25 octubre, 2021

Y la luz (eléctrica) se hizo.

 No cabe duda que a veces, un simple gesto encierra toda una historia detrás, como por ejemplo el simple hecho de accionar cualquier interruptor y conseguir iluminar, como por arte de magia, una habitación, o que funcione todo tipo de electrodomésticos, incluso que puedas leer estas lineas en la pantalla de un ordenador o de un dispositivo móvil. Pero, ¿desde cuándo disponemos de esta "magia" llamada electricidad en Sevilla? Como siempre, vayamos por partes. 


La importancia de la energía generada por la electricidad, presente en la Naturaleza en los rayos de tormenta, en determinados seres vivos que son capaces de generar corrientes eléctricas para defenderse de de depredadores o en algunos minerales con magnetismo, llevó desde la Antigüedad a que muchos científicos elucubrasen sobre su origen y, también, su posible utilidad. Desde el experimento de Tales de Mileto en el 600 a. C., cuando el heleno generó electricidad estática al frotar un fragmento de ámbar ("electros" en griego), pasando por todo un interminable listado de autores clásicos y modernos como Faraday, Ohm, Franklin, Siemens, Westinghouse, Alva Edison, Morse; todos ellos con sus descubrimientos han ido paulatinamente mejorando nuestras vidas.

Como ha analizado el profesor Rufino Madrid, la electricidad presenta varias cualidades, como la de no ser almacenable, la de su uso instantáneo, su limpieza, su fácil transporte, su carácter multifuncional, lo limpio de su consumo o, por contra, lo contaminante de su producción. 

En nuestra ciudad, ya en el siglo XVIII, destacó la labor divulgativa del profesor Benito Navarro de Veas, quien en 1752 publicó la obra "Phísica Eléctrica o compendio en el que se explican los maravillosos fenómenos de la virtud eléctrica". Sin embargo, no será hasta 1850 cuando se constituya en nuestra ciudad la "Escuela Industrial Sevillana", institución que comenzó a incluir en sus planes de estudio una asignatura llamada "Aplicaciones de la electricidad y de la luz", siendo su profesorado firme partidario del empleo eléctrico como nueva forma de iluminación en sustitución del gas, una rivalidad que será constante durante décadas, como veremos.  

Fruto de todo ello es que, tras un intento fallido, finalmente el 23 de marzo de 1860 se colocaron varias lámparas de las llamadas "de arco voltaico" en la azotea del Ayuntamiento, conectadas a una pila Bunsen. El espectáculo contó con la presencia de la banda municipal de música y, una vez "hecha la luz", maravilló a la muchedumbre congregada en la Plaza de San Francisco, asombrada por el invento que, se suponía, abría las puertas a la próspera "modernidad". El Consistorio, convencido tras la exhibición, apoyó económicamente a la Escuela Industrial, con vistas a difundir la nueva tecnología. 

Otra figura clave será Enrique Bonnet Ballester. Murciano de nacimiento y telegrafista de profesión, galardonado en varias ocasiones por sus inventos, trabajó en Cádiz, donde iluminó de forma eléctrica el actual Gran Teatro Falla, para luego intentar proponer, en 1870, la iluminación del Real de la Feria de Abril mediante 500 bujías alimentadas por acumuladores. Como afirma el profesor Madrid Calzada, las presiones por parte de la Compañía de Gas, entonces encargada de tal tarea, desecharon la idea, tasada en 1.200 reales de la época. 

Resulta curioso cómo entonces la iluminación eléctrica se asociaba a ferias y festejos, por la esplendidez y luminosidad proporcionada, como decía la prensa local allá por 1874, testimonio recogido por el antes citado profesor Madrid sobre el efecto de una luz que "acaba iluminando el campo y haciendo bellísimos efectos de claroscuro entre árboles y casetas". No es de extrañar, para más abundamiento, que nunca falte en las Ferias andaluzas la llamada "prueba del alumbrado", prólogo de los días de fiesta.

