27 noviembre, 2023

1626 o el "Año del Diluvio".

No para de llover torrencialmente desde el martes. Refugiada la población en sus casas, casi toda actividad ha cesado. Las calles aparecen solitarias y silenciosas, de no ser por sonido del agua repiqueteando en aleros y charcos. El cabildo de la ciudad, por vía de urgencia, ha decidido sellar los husillos como medida precautoria así como calafatear las puertas que dan al Arenal, o sea, al Río, a fin de que, junto con las murallas, sirvan una vez más como eficaz muro de contención ante la inevitable riada que se avecina. Sin embargo el sábado 23 de enero, a eso de la medianoche, el Guadalquivir, alimentado por las aguas caídas en la sierra y las nieves derretidas por el temporal, embiste literal y ferozmente contra la ciudad con gran violencia, logra reventar la Puerta del Arenal, con débiles defensas. Tras vencer este exiguo obstáculo se extiende desde ahí por la antigua calle de la Mar y a la de Harinas, en cuyas posadas dicen que la gente sale flotando en sus camas,  a la zona de la Punta del Diamante, y de ahí a la Catedral, anegando todo los que encuentra a su paso, desde la Puerta de Jerez hasta la Macarena. Ni siquiera la Plaza de San Francisco se libra. Es una catástrofe de proporciones bíblica, un desastre sin parangón que afectará a dos terceras partes de la ciudad. Es 1626. El Año del Diluvio.

Estando en tiempos de sequía, no vendría mal, para conjurar la llegada de nubes y chubascos, recordar cierta ocasión en que Sevilla soportó tal cantidad de aguas torrenciales que cronistas y relatores dejaron constancia de ello en unas fechas en las que la población temió, literalmente, que el mundo tocaba a su fin; pero como siempre, vayamos por partes. 

En aquel año ostentaba el trono de las Españas y las Indias su Católica Majestad el rey Felipe IV, contando con el Conde Duque de Olivares como Valido, quien intentará, al menos, reformar cuestiones como la moral pública, la hacienda o las siempre complicadas relaciones internacionales con otras potencias europeas, como Francia o Inglaterra. El oro y la plata americanos seguían fluyendo hacia Sevilla pero, todo hay que decirlo, marchaba casi inmediatamente para ser destinado al pago de inmensas deudas estatales por guerras y conflictos armados, sin olvidar que las flotas de Indias eran constantemente hostigadas por corsarios y piratas holandeses o británicos. Son tiempos complicados, llenos de incertidumbre. 

Un anónimo cronista de aquellos días aciagos de enero de 1626, en un documento descubierto por el profesor Francisco Zamora Rodríguez, afirma: "Dios ha días que está resuelto en castigarnos". Las consecuencias de la inundación son inabarcables; iglesias y conventos tocan sus campanas pidiendo auxilio como si llegara el juicio final,  quedan abandonadas más de ocho mil casas que han de ser desalojadas desde las ventanas superiores y sus moradores rescatados en barcos. Otras puertas del perímetro amurallado hispalense corrieron mejor suerte, como las de la Macarena, la de la Carne o la del Sol, pero el agua, cercando por completo la ciudad inexorablemente, alcanzó el Prado de Santa Justa y se unió al arroyo Tagarete, sufriendo las consecuencias la feligresías de San Roque y San Bernardo y el convento de San Agustín. En Triana, el nivel del agua se elevó hasta alcanzar el altar mayor de la parroquia de Santa Ana (en cuya torre algunos encontraron refugio) y el Castillo de San Jorge quedó anegado, teniendo en cuenta que su zonas más bajas quedaban por debajo del nivel del propio río. 

Mención aparte merece el caso de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, donde ante las tremendas inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el Prior Diego de Güelvar ordenó de manera imperiosa el traslado de una parte de la comunidad monacal a tierras más altas, a una finca de propiedad cartujana situada en Tomares, mientras que otra parte se distribuiría por otras cartujas andaluzas a la espera de que bajase el nivel de las aguas.  

