27 julio, 2011

Cronos.-

     

       Fugaz, huidizo, efímero  y esquivo, (tempus fugit, afirmaban los clásicos) complicada medición ha tenido siempre. Clepsidras, relojes de arena y de sol, han cumplido con dicha misión, hasta que el humano ingenio acertó a pergeñar maquinarias y autómatas como mejores calibradores de minutos y  horas.



 Escasos eran los relojes antaño en Sevilla, lo más de sol, orientados debidamente, colocados en fachadas de preclaros edificios. Serio y enojoso inconveniente eran días nubosos, por no hablar de su escasa utilidad nocturna, mas no por ello los hispalenses renunciaban a su contemplación.




      Mucha agua ha corrido bajo el trianero puente desde aquel mes de julio del lejano año de 1400, en el que  instalóse el primer reloj mecánico en la torre de la Iglesia Mayor, siendo Arzobispo Don Gonzalo de Mena y en presencia del Rey Nuestro Señor Don Enrique III, y a todos sorprendió la mixtura de engranajes, resortes, contrapesos y muelles que lo conformaban, y aún más los puntuales y precisos toques de su campana, amén de que al poco de comenzar a funcionar desatóse feroz tormenta que hizo presagiar funestos augurios.





      Si otrora poseer reloj de sol o de maquinaria fue signo de nobleza y distinción, poseerlo agora no es sino, valga la expresión, signo de los tiempos y elemento común en el atavío de casi todos, y su precio ha mermado tanto que, vive Dios, resulta cuando menos peregrino e insólito que valga tanto el tiempo como poco el mecanismo que lo mide.




Existen de todo tipo y condición, grandes y pequeños, artísticos en su forma o funcionales en su fondo, fáciles de consultar o extraños para quien escribe estas líneas, aparatosos o escuetos, con números latinos y situados a inverosímiles alturas o, finalmente, colocados tan próximos al cuerpo que no pocos pórtanlos atados a la muñeca como grilletes que gobiernan el destino y camino de cada cual, de manera que muchos corren de un lado a otro consultándolos y mirándolos como si fuérales la vida en ello, y pensamos aún a riesgo de errar, qué poderoso influjo o extraña influencia tiene el dicho mecanismo para provocar desasosiego tal.




 Abundan en torres (marcando horas canónicas), comercios, lonjas, edificios principales, tiendas, y hasta en lugares ciertamente extraños, como si en esta Ciudad hubiera obsesión cierta por saber en todo momento la hora, resultando también aspecto curioso que la puntualidad no sea precisamente cualidad que orne la hispalense personalidad salvo en excepciones todo punto honrosas de las que atesoramos experiencia cierta.


      Inquisidor inexorable e insobornable, a él nos debemos en todo punto, de manera que aprovechémoslo con denuedo, ahorrémoslo sin demasía y juzguémoslo con benevolencia, no sea que se nos vuelva en contra y pese sobre nosotros su inapelable designio: tempus fugit.










  







15 julio, 2011

Tocado del ala.-

“Y luego, incontinente, caló el chapeo,
requirió la espada, miró al soslayo,
 fuese, y no hubo nada.”

Al Túmulo de Felipe II (Miguel de Cervantes)



    

     En calendas como estas, en las que el astro rey castiga con dureza las empedradas calles de la ciudad, es menester precaverse de sus rayos malignos y por ello no pocos hispalenses recurren a tocados y sombreros de la más diversa condición.


     Tuvieron gorreros y sombrereros gremio no poca preponderancia, con muchas tiendas abiertas al cargo de maestros y oficiales, las más, me dicen, en la calle Génova y prueba de su prosperidad fue que con motivo de la entrada en Hispalis de cierto Monarca lanzaron a su paso sombreros para la plebe, siendo motivo de alegría tan generosa dádiva cuando no de públicos desmanes. Concurrían con cera y pendón a procesiones y fiestas de la Ciudad, más otras cosas de su instituto,  incluso me cuentan llegó a tener Cofradía en honor a Santiago el Mayor, Apóstol, devoto discípulo de Nuestro Señor Jesucristo que recibió el martirio, cercenada su testa por filo de espada.



     Recogiéronse, otrora, en las Ordenanzas de la Ciudad curiosas disposiciones sobre cómo habían de hacerse esos sombreros, rasos o frisados, y qué cantidad lana o fieltro emplearse debía, prohibiéndose uso de betún, goma, anaxil o engrudos, pues era notorio que debían hacerse sin costuras e con penas de hasta seiscientos maravedís.


    Bonetes, birretes, capelos, chambergos, gorros, chapeos, bicornios, tricornios, ros, quepis, kolbacs, morriones, con ancha ala o corta, numerosa era la variedad de tocados, siendo signo de distinción, de estado, de oficio y hasta de nobleza, no en balde signo de Grandeza de España era el permanecer tocado en presencia del Rey nuestro Señor. Item más, era ejemplo de galanura y cortesía el saludar a las damas con reverencia acompañada de revoleo donoso de sombrero.