No obstante, Bonnet no cesó en su empeño, ya que tras participar con éxito en la Exposición Universal de Barcelona de 1889 logró los pertinentes permisos para instalar una central de generación térmica con cuatro calderas y 4 dinamos. Tras fundar en 1890 la sociedad "Fábrica de Electricidad Enrique Bonnet", ubicada en la calle Tarifa en pleno centro de Sevilla, la central brindó energía eléctrica a varias casas y comercios de la calle Sierpes, aunque la "contaminación acústica" fue una baza en su contra, ya que las quejas de los vecinos fueron constantes por el ruido generado vendiéndola a la naciente "Sevillana de Electricidad" en 1902. 

Durante el siglo XIX surgen las primeras compañías eléctricas andaluzas, enclavadas en zonas mineras (Río Tinto) o costeras (Málaga o Cádiz), aunque no conviene olvidar otras localidades como Carmona, Antequera, Morón, Úbeda, Alcalá de Guadaira o Jerez de la Frontera. 

Central de la Calle Arjona. 1896.

En 1894 nace la "Sevillana de Electricidad" (ahora integrada en Endesa), como filial entonces de la alemana AEG. Su primera central o "fábrica de luz" (derribada al cabo de los años) se construye en la calle Arjona y se dota de dos máquinas de vapor de 300 caballos y ofrecía corriente continua de 110 voltios a un sector reducido y cercano a dicha central. La Feria de Abril de 1902 fue testigo de cómo ya algunas casetas lucieron, nunca mejor dicho, iluminación eléctrica, lo que supuso toda una tarjeta de presentación a nivel comercial para la firma.  

Anuncio en la prensa local, 1911

Impulso importante para la Sevillana será el primer cliente importante en 1896: la Real Fábrica de Tabacos, nada menos, e igual de reseñable sería conseguir el suministro eléctrico para los Tranvías sevillanos que pasarán de la tracción animal a la nueva modalidad, con el aliciente de que el tendido instalado servirá para que no pocos establecimientos se "enganchen" a este tipo energía. Artífice de todo ello fue el ingeniero alemán de la AEG, luego afincado en San Juan de Aznalfarache, Otto Engelhardt, que a la postre recibió condecoraciones y honores, pero sobre todo, un apodo por parte del pueblo sevillano: "Otto el de los tranvías". Totalmente contrario a las ideas de Hitler, murió fusilado en Sevilla en septiembre de 1936.

Anuncio en la prensa local, 1911

Fruto de esos vientos de cambios será la polémica pugna entre "faroleros" y "eléctricos" o entre "La Catalana" y "La Sevillana" por la primacía en la iluminación pública de la ciudad, victoria conseguida finalmente por la segunda, quien logrará el contrato de alumbrado urbano hispalense en 1905 y además dará comienzo al proceso de implantación de tipos de farolas, especialmente las de fundición de la zona monumental que aún perviven, por no hablar de la construcción de diversas centrales y estaciones eléctricas, como la construida en el Prado de San Sebastián, en terrenos de la familia Luca de Tena, accionistas de la Compañía y actual sede social en Sevilla o como la que pervive aún en la calle Feria, construida con diseño del arquitecto Aníbal González en 1909. 

Foto: María Coronel.

Poco a poco, "La Sevillana" irá implantando el consumo eléctrico en los hogares sevillanos, popularizándose también el uso de determinados electrodomésticos como la radio, tan importante en la historia reciente de Sevilla. Las fachadas de las casas se llenaron de las características "tapas de registro" e incluso surgió un personaje cuya aparición en los corrales de vecinos generaba inquietud: "el tío de los alicates", que acudía a cortar el suministro por falta de pago. 

Apretar un interruptor y encender la luz se convirtió en algo rutinario. Pero esa, esa ya es otra historia...

Central de la Calle Arjona, construida en 1896






18 octubre, 2021

A pique.

Lo contaba con gran despliegue de tipografía el diario local "El Noticiero Sevillano" allá por noviembre de 1896, en la madrugada del 7 al 8 se había producido una catástrofe fluvial que impactó a toda la ciudad, sobre todo por la entidad de las personas que habrían fallecido ahogadas en las oscuras aguas del Guadalquivir. Todo comenzó con una actividad cinegética, pero como siempre, vayamos por partes. 

