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27 noviembre, 2023

1626 o el "Año del Diluvio".

No para de llover torrencialmente desde el martes. Refugiada la población en sus casas, casi toda actividad ha cesado. Las calles aparecen solitarias y silenciosas, de no ser por sonido del agua repiqueteando en aleros y charcos. El cabildo de la ciudad, por vía de urgencia, ha decidido sellar los husillos como medida precautoria así como calafatear las puertas que dan al Arenal, o sea, al Río, a fin de que, junto con las murallas, sirvan una vez más como eficaz muro de contención ante la inevitable riada que se avecina. Sin embargo el sábado 23 de enero, a eso de la medianoche, el Guadalquivir, alimentado por las aguas caídas en la sierra y las nieves derretidas por el temporal, embiste literal y ferozmente contra la ciudad con gran violencia, logra reventar la Puerta del Arenal, con débiles defensas. Tras vencer este exiguo obstáculo se extiende desde ahí por la antigua calle de la Mar y a la de Harinas, en cuyas posadas dicen que la gente sale flotando en sus camas,  a la zona de la Punta del Diamante, y de ahí a la Catedral, anegando todo los que encuentra a su paso, desde la Puerta de Jerez hasta la Macarena. Ni siquiera la Plaza de San Francisco se libra. Es una catástrofe de proporciones bíblica, un desastre sin parangón que afectará a dos terceras partes de la ciudad. Es 1626. El Año del Diluvio.

Estando en tiempos de sequía, no vendría mal, para conjurar la llegada de nubes y chubascos, recordar cierta ocasión en que Sevilla soportó tal cantidad de aguas torrenciales que cronistas y relatores dejaron constancia de ello en unas fechas en las que la población temió, literalmente, que el mundo tocaba a su fin; pero como siempre, vayamos por partes. 

En aquel año ostentaba el trono de las Españas y las Indias su Católica Majestad el rey Felipe IV, contando con el Conde Duque de Olivares como Valido, quien intentará, al menos, reformar cuestiones como la moral pública, la hacienda o las siempre complicadas relaciones internacionales con otras potencias europeas, como Francia o Inglaterra. El oro y la plata americanos seguían fluyendo hacia Sevilla pero, todo hay que decirlo, marchaba casi inmediatamente para ser destinado al pago de inmensas deudas estatales por guerras y conflictos armados, sin olvidar que las flotas de Indias eran constantemente hostigadas por corsarios y piratas holandeses o británicos. Son tiempos complicados, llenos de incertidumbre. 

Un anónimo cronista de aquellos días aciagos de enero de 1626, en un documento descubierto por el profesor Francisco Zamora Rodríguez, afirma: "Dios ha días que está resuelto en castigarnos". Las consecuencias de la inundación son inabarcables; iglesias y conventos tocan sus campanas pidiendo auxilio como si llegara el juicio final,  quedan abandonadas más de ocho mil casas que han de ser desalojadas desde las ventanas superiores y sus moradores rescatados en barcos. Otras puertas del perímetro amurallado hispalense corrieron mejor suerte, como las de la Macarena, la de la Carne o la del Sol, pero el agua, cercando por completo la ciudad inexorablemente, alcanzó el Prado de Santa Justa y se unió al arroyo Tagarete, sufriendo las consecuencias la feligresías de San Roque y San Bernardo y el convento de San Agustín. En Triana, el nivel del agua se elevó hasta alcanzar el altar mayor de la parroquia de Santa Ana (en cuya torre algunos encontraron refugio) y el Castillo de San Jorge quedó anegado, teniendo en cuenta que su zonas más bajas quedaban por debajo del nivel del propio río. 

Mención aparte merece el caso de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, donde ante las tremendas inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el Prior Diego de Güelvar ordenó de manera imperiosa el traslado de una parte de la comunidad monacal a tierras más altas, a una finca de propiedad cartujana situada en Tomares, mientras que otra parte se distribuiría por otras cartujas andaluzas a la espera de que bajase el nivel de las aguas.  

Hubo sucesos y sucedidos de lo más insólito, así lo contaba el escritor Rodrigo Caro por carta a su buen amigo Francisco de Quevedo:

"Viéronse casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos mujeres o malparieron en la iglesia mayor, y otras dos en el colegio de frailes victorios, que allí se habían recogido. Pescáronse anguilas y albures en algunas calles, viéronse gatos y ratones juntos en los tejados y azoteas sin ofenderse, arrojábanse las señoras y doncellas a los barcos desde las ventanas sin cuidarse de su honestidad y otras daban voces pidiendo de comer y llamando a los barcos que las socorriesen. Era cosa lastimosa mirar la ciudad inundada, viendo las casas solas y abiertas, aullando los perros tristemente, otras caídas encima de sus habitadores".

Los daños fueron enormes, se perdieron cargamentos enteros que iban o venían de las Indias, podían verse flotar en el río bultos, mercancías y pertrechos:

"Nunca el Arenal de Sevilla con la venida reciente de la flota se vio tan rico como en aquesta ocasión. Desde la Torre del Oro hasta la puente, que es un grandísimo trecho, no había sino montes de palo de Brasil, de cajas de azúcar, de infinidad de corambre y de otras mil cosas de valor."

La falta de materias primas trajo consigo una inevitable y preocupante carestía en los productos de primera necesidad por, por ejemplo, el hecho de que los hornos de pan no funcionasen por estar inundados, a lo que había que sumar la codicia de algunos, algo que incluso provocó hasta un conato de revuelta popular que no llegó a definirse contra el entonces Asistente de la ciudad, Fernando Ramírez Fariñas, a quien muchos señalaron como culpable por su falta de previsión a la hora de evitar los daños de una inundación, nunca mejor dicho, que se veía venir a leguas. 