Hubo sucesos y sucedidos de lo más insólito, así lo contaba el escritor Rodrigo Caro por carta a su buen amigo Francisco de Quevedo:

"Viéronse casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos mujeres o malparieron en la iglesia mayor, y otras dos en el colegio de frailes victorios, que allí se habían recogido. Pescáronse anguilas y albures en algunas calles, viéronse gatos y ratones juntos en los tejados y azoteas sin ofenderse, arrojábanse las señoras y doncellas a los barcos desde las ventanas sin cuidarse de su honestidad y otras daban voces pidiendo de comer y llamando a los barcos que las socorriesen. Era cosa lastimosa mirar la ciudad inundada, viendo las casas solas y abiertas, aullando los perros tristemente, otras caídas encima de sus habitadores".

Los daños fueron enormes, se perdieron cargamentos enteros que iban o venían de las Indias, podían verse flotar en el río bultos, mercancías y pertrechos:

"Nunca el Arenal de Sevilla con la venida reciente de la flota se vio tan rico como en aquesta ocasión. Desde la Torre del Oro hasta la puente, que es un grandísimo trecho, no había sino montes de palo de Brasil, de cajas de azúcar, de infinidad de corambre y de otras mil cosas de valor."

La falta de materias primas trajo consigo una inevitable y preocupante carestía en los productos de primera necesidad por, por ejemplo, el hecho de que los hornos de pan no funcionasen por estar inundados, a lo que había que sumar la codicia de algunos, algo que incluso provocó hasta un conato de revuelta popular que no llegó a definirse contra el entonces Asistente de la ciudad, Fernando Ramírez Fariñas, a quien muchos señalaron como culpable por su falta de previsión a la hora de evitar los daños de una inundación, nunca mejor dicho, que se veía venir a leguas. 

Poco a poco, con lentitud, la ciudad intentó rehacerse del desastre. Los canónigos de la catedral se pusieron manos a la obra, como reflejó el cronista anónimo antes citado:

"De las comunidades el Cabildo de esta Santa Iglesia ha hecho lo que siempre en estos casos semejantes. El mismo Deán y Chantre en un gran barco y en otros diversos prebendados han ido y van repartiendo por todo la Ciudad y por Triana infinidad de limosnas. La Religión de la Compañía de Jesús no es creíble la manera que se ha esmerado y esmera en acudir a esta desgracia, tres barcos trae desde el primer día socorriendo y proveyendo de comida de un barrio a otro a todos lo que han podido, gastando en esto toda la provisión que tenían recogida para el sustento de sus casas". 

Como curiosidad, en el noviciado Jesuita de San Luis de los Franceses quedó acogida la comunidad de padres dominicos, anegada su casa. Imitando estos ejemplos, parte de la nobleza sevillana colaboró igualmente en la labor de atender a los afectados por la riada; destacaron personajes como  Bernardo Saavedra Rojas y Sandoval, Tomás de Mañara (padre de Miguel) y Fernando Melgarejo, caballero veinticuatro, que no era otro que el famoso "Barrabás" de quien hablamos en otra ocasión, quizá para congraciarse con los propios sevillanos. Además, se pregonó bando municipal en el que se prohibía el uso de coches y carruajes.

Todas las miradas estaban puestas en el cielo. Con la intención de aplacar la ira divina y rogar por el cese de las lluvias e inundación, en muchas parroquias los predicadores convocaron a los fieles a orar, ayunar y hacer penitencia y se acordó que saliesen en procesión de rogativas imágenes de gran devoción para el pueblo, como Santa Ana en Triana, la Virgen de las Aguas de la Colegial Salvador y la de los Reyes de la Santa Iglesia Catedral; incluso se acordó subir a la giralda el valioso Lignum Crucis catedralicio y realizar la solemne ostensión del mismo en las cuatro caras de la torre mayor de la ciudad, dándose el caso de que en ese momento apareció el arco iris en el cielo, algo que maravilló a muchos como signo de esperanza. 

