30 noviembre, 2020

Bajo tierra.

 

Hace ya algunos años, en 2013 en concreto, escribíamos acerca de la calle Argote de Molina (“Cuesta del Bacalao” para muchos) y de la existencia del llamado Horno de las Brujas; pues bien, muy cerca de allí se encuentra la calle Abades, conocida en su tiempo como calle Mayor o Mayor del Rey por formar parte del eje viario que arracando en la Puerta de la Macarena se orientaba en dirección norte/sur hasta la Plaza de la Virgen de los Reyes, aunque ya en el siglo XIV recibía el apelativo de Abades siendo durante siglo lugar de viviendas para el numeroso clero de la cercana catedral hispalense.


 Sin duda, en esta calle Abades sobresale la casa palacio de los Pinelo, magnífico ejemplo de edificación renacentista en la que nació San Juan de Ribera y que fue propiedad de Diego Pinelo, miembro de una familia de origen genovés que hizo no poca fortuna con el comercio. Igualmente, destaca en la calle el caserón que durante mucho tiempo ocupó la Escuela Francesa, convertido ahora en hotel de lujo, la placa que, en el número 16, recuerda que allí falleció el canónigo y novelista Juan Francisco Muñoz y Pabón, y varios y buenos ejemplos de casas del siglo XVIII con dos plantas y ático y patio central interior con columnas. 

 Pero si algo ha acompañado a esta calle a lo largo de su extensa historia, ha sido la creencia popular en la existencia de pasadizos y túneles bajo ella, utilizados, decían, para actividades "non sanctas"; leyendas populares y tradición oral han hecho siempre especial hincapié en el carácter mágico y misterioso de estos subterráneos, con diversos sucesos en los que hay un fuerte componente terrorífico, como en el caso que narraremos a continuación y que fue recogido en su momento por el escritor sevillano Manuel Chaves Rey. 

Al decir de los cronistas de diferentes épocas, en muchas de las viviendas de la calle existían pequeñas puertas, luego tapiadas, que daban acceso a angostas escaleras que descenderían hasta las mencionadas galerías, plagados de murciélagos al decir de algunos, y lugares tenebrosos; igualmente, autores como Rodrigo Caro, Argote de Molina o González de León habrían mencionado unas obras realizadas en 1298 en la morada del canónigo Juan de Falce como causa del descubrimiento de estos pasadizos, insinuándose entonces que en la etapa islámica de Sevilla allí se habrían desarrollado rituales de magia. 

Pues bien, allá por 1695 una de las casas de Abades (poseedora de una de aquellas puertas a los corredores bajo tierra) era habitada por un caballero de origen burgalés, de buen porte y mejor hacienda, sin esposa ni descendencia y que vivía con bastante holgura de sus rentas, contando con un anciano criado como único sirviente. Soltero y con caudales suficientes, llevaba un tren de vida caracterizado por aventuras galantes y banquetes y fiestas de la más diversa condición, pero todo ello con relativa discreción y sin grandes alborotos. Cierta noche veraniega, regresando de sus diversiones nocturnas, quedó profunda y plácidamente dormido en su alcoba. De repente, un rumor de golpes secos, prolongados y desconocidos le hizo despertar bruscamente. Presto a levantarse espada en mano, no era nuestro protagonista individuo timorato precisamente, algo le hizo detenerse: una siniestra sombra, seguida de otras, de gran altura y extraña apariencia. 

Eso no fue todo. Aquella siniestra procesión atravesó el umbral de la alcoba y murmurando palabras ininteligibles, congregóse en torno a la cama de nuestro caballero, petrificado por el pavor y mudo por el impacto de aquellas presencias, desconocedor de si eran asesinos que venían a ejecutarle o de si eran espectros venidos del otro mundo con la perversa intención de arrebatarle su alma. Todavía, sacado fuerzas de Dios sabe dónde, el caballero burgalés, poniendo freno a su miedo y con el gaznate reseco, inquirió a aquellas siniestras apariciones: 

- ¿Quién sois? ¿Qué queréis?