Poco a poco, con lentitud, la ciudad intentó rehacerse del desastre. Los canónigos de la catedral se pusieron manos a la obra, como reflejó el cronista anónimo antes citado:

"De las comunidades el Cabildo de esta Santa Iglesia ha hecho lo que siempre en estos casos semejantes. El mismo Deán y Chantre en un gran barco y en otros diversos prebendados han ido y van repartiendo por todo la Ciudad y por Triana infinidad de limosnas. La Religión de la Compañía de Jesús no es creíble la manera que se ha esmerado y esmera en acudir a esta desgracia, tres barcos trae desde el primer día socorriendo y proveyendo de comida de un barrio a otro a todos lo que han podido, gastando en esto toda la provisión que tenían recogida para el sustento de sus casas". 

Como curiosidad, en el noviciado Jesuita de San Luis de los Franceses quedó acogida la comunidad de padres dominicos, anegada su casa. Imitando estos ejemplos, parte de la nobleza sevillana colaboró igualmente en la labor de atender a los afectados por la riada; destacaron personajes como  Bernardo Saavedra Rojas y Sandoval, Tomás de Mañara (padre de Miguel) y Fernando Melgarejo, caballero veinticuatro, que no era otro que el famoso "Barrabás" de quien hablamos en otra ocasión, quizá para congraciarse con los propios sevillanos. Además, se pregonó bando municipal en el que se prohibía el uso de coches y carruajes.

Todas las miradas estaban puestas en el cielo. Con la intención de aplacar la ira divina y rogar por el cese de las lluvias e inundación, en muchas parroquias los predicadores convocaron a los fieles a orar, ayunar y hacer penitencia y se acordó que saliesen en procesión de rogativas imágenes de gran devoción para el pueblo, como Santa Ana en Triana, la Virgen de las Aguas de la Colegial Salvador y la de los Reyes de la Santa Iglesia Catedral; incluso se acordó subir a la giralda el valioso Lignum Crucis catedralicio y realizar la solemne ostensión del mismo en las cuatro caras de la torre mayor de la ciudad, dándose el caso de que en ese momento apareció el arco iris en el cielo, algo que maravilló a muchos como signo de esperanza. 

¿A cuánto ascendieron las pérdidas? El importe sería incalculable, pero aún así nuestro anónimo cronista lo intentó:

"Muchos tasan en más de ocho millones el daño de esta avenida en sola esta ciudad sin la pérdida inestimable de ganados que fuera se va descubriendo cada día por toda esta comarca no han quedado en pie millares de molinos con que el costal de trigo que se molía por seis reales cuesta treinta."

Durante meses, hubo que reparar parte del caserío, demoler viviendas en mal estado, retirar animales muertos y aguardar a que muchos pudieran volver a sus hogares, sin olvidar que las aguas tardaron en abandonar la ciudad, formando lagunas putrefactas e insalubres y que la actividad cotidiana tuvo que abrirse paso con lentitud hasta recobrar la normalidad. Quedaba mucho por hacer y, lo que es peor, quedaban aún muchas riadas por sufrir en Sevilla a lo largo de los siglos, pero esa, esa ya es otra historia. 

18 septiembre, 2023

Cinco tenedores.

En la Sevilla de Rinconete y Cortadillo, la de nobles y mendigos, la del Río y la calle de la Feria, la de la belleza y los malos olores, había sitio, qué duda cabe, también para llenar el estómago, lugares para saciar el hambre y para… otras cosas; pero como siempre, vayamos por partes. 

Dentro del abigarrado ambiente de la Sevilla de los siglos XVI y XVII no existían, evidentemente, los actuales conceptos de restaurante o bar, entendidos como lugares donde almorzar, cenar, o simplemente tapear con una carta por delante y los correspondientes vinos, licores o derivados de la malta y la cebada (cerveza, para entendernos).

A la hora de comer, quien podía, como ha afirmado con especial gracejo nuestro profesor Francisco Núñez Roldán, lo hacía en su propia casa con una dieta variada, basada en potajes, caldos, gazpacho, verduras, algo de pescado y carne (sobre todo carnero, gallina y cerdo) en días de fiesta aquellos que se lo pudieran permitir, como ya comentamos en su momento cuando le tocó el turno a la cocina de conventos y monasterios.

Pese a todo, existían los despachos de vino, tabernas, en los que se servían mostos, aguardientes o vinos traídos sobre todo de la zona del Aljarafe, de la Sierra, Jerez o del Condado de Huelva, ya que la cerveza, antes aludida tenía nula implantación en aquellos años, nada que ver con nuestros días. Estas tabernas vendían vinos para llevar a casa según tarifas y precios establecidos, aunque no faltase, inevitablemente todo un repertorio de trucos y engaños para timar a incautos compradores, como por ejemplo el aguar el vino, algo que las autoridades locales intentaban evitar a toda costa dentro de sus limitaciones.

Diego Velázquez: El Almuerzo. 1617.

A manera de casas de comida, dejs do a un lado a vendedores ambulantes, pero distintas a posadas o mesones por algunos "extras", existían las llamadas Casas de Gula, en clara alusión al pecado capital relacionado con la glotonería; llegó a haber bastantes, sobre todo en el centro histórico de la ciudad y en zonas como la actual calle Álvarez Quintero, entonces llamada Mercaderes, donde hasta comienzos del siglo XX subsistió una establecimiento de este estilo llamado “El Patio de Caifás”, derribado en torno a 1911. 