¿A cuánto ascendieron las pérdidas? El importe sería incalculable, pero aún así nuestro anónimo cronista lo intentó:

"Muchos tasan en más de ocho millones el daño de esta avenida en sola esta ciudad sin la pérdida inestimable de ganados que fuera se va descubriendo cada día por toda esta comarca no han quedado en pie millares de molinos con que el costal de trigo que se molía por seis reales cuesta treinta."

Durante meses, hubo que reparar parte del caserío, demoler viviendas en mal estado, retirar animales muertos y aguardar a que muchos pudieran volver a sus hogares, sin olvidar que las aguas tardaron en abandonar la ciudad, formando lagunas putrefactas e insalubres y que la actividad cotidiana tuvo que abrirse paso con lentitud hasta recobrar la normalidad. Quedaba mucho por hacer y, lo que es peor, quedaban aún muchas riadas por sufrir en Sevilla a lo largo de los siglos, pero esa, esa ya es otra historia. 

20 noviembre, 2023

Un azulejo en Santa Paula

En esta ocasión nos vamos a centrar en un azulejo tristemente desaparecido en un conocido monasterio sevillano, pintado por un ceramista italiano y del que se ha tenido noticia gracias a un fotógrafo francés del siglo XIX; pero como siempre, vayamos por partes. 

Fundado en 1473 por Ana de Santillán, y bendecida su primera iglesia en 1475, el Monasterio de Santa Paula, de la orden jerónima femenina, no tardó en convertirse en uno de los más importantes conventos de Sevilla, en unas fechas en las que poco a poco todo el plano de la ciudad comenzó a verse sembrado de este tipo de comunidades religiosas de clausura, destacando San Clemente, Santa Isabel, Madre de Dios o Santa Clara, por citar algunas. Muchos han sufrido los embates de epidemias, guerras o revoluciones y otros desaparecieron con las desamortizaciones del siglo XIX, dispersándose su importante patrimonio en otros conventos o incluso en colecciones privadas. 

En el caso de Santa Paula, por fortuna, prosigue funcionando como comunidad religiosa, sobreviviendo con la venta de los productos realizados por las religiosas (espectaculares las famosas mermeladas, sobre todo la de naranja amarga) y contando con un interesante museo visitable, donde Sor Bernarda, medio granadina, medio sevillana, con un gracejo fuera de toda duda, atiende a los visitantes siempre con una sonrisa. Del mismo modo, es ineludible destacar su magnífica portada de acceso a la iglesia, a la que se llega tras atravesar un compás o jardín que sirve de zona de acogida o silencio previo a la entrada al templo. La portada, de estilo gótico-mudéjar terminada en 1504 por Pedro Millán, constituye un muy buen ejemplo de la labor también de un ceramista de origen italiano que llegó a Sevilla a finales del siglo XV y que por aquellas fechas vivía en Triana, cuna de no pocos ceramistas: Francisco Niculoso Pisano. 

Santa Paula, por Richard Ford. 1831.

Por datos documentales que se conservan, se sabe que vivió y trabajó en la actual calle Pureza; casado y con varios hijos y con contactos con la alta sociedad sevillana, Pisano traerá consigo la técnica consistente en pintar los azulejos esmaltados con color blanco y decorarlos con motivos polícromos, algo muy distinto al tradicional azulejo de cuerda seca, tan usado en decoración todavía en nuestros días. 

En su taller se realizarán, por poner algunos ejemplo más, el retablo de azulejos de la Visitación de la Virgen que se conserva en los sevillanos Reales Alcázares y también la conocida lauda sepulcral de Íñigo López (1503) que puede encontrarse en el lateral de una de las naves de la Real Parroquia de Santa Ana, sin olvidar el retablo que realiza para el monasterio de Santa María de Tentudía en Calera de León.