Aquellas palabras bastaron para que el lúgubre cortejo, de manera precipitada y casi atropellada, abandonase los aponsentos caminando hacia el patio de la casa y perdiéndose por los pasillos enmedio de ruidos sordos y desiguales. Recuperado del tremendo sobresalto, salió el burgalés de su estancia a la caza de los "fantasmas", a los que atisbó dirigiéndose hacia la galería donde se hallaba la puertecilla que daba a los subterrános de la vivienda. Al llegar a la puerta, con respiración entrecortada por la carrera en la persecución, comprobó, presa de un profundo terror, que del sótano salía una intensa luz roja de origen desconocido para él, cayendo desmayado en tierra por la impresión y siendo hallado a la mañana siguiente por su viejo criado aún en esa posición. 

 Pasado el impacto de la nocturna peripecia, todo quedó aclarado, ya que se comprobó que el corredor subterráneo de la casa de la que hablamos estaba conectado a otra vivienda contigua, circunstancia que había sido aprovechada aquella noche por unos vecinos "curiosos" que sin darse cuenta terminaron "apareciendo" en la morada de aquel caballero, provocando el lance del que tardó semanas en recuperarse, no sin ayuda de agua de azahar o tila.

Ya en nuestros días, con motivo de obras en inmuebles en la calle Abades, se han realizado las pertinentes excavaciones arqueológicas que en algunas zona han sacado a la luz restos de termas romanas (muy conocidas y ocultas aunque fotografiadas) y del circuito de cloacas, lo que daría en principio respuesta a la existencia de esas estructuras soterradas, testigos de un tiempo muy anterior, cuando las siglas SPQR dominaban nuestra ciudad...

23 noviembre, 2020

"Como la falsa monea".

 Hace ya un par de años, hablábamos de un pintor sevillano bastante conocido, Herrera el Viejo, y de sus peligrosas incursiones en el mundo de la falsificación de moneda, delito bastante grave por el que llegó a acogerse a sagrado en el desaparecido Colegio de San Hermenegildo de los padres jesuitas. Falsificar moneda era delito de lesa majestad, esto es, atentaba contra el propio Rey, de ahí que fuera catalogado y denominado como crimen "execrable", "atroz" o "gravísimo". Desde tiempos de Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, la pena para los falsarios estaba clara, como se refleja en las "Siete Partidas" dadas como marco legal por el propio monarca castellano: 

“Moneda es cosa con que mercan et viven los homes en este mundo; et por ende non ha poderío de la mandar facer ningunt home si non fuere emperador, o rey o aquellos a quien ellos otrogan poder que la fagan por su mandado: et qualquier otro que se trabaja de la facer face muy grant falsedat et muy grant atrevimiento en querer tomar el poderío que los emperadores et los reyes toyieron para sí señaladamente. Et porque de tal falsedat como esta viene muy grant daño a todo el pueblo, mandamos que cualquier home que ficiere falsa moneda de oro, o de plata o de otro metal qualquier, que sea quemado por ello de manera que muera."

 Además, las Partidas alfonsinas establecían que se incautarían aquellos edificios donde se labrase moneda a espaldas de la corona, con lo cual quedaba claro que el rey era dueño y señor de personas y haciendas. 

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A continuación, gracias a la sesuda investigación de nuestro habitual y nunca suficientemente alabado equipo de archiveros, documentalistas y bibliotecarios, veremos cómo se las gastaba la justicia del rey en cuestiones como estas allá por el siglo XVII: 

Finalizaba en Sevilla el crudo invierno de 1681 (año del fallecimiento del dramaturgo Pedro Calderón de la Barca), era 15 de marzo. Zona de asueto y diversión, siempre llena de público, la Alameda de Hércules marcará el inicio de nuestra Historia. Por ella, acompañado de su cortejo de alguaciles, deambulaba el Alcalde de la Justicia don Cándido de Molina y Sotomayor, quien era tenido por persona de gran rectitud y siempre atenta a posibles delitos, de ahí que fuera de sobras más que conocido por el "gremio" de delincuentes y maleantes. 