     Como en todo, los tiempos mudan costumbres y trastocan comportamientos, y hemos apreciado como   mantiénese el uso de tocados aunque agora, empero, predominan los realizados a la manera de la colonia inglesa de América del Norte o como mucho, los ejecutados en palma o panamá; nada queda de aquella distinción, porte y elegancia, y menos aún de las elementales normas de cortesía y protocolo que habían de guardar quienes usaran tal prenda.



     Item más, escasos comercios restan abiertos del dicho gremio y arte de gorreros y  sombrereros, abundando regatonería en puestos y tenduchas donde, como decíamos, se venden extraños gorros ornados con galimatías diversos que no comprendemos, con colores y extravagantes, poco elegantes y aún menos apropiados para el protocolo y la urbanidad precisa.


     Por nuestra parte, hemos resuelto no renunciar a chambergo adornado con cintas y plumas, algo ajado por los siglos y necesitado de compostura en su ala, mas aunque, empero,  engorroso resulte su uso en estos días, no por ello traicionaremos usanza tan antigua.


    Post scriptum: con general sorpresa hemos visto que en la otra banda del Río situanse metálicas estructuras con toldos similares a los abrileños. Como es propio en nos, atravesaremos a aquella tierra que llaman “Guarda y collación de Sevilla” y haremos pertinentes pesquisas sobre dicho tenor…
                                                            

04 julio, 2011

Cauce


“Estaba Sevilla por estos años (1564) en el auge de su mayor opulencia: las Indias, cuyas riquezas conducían las Flotas cada año, la llenaban de tesoros, que atraían al comercio de todas naciones, y con él la abundancia de quanto en el orbe todo es estimable por arte y por naturaleza: crecían a este paso las rentas, aumentándose el valor de las posesiones, en que los propios de la ciudad recibieron grandísimas mejoras” (Diego Ortiz de Zúñiga, 1667)





          Rememorábamos no ha mucho las letras que anteceden (fue su autor buen amigo y compartimos con él placenteras pláticas) mientras deambulábamos plácidamente por la ribera del otrora Betis. Acudimos a los antiguos muelles cabe la Torre del Oro, allí establecidos desde el reinado de los Católicos Reyes, esperanzados en disfrutar de la contemplación en los dichos muelles de panoplia de galeones, galeras, carabelas, barcazas, bajeles, navíos y naves de la más diversa eslora, y con ellos populoso trajín de la gente del mar, marineros, pilotos, contramaestres, estibadores, calafates, y demás.




       Craso error, no en vano apreciamos en grado sumo el escaso calado de las aguas del río, su poca corriente y quedónos sensación de detenimiento, como si no hubiera vida en él. Inquiriendo a los viandantes, supimos, al fin, que costosa obra de ingeniería había cerrado su cauce para evitar riadas y venidas, y que por ello pocas embarcaciones navegaban agora en él. Sensación de abandono atenazó nuestro ánimo entristecido, movido como venía al disfrute del populoso puerto de Indias de antaño, trastocado agora en paupérrimo reflejo de lo que en su día fue.






        Ello no obstó para que viésemos curiosos navíos que transportaban tropel de gente, con animada música y festivo ambiente, de los que parescía haber danzas y cantos, mas no acertamos a comprender por qué tanto concurso de personas no llevaba impedimenta ni aparejos, ni vituallas ni bizcochos, ni agua ni carne salada suficientes como para cruzar océanos y alcanzar las Indias, antes bien, se nos antojó navío débil y desastrado mas maravillónos que movíase sin velamen ni jarcias y con rapidez desusada surcaba aguas. Item más, que su  pasaje parloteaba en lenguas allende nuestras fronteras, cosa que ignoramos cómo es consentida por nuestros Regidores, y que, para mayor abundamiento, parecía poco avezado a naúticas maniobras.



Gentil moza de amable semblante encareciónos a visitar dicha nave y nos ajustó precio para embarcar en ella, instándonos con donaire a subir a bordo, e introduciéndonos en mayor confusión al asegurarnos con franqueza que para aquella travesía no era menester equipaje ni bastimentos; resolvimos que, al carecer de carta para pasar a Indias y que no nos movía deseo alguno de pasar las penurias de travesía tan larga como penosa, no cruzaríamos la tabla, dejando paso a numeroso gentío.




Si aquella nave promovió en nos poco entusiasmo por hacernos a la mar, menos aún lo fueron otras que por carecer, adolecían hasta de puente, timón, borda o palos, y si la primera era maremagno atestado, esta segunda era tan exigua que como mucho permitía que uno, dos, cuatro y ocho individuos la usaran y todo ello valiéndose de remos cual galeotes condenados por el Rey nuestro señor. Cosa común en estos tiempos parece el uso de tales navíos en justas o competencias con el río como escenario y sumo esfuerzo supone el tripularlas, amén de que algunos destos, llamados canoas, son venidos de Indias, lo que nos sorprendió no poco.