La Revolución de 1868, denominada "La Gloriosa", de marcados tintes laicistas y antimonárquicos en una etapa de profunda depresión económica, supuso para Sevilla la expulsión de los filipenses y jesuitas, el derribo de casi todas las puertas de la ciudad y la incautación de numerosos templos, como la desaparecida parroquia de San Miguel o el convento de las Dueñas, al igual que el cercano cenobio de San Felipe, del que hablamos en otra ocasión o la parroquia de Santa Lucía, también exclaustrada. Fueron meses de algaradas y revueltas, al grito de "Viva España con honra" en un momento histórico en el que la propia reina Isabel II marcha al exilio.


Las violentas manifestaciones antirreligiosas provocaron numerosos incidentes, como el relatado por José Gestoso,  que afectó significativamente al monasterio de Santa Paula y que supuso el destrozo, ¡A balazos!, del valioso azulejo de Santa Paula que presidía el acceso al compás del monasterio, realizado por Francisco Niculoso Pisano, sustituido en 1888 por otro realizado en tierras valencias y que puede hoy día observarse en el mismo lugar.

Gestoso cita al Barón Davillier, el cual en 1865 (tres años antes de los sucesos revolucionarios) publica una guía de viajes que en el apartado de Sevilla alude al convento de Santa Paula, destacando en la puerta de entrada: 

"En el convento de Santa Paula, en la puerta de entrada, vemos a esta santa que figura estar en una especie de patio, solado de azulejos violetas y blancos; los muros están guarnecidos con de azulejos blancos con trazos azules. Vénse allí representados cuatro árboles verdes puntiagudos y a la santa Paula encuadrada por dos columnas verdes que sostienen un arco de medio punto".

Por fortuna, en 2017 el Centro Andaluz de la Fotografía publicó un interesante volumen dedicado a la labor como fotógrafo del francés Luis León Masson, nacido en 1825, quien ejerció como tal en la Sevilla unos años antes de la mencionada Revolución de 1868, viviendo primeramente en la calle Escobas (actual Álvarez Quintero) y posteriormente en Sierpes, donde tuvo su estudio como retratista. Además, estableció una fluida relación con los Duques de Montpensier, entonces residentes en el Palacio de San Telmo y realizó reproducciones de diversas pinturas de Murillo. Igualmente, como han documentado María Teresa García Ballesteros y Juan Antonio Fernández Rivero, autores de dicha publicación, se dedicó a realizar instantáneas de los diferentes monumentos de su ciudad de acogida, por lo que se conserva una fotografía, quizás la única, que refleja la puerta de Santa Paula en 1865, antes de la destrucción del azulejo de Pisano que venimos comentando.


La imagen concuerda con el análisis del Barón Davillier, mostrando el ladrillo labrado de la fachada, la puerta con su arco conopial entre baquetones y el referido azulejo, ignorante del destino que desgraciadamente le aguardaba. Por cierto, sobre otra de las puertas de entrada al Monasterio se encuentra otro azulejo con el escudo heráldico del mismo, con el correspondiente capelo cardenalicio y el característico león de San Jerónimo; ni que decir tiene que recomendamos la visita a Santa Paula, un que merece la pena conocer, ahora que incluso se ha editado una cuidada publicación sobre su pasado y el patrimonio que atesora, pero esa, esa ya es otra historia.

13 noviembre, 2023

Tintes.

En esta ocasión, nos vamos a trasladar a la antigua Judería de Sevilla, en concreto, a una calle que albergó un arquillo en su mitad, en la que tuvo casa un comerciante que da nombre a una conocida urbanización del Aljarafe y que incluso en el siglo XVIII acogió una fábrica de cerveza; pero como siempre, vayamos por partes. 