Con el pan como primer elemento, guisos, empanadas, chacinas, huevos, chicharrones, quesos, vinos y… eran las especialidades en el menú de estas casas de gula, que además, de ser lugares ruidosos, sucios y llenos de humo, poseían sitio, y mucho, para la diversión, la música, el juego con dados o naipes y el sexo, al disponer de cuartos o estancias con camas que podían ser usadas previo pago del correspondiente “donativo”, de ahí que surgiesen las habituales voces críticas por dichas actividades “non sanctas”.

Del mismo modo, banquetes y festines terminaban casi siempre en riñas y pendencias, con vajillas rotas y mesas y banquetas por el suelo, y eso que los dueños de estas casas solían ser gente avezada en estos asuntos por haber sido antes soldados en los Tercios, bravucones o pícaros, aunque las trifulcas eran fuente de molestias para vecinos y parroquianos, por lo que el cabildo de la ciudad decidió poner orden en ellos, como recogió Chaves Rey en uno de sus textos.

Los caballeros Jurados del Municipio, garantes del orden y de la limpieza de la ciudad, además de evitar fraudes y excesos, promovieron en 1629 un edicto municipal, firmado por el entonces Asistente Diego Hurtado de Mendoza, conde de la Corzana, en el que se establecía una serie de normas a fin de meter en cintura a estos establecimientos culinarios, prohibiéndose el acceso a ellos a “mujeres que ganasen por sus personas”, ni solteras ni casadas con maridos ausentes bajo pena de 600 maravedíes, que no se vendiese allí pescado fresco, aves ni caza con pena de dos años de destierro y que no se permitiesen juegos de naipes, con horario de cierre a las ocho en invierno y a las nueve en verano con multa de 400 maravedíes.

Foto: Reyes de Escalona.

Por cierto, sobre el Asistente Diego Hurtado de Mendoza, primer conde de la Corzana decir que propuso al valido del rey Felipe IV, el conde duque de Olivares, la construcción de un puente de piedra que uniese Sevilla y Triana, llegó a ofrecer una recompensa de 20,000 ducados de oro a quien descubriese y denunciase espías de naciones enemigas de España, ya que, como comentamos en otra ocasión, se creía que estos agentes extranjeros se estaban dedicando a esparcir la Peste por los territorios de la península, e incluso se atrevió a dar normas sobre las túnicas de los nazarenos.


 Sobra decir que en aquella “Roma triunfante en ánimo y grandeza” que fue la Sevilla del Siglo de Oro, la implantación aquellas severas normas apenas tuvo efecto en las casas de gula de calles como Tintores (actual Joaquín Guichot, donde continúa la actividad hostelera), Pajería (ahora, calle Zaragoza, junto al Compás de la Laguna o Molviedro, epicentro de la prostitución hispalense) o la Alhóndiga (no lejos de El Tremendo, ya se sabe), y que, como relataba Chaves Rey, no faltó algún dueño de este tipo de casas como uno llamado Román Vizcaíno (apellido muy tabernero, no hay duda) quien con aires de fanfarrón se vanagloriaba y jactaba ante todo aquel que quisiera escucharle, de hacer oídos sordos a tales ordenanzas y bandos alegando estar a salvo de toda sanción o castigo.

Con lo que no contaba Román era que una de esas noches en las que la animación y jolgorio en su local eran tan ruidosos como abundantes, ya fuera del horario de cierre, todo hay que decirlo, el mismísimo Asistente con sus alguaciles a la zaga llamó a sus puertas con furia y con la indudable intención de constatar las irregularidades y desacatos y dar oportuno castigo. Maese Vizcaíno, siempre zalamero con los poderosos y lisonjero con las autoridades, le salió al paso con sus mejores excusas y palabras, intentando quitar hierro al asunto y subsanar el entuerto, más he aquí que Don Diego el Asistente contempló asombrado y boquiabierto cómo dos de los clientes que más disfrutaban de manjares, vinos y excelente compañía femenina eran, ni más ni menos, que ¡Dos de los caballeros Jurados que más le habían insistido en proponer normas para las casas de gula!.

Ignoramos cómo terminó la tragicómica escena, digna de comedia de Lope de Rueda o Mateo Alemán, y si el bueno de Román Vizcaíno sufrió alguna represalia, pero lo cierto es que al año siguiente, 1630, los dos mismos Jurados firmaban un escrito en el que solicitaban con vehemencia al Asistente el cierre de todas las casas de gula por los excesos que en ellas se cometían, pero esa, esa ya es otra historia.

12 diciembre, 2022

Rescate.


Todo comenzó en 1690, en la tienda de un mercader, causó inquietud y sorpresa a partes iguales entre las gentes de la época, y pudo resolverse a posteriori gracias a una increíble, casi milagrosa, casualidad; pero como siempre, vayamos por partes. 

La actual calle Clavellinas, que es prolongación de la de Pedro Miguel, formó parte, junto con la de Inocentes, del sitio llamado Caño de los Locos, quizá debido a la presencia en aquel lugar de cañerías o desagües pertenecientes al conocido Hospital de los Inocentes, lugar del que ya hablamos en otra ocasión al ser el famoso Loco Amaro uno de sus más destacados "huéspedes".

Estrecha y de poca longitud, Clavellinas no habría tenido cabida en este nuestro humilde espacio de no ser por un extraño episodio acaecido a finales del siglo XVII y que resumiremos con la ayuda de Manuel Álvarez Benavides, quien recogió lo acontecido allá por 1874.