Un grupo de cazadores, deseosos probar su puntería en la zona de la desembocadura del Guadalquivir, decidió alquilar los servicios del pequeño vapor "Aznalfarache", perteneciente a la empresa "Camacho y Compañía" y dedicado a tareas de transporte de mercancías; de este modo, embarcó el grupo en torno a las once y media de la noche con la idea de surcar el río de madrugada y llegar a su destino al amanecer. Al timón se encontraba el Capitán Antonio Martínez, quien llevaba al parecer tres años y medio al mando del navío, contando como tripulantes con un maquinista llamado Joselito, asturiano de nacimiento y vecino de Triana, un fogonero, apellidado Suero, y otro marinero, de nombre José Núñez. La noche se presentaba tranquila y los pasajeros decidieron retirarse a descansar tras la cena con la correspondiente sobremesa. 

Todo se precipitó al llegar a la zona llamada entonces "Callejón o Cabezo de la Mata", de aproximadamente 6 kilómetros de longitud, entre el llamado "Brazo del Este" y el "Canal de la Hambre", con una anchura de unos cien metros, estando más o menos a la altura de Lebrija. El "Aznalfarache" pudo distinguir las luces de otro navío de mayor envergadura que se dirigía directamente hacia él. Se trataba del "Torre del Oro", de la Compañía Sevillana, con 73 metros de eslora y 10 de manga, capitaneado por José Heredia González, el cual regresaba a Sevilla desde Sanlúcar de Barrameda. Pese a las luces de posición, y sin que se supiesen, en principio, las causas, se produjo la brutal colisión, que provocó el casi inmediato hundimiento del pequeño vapor con todo su pasaje y tripulación a bordo, de modo que sólo sobrevivieron el propio capitán del barco y un pasajero, de nombre Juan Fe. La profundidad en aquella zona era de veintidós piés, o lo que es lo mismo, casi siete metros.

Ilustración del pintor José Arpa para la revista "La Ilustración Española"

 Así lo narraba el mencionado periódico en su edición del 8 de noviembre: 

No hay palabras para describir el cuadro. El capitan del Aznalfarache, que es quien nos ha hecho la anterior relación, dijo que vió pasar sobre él aquella mole y se encontró poco después a flor de aguas. Débil y falto de conocimiento a consecuencia de la conmoción, encontró afortunadamente cerca de él una barquilla que en el Aznalfarache llevaban para ir con ella a cobrar las piezas cazadas, y le sirvió de apoyo para sostenerse a flote. Junto a él se encontró a otro naúfrago, el señor Fe, asido a un madero. Ambos señores trabajaron para sostenerse hasta recibir auxilio.

Ilustración de la Revista "La Ilustración Española y Americana"

El capitán del "Torre del Oro", tras salvar a los dos naúfragos y comprobar durante un tiempo prudencial que no se divisaban más supervivientes, puso rumbo a Sevilla. El mismo barco que causó la tragedia fue el encargado de a ambas víctimas junto con la triste noticia a la ciudad, donde en poco tiempo se corrió la voz de la desgracia, sucediendose las escenas de angustia y dolor por el destino de los expedicionarios. Tanto el capitán Martínez como el señor Fe perdieron el conocimiento y tardaron en recuperarse de sus heridas, siendo atendidos médicamente en sus domicilios. 

La prensa local, destacó en sus números siguientes a la tragedia la identidad y personalidad de varios de ellos, entre los que destacaban industriales, empresarios del comercio (propietarios de joyerías, camiserías, sombrererías) funcionarios (del Banco de España, por ejemplo) e incluso el hermano del famoso pintor José Villegas Cordero, Ricardo, también destacado pintor, quien se sumó a la excursión en el último momento. Tampoco merece quedarse en el tintero el nombre del joven Alberto Barrau, miembro de la Directiva (así se decía entonces) de la Hermandad del Valle y cuya muerte a la postre provocó que, impactado por la pérdida, el músico Vicente Gómez Zarzuela compusiera la marcha fúnebre "Virgen del Valle", como investigó José Manuel Delgado allá por 1998. Finalmente, a la hora de hacer recuento, se contabilizaron veintiún fallecidos.