La calle Tintes, que transcurre desde la de San Esteban hasta la plaza de los Zurradores, ya era conocida con ese nombre allá por 1613, debido a la presencia en sus edificios de artesanos dedicados a la elaboración de este tipo de producto, incluso aún en 1864  González de León afirmaba existir allí uno de estos negocios. En la Sevilla del XVI se introdujo el cultivo de una serie de plantas cuya maceración en agua, en depósitos llamados tinacos, generaba el añil, colorante natural de color azul que se usaba como pigmento para telas, tintas o pinturas; además, se conocía ya entonces el uso de la cochinilla y el palo campeche, procedentes ambos de América, el primero procedente de un insecto que crece en los cactus y el segundo de un árbol de la familia de las leguminosas, de uno se extraía el pigmento rojo y de otro, el negro, respectivamente, de ahí la importancia de estos tintes, sobre todo para el sevillano gremio del Arte de la Seda, que los usaba para colorear sus valiosas telas y gozó de gran predicamento durante varios siglos por la calidad de sus paños.

Foto Reyes de Escalona
 
Se trata de una vía estrecha y sinuosa que transcurre paralela al trazado de la muralla, algo que puede observarse sin ningún problema en el extremo que da a San Esteban, pues allí subsiste un trozo de este perímetro defensivo, visible en un pequeño solar y formando parte del muro medianero de un establecimiento de hostelería, una pizzería en concreto. Curiosamente, algunos autores sostienen que en mitad de la calle, dentro de ese trazado amurallado, estaría el denominado Postigo del Jabón, o lo que es lo mismo, una puerta menor de entrada y salida de la ciudad entre las cercanas Puertas de Carmona y de la Carne, similar al célebre Postigo del Aceite tan mencionado en días de Semana Santa, aunque de dicho Postigo del Jabón sólo se conserva su nombre, sin que se conozca su exacta ubicación. 
 
Una excavación arqueológica realizada en enero de 1987 en los números 5 y 7 de la calle antes de construirse un nuevo bloque de viviendas puso de manifiesto, efectivamente, la presencia de un fragmento de muralla almohade bastante bien conservado y realizado con los materiales habituales, cal, arena y guijarros que se colocaban en moldes para conformar el llamado tapial, muy presente en este tipo de construcciones. En concreto este lienzo de muralla se conservaba con 15 metros de longitud y 4 de alto, más 3 de profundidad, habiendo estado durante siglos enmascarado por azulejos, tabiques, pinturas y demás elementos. Los arqueólogos María Teresa Moreno, José Escudero y José Lorenzo, constataron en esta zona, además, que el solar no habría estado ocupado hasta el siglo XV o comienzos del XVI, lo que elimina la posibilidad de que allí hubiera población perteneciente a la antigua aljama judía de Sevilla. Por desgracia, no se hallaron referencias constructivas del mencionado Postigo del Jabón, también llamado de Clarebout en honor a una familia que vivió en sus inmediaciones en el siglo XVI y que puede que se hallase en otra zona de la calle o simplemente, haya desaparecido sin dejar rastro.
 
Un acuerdo del Consistorio en 1613 decide empedrar esta calle, siendo necesarias y frecuentes las reparaciones de su pavimentación debido al gran tránsito de personas y carruajes que registraba; como anécdota, en marzo de 1934 el diario El Liberal recogía esta noticia:
 
"La atropella una cabalgadura y le parte una pierna.
 
En la calle Tintes fue atropellada por una caballería Emilia Vázquez Capitán, de cincuenta y cuatro años, que vive en la plaza de Zurradores número 10. Trasladada a la casa de socorro del Prado de San Sebastián, el médico de guardia señor Díaz Tenorio, auxiliado por el practicante señor Moya, le apreció la fractura del fémur izquierdo, calificada de pronóstico reservado. Después de curada fue trasladada al Hospital y encamada en la sala del Carmen."
En 1943 recibió por primera vez el alumbrado público eléctrico, mientras que en la calle conviven edificios de corte moderno con otros antiguos restaurados, datados entre 1869 y 1941. No faltó la actividad industrial en esta calle, pues aparte de los mencionados tintes, se sabe de la existencia de una fábrica de cerveza en 1733 y de una de loza en 1839, sin olvidar una fábrica de curtidos para guantes de cabritilla que ocasionaba las lógicas protestas de los vecinos por los malos olores que emanaban de tal negocio. 