Corría el invierno de 1696. Todo empezó de manera fortuita, por las sospechas de una vecina de la calle hacia otra, llamada María Palomo. De conducta intachable en principio, esta anciana vivía de manera austera y sobria compartiendo vivienda con la antes aludida vecina. La convivencia entre ambas era de lo más correcta, pero sin mayor trato que el cotidiano. Cierta tarde de aquel frío invierno, la segunda mujer quedó aturdida por extraños los sonidos que procedían de la habitación de la primera; creyendo escuchar los maullidos de un gato o los ladridos de animal, lo cierto es que al fin comprendió que se trataba, ni más ni menos, que de quejidos y lamentos humanos, lo cual la inquietó grandemente. Pasaron varias jornadas, y prosiguieron los sollozos y gemidos, y con ellos, la preocupación de aquella vecina.

Preocupada por la suerte de aquella persona oculta, fuese quien fuese y decidida a desentrañar el misterio, acudió sin más demora al párroco de San Juan de la Palma y éste a su vez, conocidos los hechos, a Jerónimo Ortiz de Sandoval, caballero veinticuatro por más señas, acordando de mutuo acuerdo realizar una vista de inspección a la vivienda de María Palomo en la calle Clavellinas, haciéndose acompañar de escribano, alguaciles y dos testigos. En un principio, fue únicamente el sacerdote quien accedió a la habitación en compañía de su ocupante, muy solícita en principio aunque inquieta a medida que se sucedían las preguntas y requerimientos, dando fe de su absoluta soledad e inocencia. Sin embargo, cuando el párroco le ordenó abrir un segundo cuarto mostró enorme resistencia a ello, incluso con violencia, por lo que fue apresada por los alguaciles sin demora.

El caballero Veinticuatro y el párroco quedaron estupefactos al encontrar en la oscura estancia a una niña de unos diez años, mal vestida, sucia, desnutrida y llena de hematomas que, en un lenguaje rudimentario, negó ser familiar de María Palomo y afirmó desconocer cómo había llegado allí y quienes eran sus verdaderos padres. Puesta bajo la custodia del mencionado caballero en su casa-palacio, la muchacha fue aseada y acomodada, aunque seguía sin dar detalles sobre su pasado, presentando defectos a la hora de expresarse y sin noción alguna sobre creencias o doctrina cristiana, parecía como si hubiera vivido aislada del mundo durante años...

Confesó haberse alimentado durante su prolongado cautiverio con lo que la anciana le proporcionaba, verduras y alguna sopa, de ahí que rehusara comer "nuevos" alimentos para ella cuando se le ofrecían, como la carne, el pan blanco o los guisos calientes.

Mientras, María Palomo fue encarcelada como sospechosa de secuestro e interrogada sobre el origen de aquella niña, alegando únicamente en su defensa que la había hallado fortuitamente en la calle y negándose a declarar sobre el origen de las heridas y hematomas que presentaba la joven. Todo indicaba que se trataba de un secuestro, pero los magistrados carecían de más evidencias que sirvieran para identificar a aquella extraña niña.

La noticia había corrido como la pólvora por toda la ciudad. Si el hallazgo fue sorprendente, sin embargo, mayor fue el hecho de que a los pocos días de producirse compareció ante las autoridades un desesperado mercader con tienda en la calle Culebras (actual Villegas, al inicio de la Cuesta del Rosario) quien declaró ante el juez que aquella niña era su hija, sustraída hacía seis años del mostrador de la propia tienda y cuya prolongada y agónica búsqueda había sido infructuosa en todo este largo tiempo pese a los anuncios, pregones y pesquisas realizadas.

Como prueba, la atormentada madre de la niña testificó que como señal poseía un gran lunar en el hombro derecho, lo que a la postre, hechas las comprobaciones pertinentes, resultó ser cierto, para regocijo de aquella familia que veía el final a la tortura provocada por la desaparición de su hija. La justicia dictaminó, por tanto, que la niña podía ser devuelta sus maravillados padres, siendo llevada en carruaje hasta su casa de la calle Culebras en medio de un gran gentío que deseaba verla y que obligó a emplearse a fondo a los oficiales de la judicatura hasta abrirle paso a su domicilio. Como detalle curioso y poco entendible en nuestros días, la niña quedó "expuesta" en el mostrador de la tienda para que la gente la viese durante varios días, tal era la expectación que había levantado el suceso.

¿Qué ocurrió con la malvada María Palomo? acusada por la Fiscalía de los crímenes de secuestro e inhumanidad, con el agravante de intento de homicidio por hambre y extenuación, y una vez que supo que la niña se encontraba de nuevo con su familia, decidió ahorcarse en su celda aprovechando la escasa vigilancia por parte de quienes la custodiaban, siendo sepultada en el cementerio de San Sebastián sin que llegara a saberse el por qué de su horrible proceder. 

La niña, según narran las crónicas de la época, pudo sobreponerse poco a poco de las penurias sufridas durante su prolongado cautiverio, recuperando la salud y el entendimiento, contrayendo matrimonio a los pocos años y llevando una vida normal. 

El Caño de los Locos quedó como mudo escenario de un suceso que impactó tanto a la sociedad sevillana que hasta se publicaron romances impresos, a cargo de Juan Pérez Berlanfa en la calle Siete Revueltas, pero esa, esa ya es otra historia.


09 mayo, 2022

De ida y vuelta.

Durante buena parte de la Edad Moderna, sobre todo en los siglos XVI y XVII, fue frecuente que no pocos sevillanos decidieran buscar una mejora de sus vidas marchando a las Américas; de hecho, la documentación atesorada en el Archivo de Indias relata no pocas solicitudes para "pasar a Indias", siendo algunas aceptadas y otras denegadas o incluso con incierto y extraño final como en el caso que nos ocupa, pero como siempre, vayamos por partes. 

