27 febrero, 2023

En misa y repicando: muñidores.

Aprovechando que recorremos ahora fechas cuaresmales, con cultos, preparativos, ensayos y demás actos, no estaría de más dedicar algunos de estos pliegos a figuras o personajes peculiares de nuestra Semana Santa, y en esta ocasión, dada la posición que ocupa en nuestros cortejos procesionales, sólo podríamos comenzar por alguien que surgió hace siglos como, valga el expresión, "chico para todo", que tuvo mucha preponderancia, que Cervantes llegó a mencionar, que ahora multiplica su presencia en no pocas ciudades y localidades y que hasta hemos visto, qué cosas, en calcetines; pero como siempre, vayamos por partes.

Ocurre en el capítulo XXI de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605). Por fin, su protagonista, Alonso Quijano, tocayo por cierto de un viejo conocido de esta página, apellidado Escalona, consigue arrebatar a un barbero lo que él cree ser el valioso Yelmo de Mambrino (que no es otra cosa que una bacía de barbero) y a continuación, exultante, promete a su fiel escudero Sancho Panza que si lograse la gloria y el triunfo como buen caballero andante, él se beneficiará de ello con títulos nobiliarios y hasta el gobierno de la famosa Ínsula Barataria, lo que le permitirá abandonar su oficio de labriego. Sancho, siempre atento y lleno de sagacidad  responderá sin inmutarse: 

"Sea así, respondió Sancho Panza: digo que le sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. ¿Pues que será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde extranjero?".

Ya surgió la palabra. Habríamos querido ocultarla un par de párrafos más, esconderla tras un cortinaje de frases y palabras, pero es inevitable, estaba deseando salir, como esos monaguillos impacientes que derraman el canasto de caramelos antes de que se abran las puertas de la capilla. Sea, pues; si recurrimos al socorrido Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, comprobaremos que la palabra posee dos acepciones muy distintas, una con matiz claramente conspirador, en alusión a quien participa en intrigas o tratos, sobre todo políticos, y otra, la que nos interesa, que alude al criado de cofradía que sirve para avisar a los hermanos de las fiestas, entierros y otros ejercicios a los que deben concurrir. Ni que decir tiene que nos inclinaremos por esta segunda definición, que viene a enmarcar, de manera somera, la función de este personaje. Hay de indicar que el verbo, muñir, proviene del latín "monere", que significa avisar o amonestar, de modo que, como puede apreciarse, la definición le viene que ni pintada.


Poco se sabe del comienzo de su existencia y participación en las hermandades; quizá surgió como servidor a medida que las cofradías aumentaban de número, quizá siempre estuvo ahí, quizá un buen día alguien se ofreció a los mayordomos o priostes para hacer esa función a manera de los subalternos catedralicios o parroquiales, sin perder de vista que no era infrecuente su presencia en las organizaciones gremiales; lo cierto es que con el paso del tiempo fue dotándosele además de cierta importancia al ser beneficiario de un salario e incluso de vivienda, pero además, comenzó a exigírsele un curriculum acorde al puesto, como quedó recogido en la Reglas de las cofradías unidas del Santísimo Sacramento y María Santísima de las Nieves de la Parroquia de San Isidoro, fechables en 1788 y en cuyo décimo capítulo se desmenuzaban funciones y obligaciones del muñidor:
"Ordenamos que haya un Muñidor, el que ha de ser elegido en cabildo general, por el tiempo voluntad de la cofradía; se procurará sea hombre juicioso, vivo, celoso, legal y de confianza. Antes de entrar a ejercer su ministerio dará fianzas a satisfacción de las cofradías, en la cantidad que determinaren, otorgando escritura, y dando traslado de ella, para que se custodie en el Archivo. Luego que tome posesión de su empleo, se le dará para vivir la casa, que estas cofradías tienen junto a la iglesia, y el salario y emolumentos que parecieren justos."

