27 junio, 2022

Leprosos.

   No cabe duda de que si hubo una enfermedad que "eliminaba" socialmente a quienes la padecían fue el ahora conocido como Síndrome de Hansen, una dolencia muy antigua, que trajo consigo la creación de incluso establecimientos sanitarios donde aislar a los pacientes y que tuvo en Sevilla un lugar extramuros dedicado a aquellos, considerado casi el hospital más antiguo de Europa; pero como siempre, vayamos por partes. 

   En un yacimiento arqueológico situado al noroeste de la India, cuya antigüedad se calculó sobre el año 2.500 antes de Cristo, se localizó el enterramiento de un individuo de unos treinta años de edad con indicios de haber padecido lepra, con el añadido de haber sito inhumado en un sector aislado del poblado y entre gruesos muros, lo que nos indica que ya entonces había un miedo constante al contagio y que ello traía consigo la necesidad de separar a los enfermos de este mal del resto de la comunidad. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hay alusiones a la lepra, considerada como mal divino, ocasionado por los pecados del que la padece, en la Grecia clásica se la llamó elefantiasis y en tiempos de la Roma imperial eran igualmente separados de la comunidad quienes la sufrían. ¿Quién no recuerda las escenas cinematográficas del clásico "Ben Hur", donde la madre y hermana del protagonista, aquejadas de lepra, dan con sus huesos en el llamado Valle de los Leprosos?

    Como se sabe, la lepra es una enfermedad infecciosa producida por un bacilo y que puede afectar tanto a la piel como a los nervios, mucosas o articulaciones, dándose en ocasiones casos severos con desfiguración, deformidad o discapacidad. A ello habría que sumar el carácter contagioso del mal, por lo que quienes lo padecían eran rechazados y evitados, por no hablar del ya aludido carácter de "castigo divino" que se suponía hacía mella en quienes la padecían, lo cual acentuaba aún más el rechazo social.

 

    En algunas zonas de la Europa medieval existió incluso un macabro ritual para marginar a los leprosos, durante el cual el sacerdote echaba tierra sobre sus cabezas como forma de indicar que quedaban sepultados en vida, apartados de todo y de todos, con la oración "Sic mortuus mundo. Vivus iterum Deo", o lo que es lo mismo "Así estás muerto para el mundo, volverás a vivir con Dios". A continuación se le entregaba al leproso una escudilla para comer y la carraca o campanilla que debía hacer sonar a su paso para advertir a los demás de su presencia al igual que se le adjudicaba un lugar alejado para que lo usara como Casa del Leproso, rodeado por una empalizada.

    Para agrupar a los pacientes del llamado "Mal de Lázaro" en alusión al personaje de los Evangelios, surgieron los Lazaretos o Leproserías, a manera de comunidades de vida casi ermitaña, con bienes en común y dura disciplina, en las que los enfermos quedaban marginados de la sociedad; se calcula que llegó a haber veinte mil en toda Europa. No olvidemos que cuidar a los enfermos era una de las obras de misericordia y que dar limosna ayudaba a los fieles a lograr la salvación eterna. El siglo XV supondrá un cambio para los lazaretos españoles, ya que los Reyes Católicos instituirán la figura de los Alcaldes y Protomédicos de la Lepra, quienes sustituirán a la figura del sacerdote a la hora de diagnosticar el mal, sin olvidar cómo la caridad cristiana impulsará el cuidado de estos enfermos mediante instituciones benéficas. 

    ¿Y en Sevilla? Fundado en la segunda mitad del siglo XIII por Alfonso X y engrandecido y mejorado por su bisnieto Alfonso XI, dotándolo con un Administrador Mayor con título de Mayoral con rentas perpetuas y privilegios reales para su funcionamiento, el Hospital de San Lázaro,  se convirtió en uno de los más antiguos de la ciudad, construido en torno a una antigua torre de origen musulmán, la de los Gausines y en el camino Real hacia Córdoba, no lejos del monasterio de San Jerónimo de Buenavista y junto a las denominadas Huerta Grande y Huerta Chica de San Lázaro. En torno a 1564 se colocó incluso allí una cruz de término que marcaba el fin de los límites sevillanos, con proyecto de Hernán Ruiz II y ejecución de Diego Alcaraz y que se trasladó a comienzos del siglo XX a la Plaza de Santa Marta. Los "malatos" eran allí acogidos y recibían morada y comida, con la obligación de permanecer allí internados hasta el momento de su muerte.

Foto: Reyes de Escalona.