Ricardo Villegas, retrado por su hermano José.

La Comandancia del Puerto y autoridades de la Marina pusieron manos a la obra a fin de rescatar los cuerpos de los infortunados, destacando la labor del ingeniero del Puerto, Luis Moliní como coordinador de la tareas y la del buzo Arroyo, quienes llegaron al lugar del desastre a bordo del remolcador "Destello" una vez fueron localizados los restos del naufragio del "Aznalfarache". Tras sumergirse en las frías aguas, Arroyo pudo alcanzar la zona de la bodega y comprobar que en ella estaban aún los cadáveres de varios de los pasajeros, como si el impacto y hundimiento les hubiese sorprendido durmiendo, mientras que otros cuerpos, al ser sacados a la superficie, mostraban señales de lucha infructuosas por haber intentado alcanzar dicha superficie. 

"El Noticiero Sevillano", martes 10 de noviembre de 1896.

 Durante aquellos días tristes fue también destacable el comprobar cómo varios amigos de los fallecidos había salvado sus vidas al declinar en el último momento la invitación a la cacería fluvial, al igual que las muestras de pésame de toda la ciudad, comenzando por el Círculo Mercantil que organizó un solemne funeral en la Parroquia del Salvador. Poco a poco se fueron rescatando casi todos los cuerpos del fondo del río y también se iniciaron las pesquisas para dilucidar las causas del siniestro. 

Ilustración del pintor José Arpa para la revista "La Ilustración Española"

Por cierto, en el juicio, consejo de guerra, celebrado con posterioridad y analizado por el investigador y marino Manuel Rodríguez Aguilar, quedó demostrado que el capitán del barco hundido apenas había descansado durante la jornada y que una desgraciada "cabezada", provocada por el sueño, durante un momento de la travesía fue la culpable de la catástrofe. La sentencia, dictada el 21 de junio de 1899 en la ciudad de San Fernando, sede del tribunal, lo condenó a la pena de cuatro meses de arresto mayor, inhabilitación para patronear navíos y pago de una indemnización marcada en 333.000 pesetas a repartir entre los familiares de las veintiún víctimas de la tragedia. Ni que decir tiene que el capitán del otro navío quedó absuelto de los cargos de imprudencia que se le imputaban.

Un año después de la tragedia, todavía el periódico La Andalucía, relataba el hallazgo por parte del Cabo de Carabineros de San Juan de Aznalfarache de cuatro escopetas de caza en la zona del naufragio, lo que da idea de cómo los restos fueron aflorando poco a poco, mudos testigos de un suceso que marcó los años finales del siglo XIX en Sevilla.


11 octubre, 2021

Cuna.

 

Corre el año 1558. El entonces Arzobispo de Sevilla, Fernando Valdés, en unión de Juan de Obando, Vicario General de la Archidiócesis deciden fundar una Hermandad en honor al Patriarca San José y a la advocación de la Virgen del Amparo, dedicada a ayudar y mantener a un sector de la población siempre en riesgo: los niños. 

Así, la nueva Corporación, a semejanza de otras entidades de aquel tiempo,  tenía entre sus cometidos el de salvar de las calles a aquellos recién nacidos que eran abandonados en zonas concretas de la ciudad; la iniciativa no era nueva, ya que se tiene constancia de establecimientos benéficos de este tipo en Italia ya en el siglo VIII. Para entender cómo era la situación en aquella Sevilla del Quinientos baste el desolador documento que sacó a la luz la Doctora Giménez Muñoz, donde se afirmaba que esos niños "expuestos a la inclemencia de los temporales que por el rigor de los fríos en su tierna edad y desabrigo ya por la impiedad de los perros faltos del natural instinto apenas habían abierto los ojos a esta vida cuando se hallaban despojados de ella con su temprana muerte, quedando privados de gozar de Dios para siempre por faltarles el agua del Santo Bautismo muriendo antes de recibirla"

Ni que decir tiene que la mayoría de estos pequeños eran fruto de relaciones extramatrimoniales (en unos tiempos en los que la deshonra suponía un estigma social) o hijos de familias sin recursos que optaban por la dolorosa decisión de abandonarlos a la espera de que algún alma caritativa se apiadase de ellos, de ahí la costumbre de dejarlos en la puerta de monasterios y conventos (¿quién no recuerda la emotiva novela y película de Marcelino Pan y Vino?). 