 En la misma Alameda, un "chivatazo" le puso tras la pista de dos presuntas falsificadoras de monedas, por lo que, manos a la obra, seguido de dos alguaciles y de su escribano  Jerónimo de Parga, se encaminó a la casa dónde se decía vivían ambas mujeres, sorprendiéndolas "in fraganti" y prendiéndolas tras un registro domiciliario bastante fructífero con gran cantidad de monedas de plata de a ocho y de a cuatro reales, todas ellas falsificadas.  

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Engatusando a uno de sus captores, una de las mujeres, logró escapar huyendo hasta el cercano convento de San Francisco de Paula, sede actual, aunque por poco tiempo, de los jesuitas en la calle Trajano; la otra detenida, que respondía al nombre de Leonor de Silva, declaró haber contraido matrimonio con un sujeto llamado Juan Ruiz, pero que no sabía nada de él desde hacía tres meses, aunque dio su paradero en la calle Azafrán, pues vivía allí con unas hermanas. 

 El alcalde de la justicia no dudó en partir hacia la collación de Santa Catalina con la intención de prender al tal Juan Ruiz. Llamada así desde al menos el siglo XVI, la calle era bastante solitaria, con el añadido de los malos olores provocado por los desagües del Corral del Conde, cuyas espaldas daban a esta calle como en la actualidad. 


 Llegados a la vivienda donde se suponía estaría la "fábrica" o taller de moneda falsa y tras golpear repetidas veces la puerta una anciana, asomada a su ventanuco, indicó a los perseguidores que quien buscaban había salido  hacía algunas horas, desconociendo ni hacia dónde se había encaminado ni cuándo regresaría a su casa. Sin embargo, la paciencia de la justicia dio fruto, ya que en el interior de la casa permanecía oculto el compinche de Juan Ruiz, llamado Juan Troncoso. Atemorizado por la presencia de la autoridad, y tras ocultar apresuradamente un cargamento de monedas, "tomó capa y sombrero" para ponerse a salvo, pertrechado con una carabina, se lanzó desde el tejado de la casa hacia un solar contiguo, pero el ruido de la huida puso sobre aviso a los alguaciles, dándole el "alto" y entregándose arrepentido, arrojándose, lloroso, dicen las crónicas, a los pies del Alcalde de la Justicia; además fue capturada Ana de Córdoba, esposa de Troncoso y sospechosa de ser también cómplice de los falsificadores. 

 ¿Qué pasó con Juan Ruiz? Al parecer, tras varias jornadas de pesquisas y persecución, terminó cayendo en poder de la justicia en la plazuela del Horno (quizá en la zona de Santa María la Blanca, en la actual calle Verde).

Condenados con celeridad, el 16 de abril se les leyó la sentencia condenatoria a la máxima pena, con tan mala reacción por parte de los reos, que mientras uno protestó a grandes gritos y mayor alboroto, el otro, Troncoso, trató de estrellar una silla a la cabeza de uno de los escribanos y como anduvo escaso de puntería, trató de huir arrojándose desde un balcón, logrando sus propósitos de no haber sido sujetado fuertemente por el cura de San Vicente y dos franciscanos que había acudido a prestar auxilio espiritual a los condenados. 

Apaciguados los ánimos, conscientes de que cualquier intento de fuga sería inútil, los reos aceptaron sumisamente su destino, despidiéndose de sus familias para ser ejecutados finalmente al amanecer del 18 de abril en la misma cárcel. Como curiosidad, los cuerpos no fueron quemados sino que quedaron en poder de la Hermandad de la Santa Caridad, quien haciendo gala de una de sus funciones histórica les dio cristiana sepultura en una ceremonia de cierta importancia. 