Lo cuenta una antigua crónica, en 1650 vivía un apacible matrimonio en el sevillano barrio de San Lorenzo. Ella, de nombre Catalina de la Peña, él, Diego Ruiz, sastre por más señas con un pequeño taller que se nutría también de pequeños encargos. Sin descendencia, ya algo maduros y de humilde condición, vivían en total armonía sin que nada ajeno turbase la paz de aquel hogar. Sin embargo, poco a poco, en la fértil mente del sastre estaba surgiendo una idea alimentada por las animadas charlas y comentarios con amigos y compañeros de taberna, unida al ferviente deseo de lograr fortuna de manera rápida y con escaso trabajo, aunque para ello fuera necesario cruzar el Océano Atlántico con todos los peligros y riesgos que ello suponía.

Un día, Diego tomó la decisión en firme. Marcharía a Ultramar. Le alimentaba la esperanza de regresar a Sevilla con el prestigio de haberse enriquecido allá y con caudales suficientes para así sacar a su esposa de la precaria situación en la que se encontraban. A la sorprendida Catalina, enterada de improviso de los propósitos de su marido, la idea no le hizo ninguna gracia, sobre todo porque se vería separada de él por un dilatado espacio de tiempo. Lloró, imploró, amenazó, rogó, riñó, pero todo fue inútil. Una mañana de primavera, el sastre de San Lorenzo empacaba sus escasas pertenencias, se despedía de su desconsolada cónyugue, marchaba hacia el Puerto, embarcaba en un navío y ponía rumbo a América. 

 En el intervalo de diez largos años, y no sin esfuerzo, a Diego le rodaron bien las cosas, pues fue adquiriendo cierta fortuna y posición, ahorrando moneda a moneda, aunque en contrapartida le llegaban malas noticias desde Sevilla en las que se hablaba del estado de pobreza de Catalina y de su mala situación, pero pese a todo, determinó permanecer en suelo americano hasta ver aumentado su patrimonio, mas, eso sí, tomando la decisión de entregar a su amigo de mayor confianza la nada despreciable suma de mil pesos para que marchase a España y los depositase en las manos de su amada esposa junto con la promesa de un pronto regreso a tierras hispalenses. 

Poco podía imaginar aquel sastre que su amigo le traicionaría movido por el pecado capital de la codicia. Apenas llegado a Sevilla, hecho a la idea madurada durante el viaje de quedarse con la abundante suma de dinero que se le había confiado de buena fe, acudió al Hospital de las Cinco Llagas o de la Sangre, donde de manera fraudulenta, contando con la complicidad de un sacerdote, falsificó la partida de defunción de una mujer, quizá fallecida durante la terrible epidemia de peste de 1649, para ponerla a nombre de la mismísima Catalina, y con dicho documento en sus manos regresó a Indias, sin por supuesto acercarse al barrio de San Lorenzo ni trabar contacto con la esposa de Diego.

Informado por su amigo, quien declaró haber gastado presuntamente los mil pesos en un suntuoso funeral por el alma de Catalina creyendo así cumplir la voluntad de aquel de rendir postrer homenaje a su compañera en vida, Diego quedó profundamente afectado por la fúnebre noticia y por cierto sentimiento de culpa, aunque con el paso de los meses el dolor y la pena se fueron atenuando. Decidido a no contraer matrimonio de nuevo, estudió cánones y teología y fue ordenado sacerdote meses antes de embarcar de nuevo en la Flota de regreso a España, colaborando como capellán durante la travesía, sin saber, claro está, que no era viudo.

Ya en Sevilla, paseando por sus calles más céntricas al poco de arribar, fue reconocido por sus vecinos y amigos, quienes le dijeron, enormemente sorprendidos por verle con la sotana, manteo y tonsura propias de los presbíteros:

- Señor mío, ¿como vuesa merced anda de aquesta guisa?

- Señores míos, -respondió el bueno de Diego-, como mi mujer murió tiempo ha, me hice sacerdote.

- ¿Que vuestra mujer murió?, yo la ví hoy, y si vuesa merced la quiere ver ande acá conmigo.

Podemos imaginarnos el sorprendente y emocionante reencuentro de aquel matrimonio de San Lorenzo tras tantos años de separación, por no hablar del rostro de Catalina al ver a su marido convertido en flamante cura o de los dimes y diretes que tal embrollo habría provocado en el barrio; atenazado por los remordimientos, Diego decidió acudir al Santo Oficio y exponer su inusual caso, sinceramente arrepentido por actuar ignorando totalmente la supervivencia de su esposa. 

Los sesudos inquisidores deliberaron y analizaron la extraña anomalía durante semanas, pues la cuestión era, para ellos, peliaguda, al tratarse de un claro caso de amancebamiento, o lo que  es lo mismo, un sacerdote que convivía con una mujer en su casa, (aunque olvidaban que estaban unidos por el vínculo sagrado del matrimonio) hasta que finalmente dictaminaron, según su entender y en plan salomónico, que para regularizar la situación, Catalina debería entrar en un convento como religiosa percibiendo una renta diaria de treinta reales y que la propia Inquisición abonaría la dote necesaria para profesar en el convento que desease. 

Como podemos suponer, Catalina montó en cólera y, ofendida hasta la médula, replicó que aunque reconocía la rectitud de las intenciones de los señores inquisidores, nos las acataba, que Diego era su marido, que Dios se lo había concedido y que estaban unidos para toda la eternidad, de modo que no consintió, bajo ningún concepto, en aceptar el dictamen con su propuesta, dejando en suspenso la entrada en religión hasta que no apareciera el culpable de todo aquello: el codicioso amigo traidor, origen del embrollo (casi un "culebrón) y aclarase lo sucedido con pelos y señales. Oliéndose lo que se le venía encima, incluida la condena y la cárcel, sobra decir que el mencionado individuo prefirió quedarse cómodamente en Indias ante los requirimientos que le llegaban de España, muriendo de viejo al decir de las crónicas, desentendido de lo que acontecía en la lejana Sevilla.