    A comienzos del siglo XVII el cronista Luis de Peraza escribía: 

"El mal que se dice de San Lázaro, que es una gafedad de un terrible mal contagioso, los médicos afirman, y aún los canonistas lo sienten en el título del matrimonio en el título de los leprosos que se pega; hay para ellos un tercio de legua fuera de la Puerta de la Macarena de esta Real Ciudad de Sevilla, un solemne hospital de la advocación de San Lázaro donde tienen su compás de casas en que moran maridos y mugeres; tienen huerta y una iglesia de muncha devoción, donde van a tener novenas las gentes de Sevilla en especial en tiempos de tribulación."

    Indicar que cuando se alude a "gafedad" se trata de un término relacionado con la contracción en forma de gancho de los dedos de las manos provocada por la lepra. Prueba de la importancia de San Lázaro dentro del ámbito de las devociones sevillanas fue la fundación de varias cofradías en su sede, como las de San Blas, la propia de San Lázaro, una esclavitud bajo la advocación de Nuestra Señora de la Esperanza que existía en 1679 y especialmente una que en el siglo XVI dio culto a una devota imagen de Cristo Humillado, el actual de la Humildad y Paciencia y que pasaría a Omnium Sanctorum para fusionarse con la de la Sagrada Cena. 

    El edificio original sufrió diversas modificaciones a lo largo de los tiempos, organizándose en torno a la iglesia y a varios patios, en torno a los cuales, en principio, se habría alineado las diversas casas, cabañas, celdas o aposentos para los enfermos, pajar, tahona, caballeriza, horno, lagar, bodega y casa para los sacerdotes, por no hablar de las extensas huertas que autoabastecían al lugar. La torre octogonal y la fachada principal, de corte clásico, han llegado hasta nosotros, destacando de ésta el estar construida con dos cuerpos siguiendo modelos clásicos. 

    Como estudió Moreno Toral, al frente del Hospital se hallaba el Mayoral, cargo de designación real, normalmente miembro de la nobleza, que era el encargado de administrar y gestionar San Lázaro, siendo ayudado en su tarea por dos Asesores, elegidos por él mismo entre los enfermos, con un salario anual de 500 maravedís; otros puestos eran por ejemplo el de Clavero, encargado de la tesorería, y de contar, por ejemplo, lo recaudado por limosnas en la catedral o demás iglesias sevillanas, siendo los llamados bacinadores los encargados de solicitar esos donativos por todo lo largo y ancho de la provincia. 

    Aparte de estos bacinadores, los propios enfermos, en número de cuatro por día, salían a caballo del hospital y, sin hablar, haciendo sonar unas tablillas, se colocaban en las puertas de los principales templos sevillanos para solicitar donativos para San Lázaro, buscándose que fuesen los más fuertes y sanos, mientras los más enfermos quedaban para trabajar en el propio hospital o en la noria cercana a él, dándose el caso curioso de cómo algunos enfermos llegaron a falsificar cartas de hidalguía o nobleza con la intención de evitar los trabajos manuales, hasta ahí llegaba la picaresca de entonces. 

    Al ingresar en el lazareto, el enfermo debía jurar las Reglas del organismo y declarar los bienes que traía consigo; sin embargo, basta con echar un vistazo a las disposiciones dictadas en 1779 para saber cuáles eran las infracciones más comunes, ya que se castigaban los retrasos, el cante y los gritos, la falta injustificada a misa, los juegos de naipes y menos de noche, así como entrar en la ciudad sin permiso expreso del Mayoral. Por el contrario, se les permitía recibir visitas con cierto control, pasear por las huertas o bañarse en el cercano Guadalquivir, mientras que algunos fabricaban artículos artesanales que vendían a los viajeros. 

    En cuanto al vestuario, era de lo más austero, baste con esta lista de prendas en el caso de los hombres: camisones, calcetas, calzones de pana, paño y cordoncillo, chaquetas, capuchas y capas. Durante años se mantuvo una intensa controversia sobre la concesión de permisos para contraer matrimonio entre enfermos, sin que finalmente quedase una resolución definitiva. En cambio, a la hora de su muerte, el finado podía redactar testamento.

    El Hospital de San Lázaro sobrellevó como pudo las diferentes crisis económicas y sociales de los siglos XVI-XVIII, destacando, como ha estudiado Vilaplana Villajos, la figura del médico ecijano Bonifacio Ximénez Lorite, miembro de la Real Academia de Medicina de Sevilla y que publicó la llamada "Instrucción médico legal sobre la lepra, para servir a los reales hospitales de San Lázaro", en la que se esforzó por distinguir la lepra de otras enfermedades con síntomas similares a fin de evitar el encierro en lazaretos de quienes no padecían del mal de Lázaro. Además, al ser médico desde 1765 del propio hospital, intentó separar a los enfermos según sus posibilidades de curación, esto es, procurando dar un paso más desde los cuidados meramente paliativos hacia un tratamiento que curase la enfermedad. 
 
