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13 septiembre, 2021

"Con las carnes abiertas".

 Como alimento de primera necesidad, la carne ocupó siempre un lugar muy importante en el mercado de abastecimientos de Sevilla a lo largo de la historia. Tras la conquista de la ciudad por Fernando III en 1248, los diferentes puntos de venta para este alimento se situaron ta  nto en la zona de Santa Catalina como, en mayor medida, en el sector de la actual Plaza de la Alfalfa y algún otro. Desde entonces, aparte de las carnicerías habituales, la propia Iglesia Hispalense conservó para sí algunos puestos de carne. 

Aunque pueda pensarse que en principio era reservado como manjar casi de lujo para la nobleza, lo cierto es que en los siglos XV y XVI la demanda de carne se vio aumentada de manera más que notable entre la población, a lo que hay que añadir el papel del campo andaluz en general, y del sevillano en particular, como fuente ganadera de primer orden, dándose el caso de que incluso Sevilla surtía de carne a mercados tan lejanos como el valenciano, aunque, dependiendo de las circunstancias económicas, las tornas podían cambiar y el Concejo de Sevilla hubo de acudir a ferias de ganado como la de Ronda para comprar reses con las que abastecer los mercados de la ciudad. 

Una vez traído a Sevilla, el ganado se guardaba, previa anotación por el encargado de ello, en la Dehesa de Tablada, zona de pastos comunales, especie de "despensa en vivo", que durante el siglo XVI alcanzó gran importancia por cantidad de animales que albergó, siendo habituales las quejas por los abusos allí cometidos por cierto "contrabando" de ganado que evitaba así el pago de la alcabala de la carne, e incluso por la presencia de lobos que atacaban a las reses con el consiguiente perjuicio, como reseñó en su momento el malogrado profesor García-Baquero. Amén de todo ello, la proximidad al Guadalquivir generaba inevitablemente no pocas incidencias por las frecuentes crecidas del caudal del río, causando daños importantes y obligando a desalojar la Dehesa cada cierto tiempo con motivo de riadas.

A principios del siglo XVI se contabilizaba un total de 28 tiendas o "tablas" en Sevilla, con alguna que otra en Triana y la zona de la Puerta del Arenal, alcanzándose incluso la cifra de 48, proponiéndose entonces reducirlas a 22, más o menos el número de carniceros existentes ya a fines del siglo XIV como apunta el profesor González Arce. En un principio los animales se sacrificaban en las propias carnicerías, aunque en 1489 se constituyó un recinto cerca de la Puerta de Minjohar y que poco a poco se convirtió en el Matadero de la Ciudad, cambiando su denominación esta puerta y pasando a llamarse Puerta de la Carne. 

El Matadero, comenzó a gestarse en las inmediaciones del Arroyo Tagarete, conformándose en palabra de Alonso Morgado: "en forma de gran casería con sus corrales y naves y todas sus pertenencias. Y unos miradores que descubren una buena plaza, donde se corren y alancean toros de verano ordinariamente". Poco a poco iría surgiendo el barrio de San Bernardo, gestándose así su tradición taurina. Por lo demás, el Alcaide, el Casero y el Fiel eran los responsables del recinto, encargándose de su orden y limpieza, muchas veces escasas ambas, ya que hay abundantes reseñas sobre la corrupción e insalubridad reinantes allí.


Carnero, cabra, vaca, toros, cerdo, conejo, eran los tipos de carne más apreciados por los sevillanos, dejando a un lado las aves de corral y las de caza, que eran vendidas en otra zona próxima de la Alfalfa cuyo nombre lo decía todo: la gallinería. La población más desfavorecida, que no era poca, se conformaba con adquirir tocinos, menudos y tripas, siempre más asequibles, sin que quede en el tintero cómo la carne en general era prohibida por la Iglesia en tiempos de Adviento, Cuaresma y Semana Santa. Miguel de Cervantes, en su obra "El Coloquio de los Perros", ponía en boca de uno de sus protagonistas caninos, en este caso Berganza, que "tres cosas tenía el rey por ganar en Sevilla: la calle de la caza, la costanilla y el Matadero", lo que nos da idea del submundo existente en esas zonas, en las que la picaresca, el robo y la violencia (en un espacio donde los cuchillos eran herramientas de trabajo) estaban a la orden del día.  