¿Qué ocurrió con Diego y Catalina? ¿Tuvieron que vivir por separado cada uno del otro? ¿Optaron por convivir pese a las severas penas establecidas para relaciones así? Al cabo de todo, desoyendo al Santo Oficio y sus letrados, alguien con buen sentido les aconsejó encomendarse a la Virgen de Roca Amador, venerada en la parroquia de San Lorenzo y que solicitasen humildemente al Santo Padre de Roma que desenredara la madeja mediante la anulación de la ordenación sacerdotal del primero, cosa que se logró no sin grandes trabajos, de modo que, por fin, ambos pudieron volver a hacer vida matrimonial con gran contento y por el resto de sus días...

20 septiembre, 2021

El Obispo y el Padre Méndez.

Entre los numerosos benefactores que tuvo Compañía de Jesús en el siglo XVII en Sevilla, aparece el nombre de Juan de la Sal y Aguilar, Obispo auxiliar de la diócesis hispalense bajo las prelaturas del cardenal Niño de Guevara y otros purpurados de la época. Como bien afirmó en su momento el recordado sacerdote y periodista Carlos Ros, fue de la Sal un tanto diferente a los habituales prelados que ocuparon el Palacio de la Plaza de la Virgen de los Reyes, ya que su genio vivo y sus ocurrencias, llenas de jocosidad haciendo honor a su apellido, dieron como fruto diversas obras y cartas, entre las que destaca una serie de siete misivas que envió al Duque de Medina Sidonia a su residencia sanluqueña allá por 1617.


 

De familia noble, de la Sal había nacido en 1550 en la actual calle Alcázares, estudió en la Universidad de Salamanca y concluyó sus estudios en la Hispalense, cantando su primera Misa en el Santo Ángel, logrando un puesto de canónigo en la catedral de Cartagena para finalmente recalar en su ciudad natal para ostentar el obispado auxiliar de Bona con el beneplácito del Cardenal Niño de Guevara, llegando incluso a rechazar el nombramiento como obispo de Málaga sin que se sepan sus motivos. Vivió en sus casas del Arquillo de San Martín y debió gozar de buena posición económica, ya que sufragó las pinturas del retablo mayor de la Iglesia de la Anunciación para los jesuitas, realizadas por el italiano Gerolamo Lucenti de Corregio. Debido a ese apoyo a la Compañía de Jesús fue sepultado tras su muerte, en 1630, en lo que hoy es la Capilla Doméstica de San Luis de los Franceses.

Junto a otros "tocayos" suyos, formó un interesante círculo de ingeniosos literatos de gran calidad, entre los que destacan Juan de Robles, Juan de Arguijo o Juan de Salinas, aparte de otros, dedicados a glosar las excelencias de la Sevilla del Imperio, alabar a María como Concebida Sin Pecado Original o, por ende, lanzar originales dardos en forma de poemas o cartas contra la secta de los Alumbrados, que tuvo en jaque a la Inquisición Hispalense durante algunos años.

De este modo, en el caluroso verano de 1617 Juan de la Sal toma papel, pluma y tinta y toma asiento en su escritorio para informar a Manuel Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, con hasta siete divertidas cartas, en las que narra con todo lujo de detalles, las idas y venidas del famoso en su tiempo Padre Méndez (nada que ver con el piadoso sacerdote Méndez Casariego, fundador del Instituto de las Hermandas Trinitarias, fallecido en 1924 y con calle en Sevilla). Las misivas, llenas de anécdotas y "hechos verídicos" ponen de manifiesto tanto el humor de Juan de la Sal como la picaresca redomada del Padre Méndez, quien convirtió su sacerdocio en un modo "non sancto" de vida, a medio camino entre la locura y la herejía.

Responsable eclesiástico de una Casa de Beatas (especie de semiconvento femenino), Méndez será investigado por prácticas alejadas de la ortodoxia, como se afirmó en los cargos contra él ante el Santo Oficio: “y acabando la misa desnudándose las vestiduras sagradas, baylaba con las beatas y cantando decían: mi cari Redondo, mi buena cara”, o incluso llegando a prácticas poco en consonancia con el celibato sacerdotal: "y para hacer oración mandaba a una de las dichas mugeres le rascase la cabeza y poniéndole a las mugeres las manos en los pechos y tocándole las manos y el rostro...”

El caso es que el sacerdote, cristiano nuevo e influido por las teorías de los Alumbrados, poseía un poderoso influjo como Director Espiritual sobre devotas y beatas de toda clase y condición, dándose el caso de que algunas condesas y marquesas, en su afán por agasajarle, se disputaban incluso jirones de su ropa como si fuesen reliquias santificadas de algún mártir. Hay que añadir, como explicó el teólogo e historiador dominico Álvaro Huerga, que Méndez había sido ya expulsado de Sevilla en tiempos del Cardenal Rodrigo de Castro, regresando tras su muerte, penitenciado por la Inquisición por judaizante en México, y que había huido de Roma unos años antes tras protagonizar un suceso de similares características al que nos ocupará en lo siguientes párrafos...

Llegados a este punto, hay que mencionar que Juan De la Sal narra con detalle los sucesos acaecidos en del 1 al 20 de julio 1617, cuando el Padre Méndez, de origen portugués según unos o nacido en Moguer según otros, proclamó casi a bombo y platillo, que Dios se había dignado a revelarle la fecha de su propia muerte, que tendría lugar el 20 de julio de ese mismo año, y que por tanto le urgía a disponerse a bien morir, para lo cual, contrito y penitente, se retiró al Convento del Valle (ahora Santuario de Jesús de la Salud de la Hermandad de los Gitanos) a fin de llevar una vida austera y humilde ante la inminente conclusión de sus días. Escuchando al Guardián del Convento, éste relataba cómo Méndez, todo ascetismo, andaba en oración noche y día y que "a la noche solo come un poquito de pescado, con cuatro bocados de ensalada y bebe una vez agua".