No parecía, como vemos, trabajo duro, antes bien, poseía la ventaja de incluir la vivienda, pero, ¿Cuáles eran sus tareas? Leemos en esas mismas Reglas que:

"Tendrá obligación de asistir a todos los negocios y cosas que a nuestras cofradías se le ofrecieses y podrá por sí determinar cosa alguna sin, por lo menos, tener consentimiento o licencia de nuestro Hermano Celador. Pondrá y quitará la colgadura, y altar, para las fiestas de mes, cuidará del aseo de nuestra capilla y sala capitular. Repartirá todas las cédulas a los hermanos y dará los avisos verbales que se le ordenaren. Hará que se conduzca a las casas de los cofrades difuntos todo lo que hay para tales casos y en la iglesia cuidará de los cirios. Repartirá la demanda a los cofrades que el prioste le dijere, para que la pidan, y en los días que no los haya, la pedirá en la calle, iglesia y de noche acompañará a las diputaciones por si ocurriere algo. Cuidará de las lámparas de nuestra capilla y farol del respaldo de ella. Encenderá nuestros cirios al Ofertorio de la Misa Mayor, los domingos y días de fiestas. Estará en la puerta de la sala, con su ropa encarnada y escudo cuando hay cabildo, llevará todos los papeles que sean necesarios y hará todo lo demás que se ofrezca, y hasta aquí ha sido estilo". 

¡Vaya con el puesto de Muñidor! Casi estamos ante un puesto de trabajo muy exigente y absorbente, cercano al de mensajero, recadero, cobrador o conserje con cierta mezcla de capiller o sacristán,  aunque falta decir que, por supuesto, a él le tocaba encabezar las procesiones, penitenciales o eucarísticas, agitando rítmicamente sus campanillas, para así llamar la atención de los fieles, como las actuales bandas de cornetas y tambores que anteceden a las cruces de guía. Lo olvidamos, podía ser sancionado si no entregaba a tiempo las citaciones a cabildo (las "boletas" o "cédulas") e incluso llegar a ser despedido en caso de absentismo laboral, algo lógico por otras parte, como reflejaban las Reglas de la Hermandad de la Hiniesta de 1671. 

Por su parte, los Estatutos de la Hermandad del Gran Poder, de 1570 y analizados por Esteban Mira, añaden detalles muy curiosos, como que el muñidor debía conocerse los nombres de todos los hermanos, sus domicilios y que para ello pusiera incluso una señal en sus puertas, sin olvidar su papel como "seguridad" en la entrada de los cabildos impidiendo la presencia de curiosos no hermanos. Por cierto, debía descubrirse al hablarle a cualquier hermano como señal de respeto. Además, en las Reglas de la Hermandad del Santo Entierro de Dos Hermanas de 1724 se le pedía al posible candidato a muñidor una serie de condiciones, e incluso cierta capacidad administrativa:

"Un hombre cristiano viejo, que no sea morisco, mozo y diligente, y si fuera posible sepa escribir todas las calles de este lugar el cual sea para que haga oficio de muñidor dándole salario competente para que pueda pasar y dándole provechosamente las entradas de hermanos y hermanas".

Oficio por tanto más que habitual en casi todas las hermandades, el de muñidor fue siempre un puesto de servicio, a las órdenes de los oficiales de la junta de gobierno, e incluso se le ordenaba que, en el caso de las cofradías dedicadas a las Ánimas del Purgatorio, saliese a la calle en solitario agitando las campanillas a modo de oración por el alma de algún hermano a punto de fallecer, sin olvidar, en algunos casos el recabar limosnas para misas por el eterno descanso de su alma. ¿Y cuánto cobraba? En 1761, el muñidor de la gaditana cofradía de San José, establecida en el monasterio de Candelaria, tenía un salario diario de tres reales, cuatro cuando hubiera cabildos o entierros de hermanos y veinte en la festividad del Titular de la cofradía.

Sin embargo, la desaparición de los gremios, los cambios de costumbres y diferentes crisis históricas harán que poco a poco el oficio de muñidor desaparezca paulatinamente hasta quedar prácticamente en nada salvo casos muy concretos; en Sevilla, no será hasta 1946 cuando la Hermandad de la Sagrada Mortaja recupere dicho personaje, cuyo origen se remontaba a sus Reglas de 1703 o 1793. Vestido con su ropón negro, golilla al cuello y escudo plateado al pecho, el muñidor agita sus campanillas delante de la cruz de guía, y su reaparición formó parte de un meditado proyecto para dotar a la hermandad de mayor seriedad en la calle tras abandonar la populosa feligresía de Santa Marina. 