Los orígenes del gremio de carniceros (que al parecer tuvo su sede y hospital en la feligresía del Salvador bajo la protección de Santa Catalina) se pierden en la noche de los tiempos, aunque es sabido que tuvo Ordenanzas aprobadas por Alfonso X el Sabio, en las que se incidía especialmente en el control de los precios, en la calidad de la carne y, sobre todo, en la "afinación" de los pesos y medidas a fin de evitar fraudes, que eran penados con multas, azotes y hasta con pena de muerte siempre bajo la autoridad máxima de los dos alcaldes o alamines, encargados de velar por el correcto cumplimiento de las normas. Como detalle curioso, se prohibía vender carne "a ojo", o sea, sin pesar.

Rembrandt: El buey desollado, 1655, Museo del Louvre. París. 

Punto y aparte merece el hecho de que ya a comienzos del XVI la mayor parte de los puestos de carne estuviesen establecidos en la feligresía de San Isidoro, cerrando una zona eminentemente comercial con las plazas de la Alfalfa, de la Pescadería, del Pan y del Salvador, donde se vendían frutas y verduras. Las llamadas Carnicerías (que fueron derribadas en 1837, ampliando su área la Plaza de la Alfalfa), contaban con varias decenas de tablas para cortar y pesar la carne, cada una con su propio cierre mediante reja y cerradura y situadas éstas circundando un amplio patio con dos espaciosas puertas. La venta comenzaba cada mañana con el toque del alba y las carnes habían de venderse por separado y sin mezclarse con los despojos. Sin embargo, a pesar de la vigilancia del alcaide de las propias carnicerías, siempre hubo problemas de higiene en la zona por la acumulación de inmundicias y malos olores, incluso con quejas vecinales al respecto.

Ni que decir tiene que el oficio de carnicero era exclusivamente masculino, alegándose entonces que la "impureza femenina" no era buena candidata para manejarse con cuartos, costillares, solomillos o chuletas. En el Pais Vasco, por ejemplo, las mujeres tenían prohibido cortar carne con la severa multa de 200 maravedís, aunque en Valladolid en 1486 se dio el caso de Marina Alfonso, quien heredó el oficio y la tabla de su marido al enviudar.

Llegados a este punto, merece la pena reseñar las peripecias de una sevillana del siglo XV, judía por más señas, y sus esfuerzos y reivindicaciones por conservar su negocio dentro del gremio que venimos comentando. Tras el tristemente conocido asalto a la judería sevillana de 1391, la comunidad hebrea hispalense fue aislada en su propio territorio, cercano a la protección del Alcázar, aunque las tensiones sociales nunca dejaron de estar presentes. 

El protagonismo de la mujer en la comunidad judía se concretaba prácticamente en su único papel de esposa y madre, aunque en algunas ocasiones ejerciera como propietaria de tierras de labranza o en otras como criada para otros judíos, como nodrizas y, caso interesante, como plañidera para las celebraciones funerarias, sin olvidar su labor como tejedora, costurera o tintorera. 

Foto: Reyes de Escalona

La profesora Raquel San Mamés ha sacado a la luz el testimonio de Ana Gonçales, quien regentaba una tabla de carnicería judía en Sevilla desde 1477. Casada con Ferrand Gonçales, en octubre de ese año recibió un escrito desde la Cancillería de los Reyes Católicos en la que, a petición de la aljama judía de Sevilla, se le requería a que abandonase su puesto en favor de ésta. Sin embargo, Ana alegó que poseía un documento firmado por la propia Reina Isabel por el que se le otorgaba a perpetuidad su negocio. 