    Finalmente, al haber ido perdiendo capacidad económica, la gestión de San Lázaro pasó a manos del Estado el siglo XIX; en 1831 el famoso viajero Richard Ford escribía sobre el conjunto tras visitarlo y no recibía halagos en su realista relato:

"El interior es de pena, ya que los fondos de este verdadero lazareto son utilizados por los administradores para su uso personal más que para otra cosa. Aquí se pueden ver casos de elefantiasis, la horrible pierna hinchada, una enfermedad corriente en Berbería, y no rara en Andalucía, que propaga el mismo paciente, que mendiga caridad entre los viajeros, cuyos ojos se sienten sobresaltados y doloridos por lo que al principio parece una inmensa y cancerosa boa constrictor"

    En torno a 1864 será cuando la Diputación Provincial de Sevilla, delegue en la Congregación de San Vicente de Paul, las Hijas de la Caridad, para que lo dirigieran mientras que por aquellos años será José María Ibarra (1878) el mecenas que dotará al Hospital de nuevas oficinas, refectorio, galerías y salas de descanso, merced a una dotación de su propio testamento (142.000 reales, nada menos) administrada por sus herederos; además, ampliará sus servicios, dedicando algunas zonas a enfermos mentales y a tuberculosos y siendo objeto de estudio de un conocido de estas página: el Doctor Hauser.

    Detalle interesante, en 1907 la Diputación Provincial depositará en el  Museo de Bellas Artes de Sevilla la hermosa pila bautismal mudéjar de San Lázaro, realizada en cerámica vidriada trianera y datable como del siglo XV. 

 

    Poco a poco, a medida que el siglo XX vaya avanzando, se reducirán paulatinamente los casos de lepra, por lo que San Lázaro (declarado Monumento Nacional en 1964) irá perdiendo su papel como lazareto, quedando como hospital provincial y finalmente, en 1991, pasará a formar parte del Sistema Andaluz de Salud, con alas dedicadas a salud mental y a cuidados paliativos, estándose a la espera de que comiencen las obras de restauración de la iglesia, desacralizada en 1998, pero esa, esa ya es otra historia.

20 junio, 2022

Cantarranas.


No, no se trata del nombre del estadio de fútbol de la localidad de la Puebla del Río, ni de un tipo de juguete antiguo que con media nuez y un trozo de pergamino imitaba el croar del animalito en cuestión, sino del nombre  de una calle que fue lugar de nacimiento para un importante investigador, vivienda de una dramaturga cubana, sede de hoteles y consultas médicas, y otras muchas cosas, pero como siempre, vayamos por partes...

Si hay una calle con nombre extraño e incierto, sería el antiguo de la calle Gravina, ya saben, la que va desde Alfonso XII hasta San Pablo, casi donde estuvo la Puerta de Triana, pues Cantarranas, al decir de González de León allá por 1839, habría recibido este nombre por estar aquella zona, junto a la muralla, llena de charcas donde camparían a sus anchas estos anfibios, pero sin embargo, Juan de Mal Lara, varios siglos antes, escribió que tal vía era llamada así por "unos caños y husillos que tiene por donde se limpia la ciudad", llamados al parecer "cantarranas", lo cual tendría sentido si se piensa que a lo largo de la calle transcurriría la muralla, entre la Puerta Real o de Goles y la ya mencionada Puerta de Triana y que no pocas casas y edificios apoyarían sus muros en dicha muralla.

En cualquier caso, el nombre se mantendría hasta bien entrado el siglo XIX, hasta que fue cambiado por el del famoso almirante español, de nombre Federico, que murió en combate durante la batalla naval de Trafalgar en 1806. Lo que sí está claro es que la proximidad al río hizo que fuese calle fácil de anegar por sus aguas o simplemente por el desagüe de las lluvias, que a la postre formarían no pocas lagunas con los inevitables malos olores, baste como ejemplo la inundación de 1684, cuando

"el agua del husillo de la Laguna llegaba hasta la mitad de la calle de la Mar y se juntaba en el husillo de Cantarranas y llegaba cerca de la plaza de la Magdalena, inundaba las calles de San Pedro Mártir y Pedro del Toro y se juntaba con el husillo de la Puerta Real".

No es de extrañar, como cuenta Rogelio Reyes Cano, que a lo largo de los siglos y riadas el ayuntamiento tuviera que proporcionar lanchas y barcas a los atribulados vecinos de esta calle, con constantes quejas por parte de estos aludiendo la necesidad de empedrar la calle, sobre todo porque en días de lluvia "no puede pasar el Santísimo ni las mujeres a oír misa". No será hasta 1858 cuendo quede empedrada y hasta 1910 cuando sea adoquinada. 

Tradicionalmente, dada la proximidad con la estación de ferrocarril de Plaza de Armas, abundaron los establecimientos hoteleros, como fondas y pensiones, y también pasaban consulta en esa calle no pocos doctores, algo que ha desaparecido prácticamente, resultando ahora una vía eminentemente residencial con algo de tráfico rodado. 