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16 noviembre, 2020

Loco por incordiar.

No, no vamos a hablar hoy de Rosendo, autor rockero donde los haya, y de la canción que da título a este post; sin embargo, sí lo haremos sobre un personaje que alcanzó gran popularidad en la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII y que atendía al nombre de Amaro. Pero como siempre, vayamos por partes.

https://www.researchgate.net/profile/Antonio_Gamiz_Gordo/publication/332320316/figure/fig4/AS:746061194854403@1554886258400/Figura-5-Vista-de-Sevilla-Mathaeus-Merian-ed-y-grab-1638-Fuente-coleccion.ppm

Es la Sevilla, lo hemos mencionado en alguna ocasión, que todavía conserva el espíritu atlántico, la capacidad de sorprender a quien la visita, la que ofrece un auténtico puzzle de olores, sensaciones o inquietudes, la que llena las plazas para un auto de fe o para una procesión, la que abarrota mercados y se arremolina en torno al río a la arribada de las flotas de indias, la que sufre epidemias y carestías, la que se rebela sublevándose contra el orden establecido (algún día hablaremos del motín de la Feria), la que devotamente defiende dogmas de fe, la que trasiega con vinos y manjares o sufre hambre hasta morir, la que aloja a pícaros, maleantes, prostitutas junto a santos, beatas y almas caritativas, como ya hemos aludido no hace mucho con "Los Niños Perdidos".


Tampoco podían faltar en este elenco de personajes aquellos que, como se decía entonces, "habían perdido el Oremus", para ellos existía un establecimiento hospitalario, en la collación de San Marcos, no lejos de lo que luego sería el célebre noviciado jesuita de San Luis.

 

 Si le preguntásemos a cualquier sevillano de la época, lo habría llamado el Hospital de los Inocentes o la Casa de los Locos, aunque en realidad, siendo puristas, se denominó Hospital de San Cosme y San Damián, constituido en 1436 por Marcos Sánchez de Contreras en unión de su esposa con el objetivo claro de recoger de las calles a dementes, lográndose un privilegio por parte de Enrique IV en este sentido que además permitía a los administradores del Hospital recoger los bienes de los acogidos y usarlos para el sustento de la institución: “para provemiento y reparo de otras personas tocadas de dicho mal que están o estuviesen en dicho Hospital, e non tienen bienes algunos; y que si muriesen sin tener o dejar parientes propincuos a quien, según derecho, pertenecen tales bienes, que sean para la Casa”.


Siempre bajo la protección de la corona, el establecimiento acogió a enfermos mentales de muchos tipos, procedentes de la calle, de la Cárcel Real, del Santo Oficio, siendo tratados con la idea de su sanación. Como dato a tener en cuenta, la mayoría de los enfermos pagaban por su estancia (que podía durar hasta cinco años o prolongarse en mayor espacio de tiempo) y procedía de los más diversos estamentos sociales, desde esclavos o criados hasta clérigos o religiosos. El edificio como tal, experimentó diversas reformas, reedificaciones y ampliaciones a lo largo de los siglos, hasta que en 1840 todos los enfermos fueron trasladados al Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.


Un 29 de octubre de 1681 ingresó en esta institución un paciente que con el paso de los años se haría célebre por sus ocurrencias y que gozaría de gran popularidad en esa Sevilla bulliciosa y siempre atenta a novedades y sucesos que narrar. ¿Su nombre? Amaro Rodríguez, natural de Arcos de la Frontera o quizá de la provincia de Córdoba, sin que se conozcan muchos más datos biográficos, aunque hay quien habla de que poseía cierta cultura vinculada quizá al oficio de las leyes.