Si buscaba paz y sosiego, cosa que dudamos, no lo logró. En una ciudad hervidero de chismes y rumores y deseosa de cierto morbo, aún más si estaba relacionado con asuntos religiosos, la afluencia de fieles y curiosos al convento fue tal que en algunas jornadas llegaron a verse "aparcados" hasta treinta carruajes pertenecientes a la flor y nata de la nobleza sevillana, especialmente de aristocráticas damas ansiosas por platicar y confesar con tan santo varón, por no hablar de la "corte de los milagros" formada por ciegos, pícaros, lisiados y pedigüeños que buscaban "hacer su agosto" en julio, valga la expresión, al calor, valga también la expresión, de todo lo que arrastraba el "clérigo difunto".

 

El Padre Méndez celebraba la Santa Misa comenzando a las cinco de la madrugada y finalizando con el "Ite Misa Est" no antes de la una de la tarde, sin sentarse en ningún momento, lo cual llenaba de admiración a la legión de beatas y devotas que veían en ello indudable milagro. Tampoco faltaban voces que atestiguaban haberlo visto levitar en trance enmedio de sus oraciones místicas o quienes, tras la intervención del barbero que lo visitaba, recogían con devoción los pelos como si fuesen preciadas reliquias. Por su parte, el sacerdote continuaba profetizando su muerte e incluso narrando sus visiones del Purgatorio, el cuál "visitaba" con frecuencia, contando a su regreso a quién había visto por allí para alegría o desesperación de sus familiares.

Igualmente, como la cosa parecía ir en serio, la comunidad monástica comenzó a preocuparse por lo que acontecería si el fallecimiento no llegaba a producirse; prueba de lo disparatado de la situación es el testimonio certero de uno de los monjes, recogido por Juan de la Sal: "Que él trate de morirse cuando nos lo ha prometido; porque si no nos cumple la palabra lo habemos de achocar (sic), so pena de que nos silben por la calle".  

Llegó al fin el 20 de julio. Toda Sevilla aguardaba acontecimientos con el alma en vilo, pendientes del estado de salud del clérigo. El Padre Méndez, según lo narrado por Juan de la Sal, se aprestó a celebrar su última Misa con toda serenidad, comenzando de madrugada y prosiguiendo durante toda la jornada, sin que la muerte diese visos de asomar. Con un médico a su lado tomándole el pulso cada "dos por tres", agotado hasta la extenuación por la falta de alimento, el sacerdote, presa de una fuerte angustia, creyó llegado el postrero momento. Pero, pasaban los minutos, las horas, y nada nada anormal sucedía, para asombro, alegría o desesperación de quienes asistían a tan insólito suceso. Dejemos que sea el obispo de Bona, nuestro buen Juan de la Sal, quien narre cómo finalizó aquella escena tragicómica: 

"Pues, cuando vieron que era pasada la hora y no moría, todos, unos en pos del otro, se fueron cabizbajos á sus casas, dejándole en el altar, donde, acabada la misa, se halló solo, en su solo cabo".

Ni que decir tiene, durante semanas, Méndez fue asediado por multitud de sevillanos que no cesaban de preguntar, no sin cierta guasa, que cómo era que seguía vivo, mientras su comunidad de beatas vivía aquella etapa entre la verguenza y la fidelidad a su "líder". No deja de ser curiosa su entereza, pues soportó estoicamente burlas y chanzas sin dejar de realizar su vida cotidiana como si nada hubiera pasado.

Como podremos imaginar, el Padre Méndez no iba a salir bien parado de todo este trance; investigado y apresado por el Santo Oficio, el "no difunto" daría con sus huesos en las lóbregas celdas de la Inquisición. Olvidado por quienes le seguían con devoción, finalmente falleció en el Castillo de San Jorge, aguardando sentencia por herejía y demás delitos contra la fe, de modo que fue su efigie quien cayó pasto de las llamas durante el Auto de Fe celebrado el sábado 3 de noviembre de 1624 en la Plaza de San Francisco. 

12 abril, 2021

De armas tomar.

 

Uno de los personajes más peculiares y controvertidos del siglo XVII español fue una monja espadachín, que llegó a alcanzar, con las bendiciones de la Corona y del Papado, el grado de Alférez dentro del ejército español. Su nombre, Catalina de Erauso y Pérez de Galarraga. Donostiarra de nacimiento, sin que se sepa a ciencia cierta el año, 1585 o 1592 según varias versiones, nace en una familia acomodada, siendo su padre el capitán Miguel de Erauso, quien ostentó puestos de responsabilidad en la provincia a las órdenes del rey Felipe III.


A los cuatro años ingresa en un convento dominico junto con otras dos de sus hermanas para recibir una educación acorde a su posición social; sin embargo, su fuerte carácter hará que sea trasladada a otro monasterio donde imperaba una mayor disciplina. A los quince años, consciente de que los hábitos religiosos no eran para ella y tras una violenta pelea con otra religiosa, decide huir tras apropiarse de ropas de hombre y cortarse el pelo, asumiendo la identidad de un varón. Usará diferentes nombres, como Pedro de Orive, Francisco de Loyola o Alonso Díaz, entre otros (en esa época era inimaginable algo como nuestro actual DNI).