 
Además, y siguiendo su estela, no será el único, pues existen muñidores en ciudades como Huelva (donde es el encargado de pasar lista de la cofradía), Granada, Córdoba, Jaén, Carmona (encarnado por un niño paje), San Fernando, Ciudad Real, Jerez de la Frontera (donde salen dos), Écija, Algeciras, Almería (con ropajes diseñados por Vittorio y Luchino), Medina de Río Seco, y Dos Hermanas, en la Hermandad del Santo Entierro, de cuya existencia ya hemos hablado. En ocasiones, su ropas comparten espacio en los altares de insignias que disponen las hermandades con el ropón de otro "colega": el pertiguero, pero esa, esa ya es otra historia...

20 febrero, 2023

Colchones, tabaco y flagelantes.-

Releer viajas crónicas de la Sevilla del siglo XVII suele deparar, normalmente, toda una lista de efemérides como entradas reales, autos de fe, ejecuciones, arribadas de flotas, pero también alguna que otra reseña que pone de manifiesto que en aquella bulliciosa ciudad llena de contrastes entre ricos y pobres, entre lo hermoso y lo feo, ocurrían hechos, en este caso como los tres que vamos a detallar, que merecían la atención de sus cronistas; pero como siempre, vayamos por partes. 

En primer lugar, imaginemos por un momento que una mañana cualquiera, las fuerzas de seguridad del estado comienzan al transitar por las calles anunciando la obligatoriedad de entregar al gobierno elementos cotidianos y vitales con un fin, supuestamente, humanitario. Es evidente que tal petición dejaría anonadado a más de uno y que la población reaccionaría de modo diverso, pues bien, en el año 1641 la ciudad vivía pendiente de las medidas económicas del entonces Valido del rey Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, y no se hablaba de otra cosa que de la prohibición del uso de coches de caballos salvo para quienes poseyeran licencia para usarlos, pero lo que de verdad sorprendió a los sevillanos en el mes de mayo de aquel año fue la iniciativa llevada a cabo por tres individuos, dos de ellos oficiales de la justicia. Su actividad consistió en recorrer los barrios de San Julián, Santa Lucía o San Román pregonando una orden del Asistente para apropiarse de cuatro mil colchones de la ciudad y enviarlos a Badajoz. Hubo quien lo entregó de manera inocente, otros los donaron de mala gana y no faltó quien a cambio de unas monedas logró evitar la requisa. Como ocurre en estos casos, la noticia se difundió como la pólvora por Sevilla y fue digno de ver como muchos llevaban sus colchones a iglesias y conventos como si, acogiéndolos "a sagrado", fuera la solución para evitar la incautación. 

No tardaron en surgir voces de protesta por lo injusto de la medida y pronto el mismo Asistente, ignorante en principio de lo que se cocía, comenzó concienzuda investigación, comprobando que todo no era sino un timo de proporciones colosales. Detenidos los autores de la monumental estafa, fueron sentenciados a doscientos azotes a recibir en público para contento del pueblo y a practicar el sano deporte de remar en las galeras del rey por seis años, aunque el cabecilla no sobrevivió a los azotes y murió en la propia cárcel real. Los colchones, suponemos, fueron devueltos a sus legítimos propietarios, quienes los recibirían como agua de mayo, sobre todo, sus propias espaldas. 

Habituales consumidores de tabaco, los sevillanos presumían de fumar en todas partes, incluidos los templos, aunque no contaban, allá por 1641, con la actividad desplegada por un feroz opositor al tabaco, miembro, además, del Cabildo Catedralicio: el Arcediano de Écija Fernando de Quesada. Furibundo antitabaco, despedía a aquellos de sus criados que sorprendía fumando, hablaba desde lejos a los fumadores cercanos y evitaba el contacto en público con ellos. (Lo peor sería cuando fue elevado al obispado de Cádiz, un lugar en el que el tabaco formaba parte de las tropas, la gente de la mar y donde el olor y el humo eran omnipresentes). Textos de aquella época afirmaban que:

 "En Sevilla había aumentado tanto la mala costumbre de fumar, que hombres y mujeres, clérigo y laicos, ya sea mientras ejercían sus servicios en el coro o en el altar, o mientras escuchaban la Misa o los oficios divinos, solían al mismo tiempo, y con gran irreverencia, tomar tabaco; y con excrementos fétidos mancillando el altar, y lugares sagrados y pavimentos de las iglesias de esta diócesis. Algunos sacerdotes, al parecer, habían llegado hasta el punto de colocar sus cajas de rapé en el altar mientras celebraban la Eucaristía."