En lo que sí coinciden no pocos cronistas (especial recuerdo para el periodista y sacerdote Carlos Ros fallecido este año y que trató de la figura de quien hablamos) es que su demencia fue provocada por la experiencia de sorprender “in fraganti” a su esposa con un fraile en sus aposentos domésticos, y no precisamente rezando el rosario, de ahí que en su locura los monjes y frailes siempre fueran su obsesión. Con el paso de los años, acudió su mujer a visitarlo y tras inquirirle ella si la reconocía, Amaro respondió rápido y certero:


- ¿Cómo te iba a conocer si te dejé ciruela de fraile y te encuentro castaña pilonga?


Pero no todo quedó en eso. Amaro, dado su excelente uso de la palabra, raudo a la hora de usar latinajos indescifrables o chascarrillos irónicos, será elegido para pedir limosna por las calles de Sevilla y aprovechando esta circunstancia obsequiará a sus paisanos con encendidos sermones y pláticas en los que no dejará títere sin cabeza. Tocado con un bonete rojo y con una alcuza en la mano, ejecutará auténticas escabechinas retóricas de las que no se salvarán ni escribanos, ni pasteleros, ni militares ni monjas, ni siquiera los administradores de su “residencia”, por no hablar, evidentemente, de los frailes, a los que dedicará los mayores exabruptos, aunque todo ello con un discurso pretendidamente culto y lleno de citas bíblicas, muchas de ellas apócrifas. Allá donde se detenía, lograba siempre atraer la atención del público sevillano, ansioso de escucharle.


Muy conocida fue la anécdota acaecida en 1657, cuando solicitando limosna en el palacio arzobispal comprobó que todos los familiares del Arzobispo Tapias lloraban desconsolados ante su inevitable muerte. Una vez dentro de la cámara donde reposaba el enfermo, exclamó:


- Estas ya no son Tapias, sino ruinas.

 

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Como dicen que más vale caer en gracia que ser gracioso, el Loco Amaro obtuvo con posterioridad el favor del Cardenal Ambrosio Spínola, teniendo libre acceso a la mesa y aposentos del palacio arzobispal, aunque no por ello se libró Su Eminencia de críticas o comentarios por parte de su “protegido” como cuando en cierta ocasión, contemplando la obra de la monumental escalera de mármol del Palacio Arzobispal le espetó al prelado que “Su Ilustrísima es al revés que Jesucristo: Él convertía las piedras en pan para los pobre y Su Ilustrísima el pan en piedras”, y quedóse tan tranquilo.


El 23 de abril de 1685, Amaro Rodríguez, fallecía en el Hospital que lo había acogido durante varios años, siendo enterrado en la parroquial de San Marcos; sin embargo, sus famosos sermones le sobrevivieron, siendo publicados en varias ocasiones y manteníendose vivo su recuerdo durante mucho tiempo en Sevilla.


 

 

 

09 noviembre, 2020

El Coliseo en llamas.

 En nuestra anterior entrega, comentábamos detalles biográficos sobre la actriz metida a monja Rosa Pérez y de pasada, aludíamos la situación anómala que vivió el teatro en Sevilla durante los siglos XVII y XVIII; durante mucho tiempo, los sevillanos hicieron gala de una enorme afición a los escenarios, sobre todo a las comedias, destacando incluso la presencia de Lope de Vega durante un tiempo en nuestra ciudad o con anterioridad la muy estimada labor como comediante del hispalense Lope de Rueda, autor de infinidad de entremeses o farsas y considerado como el primer actor profesional español de todos los tiempos. 


 ¿A qué teatros se podía acudir a presenciar representaciones? Durante mucho tiempo, fue famoso el llamado Corral de la Montería (1626-1679), ubicado en los Reales Alcázares bajo los auspicios del Conde Duque de Olivares y que gozó de merecida fama por su planta elíptica y el amplio aforo y comodidades con que contó. Un desgraciado incendio lo destruyó en 1692 en plena etapa de prohibición de las representaciones teatrales, por lo que no hubo interés en reedificarlo. Otro corral destacable en grado sumo fue el llamado de Doña Elvira, construido en la antigua Judería en terrenos de los Condes de Gelves y que desapareció "engullido" por la construcción del Hospital de Venerables Sacerdotes en 1632.