La nueva Hermandad, nacida al calor de una época en la que la ciudad bullía en actividad y en la que los contrastes sociales era muy fuertes, irá poco a poco alcanzando cierta pujanza. En 1627, con el mecenazgo del Cardenal Diego de Guzmán, tras no pocas vicisitudes se convertirá en una Junta con doce vocales en la que tendrán cabida personajes del estamento eclesiástico y del civil, siempre bajo la presidencia del Prelado de turno que ostentaría el rango de Protector; además, a fines del XVII la Casa Cuna, tras una estancia en la calle Francos, se establecerá en la calle de los Carpinteros o Carpintería, aunque el nombre del gremio poco a poco irá siendo desplazado por el de Cuna, llegando con esta denominación hasta nuestos días. 


Pese a la influencia arzobispal, no tuvo nunca la Casa Cuna una saneada economía, ya que, por ejemplo, durante años son constantes las quejas de los administradores por la falta de recursos con los que alimentar a la numerosa población infantil y con los que pagar los sueldos de las nodrizas o amas de cría encargadas de alimentar a no pocos recién nacidos que eran dejados literalmente en el "Torno", muy similar al existente en los conventos femeninos de clausura y que garantizaba el anonimato de las manos que entregaban al niño a Casa Cuna. En muchas ocasiones los niños venían acompañados de alguna nota o carta con instrucciones sobre su crianza futura, pues quizá fueran de nuevo recogidos, en otras, los niños apenas traían lo puesto y llegaban en pésimas condiciones de salud. 

Richard Ford ya lo recogió en sus escritos de 1830, que la Casa Cuna era "el lugar donde los inocentes son asesinados y los hijos naturales abandonados por sus antinaturales padres, y atendidos en el sentido de que se les mata a hambre lenta.", lo que da idea, por desgracia, de las condiciones de vida allí, con una mortalidad de más del 50%. Prueba de ellos son los libros conservados en el Archivo Provincial y la existencia, en la Parroquia del Salvador, de la llamada Cripta de San Cristóbal; en ella, durante las excavaciones arqueológicas realizadas en la restauración de dicho templo en 2004, se contabilizaron novecientos cuerpos correspondientes a población infantil, enterrados allí debido quizá a episodios de alta mortalidad motivados por epidemias (peste, fiebre amarilla, cólera, sarampión...). Fue sin duda uno de los hallazgos más sorprendentes, e incluso la prensa local de se hizo eco de ellos. 


Un portero montaba guardia durante la noche junto al torno, y en el caso de que se dejase algún niño, prontamente se le entregaba a las religiosas a cargo del establecimiento, cuya Superiora no tardaba en ordenar su higiene, alimentación, inscripción en los correspondientes libros de registro y, por supuesto, su bautismo y otorgarle un nombre, normalmente el del santo del día. Eso sí, el apellido sería el mismo para todos aquellos desafortunados: Expósito, que aún perdura en el catálogo de apellidos españoles.

González de León narra que en el siglo XIX la Casa Cuna se hallaba en el entonces número 13 de la calle del mismo nombre, y que se trataba de un edificio con una fachada sin apenas adornos dignos de mención, excepción hecha de dos lápidas de mármol, una a cada lado de la puerta principal, en una de ellas con la escueta leyenda: 

AQUÍ SE ECHA LA LIMOSNA 

PARA ESTA STA. CASA

Mientras que en el otro lateral figuraba ésta inscripción del Salmo 26 del Antiguo Testamento:

Cuya traducción sería "Porque mi padre y mi madre me desampararon, el Señor me recogió". Ni que decir tiene que el torno antes aludido ocupaba lugar preferente en la fachada de la Casa, que a su vez, como recoge el mismo autor, poseía sala de lactancia, dos salas para "destete" y una enfermería que era atendida gratuitamente por un médico, por no hablar de las demás dependencias y la capilla, reconstruida en 1734 por Diego Antonio Díaz. Como curiosidad, la capilla era presidida por un retablo barroco con una imagen de San José obra de Pedro Duque Cornejo

A los seis años, los niños pasaban al Hospicio, entonces en el actual Conjunto Monumental de San Luis de los Franceses, aunque existía la posibilidad de que fuesen adoptados siempre que los padres "sean de buenas costumbres y tengan medios para sostener al prohijado". En torno a 1874, por poner un ejemplo, había 430 niños en la Casa Cuna, a los que habría que sumar casi 600 más, acogidos en las llamadas "Hijuelas" o sedes de Cazalla, Écija, Morón, Osuna, Utrera y Carmona. 

A partir del siglo XIX una Junta erigida por el Cabildo de la Ciudad, formada por diversas damas de la alta sociedad, asumió la gestión de la Casa Cuna con notables mejoras, como la construcción de una nueva sede abandonando el vetusto edificio de la calle Cuna y trasladándose en 1917 a la zona de Miraflores, donde el arquitecto Antonio Gómez Millán diseñó un funcional edificio de corte regionalista. Gestionada por la Diputación Provincial de Sevilla durante toda esta etapa y con la ayuda de las Hijas de la Caridad, en 1989 finalmente cesó su actividad, pasando la cuestión social a manos de la Junta de Andalucía. 


La calle, eso sí, conservó el nombre y el recuerdo de aquel establecimiento benéfico, aunque en su lugar, sobre 1925, se construyó uno de los primeros lugares destinados en Sevilla a proyecciones cinematográficas: el Cine Pathé, aún en pie en el número 15 de la calle, pero esa, esa ya es otra historia.

Fotos: María Coronel. 

04 octubre, 2021

Cirugía Mayor.

 

Probablemente, se trata de una de las calles más cortas de Sevilla, entre la Plaza de Menjíbar y Castellar, paralela a Feria, no muy lejos de la Iglesia de San Juan de la Palma. Debe su nombre a un cirujano, Bartolomé Hidalgo de Agüero, quien durante el siglo XVI alcanzó justa fama y cuyo nombre, en aquellos años recios de duelos y estocadas, los espadachines invocaban antes de entrar en liza: "A Dios me encomiento y al Doctor Hidalgo de Agüero". Pero como siempre, vayamos por partes. 

En torno a 1383 habría nacido, probablemente en Lora del Río, Juan de Cervantes y Bocanegra, miembro de un noble linaje y nieto del Almirante de Castilla, nada menos. Llamado a la vocación religiosa, doctorado en Salamanca, intervino en varios Concilios, como el de Siena, tras lo cual fue ascendido al rango de Cardenal en 1426. Prosiguió siempre defendiendo la causa de la primacía papal en otros Concilios como los de Basilea o Maguncia y finalmente, tras pasar por las diócesis de Ávila o Segovia, recaló en la Archidiócesis Hispalense en 1449. 

Establecido ya en Sevilla, tomó parte activa en las obras de la Catedral, aportando importantes sumas de dinero, formó una imponente biblioteca de más de trescientos volúmenes (legada al cabildo hispalense) e incluso fundó 1450 la Cofradía de la Santa Faz en el monasterio franciscano del Valle. Su legado, tras fallecer en 1453, quedó plasmado en dos obras, su impresionante sepulcro catedralicio, realizado por Mercadante de Bretaña y la fundación del llamado Hospital de San Hermenegildo, o lo que es lo mismo, el Hospital del Cardenal o de los Heridos.