En cualquier caso, en mayo de aquel año el Papa Urbano VIII emitía una Bula Pontificia a instancias del Cabildo de la Catedral Hispalense (y, en especial, del propio Fernando de Quesada) en la que prohibía el consumo de tabaco en el interior de todas las iglesias de la diócesis bajo severa pena de excomunión. 


 Como curiosidad, al poco tiempo, ese mismo año, se editó una obrita titulada "Explicación a la bula en que Nuestro Santo Padre Urbano VIII prohíbe en Sevilla el abuso del tabaco en las iglesias, en sus patios y ámbito", obra del sacerdote jesuita Antonio de Quintanadueñas, quien había sido novicio en la Casa de Probación de San Luis de los Franceses. Lo interesante viene con la "letra menuda", cuando, por ejemplo se supone que sí se podía fumar en las viviendas de los sacristanes, la colecturías, salas de cabildos u oficinas, aunque merece la pena reseñarse que la prohibición afectaba a confesionarios, patios y atrios, con lo cual se pretendía que el humo del tabaco permaneciese lo más alejado posible del territorio sagrado. Eso sí, imaginamos que sacristanes, monaguillos o personal subalterno encontrarían lugar para fumar en el exterior o en las alturas ya que no se podría fumar en sitios como la zona del Patio de los Naranjos, capillas anejas o sus patios o pasillos: 

"Pero sí en los demás, que corre de Gradas, y sentados en ellas mismas, atendiendo siempre que no haya escándalo, que por este será ilícito. En la Torre, esto es, dentro de ella, se puede tomar, como también se ha dicho en el apartado nueve, como también en todas las bóvedas, azoteas, cornisas y demás sitios que se andan por encima de la Iglesia, y son su techo, pues ya caen fuera de ella, y no son destinados para orar y celebrar, y lo mismo se dirá de las bóvedas, sótanos y cualesquieras otras piezas, que estén debajo de la Iglesia, como en ellas no se celebre."


Nuestro jesuita Quintanadueñas cita a su vez al doctor Francisco de Leiva, quien en 1635 había publicado un libro contra el mal uso del tabaco, que contiene textos como éste que transcribimos por su prosa sin tapujos: 

"Repárese en los que toman el tabaco y se verá cuán enfadadosos andan, cuan molestos y descompuestos, con tantos estornudos, imposibles de darles fin descompostura y sin ruido tal, que la cortesía obliga a dejar la presencia del señor que respeta, cuando son porfiados, si no se pueden reprimir y evitar. El escupir, pues, y purgar por las narices, ¿es aseo o limpieza del que lo hace, es lisonja o alabanza del que lo mira? y ¿qué ornato es traer en ellas asido el polvo del tabaco, que parecen tomadas de orín? ¿Todo esto no es asco, no es enfado, no es molestia para los compañeros? Si esto es tan indecente en cualquier lugar, ¿cuanto más lo será en el sagrado, consagrado a Dios, a la oración y sacrificios, donde tal quietud, limpieza y modestia pide Su Majestad; y más o celebrando divinos oficios, y asistiendo a ellos, o donde se celebran?"

No queremos, por último, dejar de mencionar el curioso suceso acaecido en el año 1621, año de malas cosechas, de sequía, de protestas populares y de crisis de subistencias; apenas sofocado un intento de motín popular por la carestía del pan, lo contaba Joaquín Guichot, y dispersados los revoltosos, aquella misma noche franqueaban las puertas de la ciudad, procedentes de Carmona, más de mil quinientos hombres en estado de gran excitación. En esta ocasión no gritaban aquello de "Viva el Rey y muera el mal gobierno", sino "¡Misericordia!, ¡Piedad!", pues se trataba de un numeroso grupo de penitentes, desnudos de cintura para arriba y con sogas al cuello. 