Por último, y es el que en esta ocasión centrará nuestro interés, habrá uno situado en la actual calle Alcázares, ejemplo de cómo las autoridades utilizaron el teatro no sólo como entretenimiento para el pueblo, sino para obtener beneficios económicos como veremos a continuación. En 1608 el consistorio de la ciudad hallábase en dificultades económicas; para salir del atolladero, el cabildo sevillano, sabedor de la afición al arte drámatico de muchos, decidió y aprobó la construcción de sendos teatros, para con sus ingresos aumentar los ingresos y sanar las maltrechas arcas municipales. Uno de esos teatros será el de Doña Elvira ya comentado, y el otro en el llamado Corral de los Alcaldes en la collación de San Pedro, que con el tiempo será denominado Corral del Coliseo. 

 

El ayuntamiento buscó también dos modos de conseguir beneficios económicos en ambos teatros, por un lado, con el cobro de la cantidad de ocho maravedís en concepto de entrada para el público, por otro, arrendando la gestión del escenario a comediantes (en el mejor sentido de la palabra) como los conocidos entonces Diego Almonacid, padre e hijo. El corral del Coliseo será alquilado a éste por seis años previo pago de 3.250 ducados anuales, reservándose además el consistorio la gestión particular de catorce "aposentos" (palcos, para entendernos). 

 


 Será Juan de Oviedo el encargado de poner en marcha las obras del corral, con varios detalles, descubiertos por Sanchez- Arjona: a un tal Diego del Valle, maestro ensamblador, se le encargó la hechura de 250 sillas de respaldo y 50 taburetes con asientos y respaldos de cuero por importe de 5.450 reales, lo que da idea aproximada del aforo de público sentado, aunque no podemos olvidar que no eran pocos los que presenciaban las representaciones de pie. Además, como quiera que las obras de los vestuarios para los actores habían perjudicado un muro perteneciente a la casa palacio de los marqueses de Ayamonte, se acordó en compensación que éstos tuviran un palco con caracter permanente, contando incluso con su propio acceso desde su vivienda. 

 


 El ambiente en estos corrales no es difícil de imaginar: al igual que hombres y mujeres se hallaban separados, (aquellas en la denominada "cazuela" o palco reservado para ellas) también era posible que en cualquier momento surgiera una riña que terminase en duelo a espadas, que abundasen los aguadores y vendedores ambulantes de frutas secas, dulces, aloja o vino o que estudiantes y gentes de mal vivir intentasen "colarse" en el recinto sin abonar la entrada dando lugar a no pocas trifulcas. Si a ello unimos el olor de los candiles o de la cera de las velas (y el olor a "humanidad", no lo olvidemos), la música o el griterío, no es de extrañar que el parecido con una representación de nuestros días sea casi mera coincidencia. 

Durante años, el Corral del Coliseo se convirtió en la referencia para los aficionados a la farsa, a la comedia, a los entremeses; en él se pusieron en escena obras de los más afamados autores, cosechando triunfos y fracasos, logrando aplausos o abucheos.  

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 A lo largo de su existencia, el teatro que comentamos sufrió también diversas desgracias en forma de incendio, cosa habitual por otra parte dados los materiales inflamables (telas, maderas, papel...) que se utilizaban en el escenario y la iluminación a base de candilejas o bujías en el proscenio o entre bastidores.