Merece la pena destacarse el inmueble situado en el número 31, donde una placa de azulejería recuerda que en esa vivienda falleció, en 1917, el gran erudito e investigador sevillano José Gestoso y Pérez; bibliófilo, coleccionista, ceramista, decorador, asesor, mecenas, crítico de arte, fue además autor de innumerables estudios sobre la ciudad y, como sabemos, posee calle propia en las proximidades de la Plaza de la Encarnación, no en vano nació en 1852 en esa misma zona de la Venera. Gestoso, que había cursado estudios de Derecho en la Hispalense, acompañó a su padre en numerosas ocasiones cuando éste visitaba la Biblioteca Colombina, lo cuál quizá hizo que finalmente se decantase por la Arqueología y la Archivística, ostentando el cargo de Conservador del Museo Arqueológico, sin olvidar también su contribución al de Bellas Artes o su participación en la llamada Comisión de Monumentos. Como curiosidad,  a instancias suyas se logrará, en 1908, la declaración como Monumento Nacional de las murallas de la Macarena, lo que las salvará de la piqueta e igualmente con su gestión  se instalará el famoso león de azulejería que campea sobre la Puerta del León de los Reales Alcázares, realizado por el ceramista Tortosa en los talleres de Mensaque en Triana en 1892.

Foto: Reyes Escalona

Casado con María Daguerre Dospital, tuvo tres hijas, Paz, Salud y Josefa. Tras su muerte, su familia accedió a que el enorme archivo de Gestoso (el llamado "Fondo Gestoso") pasará a formar parte del Archivo de la Catedral Hispalense, lo que ha supuesto una inagotable fuente de información para archiveros e historiadores. En 1945 sus restos mortales fueron trasladados solemnemente desde su sepultura en el cementerio de San Fernando hasta el Panteón de Sevillanos Ilustres, en la cripta de la Iglesia de la Anunciación.

Igualmente, en el número 9, residió durante varias épocas la poetisa y dramaturga Gertrudis Gómez de Avellaneda, que aunque cubana de nacimiento, poseía raíces sevillanas, ya que su padre, el capitán Manuel Gómez de Avellaneda, que fallece cuando ella solo tiene nueve años, era natural de Constantina, donde aún conservaba la familia casa solariega. Tras un periplo por varias ciudades europeas, recalará en Sevilla el 18 de abril de 1838 tras desembarcar del vapor "Península", procedente de Lisboa con escala en Cádiz. 

En esta casa de la calle Gravina, Tula, como era conocida familiarmente, cultivará la amistad de literatos e intelectuales sevillanos, entre ellos la de Fernán Caballero, terminará su obra teatral Leoncia, drama estrenado con éxito en nuestra ciudad en 1840 y que plasma a una mujer engañada por su seductor y la sociedad; también intentará mantener una relación amorosa con Ignacio Cepeda, un joven estudiante de leyes que finalmente marchará a Madrid a seguir sus estudios, ("tibio galán", lo llamó entonces ella ante sus dudas), dejando a su paso una enorme cantidad de correspondencia amorosa escrita con enorme calidad literaria no exenta del romanticismo característico de aquellos años. 


No podemos dejar en el tintero que además, Tula, finalizó en Sevilla la redacción de su novela Sab, que transcurre en la Cuba de hacendados y plantaciones y que es todo un alegato en contra de la práctica de la esclavitud, vigente aún en aquellas tierras. Prueba del amor sentido hacia Sevilla será que tras fallecer en Madrid en 1873  a la edad de 51 años, sus restos mortales fueran trasladados hasta el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde reposan desde entonces.  

Un azulejo colocado en 2014 recuerda a "La Avellaneda" en la casa que fue su hogar en dos etapas de su vida, con un texto de la propia escritora: 

"¡Tantas cosas hay que admirar en Sevilla!... una ciudad histórica, grande, clásica, rica de monumentos y recuerdos, que parece mejor y más bella cuanto más se la mira y examina".


Cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda muere, José Gestoso es un joven de sólo veintiún años, que quizá ignore la importancia de la que fue su "vecina" en la calle Cantarranas, pero esa, esa ya es otra historia...


13 junio, 2022

Corpus: Coros y danzas.


Próximos como estamos a la festividad del Corpus Christi, en esta ocasión desmenuzaremos algunos detalles sobre una faceta poco conocida de la procesión organizada por el Cabildo de la Catedral, una faceta que levantó tantas pasiones en torno a ella que hasta provocó un intento de asesinato; pero como siempre, vayamos por partes.