Para acreditar tal situación, habrá finalmente de viajar a Jerez, sede de la Corte entonces, para allí demostrar su afirmación ante los monarcas. El 7 de noviembre de ese mismo año los reyes escriben a la aljama de Sevilla ratificando todo lo anterior, ya que Ana Gonçales había demostrado fehacientemente que estaba autorizada a regentar su carnicería como cualquier varón con el beneplácito de la corona y que por tanto tenía pleno derecho (sin que constase por ningún lado el nombre de su marido) a cortar carne o a delegar en quien ella desease, pudiendo alquilarla, sin olvidar, eso sí, abonar la fianza necesaria a la aljama en ese caso. 

Como vemos, una sevillana del siglo XV fue capaz de perseverar en el empeño de mantener abierto su negocio pese a las circunstancias de la época, logrando incluso el apoyo de la corona en unos tiempos difíciles.

16 agosto, 2021

La escritora de la calle Francos.

 Probablemente, una de las calles más transitadas del entorno de la Plaza del Salvador sea la que arranca (o finaliza) en la calle Francos y concluye en la propia plaza, casi frente por frente a Álvarez Quintero, justo donde estuvo durante años un establecimiento comercial bastante conocido y dedicado a la confección infantil, sobre todo para Primeras Comuniones: "El Paraíso". 

La calle, ya lo habrán adivinado, es la dedicada a la escritora sevillana Blanca de los Ríos, aunque a lo largo de su extensa historia recibió nombres de lo más variado, desde Cordoneros (allá por 1408) hasta Agujas o Agujeros, que derivó en "Abujeros", tal como recogió Santiago Montoto. Como detalle curioso, también se le llamó calle de Martín Morales, quizá en alusión a algún vecino destacado.


En 1880 y 1920 la calle sufrió sendas reformas en el tramo del Salvador, donde se derribó parte de la acera de los pares para ampliar la plaza, con lo cual quedó un espacio mayor que hasta permitió ubicar un quiosco que ha llegado hasta nuestros días (el de "Carmelita", para los niños del Salvador de los años 70 y 80 del pasado siglo). Se sabe que en pleno XVII ya estaba empedrada, lo que da, como siempre, idea de su importancia. En la esquina de calle Villegas destaca un importante edificio regionalista de Juan Talavera, la llamada "Casa Pérez Salvador" (1920-1923), en uno de cuyos bajos muchos aún quizá recuerden la desaparecida Librería Internacional de Lorenzo Blanco, fundada en 1923.

En cuanto a su función, a lo largo de la historia fue eminentemente comercial, como lo atestiguan la presencia de tiendas de paños en el siglo XIV, la de cordoneros o la de fabricantes de agujas, todo ello en relación con los nombres antes aludidos para la calle. Gozó siempre de gran prestigio como lugar, prueba de ellos es que en el siglo XVIII formó parte del recorrido en varias procesiones extraordinarias de la Virgen de los Reyes. 

En la actualidad sigue siendo calle de tiendas y comercios, de trajín para compras en mayo o en Navidad, aunque cerrara sus puertas la clásica tienda infantil "Jardilín" sustituida por un negocio de hostelería en la misma esquina con el Salvador. 

Un hermoso azulejo pintado por Gustavo Bacarisas, recuerda el nombre de Blanca de los Ríos, a quien se puede considerar como una escritora perteneciente a la Generación del 98. Había nacido el 15 de agosto de 1859 en el número 15 de la cercana calle Francos, y era hija de Demetrio de los Ríos, afamado arquitecto, director de las excavaciones de Itálica, autor del monumento a Murillo de la Plaza del Museo y defensor a ultranza de la conservación de varias parroquias sevillanas durante el periodo revolucionario de 1868, consiguendo evitar el derribo de San Marcos o Santa Catalina. La madre de Blanca, María Teresa Nostench, habría destacado en la faceta pictórica, llegando a ganar varios premios por su obra, sin olvidar a otro familiar muy destacado, también con calle en Sevilla: José Amador de los Ríos, tío de Blanca y eminente arqueólogo e historiador. 

Con este ambiente intelectual en la familia, no es de extrañar, por tanto, que la enfermiza Blanca de los Ríos se dedicara a la literatura desde su infancia, siendo apodada como "La Escritora" en los colegios de monjas por los que pasó. Con apenas siete años dictaba a su hermano José los párrafos de una novela que tituló "La Estrella de Sevilla", aunque contaba que la destruyó al enterarse por su madre de que Lope de Vega se le había adelantado en título y argumento siglos antes. No cejó en su empeño, y en 1878 publicó, esta vez sí, su primera novela: "Margarita". 