Sucios tras un largo y penoso camino, hambrientos y demacrados, aquellos flagelantes o disciplinantes que caminaban con lentitud lanzando jaculatorias se hacían acompañar del clero y cruces parroquiales de aquella población y de manera ordenada portaban once crucifijos, como si fuera una austera procesión fuera de fechas semanasanteras. ¿Qué motivaba esta gran peregrinación hasta Sevilla? La respuesta la tendríamos en las grandes muestras de dolor y gritos de misericordia con los que aquel grupo desesperado imploraba la piedad divina: imploraban a Dios que enviase la ansiada lluvia a las antes fértiles tierras de la Vega carmonense, ahora resecas por una grave sequía; al llegar a las inmediaciones de la catedral, en medio de la curiosidad general, fueron recibidos por su Cabildo de manera solemne, ya que acudían al primer templo hispalense en rogativas a la venerada imagen de la Virgen de la Antigua.

Tras pasar toda una noche en vigilia de oración en el interior de la catedral, a la mañana siguiente escucharon sermón y misa ante la Virgen de la Antigua, una de las grandes devociones de la época y el propio Cabildo organizó la manera de ofrecerles suculento desayuno con el que reponer fuerzas, acompañándoles procesionalmente hasta el sitio del humilladero de la Cruz del Campo, donde se produjo la despedida de aquella impresionante muestra de piedad popular. Gran cantidad de público salió a presenciar aquel insólito cortejo, observando como aquellos penitentes regresaban a Carmona con los ánimos (y los estómagos) saciados, pero esa, esa ya es otra historia...




13 febrero, 2023

Flechazos.

Ahora que tenemos tan próxima la celebración romántica por excelencia, ahora que el nombre de San Valentín está en boca de no pocos, vamos a realizar un viaje en el tiempo, al Siglo de Oro, para saber cómo eran los usos amatorios en la Sevilla de aquellos años, cuando no existían las redes sociales ni las aplicaciones para encontrar pareja. Pero como siempre, vayamos por partes.

La atracción amorosa, el galanteo o el cortejo, han sido temas muy principales a lo largo de la historia de la literatura, dando lugar incluso a subgéneros como la novela romántica o la comedia amorosa, de las que tenemos sobrados ejemplos y que incluso en nuestros días se han mantenido en el cine ( ya se sabe, aquello de “chico encuentra chica”) o en la televisión, con los denominados “culebrones”, llenos de romances, traiciones, celos y todo tipo de situaciones dignas del mejor folletín, por no hablar de las letras de la copla o en las sevillanas que se cantan y bailan en ferias o romerías. 

En los siglos XVI y XVII si algún galán deseaba cortejar a una damisela, eran otros tiempos, tenía que sortear un sinfín de obstáculos hasta conseguir la meta anhelada, desde evitar a las damas de compañía que no la abandonaban ni a sol ni a sombra (las temidas “Ayas”), hasta eludir a padres o hermanos (o maridos), poco proclives a que la honra femenina quedase en entredicho por la mínima sospecha, pasando por todo un repertorio de situaciones en las que el pretendiente buscaba el contacto, al menos visual, con su amada. Por supuesto, siempre quedaba la posibilidad de recurrir a los servicios de una celestina o alcahuete, quienes, por un precio ajustado, hacían de correveidile entre los enamorados con una labor reflejada en la literatura de aquellos siglos; hay que decir que no eran bien vistos, y fueron denostados muy mucho por escritores de entonces como Quevedo; sin embargo, Cervantes en su Quijote los calificaba:

“De discretos y necesarísimos en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay en los demás oficios”.

Existían otras opciones: envío de cartas, poemas, regalos o música, como las serenatas nocturnas bajo el balcón de la residencia de la mujer pretendida, otro de los recursos habituales por los enamorados, aunque muchas veces el resultado no fuese el esperado y el miedo al tan temido desdén estuviera siempre presente para el galán. Ya lo escribió Lope de Vega, experto en artes amatorias como hemos comentando en otra ocasión:

Por fin, señora, me veo,

sin mí, sin vos y sin Dios;

sin mí, porque estoy sin vos;

sin vos, porque no os poseo;

sin Dios, por lo que os deseo.

