzas" de 1847, lo retrató como un auténtico "opinador" de su tiempo, ya que eran muchos los que acudían a la antedicha tienda a escucharle valorare los más variados temas de política, toros, religión e incluso esgrima, como cuando en cierta ocasión presumió de evitar mojarse durante un temporal gracias a las estocadas que fue dando por la calle cortando a la propia lluvia. Ni que decir tiene que su fama y sus "historias" sobrepasaron a su propio protagonista, atribuyéndosele chanzas o cuentos que en modo alguno salieron de sus labios, baste decir que en 1855 se publicó la comedia en verso "Manolito Gázquez", obra del dramaturgo Mariano Pina, en la que aparece como protagonista absoluto con sus exageraciones en compañía de su mujer, Teresa y del Tío Fatigas.

Para fortuna, o para desgracia suya, Manolito Gázquez falleció en Sevilla, víctima de una enfermedad pulmonar en abril de 1808, apenas un mes antes de los sucesos del Dos de Mayo de Madrid y del inicio de la Guerra de Independencia contra Francia. A buen seguro, que como patriota convencido habría sido el mejor narrador de la contienda y quizá, quien sabe, uno de sus más gloriosos héroes, eso sí, siempre desde su particular visión de la realidad...

05 julio, 2021

Fresquita.

La pasada semana, en nuestro post sobre cómo eran los antiguos veranos en nuestra ciudad, aludíamos a la habitual existencia de fuentes de agua y puestos de agua, destinados a solventar en parte el problema de la distribución del líquido elemento entre la población. Como se sabe, la ciudad contaba con los míticos Caños de Carmona, que distribuían el agua entre casas nobiliarias, conventos, Reales Alcázares y demás edificios importantes, destinándose parte de su caudal a toda una serie de fuentes públicas, surtidores que además se alimentaban de diversos manantiales cercanos a la ciudad, como la denominada Fuente del Arzobispo, que brotaba de un venero situado en la actual Carretera de Carmona o la Fuente de la Albarrana, en el Parque de Miraflores, que aprovisionaba al Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.

Se sabe, por ejemplo que a lo largo de la historia han desaparecido no pocas fuentes públicas, como las situadas en las plazas del Salvador, Santa Marina, Magdalena, Pilatos, Villasís, San Lorenzo o San Román, o bien en calles como Descalzos, Alhóndiga, Lirio o incluso en la misma Casa de la Moneda. Otras, en cambio, sí han sobrevivido llegando hasta nosotros, como las de Mercurio en la Plaza de San Francisco o las de la Plaza de la Encarnación o del barrio de Santa Cruz, por citar algunas. Estos elementos urbanos, de los que apenas quedan unos pocos, eran vitales para los sevillanos que no disponían de agua corriente en sus casas.

Sin embargo, para muchos, era un problema el conseguir agua potable; existía, qué duda cabe, el gran caudal del Guadalquivir, no siempre inodoro, incoloro e insípido, sobre todo para los habitantes ribereños, además de no pocos pozos en muchas casas, palacios y corrales de vecinos, que abastecían a los vecinos, aunque con el peligro de la salubridad de las aguas, muchas veces cercanas a otros pozos, los llamados "pozos negros" adonde se depositaban las lógicamente llamadas "aguas negras", en una época en la que las medidas higiénicas era mínimas o inexistentes.


De este modo, cuando el pintor Diego Velázquez pinta en 1622 su "Aguador de Sevilla", está dando visibilidad a un oficio de lo más habitual en aquella época, el de los llamados Azacanes, vocablo de origen árabe que aludía a aquellos que, surtiéndose de agua potable en fuentes o pozos, la ofrecían a los sedientos viandantes a cambio de unas monedas. En la actual calle Santander, cercana al sector del río, se hallaba el llamado Postigo de los Azacanes (o del Carbón), debido a la presencia, en época medieval de nos pocos aguadores apostados en  este sector próximo, por ejemplo, a las Atarazanas. Como curiosidad, en una relación con la "Tassa general de los precios a que se an de vender las mercaderias en esta Ciudad de Seuilla y su tierra, y de las hechuras, salarios y jornales y demas cosas", publicada en 1627, se establece en 24 maravedís el precio de las llamadas "tazas de aguadores", utilizadas por éstos para dar a beber. 

En el siglo XIX era famoso cierto pozo situado en la Cruz Verde, propiedad de un almacén de alimentación y también el llamado Pozo del Jardinillo en la calle Azofaifo (callejón sin salida en la calle Sierpes, muy cerca del antiguo edificio de Correos) ya que a él acudían numerosos aguadores por mor de la calidad de su agua.

