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05 febrero, 2024

Al abordaje.

Aunque suene extraño, en esta ocasión nos vamos al acecho de piratas, pero no, no será necesario poner proa a los Sietes Mares o poner rumbo a alguna isla perdida en medio del Caribe para dar con ellos, sino que los hallaremos mucho más cerca de lo que pensamos: surcando las aguas del Guadalquivir. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La condición navegable de nuestro río, con sus propios horarios de mareas, hizo que durante siglos fuese una de las vías de comunicación más importantes en Andalucía, sobre todo con el Mediterráneo y, más adelante, con el Atlántico, siendo el puerto hispalense punto de partida de un sinfín de navíos que portaban en sus bodegas mercancías de de lo más variopinto, sobre todo aceite, vino, jabón, cereales, lana cordobesa o extremeña, mercurio de las minas de Almadén, conectando también con otras zonas próximas como la desembocadura del Guadalquivir o, río arriba, hasta la propia zona de Córdoba, donde el rey Fernando III el Santo allá por el siglo XIII llegó a crear un cuerpo de Barqueros con sede en Sevilla, quien utilizaba botes de remos de hasta 10 metros de largo y poco calado. Mención especial merece el transporte de maderas procedentes de zonas como la Sierra de Segura, usadas para muchas funciones o el de piedras de la gaditana sierra de San Cristóbal, empleadas para la construcción de la catedral. 

Ni que decir tiene, existían también lanchas y barcazas dedicadas al oficio pesquero, sobre todo para la captura de sollos, albures, lampreas o sábalos, especies muy apreciadas en los fogones sevillanos, quedando como recuerdo de esas labores la mención a la campana llamada "Espanta Albures" que con sus toques nocturnos desde el Monasterio de la Cartuja Santa María de las Cuevas, ahuyentaba la pesca tal como narró Lope de Vega, buen conocedor de la vida nocturna sevillana gracias a su estancia en nuestra ciudad en el siglo XVII como reflejó en la "Comedia Famosa del amigo hasta la muerte", allá por 1618:

- Cené y brindé por tu salud, contento,
incitado de almejas temerarias,
pero apenas sonaba espanta albures
–ya sabes que es campana de las Cuevas–
cuando llamando un envarado destos
con seis esbirros, nos metió en la cárcel.

Quedan aún en las calles sevillanas nombres muy relacionados con la pesca, como Redes, Barca o Bajeles, en la zona del barrio de los Humeros, sede de quienes faenaban en el río o la propia calle Pescadores, ésta última entre la calle Jesús del Gran Poder y Hernán Cortés, no lejos de un establecimiento famoso por sus croquetas. Miembros del gremio de pescadores, como curiosidad, habrían fundado una Hermandad en honor a San Juan Evangelista que en 1542 se fusionó con la cofradía de la Esperanza de Triana. 

En épocas veraniegas, abundaban también las pequeñas embarcaciones entoldadas que podían alquilarse con el fin de realizar una travesía para surcar el río por mero placer, aprovechando las horas de menos calor para merendar o cenar a bordo, siendo una actividad muy valorada por los sevillanos. Además, aunque existía el Puente de Barcas para hacer de nexo de unión entre ambas orillas, era también muy frecuente que se pasase de una ribera a otra en bote, e incluso esto dará nombre a una zona concreta, la Barqueta, donde existiría una especie de servicio para atravesar el río en dirección a Santiponce bordeando la zona de huertas del Monasterio de la Cartuja

Además, el río podía ser también territorio no sólo para actividades legales o de ocio, sino también lugar para el comercio ilícito de mercancías al margen del control de las autoridades y sus tasas e impuestos,  sobre todo con embarcaciones de menor tamaño como almadías, lanchones o gabarras. El contrabando, incluso de moneda, auspiciado por la creciente corrupción del sistema, estuvo a la orden del día, raras veces erradicado y siempre en manos de individuos que veían en él una forma rápida de enriquecimiento pese al inevitable riesgo que suponía el verse descubierto, capturado, juzgado y sentenciado.