Destacados profesores como Lleó Cañal, Álvarez Calero o Sanz Mejías han estudiado de manera pormenorizada los orígenes y desarrollo de la que fue fiesta mayor de Sevilla durante la Edad Media y Moderna, mucho más importante, por lo que generaba, que la Semana Santa. Sabemos que fue el Papa Urbano IV (1264) quien creó la festividad litúrgica, para honrar a la Eucaristía y que en 1316 el Santo Padre Juan XXII dio cuerpo a lo que sería la Octava del Corpus, a celebrar a posteriori de la procesión.

En otra ocasión aludimos a cómo la ciudad se transformaba gozosa llegada la fecha con altares, tapices, toldos y cómo la celebración de la fiesta entraba, y de qué manera, por los cinco sentidos, y mencionamos elementos tan interesantes como la Tarasca, las hierbas aromáticas esparcidas por el suelo recién barrido y allanado, la Roca o los Carros, la presencia masiva de cofradías y hermandades o la existencia de un nutrido cortejo de monjes y frailes de todas la órdenes religiosas, sin olvidar el humo oloroso del incienso o el sonido de campanillas, órganos portátiles y hasta juglares; sin embargo, dejamos en el tintero un aspecto polémico y hasta perturbador a juicio de los señores canónigos de la Patriarcal Iglesia Catedral Hispalense: las danzas. 

Como bien afirma la profesora María Jesús Sanz, "hasta el siglo XVIII no se entendía la fiesta del Corpus sin la intervención de las danzas". Para comprendr su papel, tendremos que aunar factores religiosos y profanos, pues con ellas se pretendía y buscaba atraer al pueblo mediante el uso de melodías y danzas realizadas por bailarines profesionales, conocedores de las reglas de las danzas. Eran buenos tiempos, además, para la danza en sí misma desde el punto de vista social, signo de distinción que incluso hizo nacer no pocas academias para aprenderla o perfeccionarla; resulta curioso ver cómo en 1726 la danza era "baile serio en que a compás de instrumentos se mueve el cuerpo", mientras que baile era "hacer mudanzas con el cuerpo y con los pies y con los brazos."

Al participar en el Corpus gentes de toda condición social, abundaron, por tanto, tanto danzas como bailes, enraizados ambos en la sociedad como diversión y como modo de acercar la celebración a todos. En principio eran los omnipresentes gremios quienes costeaban las danzas, aunque con posterioridad será la autoridad municipal la encargada de su organización y mantenimiento, con diversidad de tipos de danzas, como en 1640, cuando se recreó "la mojiganga, bien vestida, conforme al baile de la comedia, con doce figuras y el que tañe el tamboril, y en ella ha de haber una cuadrilla de gitanos, otra de negro, con tamboril, otra de vizcaínos, con espadas como bailen en Vizcaya". Hay que recordar que las mojigangas eran una especie de farsas grotescas o mascaradas, en las que participaban hombres y mujeres con un matiz eminentemente burlesco y que divertían a grandes y pequeños, todo hay que decirlo. Además, existían las "danzas de sarao", en las que hombres y mujeres ejecutaban un baile de carácter cortesano ataviados con lujosos vestidos, máscaras y penachos de plumas en sus cabezas. 

Quizá el baile "maldito" del Corpus (¿Una especie de "Lambada" del siglo XVI?) fue la llamada "Zarabanda", de la que se tienen noticias ya en 1593, y que fue criticada constantemente por los principales estamentos eclesiásticos por su indecencia y descaro; signo de los tiempos, se atribuyó el nombre al de una actriz de costumbres licenciosas, casada con un tal Antón Pintado. Así, el Padre Mariana en 1609 escribía: 

"En otros ha salido estos años un baile o cantar, tan lascivo en las palabras, tan feo en los meneos, que basta para pegar fuego a las personas muy honestas. Llámanle comúnmente Zarabanda, y donde se dan diferentes causas y derivaciones deste nombre, ninguna se tiene por averiguada y cierta. Lo que se sabe es que se ha inventado en España".

Cervantes mencionó el susodicho baile como "el endemoniado son de la zarabanda, nuevo en España", aunque no falten autores que relaten cómo podría ser de origen hispanoamericano, pues ya en 1579 se intepretaba en México. Lo que parece seguro es que desde Sevilla la zarabanda será exportada al resto de Europa y que no tardará en generar polémica en la procesión, tanta que en 1599 el canónigo Francisco Pacheco (tío del pintor del mismo nombre) fue solicitado para que advirtiera al cabildo de la ciudad sobre la indecencia de las danzas de la fiesta del Corpus.