Con el tiempo, algunos aguadores decidieron establecer instalaciones permanentes para sus servicios, quizá algo precarias en principio, con apenas unos tablones, lonas, cajas y demás útiles, pero poco a poco además se produce un aumento en la demanda, no sólo en lo referente al agua, sino a otro tipo de bebidas, como licores, refrescos o vinos. Si, como afirma el arquitecto Jesús Miguel Salado, a esto añadimos la aparición de lugares de esparcimiento para la población, sobre todo para sus élites, fue necesario por tanto establecer ya los primeros espacios para que estos Puestos de Agua se "sedentarizasen". 

Uno de los más conocidos en la Sevilla del XIX, pintado incluso por Jiménez Aranda, será el situado junto a los Almacenes del Rey, hoy confluencia del Paseo de Colón y Reyes Católicos, junto al entonces Puente de Barcas. Su propietario, oriundo de tierreas gallegas, mantenía abierto el aguaducho durante toda la jornada, retirando los toldos al atardecer y cerrando al toque de queda marcado por el campanario de la Giralda. Manuel Chaves lo recordará en 1894 con nostalgia, describiendo así al llamado Puesto de Aguas de Tomares:

"Estaba formado por una alta estantería, un mostrador y varios bancos de madera, y mesillas pequeñas colocadas convenientemente. En la estantería encontrábanse cuatro grandes cántaras de barro, una estampa religiosa y algunas macetas de olorosa albahaca, que en estío presentaban agradable aspecto. Sobre el mostrador, limpios vasos de cristal, puestos en fila, convidaban a apagar la sed de los transeúntes, y cerca de ellos se veía la cesta de panales, las botellas con almíbar para los refrescos, las cajas con pastillas de almendras, y otros diversos objetos que se utilizaban en el servicio del público."

A finales siglo XVIII el mencionado Puesto sirvió como casino o punto de encuentro para señores de casaca, comerciantes enriquecidos, militares retirados o petimetres empelucados, reunidos todos en torno a la lectura en voz alta de la Gaceta, al juego de las Damas o simplemente contemplando a los viandantes mientras se hacía animada tertulia sobre dimes y diretes. El afamado diestro Pepe-Illo fue habitual del lugar, improvisando alguna que otra juerga y convidada general para alegría de los parroquianos; téngase en cuenta que el matador de toros vivía en la cercana calle de San Pablo, no lejos de allí. También pasaron por allí el conocido Oidor Francisco Bruna (apodado en su tiempo "El Señor del Gran Poder), el poeta Arjona y el popular personaje de Manolito Gázquez, partidario acérrimo de Pepe Illo, de quien hablaremos en otra ocasión, y otros muchos. 

A comienzos del XIX, sin embargo, el fervor patriótico contra los franceses tomó asiento en el Puesto, celebrándose en él no pocos conciliábulos y cabildeos con el telón de fondo de la ansiada liberación frente al invasor. Tras la Guerra de Independencia, sobre 1820, se pierden las noticias del Puesto de agua de Tomares, que ha pasado a la historia por aparecer en uno de los pasajes de la obra del  Duque de Rivas "Don Álvaro o la fuerza del Destino", dramón romántico estrenado en 1835: 

"¿Qué persona de buen gusto, viviendo en Sevilla, puede dejar de venir todas las tardes de verano a beber la deliciosa agua de Tomares que con tanta limpieza nos da el tío Paco, y a ver este puente de Triana, que es lo mejor del mundo?"

Una palabra, "Kiosco", procedente del persa "Kosk", y que aludiría a un tipo de pabellón o baldaquino realizado con maderas y telas a modo de baldaquino, será protagonista del cambio de apariencia de los sevillanos puestos de agua a finales del XIX y principios del XX. Con la idea de adecentar su aspecto, el Consistorio de la ciudad determinará modificar su diseño, empleando materiales como el hierro o el cristal, incluyendo la necesidad de sombra mediante toldos y marquesinas (esa sombra de la que estamos tan faltos en el Centro de nuestra ciudad).

De este modo, serán peculiares muchos de ellos, instalados en la Alameda de Hércules, Paseo de Catalina de Ribera, Las Delicias o Paseo de Colón. En 1885 entra en escena "The Seville Water Works", quien consigue del Ayuntamiento la concesión del suministro del agua para la ciudad durante noventa y nueve años, será la llamada "Agua de los Ingleses", mientras que la exposición iberoamericana de 1929 y las posteriores reformas urbanísticas de la posguerra se llevarán por delante muchos de estos quioscos, a lo que habría que sumar, lógicamente, las mejoras experimentadas por el abastecimiento de aguas en los domicilios sevillanos. De todos modos, los puestos o quioscos de agua calaron muy mucho en la población, basta con reseñar que una de las zarzuelas más conocidas dentro del llamado "género chico" sea la compuesta por Federico Chueca: "Agua, Azucarillos y Aguardiente" o el famoso chiste de los garbanzos del inimitable Paco Gandía, en el que juega un papel fundamental alguien que prácticamente solo sobrevive ya junto a los Pasos en las procesiones: el "Aguaó".

Foto: Reyes de Escalona