A partir de ahí, nunca cesaría de escribir, de estudiar, de indagar, de publicar, tanto en el terreno lírico (usaba como seudónimo "Carolina del Boss") como en el novelístico o ensayístico, ganando justa fama como conferenciante por toda España, ocupando también lugar preferente sus investigaciones sobre Tirso de Molina o Teresa de Ávila. 

Mario Méndez Bejarano la calificó en 1925 de "Niña precoz, mujer de alto pensar y admirable decir, poetisa, novelista, investigadora, dio en su juventud flores de poesía y en su madurez óptimos frutos. La cultura española agradecerá más los últimos; nosotros, estimándolos mucho, seguimos enamorados de las primeras", mientras que su amiga Emilia Pardo Bazán la describió como: “sencilla, tímida, de endeble salud, de vasta y bien guiada instrucción, de carácter plácido que oculta una tenacidad sorprendente”

En un mundo intelectual copado por hombres, Blanca de los Ríos supo hacerse un importante hueco dentro del panorama posterior a la crisis de 1898; en 1918 funda la revista "Raza Española", al hilo del hispanismo tan en boga en aquellos momentos que impulsaba, por ejemplo, la sevillana Exposición Iberoamericana que se inauguraría, tras no pocos retrasos, en 1929.

Durante su vida, viajará con frecuencia a París y Madrid, donde se establecerá definitivamente tras contraer matrimonio con el arquitecto Vicente Lampérez; allí proseguirá colaborando en diversas revistas de la época, preocupada por la situación nacional, será discípula de Menéndez Pidal y mantendrá una estrecha amistad, como hemos mencionado, con la gran Emilia Pardo Bazán, a quien seguirá como segunda socia femenina del Ateneo de Madrid, aunque lamentablemente, al igual que Concha Espina, Carmen de Burgos o la propia Pardo Bazán, viera rechazada su candidatura (apadrinada por los hermanos Álvarez Quintero) para ingresar en la Real Academia de la Lengua. Cosas de otros tiempos.

En 1922, entrevistada por el periodista González Fiol sobre si era feminista, contestó: 

“Sí, señor. La mujer es tan apta para toda clase de disciplinas como el hombre. Lo prueba la Historia, que si en número ofrece menos reinas que reyes, en grandeza muestra más, [...] Eso no quita para que yo crea que la mujer tiene su misión peculiar. A mí no me gusta en este problema del feminismo sacar las cosas de quicio. Con todos sus derechos, me gusta que el hombre sea muy hombre; pero con los mismos derechos, la mujer, muy mujer”
 
Entre 1927 y 1929 se hará presente en la política española, ostentando el reseñable puesto de Diputada en la Asamblea Nacional del General Primo de Rivera, y también recibirá importantes condecoraciones y premios a lo largo de su extensa y dilatada trayectoria, como la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio o la Medalla al Trabajo, continuando con una ingente labor como crítica literaria y publicando y editando tras la Guerra Civil gran parte de la obra de su admirado Tirso de Molina, con tiempo incluso para divulgar aspectos poco conocidos sobre Cervantes y el Quijote o de nuevo Santa Teresa.

Hija Predilecta de Sevilla desde 1916, año en que la calle recibirá su nombre, fallecerá en la capital de España en 1956, siendo la única mujer sepultada en el Panteón de Hombres Ilustres que posee la madrileña Asociación de Escritores en la Sacramental de San Justo de Madrid. Aunque lejos de su ciudad, el nombre de Blanca de los Ríos siempre formará parte, no solo del callejero hispalense, sino de su historia literaria.

04 mayo, 2020

Las hijas de Valdés Leal



Aprovechando que el 4 de mayo se cumple la efemérides del bautismo del gran pintor Juan de Valdés Leal, permítasenos que añadamos notas curiosas acerca de su femenina descendencia, que siguió los pasos artísticos de su progenitor:



29 enero, 2020

Dos mujeres para un 30 de enero.