Jaime de Palafox y Cardona (1642-1701), arzobispo de Sevilla y de Palermo.jpg

Inevitablemente, no faltaron en esos años voces austeras que reclamaban mayor compostura y seriedad en el solemne desarrollo del cortejo; por tanto, no es de extrañar que el enemigo más encarnizado del apartado "coreográfico" de la procesión eucarística fuese Jaime de Palafox y Cardona, cardenal y arzobispo de Sevilla, quien en 1690 tomará la decisión de reducir muy mucho el protagonismo de las danzas y bailes, llegando a prohibirlas y usando para ello sus enormes influencias para con el mismísimo Asistente de la ciudad, como cuenta Ortiz de Zúñiga en sus Anales: 

"Llegó el 24 de mayo, víspera de Corpus, en cuyo día el Asistente proveyó un auto, en que mandó pena de cien ducados a la guía del sarao, y de cincuenta ducados y quatro años de presidio a los guiones de las otras danzas que entrasen en la iglesia, o fuesen en los lugares acostumbrados de la procesión, sino que todas fuesen delante de los Gigantes y para que no hubiese lugar de hacer recursos a la Real Audiencia, se le mandó al Escribano que no notificase este auto hasta el mismo día del Corpus por la mañana".

El origen de aquellas prohibiciones radicó al parecer en una moción presentada al Cabildo de la ciudad , allá por febrero y por Andrés de Herrera, Caballero Veinticuatro, alegando la deshonestidad de los bailes y el hecho de que los danzantes llevaran puesto sombrero ante la Custodia; prueba del vehemente interés que despertaba todo lo que rodeaba la celebración del Corpus fue que los demás Veinticuatro, descontentos y extrañados por su postura, rogaron a Herrera que desistiera en su empeño, algo en lo que no solo fracasaron, sino que provocó que el propio autor de la propuesta la publicase y difundiese por la ciudad, siendo objeto de chanzas y burlas por ello; en otras palabras, para la ciudad las danzas eran arte y parte del Corpus y en absoluto nadie deseaba su eliminación salvo una exigua minoría.  

Durante años, los sevillanos recordaron aquel Corpus de 1690, controvertido y accidentado, pues el Cabildo de la Ciudad, enterado de lo sucedido, recurrió a la Real Audiencia, mientras que el otro Cabildo, en la Catedral, aguardó la resolución sin haber comenzado aún la procesión. A las doce del mediodía se produjo la "fumata blanca", la Audiencia desestimaba la decisión del Cardenal, para contento de todos los congregados en las inmediaciones del recorrido, pero éste alegó que ya a esa hora tan tardía la procesión no podía salir, ¡Pero de hecho el cortejo se había puesto en marcha por propia iniciativa tras conocerse la noticia!. Hubo que dar la orden de parada y esperar acontecimientos, como veremos.

Imaginemos la situación: la representaciones de las cofradías dudando en si marcharse o quedarse, los carros y andas detenidos, las danzas y sus componentes presionando para participar, los canónigos titubeantes y muchos protestando apesadumbrados por lo que sucedía, en medio de la confusión general, con el pueblo agolpándose en calles y plazas aguardando expectante cómo se resolvía todo, entre idas y venidas de mensajeros de las partes interesadas; menos mal que en aquellas calendas no existían las redes sociales... Como detalle curioso, hubo que avisar de urgencia al señor Asistente para que se dignara a participar en la procesión, dándose la circunstancia de que se encontraba, al parecer, almorzando y ajeno a todo lo que acontecía a escasos metros de su residencia.


Se produjo un intenso tira y afloja entre el estamento eclesiástico y la Audiencia, saldado con el rechazo final de los recursos interpuestos, de manera que, a la postre, a la una y media de la tarde, la procesión reemprendió la marcha y efectuaba su salida la Custodia de Arfe, acompañada, eso sí, de las danzas y bailes tradicionales, para gozo y contento de los sevillanos que deseaban que su fiesta mayor se celebrase como "toda la vida", aunque con un cortejo algo mermado tras aquella mañana tan agitada; baste añadir que la Custodia quedó recogida de regreso en la catedral a las cuatro de la tarde, una hora impensable en nuestros días y que la celebración litúrgica posterior a la procesión concluyó a las nueve de la noche. No haría falta mucha imaginación para adivinar el mal humor de Palafox tras una jornada en la que su autoridad no salió muy bien parada, y su deseo de revancha, todo hay que decirlo.

Durante los años siguientes la pugna, en forma de pleitos, entre Palafox y los defensores de las danzas fue constante, llegando el enfrentamiento a adquirir tintes algo más que preocupantes cuando, la noche del 3 de octubre de 1692, el prelado salvó la vida tras un atentado fallido contra su persona, ya que junto al confesionario que habitualmente usaba en la parroquia del Sagrario fue descubierto:

"un barril relleno de pólvora, cohetes, paños embreados, trozos de tea y otros combustibles puestos en comunicación con la misma puerta por medio de una larga cuerda untada de alquitrán, que salía a la parte exterior por debajo del quicio para servir de mecha".