En el número 17 hubo casa con patio, o corral, ya que en 1925 era célebre la Cruz de Mayo instalada, incluso reflejada fotográficamente en la prensa local:


Por cierto, gran consternación generó en Sevilla el atentado con bomba registrado en el número 12 de esta calle allá por 1906, al parecer dirigido contra José Huesca y Rubio, entonces  Vicepresidente de la Cámara Agrícola. El suceso tuvo lugar a las nueve de la noche del 5 de diciembre, y aunque no hubo que lamentar víctimas sí provocó bastantes daños materiales, destacando la prensa de entonces que tras este acto podría haber motivos políticos, habida cuenta la afiliación maurista de este señor, que ostentó la presidencia de la Cámara Agrícola de Sevilla. 


Ya que hablamos de vecinos de esta calle Tintes, no podemos dejarnos en el tintero que en ella tuvo sus "casas principales" el comerciante de origen italiano Juan Bautista Cavaleri (1652-1732), oriundo de Génova, quien tras un periplo por Madrid y las Indias recalará finalmente en Sevilla en 1684 y creará todo un pequeño emporio comercial que le hará ostentar cargos de gran importancia, como los de Cosechero del Consulado de Indias, Escribano Mayor, Caballero Veinticuatro en el Cabildo de la ciudad e incluso Hermano Mayor de la Hermandad de la Santa Caridad. En 1687 contraerá matrimonio con Cristina Funes Renier, con quien tuvo cinco hijos varones, uno de los cuales construirá un palacio en la Plaza del Duque, del cual, con permiso de unos grandes almacenes, se conserva únicamente su portada.  
 
Como han estudiado los profesores Francisco J. Gutiérrez y Salvador Hernández, fruto del poder económico de Cavaleri y de su intento por ser aceptado en los estamentos más altos de la sociedad hispalese, será adquirir una capilla propia en el cercano convento de San Agustín para ser sepultado en ella, la de la Virgen de Guadalupe en concreto, y la adquisición de tierras de labor en la zona de San Juan de Aznalfarache, ahora término municipal de Mairena del Aljarafe, lo que se llamó la Hacienda Cavaleri, en el camino de Mairena a Sevilla; cuarenta hectáreas de olivar que con el paso de los años se han convertido en parques, urbanizaciones (como Ciudad Expo) y hasta una estación de Metro y un Instituto de Enseñanza Secundaria que llevan el apellido de este activo comerciante de la calle Tintes, pero esa, esa ya es otra historia.

06 noviembre, 2023

A la moda.

En esta ocasión, en Hispalensia nos ponemos nuestras mejores galas y, debidamente acicalados, ataviados y perfumados para la ocasión, nos dispondremos a relatar, al menos en parte, cómo afectó una decisión del rey Felipe V a la vestimenta de los sevillanos del siglo XVIII; pero como siempre, vayamos por partes.

No hace mucho, ya narramos algunos detalles sobre la moda sevillana, sobre todo en lo relacionado con las llamadas "Tapadas" y al uso del manto femenino que, cubría prácticamente todo el cuerpo, dando lugar a frecuentes abusos e incidentes que, al menos, se pretendieron subsanar con diversas Pragmáticas en tiempos de los reyes Felipe II y III, respectivamente. Estos reglamentos tuvieron escaso, por no decir nulo, eco, y el uso del manto prosiguió, incluso con una nueva Pragmática dictada por Felipe IV en 1639, que indicaba:

“Mandamos que en estos reinos y señoríos todas la mujeres, de cualquier estado y calidad que sean, anden descubiertos los rostros, de manera que puedan ser vistas y conocidas, sin que en ninguna manera puedan tapar el rostro en todo ni en parte con mantos, ni otra cosa, y acerca de lo susodicho, se guarden, cumplan y ejecuten las dichas pragmáticas y leyes con las penas en ellas contenidas y demás de los tres mil maravedís que por ellas se imponen en la primera vez que caigan e incurran en perdimiento del manto, y de diez mil maravedís aplicados por tercias partes, y por la segunda los dichos diez mil maravedís sean veinte y se pueda poner pena de destierro, según la calidad y estado de la mujer”.