  Mañana jueves, día trigésimo del mes primero del año, habrían cumplido años dos figuras femeninas fundamentales para comprender las primeras décadas del siglo XX en Sevilla. 

   Una, nacida entre algodones, sabrá de primera mano de una vida repleta de lujos, de sirvientes, propia de quien proviene de una estirpe real y de alta cuna; María Luisa, que así se llama, es hija un Rey al que apelaron el Deseado, aunque luego las cañas se volvieran lanzas y el Séptimo de los Fernandos fuera un monarca entregado a deshacer la labor de los liberales y empeñado en hacer regresar el Antiguo Régimen; será hermana, por tanto, de una reina, Isabel II y, andando los años, madre de otra.

   La otra mujer, Ángela, llega al mundo 14 años después y lo hace en la plaza de Santa Lucía, en una casita pequeña, en el seno de una familia humilde, muy humilde, la del padre cocinero de los trinitarios y la madre lavandera, la de 14 hermanos de los que sobreviven 6, la de la familia que lucha a diario por sobrevivir llevándose un trozo de pan a la boca, reflejo absoluto de las condiciones de vida de aquellos años complicados para las clases bajas.

   María Luisa, el mismo año que nace Ángela, contraerá matrimonio con un prometedor miembro de la aristocracia francesa, conspirador y aficionado al buen vivir: Antonio de Orleans. Obsesionado con la corona española, acechará constantemente a Isabel II e incluso, tras abandonar París y residir en Madrid y Sevilla, esperará cosechar fruto de sus cabildeos cuando su cuñada sea derrocada en 1868 por la Revolución de la Gloriosa.


   Por aquellos años, Ángela es ya una joven zapatera experta en un oficio en el que comenzó con apenas 14 años, tras el fallecimiento de su padre. En el taller de Maldonado, donde trabaja, pronto notarán que ni como aprendiz ni como oficiala es una empleada cualquiera: busca momentos para la oración, se preocupa por los pobres, como en la epidemia de Cólera y se concentra en penitencias y súplicas. Su maestra, consciente de la bondad de la joven, la orienta y la pone en contacto con un sacerdote: el padre Torres Padilla.

   En 1870 María Luisa de Borbón y su esposo ven como sus posibilidades al trono se esfuman. ¿La razón? En paraje cercano a Leganés, Antonio de Orleans mata en duelo al infante Don Enrique, de este modo, será Amadeo de Saboya el elegido para ostentar la corona en unos tiempos revueltos políticamente hablando, en los que los generales, “los espadones”, tienen mando y plaza. Malos tiempos para una familia de estirpe que residirá en el sevillano Palacio de San Telmo, antigua escuela de navegantes, donde crecerá “como una rosa” (decía la copla) María de las Mercedes de Orleans y Borbón.

   También en 1870, Ángela Guerrero ha sufrido una decepción. Convencida de su vocación religiosa, ha decidido ingresar como novicia, pero tanto las Carmelitas Descalzas como las Hijas de la Caridad intentan hacerle ver que no está hecha ni para el coro o el claustro ni para el cuidado de los desfavorecidos y las privaciones. No obstante, la joven sigue pensando por aquel entonces que está llamada a hacer algo con su vida y la de su prójimo. A partir de ese momento, animada por el Padre Terres, Ángela se concentra en preparar con minuciosidad su proyecto, la idea de constituir una comunidad en la que todo gire en torno a la oración y a la atención a los pobres. Horarios, limosnas, penitencias, comidas, ajuar, nada queda a la improvisación. Poco a poco, se acerca el momento.

   En 1875 regresa a España Alfonso XII como rey. La Restauración de la Monarquía Borbónica sacará a la luz un noviazgo oculto: el de la hija de María Luisa con el propio rey. Será un matrimonio por amor que llenará de alegría al país y cimentará la leyenda de una pareja. Ese mismo año, al fin, Ángela arranca con su proyecto: junto a otras tres jóvenes compañeras acude al Monasterio de Santa Paula para consagrarse por entero a una vida de humillación y sacrificio. Un humilde cuarto alquilado con derecho a cocina en la calle San Luis será el primer convento de la Compañía de las Hermanas de la Cruz. La primera jornada transcurre con tanta entrega a los demás que las cuatro religiosas se olvidan de guisar y duermen sin comer, aunque felices.