Mejor no imaginar las trágicas consecuencias si aquel artefacto explosivo hubiera sido detonado por un anónimo "pro-danzas", en cualquier caso, nos da idea de hasta qué punto se había crispado la controversia en la Sevilla de la época. Pese a todo, aunque siguieron saliendo, se les prohibió a los danzantes actuar dentro de la catedral; "indultadas" de manera temporal, finalmente será el siglo XVIII el de la casi total erradicación de bailes y danzas por parte de la autoridad real aunque, como recordarán los lectores, una sí se mantendrá hasta nuestros días afortunadamente contra viento y marea: la de los Seises, pero esa, esa ya es otra historia...

 

 

Post Data: si alguien desea más información sobre estas danzas en la actualidad, queda aún el caso de la procesión del Corpus de la ciudad de Valencia, más datos,  aquí.


 



 

06 junio, 2022

De duelos, retos o desafíos.

La noticia saltaba en forma de urgentísima Última Hora con apenas tres párrafos en la última edición del Noticiero Sevillano, en el atardecer del martes 10 de octubre de 1904, aunque desde  horas antes ya circulaba el rumor de una tremenda desgracia para alguien muy conocido en los ambientes políticos, económicos y aristocráticos de Sevilla, alguien que tenía mucho que ver con la fábrica de loza de la Cartuja; pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde época medieval, muchas controversias o diferencias solían quedar bajo la sentencia del llamado "Juicio de Dios" o lo que es lo mismo, llegado el caso, el enfrentamiento armado entre dos contrincantes ("campeones" o adalides), obteniendo la razón, por gracia divina, aquel que lograse la victoria ante su adversario. Basta con recordar la célebre secuencia de la película El Cid (1961), en la que Charlton Heston, que interpretaba a Rodrigo Díaz de Vivar, lucha por Castilla por lograr la ciudad de Calahorra, consiguiendo su objetivo y con ello el favor de su rey, entonces Fernando I.

 

Con el tiempo, y con la perpetuación del concepto de "honor caballeresco" cualquier ofensa realizada entre "hombres de honor" sólo podía ser exonerada, limpiada, mediante el combate, el desafío o el duelo, de modo y manera que abundaron no poco entre nobles, a veces por cuestiones muy simples para nosotros, pero que ponían de manifiesto cuán preocupados estaban estos hidalgos caballeros por defender su honra y mantenerla limpia de polvo y paja. Además, hay que dejar claro que la legislación estatal y eclesiástica era muy severa con los duelos y sus participantes, ya que  Felipe V en 1716 y el código penal de 1805 lo incluían como delito, e incluso en el segundo caso existía la pena de excomunión, con todo lo que ello conllevaba, como veremos más adelante. 

Existió todo un género literario dedicado a regular de principio a fin el desarrollo de un duelo, desde las funciones de los padrinos (fundamentales como emisarios y organizadores) hasta el tipo de armas a utilizar, pasando por la elección de la hora o el lugar, el que todo se desarrollase con mesura y educación y la manera en la que se resolvía el desafío. Por tanto, no es de extrañar que en la virulenta España del XIX abundasen los duelos, y que se batieran en ellos nobles, militares y políticos, con la consiguiente proliferación de academias de esgrima o galerías de tiro, ya que nunca se sabía en qué momento podría llegar una injuria que necesitase borrarse, ya se sabe, el famoso "guantazo" en la cara del rival acompañado de la inevitable frase "le enviaré mis padrinos". 

 

Vicente Blasco Ibáñez, Ramón María de Valle Inclán y hasta el político socialista Indalecio Prieto se vieron, con mayor o menor fortuna, con más o menos entusiasmo, involucrados en hechos de este tipo, lo que indica que era bastante fácil, en determinados ambientes culturales, políticos o literarios, ser blanco, nunca mejor dicho, de encolerizados individuos deseosos de lograr satisfacción tras una ofensa. Por supuesto, había casos en los que uno de los duelistas, por miedo o por cualquier otra causa, decidía no presentarse, lo cual lo convertía, automáticamente, en un maldito para sus iguales, quedando manchado su honor para siempre.

 Famoso e histórico fue el llamado Duelo de Carabanchel, que enfrentó a Enrique de Borbón contra Antonio de Orleans, duque de Montpensier, debido a unas declaraciones por escrito del primero contra el segundo. Todo se concertó, lo ha estudiado la profesora Barriuso Arreba, en un duelo a pistola a distancia de nueve metros y disparos alternos hasta la herida de uno de los contrincantes. El 12 de marzo de 1870, al amanecer, el enfrentamiento se saldó con la muerte del de Borbón (cuñado de Isabel II y primo hermano de María Luisa de Borbón, la esposa de su rival), al tercer disparo, lo que valió para que Montpensier fuera condenado a solo un mes de destierro y perdiera, esto fue lo peor para él, todas sus aspiraciones al trono español.