Sin embargo, en 1635, como estudiaron Joaquín Guichot y Manuel Chaves, en las aguas del Guadalquivir, entre Sevilla y La Algaba, pudo detectarse la presencia de otro tipo de delincuentes, mucho más peligrosos que los simples contrabandistas: piratas. En efecto, durante el verano de aquel año se detectó la presencia de un lanchón a remos con una tripulación que no llegaba a la veintena de hombre, todos ellos "de rudo aspecto y fiera catadura", armados hasta los dientes, quizá con alabardas, hachas o pistolones y trabucos, lo que unido a sus muy violentos modos habría hecho que lograsen su propósito de conseguir cuantioso botín y daño tras el realizar desembarcos selectivos y por sorpresa en zonas habitadas y ribereñas, saqueando caseríos, desvalijando molinos y asaltando haciendas con gran crueldad, violando a jóvenes doncellas y dejando un desolador panorama de muerte y destrucción. 

Ante la alarma creada entre la asustada población de aquellos lares, las fuerzas de orden público del momento, embarcadas también para la ocasión, tuvieron en su punto de mira hasta en dos ocasiones la susodicha jábega, pero los piratas de agua dulce eran buenos conocedores de los vericuetos, meandros y ensenadas del río y supieron bogar a zonas recónditas, hasta que finalmente pusieron proa en dirección a Sanlúcar de Barrameda, quedando con un palmo de narices los alguaciles que les perseguían.

Una vez en tierras sanluqueñas, la banda de saqueadores decidió separarse y aguardar a que todo se calmase para retomar sus fechorías, lo que sirvió para que el Asistente de Sevilla, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierrra, descubriera que dos de sus miembros no sólo habían retornado a nuestra ciudad, sino que se hallaban escondidos clandestinamente en la Huerta del Rey, actual zona de la Buhaira, entonces refugio para delincuentes y encuentros furtivos. En una rápida operación, ambos malhechores fueron capturados y encadenados, siendo llevados a la Cárcel Real donde no tardaron en ser juzgados y condenados a la pena capital de muerte en la horca.

Cuando todo estaba previsto para la ejecución de la sentencia, el Tribunal de la Inquisición requirió a los dos reos para interrogarlos porque habían de "declarar cosas de fe", lo que exasperó al Asistente que veía cómo podía irse al traste su planeada pena de muerte si entregaba a los convictos al Santo Oficio. Hombre de recursos y nada asustadizo ante la posible reacción de la autoridad inquisitorial, ordenó proseguir con lo previsto como si nada, con el visto bueno de la Real Audiencia, colocando guardia armada en la cárcel y apropiándose de sus llaves para impedir la salida de los dos presos; la respuesta desde el Castillo de San Jorge no se hizo esperar: el verdugo encargado de la ejecución de la sentencia quedó arrestado y el Asistente y su Teniente Mayor, excomulgados, lo cual, en aquellos tiempos, no era moco de pavo.

Pero no quedó el suceso ahí, ya que el marqués de Salvatierra, obcecado en su idea, ajeno a la excomunión y haciendo caso omiso lo que ocurría, ofreció la libertad a un mulato que estaba sentenciado a galeras a cambio de ejercer como verdugo, y el 19 de noviembre fueron colgados los dos piratas de una de las rejas altas de la cárcel, quedando posteriormente izados en la horca instalada en la plaza de San Francisco, sus cuerpos expuestos como escarmiento y descuartizados al día siguiente para ser expuestos en la zona de San Telmo como, nunca mejor dicho, "aviso a los navegantes". Poco después fue capturado en Antequera otro de los tripulantes de la embarcación pirata, y en esta ocasión Salvatierra se apresuró a ordenar que, apenas arribado a Sevilla, se le ahorcase sin más dilación,  no fuera a ser que de nuevo la Inquisición quisiera husmear en el asunto. Ni que decir tiene que tras todo aquel embrollo de jurisdicciones y muertes, la actividad pirata en el Guadalquivir cesó como por ensalmo, pues ya no vuelve a tenerse noticia de ella en lo sucesivo.