Situado a caballo entre la actual calle Francisco Carrión Mejías y la propia de Cardenal Cervantes, el  Hospital no tardó en lograr merecida fama como centro hospitalario especialmente dedicado a cuestiones quirúrgicas, sin descuidar otras áreas; como decíamos, estamos en la violenta Sevilla de bravos, matones y espadachines a sueldo, en la que se prodigaban las pendencias y ajustes de cuentas, de modo que las heridas por arma blanca eran bastante frecuentes. Dotado con una plantilla en la que había doctores, enfermeros, boticarios, barberos, capellanes y todo el personal necesario, en este hospital, con dieciocho años, entrará como "Médico Residente" (por usar un término actual) un joven licenciado en Medicina por la Hispalense, que con rapidez irá absorbiendo todo lo que se hacía en el Hospital, formándose como galeno y cirujano y estudiando cada caso hasta lograr lo que Bartolomé Hidalgo de Agüero, ése era su nombre, llamó la "vía particular". ¿De quien y de qué hablamos?

Hidalgo de Agüero habría nacido en Sevilla en torno a 1537; casado y con cuatro hijos, poco se conoce de su vida, salvo su labor como médico, su aprendizaje y su maestría, ya que dejó numerosos discípulos. Como curiosidad, dato aportado por el doctor Vázquez Medina, en 1575 se le asignó un sueldo anual de 27.000 maravedís, mientras aprendía con los doctores López de la Cueva y Cetina. 

Dado nuestro nuestro poco o nulo conocimiento sobre ciencia médica, recurriremos a la sabiduría del doctor y farmacéutico sevillano Herrera Dávila, estudioso del tema en nuestros días para intentar explicar el método de nuestro cirujano. Tradicionalmente, y así lo aconsejaba la ciencia de aquella época, los cortes y heridas inciso contusas eran tratados en medicina mediante el uso de trepanación o hierros (por supuesto, sin anestesia) o con la aplicación de medicinas húmedas a fin de conseguir la aparición de la llamada "pus loable". Pese a ello, la mortalidad era muy alta para este tipo de traumatismos. 

Por ello, basándose en su dilatada experiencia "de treinta y ocho años", como afirmaba, Hidalgo de Agüero publicará su obra Thesoro de la verdadera cirugía, unos simples pliegos, con 57 consejos que "afijará" en algunas zonas de Sevilla para que todos pudieran leerlos. Dos detalles llamarán la atención de esta obra del cirujano sevillano: el hecho inusual de que utilice la "lengua común" desechando el culto y científico latín y que base sus afirmaciones, quizá por primera vez, en la práctica estadística, ya que para ello llevará cuenta de todos los pacientes atendidos por heridas en el Hospital del Cardenal, de sus heridas y de su evolución, practicando su método de "vía seca", basado en el empleo de la higiene y la sutura.  

Así, como ha investigado Herrera Dávila, en 1583 ingresaron en su Hospital 456 heridos, de los que, una vez tratados por Hidalgo de Agüero, murieron sólo 20, lo que proporciona una mortalidad excepcionalmente baja teniendo en cuenta la época. 

Todo ello da idea de cómo llegó a ser la fama alcanzada por nuestro cirujano, aunque no faltaron voces críticas o envidiosas que pusieron en tela de juicio sus propuestas quirúrgicas, las de los doctores Estrada o Fragoso, con quienes sostuvo un airado debate en el que hubo de intervenir el Cabildo de la Ciudad. Ya se sabe, "nadie es profeta en su tierra".

A lo largo de su extensa y fructífera historia, el Hospital del Cardenal, de los Heridos o de San Hermenegildo, llegará a tener hasta más de ochenta camas,  se transformará en el Asilo Provincial de San Fernando en el siglo XIX, para ser derribado, definitivamente, en 1950. Con la demolición se perderá uno de los edificios más interesantes de aquella zona, formándose de nuevo cuño la actual calle Francisco Carrión Mejías. 

Por su parte, Hidalgo de Agüero morirá en Sevilla en 1597, "pobre, honrado y famoso", como escribirá alguno de sus biógrafos admiradores, siendo sepultado en la parroquia de San Juan de la Palma, como recuerda un azulejo allí situado. Fallecerá, además, contando con el agradecimiento de no pocos heridos salvados por su pericia. Recordemos, fruto de todo ello se hizo popular la expresión, antes de desenvainar la toledana, "A Dios me encomiendo y al Doctor Hidalgo de Agüero".