A partir de ahí, siempre con esa apariencia masculina, recorrerá media España sirviendo a diferentes señores, procurando no ser descubierta y evitando el contacto con sus familiares, aunque al parecer llegó a regresar a su tierra natal y vivir allí un tiempo sin que nadie, ni siquiera su padre, acertara a reconocerla bajo su aspecto masculino. Andando el tiempo, en 1603, embarcará desde el puerto vasco de Pasajes hacia Sevilla, acompañando al capitán Berróiz, para partir hacia las Indias en un galeón comandado por Esteban Eguino. Será una estancia corta, muy breve, en nuestra ciudad, pues la partida a ultramar era inminente.


En América, Catalina se caracterizará por hacer gala de un tremendo valor en combate, protagonizando no pocas hazañas bélicas que harán de ella, o él, un héroe de su tiempo, logrando ascender a Alférez tras la batalla de Valdivia contra la tribu de los mapuches. Sin embargo, su rebeldía y carácter agresivo le perjudicarán para futuros ascensos, por no hablar del asesinato del auditor general de la ciudad de Concepción (del que sale indemne) y la crueldad con la que se solía comportar con la población nativa. Como curiosidad, durante tres años estará en Chile, al servicio de su propio hermano Miguel, secretario a la sazón del gobernador de aquellas tierras e incapaz de darse cuenta de a quien tenía a su cargo. Hecha a la vida errante del soldado, Tucumán, Potosí, Piscobamba, La Paz, Cuzco, serán escenario de sus idas y venidas, de sus peripecias y actos de guerra, incluso de una condena a muerte por un duelo que finalmente evitó fugándose, aunque su talante pendenciero le acompañará siempre. 

 Pero como todo al final se sabe, en 1623 nuestra Alférez se verá obligada finalmente a confesar su sexo al obispo peruano de Huamanga, debido a una disputa. El prelado, Agustín de Carvajal, escuchará su confesión y la protegerá, enviándola de regreso a España donde será recibida por el mismo rey Felipe IV, quien le confirmará en el rango de Alférez, a la vez que le concederá 800 escudos de pensión; no le irá tampoco mal en Roma con el Papa Urbano VIII, con el que mantendrá una audiencia privada y conseguirá el anhelado privilegio de poder vestir ropa de hombre.


Sobre su verdadera orientación sexual han corrido ríos de tinta a lo largo de los años, sin que se sepa a ciencia cierta si sentía atracción por hombres o mujeres, aunque a lo largo de su vida, no es menos cierto, llegó a estar prometida a varias damas y también mantuvo escarceos amorosos con mujeres; quizá, obligada a representar el papel de aguerrido soldado, se vio obligada a ello, quizá bajo su disfraz se ocultaba una identidad verdaderamente masculina. No lo olvidemos, la homosexualidad en su época era severamente condenada y penada. 

 

Finalmente, en torno a junio de 1630, tendremos a Catalina paseando por las bulliciosas calles de la Sevilla de aquel momento, vestida como correspondería a su status social: jubón, ferreruelo o capa corta, calzón y calzas, sin olvidar las botas, el sombrero de ancha ala y, por supuesto, toledana al cinto. Preparada para partir de nuevo a América, en esta ocasión bajo el mando del capitán Miguel de Chazarreta, el entonces contador de la Casa de Contratación de Sevilla, Manuel Fernández Parco, dio testimonio de cómo la guipuzcoana fue inscrita los libros de contaduría como “el alférez doña Catalina de Erauso”, apareciendo así reflejada en el registro de pasajeros. 

 

¿Qué hizo durante esta segunda estancia? Precedida de su indudable fama y rodeada de la lógica curiosidad popular, sobre todo en una ciudad siempre predispuesta a novedades, con su llamativo aspecto, el 4 de julio, como atestigua Chaves Rey, oyó misa en la catedral, fue requerida por el pintor Francisco Pacheco, ya entonces suegro de Velázquez, para ser retratada, e igualmente se solicitó su presencia en no pocas casas de la más alta sociedad hispalense a fin de conocer de primera mano a tan importante como insólito oficial, ¡hoy habría sido toda una celebridad!. En cuanto al retrato, conservado aún en la sede de la Kutxa de San Sebastián, parece ser que probablemente fuera obra de Juan van der Hamen y no del propio Pacheco. 

 

Uno de sus biógrafos la describió así: “Era Catalina demasiado alta como mujer, aunque no tenía la estatura ni la presencia de un arrogante mozo. De cara no era fea ni bonita. Eran negros, brillantes y muy abiertos sus ojos y las fatigas más que los años alteraron pronto sus facciones. Llevaba los cabellos cortos como los hombres, y perfumados, según la moda. Vestía á la española. Poseía aire marcial, llevaba bien la espada y su paso era ligero y elegante. Sólo sus manos tenían algo de femeninas, en las palmas más que en los contornos, y su labio superior estaba cubierto de negro y ligero bozo, que, sin ser verdadero bigote, daba un aspecto viril a su fisonomía”.

Una calurosa mañana de verano, embarcada hacia Indias junto con las tropas de su majestad, nuestra protagonista abandonará definitivamente Sevilla y España, ya que al llegar a Indias pasará a México, en concreto al pueblo de Cotaxla, en la provincia de Veracruz; allí ejercerá el oficio de arriera, llevando cargas con sus recuas de asnos entre Ciudad de México y Veracruz, y allí encontrará finalmente la muerte, en torno a 1650, sin que se haya podido saber documentalmente cuándo tuvo lugar y dónde está sepultada, aunque algunos autores establecen como probable lugar de enterramiento la propia población de Cotaxla.

Su vida, llena de violencia, penurias y triunfos, llevada al cine y novelada en multitud de ocasiones, bien podría ser un resumen de la época que le tocó vivir, un tiempo en el que las oportunidades estaban reservadas para los hombres y en el que la muerte era algo casi cotidiano...