Del mismo modo, comentamos que pese a la amenaza de multas y castigos, las mujeres sevillanas no cejaron en el empeño del uso del manto, con lo cual todo quedó, al parecer, en agua de borrajas, tras incluso algún intento de "huelga" a la hora de salir de sus domicilios si no era portando dicha prenda, tradicional para muchas. 

Pasaron los años. En pleno siglo XVIII, dentro de cierta apertura y reformas políticas,  tuvo lugar un nuevo intento por parte de la corona española de regular la forma de vestir de sus súbditos, y para ello, en noviembre de 1723 se promulgó la "Pragmática sanción que su majestad manda observar sobre trajes y otras cosas", firmada por el rey Felipe V en San Ildefonso el día 15 de aquel mes.

Como narra con maestría Chaves Rey, era Asistente de Sevilla el marqués de la Jarosa, don Alonso Pérez de Saavedra, y el 27 de noviembre de aquel año, nada más tener conocimiento de la llegada del cartapacio que contenía el real documento a Sevilla y reunirse con el cabildo de la ciudad, delegó en el marqués de Gandul para que, aunque ya fuera noche cerrada, se publicara y pregonara la Pragmática siguiendo el solemne ritual habitual; así, se organizó y puso en marcha una comitiva encabezada a caballo por el entonces el teniente de Asistente don Isidoro Palomino, el pregonero Sebastián Francisco, un puñado de alguaciles, el grupo de trompetas y tambores que anunciaba musicalmente la llegada de aquella especie de procesión civil y varios mozos con antorchas encendidas para iluminar las calles, a oscuras a esas horas. Por cierto, al hilo de esto, vale la pena recordar que el pregonero era figura cotidiana en la Sevilla de aquel tiempo y que poco, muy poco, tenía que ver con los actuales pregoneros cuaresmales, como destacamos en su momento.

Siguiendo la costumbre, el primer pregón para leer los veintinueve artículos de la Pragmática fue pronunciado a las puertas de las casas consistoriales, siguiendo a continuación a otras zonas como la Audiencia, el Alcázar, la Alfalfa, Santa Catalina, el barrio de la Feria y otros lugares clave de la ciudad, siempre con la intención de que se proclamase la palabra del rey y que todos pudieran escuchar el contenido de aquella Pragmática que tanto revuelo levantó.

¿Qué se ordenaba en ella? o mejor, ¿Qué se prohibía en relación a trajes y vestidos? el rey ordenaba limitar en el atuendo elementos superfluos, como encajes finos, cintas de plata y oro o terciopelos, sobre todo si no eran fabricados en España; además, mandaba que artesanos, labradores o barberos no usasen seda para sus vestidos y vistieran trajes de paño, bayeta u otro tipo de lana tejida, y que nadie usase aderezos o adornos de piedras falsas (bisutería, para entendernos) para complementar los trajes. Se buscaba con ello frenar el intento de las clases bajas por parecerse en el vestir a las clases privilegiadas, algo que llamaba a confusión y podía eliminar la tradicional diferenciación social.

Tampoco se libraba de las reformas la uniformidad de la servidumbre, ya que se exigía que lacayos y criados vistieran con el menor lujo posible, y también se hacía especial hincapié en la moda femenina, buscando aumentar la decencia y el decoro en los vestidos, ya que Felipe V indicaba que:

"Por cuanto son muy de mi real desagrado las  modas escandalosas en trajes de mujeres y contra la modestia y decencia que en ellos se debe observar, ruego y encargo a todos los obispos y prelados de España que, con celo y discreción,  procuren corregir estos excesos y recurran en caso necesario a mi Consejo, donde mando se les de todo el auxilio conveniente".