 Los periodistas de aquella época también tuvieron que aprender a usar la espada, el sable o la pistola, pues en muchas ocasiones tras sus publicaciones, ofendían a algún lector de alta alcurnia, así que en algunas redacciones, se cuenta, incluso había una sala para practicar con los aceros, tal como ocurrió en Francia en este caso entre dos directores de los periódicos El Intransigente y La Autoridad; se dio la circunstancia de que al segundo disparo uno de los oponentes cayó al suelo, pero al ser reconocido por los médicos asistentes, pudo comprobarse que la bala había impactado en una medalla de la Virgen de Lourdes que la novia de aquel había cosido entre sus ropas. El atacante afirmó al ver aquello: "no sabía que me batía contra un hombre acorazado", a lo que el herido replicó: "usted perdone, ignoraba que tenía este objeto sobre mi cuerpo; le doy mil excusas y le ruego que vuelva a tirar sobre mí", finalmente el rival contestó: "gracias, aunque más bien debe darle sus excusas a la Virgen". 

La prensa, deseosa siempre de dar noticia de estos sucesos, pero sabedora que estaban prohibidos, lo contaba a veces maquillando la realidad:   

"Examinando unas pistolas, el capitán de Artillería D.F:C. tuvo la desgracia de que se le disparara accidentalmente ocasionando la muerte del procurador D.G.C. El suceso ha causado gran consternación entre las gentes de toga, entre las que D.G.C. era persona conocida y estimada."

Para terminar, merece la pena volver a lo que indicábamos al principio: El Noticiero Sevillano publicó el 10 de octubre de 1904 la muerte en duelo del Marqués de Pickman, Rafael de León y Primo de Rivera, persona muy conocida de la alta sociedad hispalense: 

"Parece que ejercitándose esta tarde en el tiro al blanco, en una huerta próxima a nuestra ciudad, el distinguido sportman sevillano don Rafael León y Primo de Rivera, marqués de Pickman, fue víctima de un desgraciado accidente, resultando muerto a consecuencia de un balazo en el pecho.

"Desde el anochecido la noticia corrió rápidamente por nuestra capital, causando general duelo y acundiendo gran número de personas a enterarse de lo sucedido, así al Casino Sevillano -centro muy frecuentado por el marqués y en donde cuenta con generales simpatías- como a la casa del popular aristócrata fallecido."


 La realidad era muy distinta, ya que Pickman, endeudado al parecer, se sintió agraviado cuando alguien de manera anónima difundió que él consentía que su esposa mantuviera una relación con un oficial de la Guardia Civil, Vicente García de Paredes, pariente por más señas, del prestamista que le había proporcionado los fondos necesarios para seguir manteniendo su elevado nivel de vida. El marqués abofeteó en público al oficial en pleno teatro Cervantes de Sevilla, con el consiguiente escándalo para la sociedad hispalense. El duelo no se hizo esperar, celebrándose en la Huerta del Rosario, a una legua de Sevilla, en lo que ahora sería la barriada de Torreblanca; se usaron pistolas rayadas a quince pasos de distancia, disparos simultáneos y espadas preparadas en caso de agotar los intentos, algo que no fue necesario, pues al tercer disparo del capitán, oponente del marqués, una bala atravesó el corazón de éste, falleciendo en el acto.

El funeral y entierro de Pickman, ex diputado del partido liberal, se vio rodeado de una ingente cantidad de público, con la polémica añadida de la prohibición, por parte del Cardenal Spínola, de sepultar el cadáver en tierra sagrada dada su condición de duelista, con la ausencia de representantes del clero en el sepelio. Serían a la postre los propios obreros de la fábrica de loza de la Cartuja, desoyendo las órdenes y enmedio de un gran tumulto, quienes enterrarían al fallecido en el panteón familiar del cementerio de San Fernando; no quedó ahí la cosa, ya que de madrugada, y obedeciendo órdenes del prelado, el féretro fue sacado a escondidas y sepultado en la zona de "disidentes" del cementerio, ya se sabe, la destinada a los no católicos. 

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Miguel Martorell Linares, profesor e historiador, autor del libro Duelo a muerte en Sevilla. una historia española del novecientos, ha plasmado todo este asunto con aires novelescos, resaltando el carácter jovial, castizo, manirroto, amante de los placeres terrenales del marqués de Pickman, hermano, curiosamente de la Quinta Angustia y prototipo de aristócrata andaluz de finales del XIX.

Cierto, queda una última cuestión ¿Qué sucedió con el capitán García de Paredes? Tras entregarse voluntariamente, finalmente pudo ver cómo el caso era sobreseído, quedando al final en libertad sin cargos, aunque esa, esa ya es otra historia...