   En 1878, con la Institución en plena expansión, fallecerá el Padre Torres, un duro golpe para las hermanas de la cruz en general y para Sor Ángela en particular; también, en ese mismo año, María Luisa de Borbón pasa de la alegría al llanto: de la boda de su hija con Alfonso XIII a verla fallecida por el tifus apenas cinco meses después, contando apenas 18 años. El negro del luto de la corte madrileña casi es idéntico al negro de los velos de las hermanas de la cruz.

   En 1890 fallece el marido de María Luisa de Borbón, “Don Antonio el Naranjero”, apodo con que se le conocía en Sevilla habida cuenta que solía vender los frutos de sus naranjos, cuando la nobleza de la época solía regalar esas naranjas al pueblo, ¿Un poco tacaño? Quizás. La tuberculosis se había cebado con parte de los hijos del matrimonio, de hecho solo unos pocos sobrevivirán al siglo XIX. No queda nada ya de esa “Corte Chica” de San Telmo, a la que acudía lo mejor de la sociedad sevillana, junto con pintores, escritores y demás artistas de la época. La Viuda de Orleans dejará pasar los años a orillas del Guadalquivir, bien en Sevilla, bien en las propiedades familiares de Sanlúcar de Barrameda.

   Una figura une al fin a ambas mujeres: el sacerdote José Rodríguez Soto, a la sazón Capellán Real y Confesor de María Luisa de Borbón. Él será quien le hable de las Hermanas de la Cruz y de su labor, quedando profundamente impresionada por el compromiso y el testimonio de las religiosas. Nace así una vinculación entre San Telmo y la calle Alcázares, una vinculación que, como veremos, tendrá un epílogo significativo.

   Será en 1897. La Infanta María Luisa, la hija, hermana y madre de reyes de España, gran amiga de la escritora Fernán Caballero y de edad ya avanzada, enfermó gravemente en enero de ese año y falleció en su palacio sevillano el 2 de febrero, siendo su cadáver conducido al Panteón de Infantes del monasterio de El Escorial. Por expreso deseo suyo no fue embalsamada y fue amortajada descalza con el hábito de las Hermanas de la Cruz.

   Sor Ángela, tras unos años de profundización en su idea de la humildad absoluta como forma de vida, abandonará el cargo de Superiora en 1928 y fallecerá, víctima de un embolia cerebral, el 2 de marzo de 1932, constituyendo su muerte todo un acontecimiento de duelo para la ciudad que unió a gentes de la más variada condición e ideología. Tan es así, que el Ayuntamiento republicano del momento, por unanimidad acordará rotular como "Sor Ángela de la Cruz" la calle en la que se encuentra la Casa Madre de las Hermanas, llamada de Alcázares hasta entonces como dijimos. 


  No, no se nos olvida: fruto de su amor por Sevilla, en 1893 María Luisa de Borbón donará a la ciudad los jardines de su Palacio, que con el tiempo se convertirán en el Parque que llevará su nombre y que se verán decorados con una estatua suya realizada por Enrique Pérez Comendador en 1929, aunque la actual es una reproducción en bronce de la original realizada en pieda que se halla en Sanlúcar de Barrameda. Representada con mirada triste, porta una rosa en las manos, símbolo quizá de su hija fallecida prematuramente... 

 
   Hasta aquí la pequeña historia de dos mujeres que tuvieron a Sevilla como lugar común y que, desde ámbitos muy diferentes, acabaron conociéndose y cultivando cierto grado de amistad y admiración. 

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   Post Escriptum: aparte de estas dos preclaras mujeres, cada una en su estilo, el 30 de enero nació en 1970 alguien a quien apreciamos sinceramente y que cumple por tanto, 5 décadas de vida. Felicidades, compadre.