En este mismo sentido, conviene recordar que ya en 1722 toda una autoridad como el cardenal Luis Antonio de Belluga y Moncada había publicado en Murcia un sesudo volumen titulado "Contra los trajes y adornos profanos" en el que se manifestaba radicalmente contrario a las modas de aquel momento y alertaba de los "peligros" de las misma; baste este texto para comprobar qué opinaba este buen cardenal sobre vestimentas femeninas:

 "El que una mujer se presente en el templo a los ojos de tan gran concurso de gente vestida y adornada que en presencia de Cristo Sacramentado y de los espíritus del cielo que le asisten vaya despidiendo incentivos de concupiscencia, excitando cuanto menos a pensamientos torpes no ya solo en los jóvenes, en los ancianos, en los casados, en los mancebos en todas las edades sino también en los ministros de Dios, porque de pies a cabeza suelen algunas ir de tal forma que en quanto llevan sobre sí van respirando luxuria".

Una de las estipulaciones más llamativas era aquella dirigida a controlar uno de los objetos más simbólicos de aquellas calendas, y que marcaba notable diferencia entre quien podía disfrutarlo y quien no: el carruaje. La Pragmática borbónica, por un lado, decretaba reducir el exceso de adornos, escudos heráldicos y pinturas en calesas, carrozas o carretelas, y por otro, prohibía que poseyeran coche ni alguaciles, escribanos, notarios, procuradores, agentes de pleitos, recaudadores, ni tampoco mercaderes, plateros o maestros de obras, con lo cual era más que evidente que la corona pretendía con esto reducir el exceso de carruajes en las ciudades, pues en algunas de ellas, como en el caso de Sevilla, comenzaban a ser frecuentes los atascos en calles atestadas de gente cuando llegaban fechas señaladas del calendario, (nada nuevo, ¿Verdad?). 

Como curiosidad, y ya que andamos con cuestiones ecuestres, del enganche de un tiro de caballos o mulas suplementario en la parte delantera del carruaje y del privilegio que de ello tenían el rey y los nobles proviene la expresión "ir de tiros largos", en alusión a acudir a algún acto o cita vestido de modo muy elegante. 

 

Por controlar, el rey hasta pretendía regalar los regalos que cualquier novio quisiera entregar a su prometida con motivo de su matrimonio, poniendo límites a este tenor:

"Por cuanto exceso de joyas y vestidos, y otras cosas que se daban y hacen al tiempo del desposorio... ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición que fuere, pueda dar o diere a su esposa y mujer en joyas y vestidos en causa alguna más que lo que montase la octava parte de la dote que de ella recibiera".

Las penas por desobedecer estos decretos eran bastante rigurosas, puede que hasta desproporcionadas, y abarcaban desde cuatro años de presidio en África hasta ochos años de condena en galeras; y para comprobar el cumplimiento de estos dictados de la corona, el mismo Asistente mandó a sus subordinados a que durante meses realizasen rigurosos registros en tiendas de ropa, sastrerías y cocheras, ganándose, como podemos imaginar, la animadversión de la mayoría de los sevillanos, aunque él mismo personificó el ejemplo de lo ordenado desde Madrid al comenzar a vestir ropajes negros tal como ordenaba la Pragmática a autoridades y justicias. 

François Boucher (1703-1770): La Modista. 1746.
 

Por cierto, todavía estaba por llegar la prohibición de Carlos III, allá por enero de 1766, del uso de la capa larga y los sombreros de ala ancha (o chambergos) para los  hombres, detonante del Motín de Esquilache llamado así por el apellido del ministro que alentó tal reforma, pero esa, esa ya es otra historia.