Aunque resulte paradójico, era en las iglesias donde se podían producir este tipo de encuentros, carentes, en principio, de todo matiz lujurioso, pues lo sagrado del lugar y la férrea vigilancia de sacerdotes y sacristanes hacía inviable más contacto que el visual, aunque, como veremos, había sitio para el coqueteo galante en medio de la ceremonias y los rezos:

Una de las partes de la Eucaristía que uno podría pensar sería idónea para este tipo de "roces" sería el de “darse la Paz”, antes del rezo del "Agnus Dei", pero nada más lejos de la realidad ya que, aparte del hecho de la obligada separación hombres-mujeres en los templos, la liturgia había sabido crear un elemento de orfebrería llamado “Portapaz” que no era otra cosa que una especie de placa repujada con representación figurada realizada en orfebrería con profusa ornamentación y con temas diversos, como la Trinidad, la Crucifixión o santos o patronos. 


 En desuso en nuestros días, los tesoros de muchas iglesias y catedral conservan portapaces de gran belleza, como el conservado en la Catedral de Sevilla, una hermosa pieza cincelada en el mejor estilo gótico, gemelo del llamado “Portapaz de las Mujeres”, conservado en la Real Parroquia de Santa Ana. ¿Por qué decimos gemelo? Porque según la tradición en la parroquia se utilizaba un único portapaz durante la celebración de la misa, y se daba la curiosa circunstancia de que llegado el momento de besarlo, si una dama lo hacía, por poner un ejemplo, en el ángulo inferior derecho, su pretendiente o galán hacía todo lo posible por besarlo exacta y certeramente en la misma zona, con lo cual la señal de deseo era más que evidente a los ojos de la dama, pendiente del gesto de modo disimulado. El clero, siempre ojo avizor, no tardó en percatarse del detalle y para evitar tan pecaminosos gestos decidió encargar un segundo portapaz, de manera que el primero, ahora depositado y exhibido en la catedral hispalense, fuera usado por los hombres, y el segundo, por las mujeres.

Otro momento muy proclive al escarceo amoroso era el de tomar el agua bendita al entrar en el templo, donde era costumbre que el caballero mojase su mano en la pila y ofreciese el agua a la dama, con lo cual, gracias a un gesto de cortesía, se lograba el codiciado contacto físico sin menoscabar norma alguna, aunque en la poesía española de la época hayan quedado versos (recogidos por Fernando Díaz Plaja) en los que la situación, lejos de ser romántica, pasase a ser de otro modo:

Llegó a la pila, y yo, triste

por mojar en ella un dedo,

metiendo toda la mano,

fui cortesano y grosero.

No podía faltar aquí un prototipo de seductor: el que acudía a los conventos de clausura con intenciones presuntamente platónicas para lisonjear a inocentes novicias tras las rejas del locutorio; eran las llamadas "devociones de monjas", basadas en pláticas, cartas e inocentes regalos, algo que estaba permitido por la autoridad eclesiástica siempre que la cosa no pasara a mayores (aunque hubo galán atrevido que se atrevió a rondar a novicia con serenata al pie de su celda). En este punto,  seguro que el lector u oyente estará recordando a Don Juan y Doña Inés, ejemplo de este tipo de amores prohibidos que buscan pasar a mayores. Francisco de Quevedo, siempre al quite en estos temas, llegó a elaborar un jocoso Memorial para estos galanes, en el que declaraba: 

"Todos aquellos que, descuidados de sí mismos, pusiesen sus sentidos en la monja que aman y, trayendo consigo medalla o insignia, hicieran exclamaciones solitarias, coplas o sonetos en su alabanza, y les escribiesen cartas contemplativas, se les conceden quince años de boberías y otras tantas cuarentenas del tiempo perdido". 

Ya que seguimos con cuestiones religiosas ligadas al galanteo, no hace mucho comentamos cómo las propias procesiones de Semana Santa eran también escenario más que propicio para llamar la atención de la mujer deseada, con calles repletas de público y sobre todo, lo contaban crónicas de la época, con el papel de los denominados "disciplinantes". Cofrades que para hacer pública penitencia se azotaban por las calles, en un espectáculo ciertamente difícil de entender en nuestros días, algunos flagelantes, expertos, buscaban salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. 