Así, llegamos al meollo de la cuestión. El jueves 23 de julio de 1620, a las ocho de la tarde, finalizando el último acto de la obra "El Rey de los Desiertos" por la compañía de Ortiz y los Valencianos, una vela prendió fuego a unas ramas, pasando las llamas rápidamente al resto de los decorados y de ahí a la techumbre y viguería de maderas, prendiendo y cayendo sobre el aterrorizado público. Podemos imaginarnos el humo, la confusión y los gritos de terror, constatándose muchos más daños por la avalancha humana deseosa de abandonar el corral que por el efecto de las propias llamas. El cronista Joaquín Guichot, allá por el siglo XIX, relataba cómo incluso hubo "amigos de lo ajeno" que aprovechando el tumulto hicieron su agosto sustrayendo joyas y bolsas a no pocas víctimas y heridos en vez de socorrerlos. 

 

 El Asistente, conde de Peñaranda, acudió rápido con los socorros necesarios, derribándose dos casas fronteras al foco del incendio para prevenir que éste se extendiera por toda la manzana de casas. Poco quedó del teatro salvo sus cuatro paredes, el fuego permaneció activo hasta las tres de la mañana. Jesuitas de la cercana Casa Profesa y dominicos del convento de Regina dieron los últimos auxilios espirituales a las 16 víctimas mortales. Del cuadro de actores todos se salvaron, excepción hecha del que hacía de la figura del ángel, que se chamuscó todo y del actor que interpretaba a San Onofre quien vió como sus ropas ardían completamente hasta dejarlo casi desnudo, cubriéndose con una mata de yedra por paños menores, de esta guisa corrió hasta su casa, perseguido por un grupo de muchachos, regocijados por la desgracia ajena. Tres niños quedaron huérfanos, pregonándose sus circunstancias ya que eran tan pequeños que no daban razón de sus padres. 

Poco a poco, el Corral del Coliseo resurgió de sus cenizas, volviendo a abrir sus puertas, aunque en 1659 se volvió a repetir el suceso y las llamas dañaron seriamente el teatro. Finalmente, en 1679, la autoridad eclesiástica, el arzobispo Ambrosio Spínola, a instancias del predicador Tirso González (quien afirmaba que "no entraría la peste en Sevilla si se desterrasen las comedias") y de Miguel de Mañara, rogó al Cabildo de la Ciudad que prohibiera las representaciones teatrales, prohibición que se logró y se mantuvo por muchos años. 


 Del primitivo corral de comedias de la calle Alcázares subsiste en la actualidad el edificio, bastante reformado, y convertido en viviendas tras una profunda restauración, en su interior, si algún lector accede franqueando sus puertas, parecen aún flotar los ecos de las representaciones, el murmullo del público, los pregones de los vendedores, el ambiente, en una palabra, que rodea al mundo del teatro...

Obras de rehabilitación
 en el Corral del Coliseo. 1983.

Cartel publicitario anunciado una función teatral, Archivo Municipal de Sevilla. "Vallejo y Acasio representan sus famosas fiestas "Oi" miércoles en Doña Elvira a las dos. 1619.


 







01 noviembre, 2020

Entre bastidores


No hace mucho, nos llegó a través de nuestro numerosísimo equipo de bibliotecarios, archiveros y documentalistas, una historia que en principio no transcurría en Sevilla, sino en el dorado Hollywood de los años cincuenta, pero que luego nos hizo descubrir un relato casi gemelo, pero con acento hispalense.


Como se suele decir, principio quieren las cosas; en 1957, el rey del Rock Elvis Presley se estrenaba en una película titulada “Loving You”, en la que debutó en un papel secundario una joven actriz de apenas diecinueve años: Dolores Hart, aunque su apellido real fuera Hicks. Hija de actores y nieta incluso de un empleado de una sala proyección, no es de extrañar que pronto se decantase por la carrera cinematográfica, logrando diferentes papeles secundarios hasta su debut final como primera protagonista en 1960. De indudable belleza, a partir de ahí alcanzó importantes cotas en el teatro en Brodway (nominada a algún premio, incluso) y compartió reparto con actores tan importantes como Robert Wagner, Montgomery Clift o George Hamilton, por citar algunos aparte del propio Presley, con quien volvería a coincidir en otro film. Tenía una legión de admiradores, todo estaba a su favor...