En ocasiones era la propia familia de la joven quien prohibía de manera tajante la relación y, por supuesto, el matrimonio; uno de los casos más sonados y conocidos de aquella época gracias al investigador Santiago Montoto fue el de Luisa Roldán, hija del gran escultor y tallista Pedro Roldán, a quien le fue vedado contraer nupcias con su pretendiente, un oficial del taller de su padre llamado Luis Antonio de los Arcos. Empeñado en la boda, el novio acudió a la justicia eclesiástica alegando existir un compromiso previo ya que ambos "habían tratado de requiebros de dos años a esta parte, dándose palabra de casamiento el uno al otro". El juez tomó declaración a ambos y a otros testigos cercanos y ordenó que Luisa fuera sacada del domicilio paterno mediante un mandamiento judicial y establecida en el domicilio del dorador Lorenzo de Ávila, tras testificar ésta que era moza y doncella, que no tenía formulado voto de castidad, que no era pariente de Luis Antonio de los Arcos y que, en definitiva, no existía impedimento alguno en la celebración del matrimonio, cosa que finalmente ocurrió en la parroquial de San Marcos el 13 de diciembre de 1671. Luisa contaba con apenas 19 años de edad pero sabía lo que quería, aunque rompiera relaciones con su afamado padre, y le aguardaba una vida de encargos artísticos y dificultades, pero esa, esa ya es otra historia... 

 

06 febrero, 2023

La calle del General.

En esta ocasión, y a petición de un leal seguidor de esta humilde página, encaminaremos nuestros pasos hacia una calle que albergó panaderías, restos arqueológicos, la vivienda de un gobernador de Cuba, los primeros escarceos amorosos de un poeta y hasta la casa natal de un personaje muy vinculado a las cofradías; pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde principios del siglo XV esta calle ya era conocida por su nombre actual, debido a la existencia en ella de algunas piedras de regular tamaño en su confluencia con la actual Bustos Tavera, de ahí que desde entonces se halla denominado "Peñuelas", en alusión a una peñas pequeñas, valga la expresión. Precisamente en este extremo se llegó a formar una pequeña plaza, recibiendo el nombre de Barón o Varón en alusión  un caballero con título nobiliario que en 1748 tenía por esa zona su residencia. No deja de ser curioso que en esa esquina, a comienzos de los años cuarenta del siglo XX aún perdurase una antigua taberna con ese nombre, "El Barón", de la que únicamente pervive como nostálgico recuerdo un antiguo reloj que quedó finalmente depositado, lo contaban hermanos veteranos, con toda ceremonia en el antiguo convento de la Paz, sede de la Hermandad de la Sagrada Mortaja, donde sigue prestando servicio siempre que se le de cuerda puntualmente. 

 Se sabe que la calle estuvo enladrillada en el siglo XVI (justo cuando por allí tuvo vivienda el poco conocido pintor Juan Fernández, dato éste entresacado por José Gestoso) y empedrada en el XVII, sucumbiendo en el siglo XX a la "marea negra" del asfalto sin que haya podido recuperar, por desgracia, su característico adoquinado. Pese a todo, conserva ciertas viviendas de interés por tratarse de edificios de los siglos XVIII y XIX, aunque también existen edificios de corte moderno y alguno que otro en actual estado de abandono. En el número 25, en una casa de aspecto modesto, junto a la parroquia de San Román, figuran dos azulejos: uno aparece dedicado a José Santizo Roldán (1878-1950), iniciador de toda una saga de encendedores, pertigueros, sacristanes o monaguillos al servicio de las hermandades de Sevilla; su figura característica quedó reflejada en el cartel de las Fiestas de Primavera pintado por Rico Cejudo en 1901. El otro azulejo, más antiguo, indica con su heráldica que el edificio formó parte de las propiedades inmobiliarias de la Hermandad de la Santa Caridad. 

En una de estas casas habitó, durante el siglo XVIII el escultor Agustín Hita del Castillo, cuyo hermano, Benito, es considerado autor de la imagen de San Juan Evangelista de la Hermandad de la Amargura; del mismo modo, a finales del XIX, fue vecino de la calle el Teniente General José Chinchilla y Díez de Oñate, marbellí de nacimiento y que ostentó diversos puestos de elevada responsabilidad a lo largo de su dilatada carrera militar: fue gobernador en Cuba y Andalucía, Senador vitalicio en Madrid, Ministro de la Guerra bajo la presidencia de Sagasta y Director General de la Guardia Civil, amén de una extensa y meritoria hoja de servicios que incluye numerosas condecoraciones militares obtenidas en diversas campañas como ayudante del general Serrano, como la Tercera Guerra Carlista. Poseyó también casa palacio en Carmona, conservada en este caso como actual convento de las Hermanas de la Cruz, y a su muerte, en 1899, el compositor valenciano Francisco Soler Ridaura compuso en su honor la marcha fúnebre "A la memoria del General Chinchilla", que todavía en nuestros días puede escucharse en procesiones de Semana Santa. Ya que aludimos cuestiones cofradieras, el Jueves Santo de 1898 el general Chinchilla presidió el Paso de la Virgen de la Victoria de la Hermandad de las Cigarreras por delegación de la Corona Española, algo que no debió suponerle mucho desplazamiento a la hora de participar en la cofradía, pues entonces la Hermandad radicaba a dos pasos de su casa, en la Iglesia de los Terceros.