Lo que son las cosas, algunos especialistas sostienen que si hubo un papel que marcó el destino de nuestra actriz fue el de Santa Clara en la película “San Francisco de Asís” (1961), dirigida por Michael Curtiz; al poco de estrenarse, y ante la sorpresa de muchos, Dolores Hart rompió su compromiso matrimonial y decidió ingresar en la rama femenina de la orden benedictina, profesando como novicia en el monasterio de Regina Laudis en Bethlem (Conneticut) y llegando a ser su abadesa entre 2001 y 2015. Todavía continúa allí su vida contemplativa y de oración, concediendo entrevistas y publicando su biografía. Como curiosidad, en la actualidad es la única monja con derecho a voto en la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas a la hora de conceder los premios “Oscar”. 

 

 


Cambiemos de escenario.


Estamos en la Sevilla del siglo XVIII, donde el teatro venía padeciendo innumerables tribulaciones, enmedio de agrias polémicas entre los Ilustrados, como Pablo de Olavide, que defendían a ultranza su utilidad pedagógica, y la Iglesia, que lo calificaba como algo casi corrupto por los abusos e incidentes indecorosos que ocurrían en las representaciones. De hecho, las representacions cómicas estuvieron ausentes de los teatros hispalenses durante muchísimos años, de manera que solo el “Bel Canto”, la ópera, pudo representarse en nuestra ciudad.

En el centro de aquella vorágine de pros y contras, surgió la figura de una actriz y cantante, Rosa Pérez, que logró sonados triunfos en los mejores teatros y que por su belleza y elegancia arrastraba tras de sí toda una legión de admiradores y pretendientes de la más variada condición, quien “bebía los vientos” por los favores de la artista y dió lugar, dicen, a no pocos episodios galantes y amorosos, dignos de novela de capa y espada. Dotada de una hermosa voz, su faceta dramática tampoco quedaba atrás, de manera que fue una destacada figura en el panorama escénico de finales del siglo.


En la cima de la fama, cuando todo el mundo se rendía a sus pies, Rosa Pérez, en un gesto que dejará pasmados a sus admiradores, decidirá ingresar como religiosa de clausura en el Convento de Santa María la Real, ubicado por aquel entonces en la calle San Vicente y ahora ocupado por los dominicos. La solemne ceremonia de profesión tuvo lugar el 2 de febrero de 1800 y a ella acudió lo más granado de la alta sociedad sevillana, en un acto religioso que reunió a no pocos “fans” (aunque la palabra no existiera entonces) de la intérprete, sin que a ciencia cierta trascendiera los motivos de tan súbita vocación religiosa y de tan ardientes deseor por retirarse de la vida de la farándula sustituyéndola por el claustro y el coro.


La nueva novicia, valga la redundancia, tomará el nombre de Sor Rosa de Jesús María si que se conozcan más detalles de su vida en el convento, aunque hay que resaltar que el día de su solemne toma de hábitos un anónimo admirador, que respondía a las iniciales “F. M. C.” publicó unas “aleluyas” o versos de alabanza en honor de la nueva religiosa y que fueron distribuidad entre quienes acudieron aquella mañana de febrero al convento dominico.


Rosa, sin duda que nacistes para aplausos:

los hombres admirastes:

al mundo con tu acento sorprendistes,

y elogios de las gentes escuchastes.

Desengañada, al claustro te vinistes

y aquí el reposo con placer hallastes;

hay siempre quien te aplauda con anhelo;

antes era la tierra, ahora es el cielo.

Canta Rosa, su voz tiene pendiente

un cúmulo de humanas atracciones

zozobrando en el rápido torrente

de aplauso general y aclamaciones.

Viénese al claustro, llora penitente

y al cielo le merece aceptaciones;

Rosa, tu suerte siempre la mejoras

feliz si cantas, más feliz si lloras.