 Curiosamente, nuestro general fue también amante del coleccionismo arqueológico e incluso, casualidad o no, en la prensa local se hacía mención a un suceso vinculado a su domicilio de Peñuelas, ya que en el periódico La Andalucía del 19 de febrero de 1897 puede leerse: 

 "Descubrimientos arqueológicos en la canalización de las zanjas.- En la calle Peñuelas, frente a la casa del general Chinchilla se ha descubierto una cisterna romana revocada de cemento, y más abajo un pozo anoriado, éste último es también de origen romano a juzgar por los materiales encontrados en su primer término, que eran sillares almohadillados"

Desconocemos el paradero de dichos restos, habitualmente hallados cuando se realizaban calicatas o zanjas y en la mayoría de los casos, si no intervenía algún docto erudito que pasara por allí, ignorados, o, peor, destruidos.  

En cuanto a actividad comercial o industrial, se sabe que en el siglo XIX la calle fue sede de una importante industria relacionada con la manipulación del corcho; además, en octubre de 1916, en plena Primera Guerra Mundial,  radicaba en esta calle el obrador de la "Panadería Universal", quien se publicitaba en el diario El Liberal de este modo: 

"Aviso Importante

Ponemos en conocimiento de nuestros consumidores que después de muchos sacrificios y de vencer grandes dificultades a causa de la guerra, para poder traer de Suiza las maquinarias y hornos especiales, estamos fabricando ya el legítimo Pan de Viena y Pan Suizo, tal como se elabora en Madrid y San Sebastián, por inteligentes operarios, traídos de dichas capitales. 

Podrán adquirirlo en nuestra fábrica, calle Peñuelas, y Sucursales, plaza de Villasís, calle Feria, calle Arfe y calle San Jorge (Triana). Este pan lo elaboramos diariamente y lo vendemos envuelto en papel de seda, con el membrete de nuestra casa, a 5 y 10 céntimos pieza."

Merece la pena reseñarse que en el número 21 de la calle, falleció en 1917 el escritor y filósofo Cayetano Garcés y Losada; nacido en 1830, dedicó su vida al estudio de Kant y predicar el pacifismo desde una óptica cercana al socialismo de Marx, con diatribas contra los prejuicios educativos. Publicó en español, inglés y francés, lo que da idea de su alto nivel intelectual, sobre todo porque estuvo escribiendo hasta el último de sus días, a la avanzada edad de ochenta años. 

Ya que estamos con efemérides y vecinos literarios, en esta calle Peñuelas tuvo su domicilio la familia del poeta Rafael Montesinos, quien, de niño, estudiará en las Carmelitas de la calle Bustos Tavera y en los jesuitas de Villasís. En su casa, patio y azotea, conocerá el amor, el desamor... y la guerra. En el transcurso de una entrevista realizada en 2002, tres años antes de fallecer en Madrid, declaraba: "Una guerra no se comprende, te toca vivirla o no; a mí me tocó vivirla y también me tocó ver la quema de San Román desde mi casa de Peñuelas". En la Nochevieja de 1940, Montesinos y su familia abandonarán Sevilla con destino a Madrid para no regresar, y  el poeta nunca cerrará la herida de la nostalgia por su ciudad amada. Su epitafio, redactado por él mismo, será toda una declaración de intenciones: "He vivido cuatro días; tres no fueron sevillanos. Llevadme a la tierra mía". Rafael Montesinos es autor de varias obras poéticas, entre la que destaca "Los años irreparables", llena de ausencias y presencias, pero esa, esa ya es otra historia...