Como muestra o pincelada del carácter indómito del Asistente, Joaquín Guichot contaba que un año antes un grupo de frailes había intentado infructuosamente descolgar por dos veces a un ahorcado para darle cristiana sepultura, pero se les ordenó que por dos veces volvieran a colocarlo en la horca y  permaneciera en su sitio, incluso añadiéndosele cadenas y un candado para evitar que fuese de nuevo retirado sin permiso. Este tipo de comportamientos tan expeditivos, enérgicos y puede que hasta excesivamente autoritarios, debieron agradar muy mucho a la Corona, ya que a la postre nuestro Asistente abandonó Sevilla rumbo a Indias, donde ostentaría los  nada despreciables puestos de Virrey de Nueva España y, posteriormente, del Perú.

 

Por cierto, ya que hablábamos de barcas y barqueros en el Guadalquivir, se nos quedaba en el tintero el famoso Barquero de Cantillana, quien allá por el siglo XIX decidió echarse al monte tras dar muerte a un hombre en su pueblo y convertirse en bandolero, dando lugar a la legendaria figura de Curro Jiménez, pero esa, con permiso de "El Algarrobo", "El Estudiante" o "El Gitano", esa ya es otra historia.

27 noviembre, 2023

1626 o el "Año del Diluvio".

No para de llover torrencialmente desde el martes. Refugiada la población en sus casas, casi toda actividad ha cesado. Las calles aparecen solitarias y silenciosas, de no ser por sonido del agua repiqueteando en aleros y charcos. El cabildo de la ciudad, por vía de urgencia, ha decidido sellar los husillos como medida precautoria así como calafatear las puertas que dan al Arenal, o sea, al Río, a fin de que, junto con las murallas, sirvan una vez más como eficaz muro de contención ante la inevitable riada que se avecina. Sin embargo el sábado 23 de enero, a eso de la medianoche, el Guadalquivir, alimentado por las aguas caídas en la sierra y las nieves derretidas por el temporal, embiste literal y ferozmente contra la ciudad con gran violencia, logra reventar la Puerta del Arenal, con débiles defensas. Tras vencer este exiguo obstáculo se extiende desde ahí por la antigua calle de la Mar y a la de Harinas, en cuyas posadas dicen que la gente sale flotando en sus camas,  a la zona de la Punta del Diamante, y de ahí a la Catedral, anegando todo los que encuentra a su paso, desde la Puerta de Jerez hasta la Macarena. Ni siquiera la Plaza de San Francisco se libra. Es una catástrofe de proporciones bíblica, un desastre sin parangón que afectará a dos terceras partes de la ciudad. Es 1626. El Año del Diluvio.

Estando en tiempos de sequía, no vendría mal, para conjurar la llegada de nubes y chubascos, recordar cierta ocasión en que Sevilla soportó tal cantidad de aguas torrenciales que cronistas y relatores dejaron constancia de ello en unas fechas en las que la población temió, literalmente, que el mundo tocaba a su fin; pero como siempre, vayamos por partes. 

En aquel año ostentaba el trono de las Españas y las Indias su Católica Majestad el rey Felipe IV, contando con el Conde Duque de Olivares como Valido, quien intentará, al menos, reformar cuestiones como la moral pública, la hacienda o las siempre complicadas relaciones internacionales con otras potencias europeas, como Francia o Inglaterra. El oro y la plata americanos seguían fluyendo hacia Sevilla pero, todo hay que decirlo, marchaba casi inmediatamente para ser destinado al pago de inmensas deudas estatales por guerras y conflictos armados, sin olvidar que las flotas de Indias eran constantemente hostigadas por corsarios y piratas holandeses o británicos. Son tiempos complicados, llenos de incertidumbre. 

Un anónimo cronista de aquellos días aciagos de enero de 1626, en un documento descubierto por el profesor Francisco Zamora Rodríguez, afirma: "Dios ha días que está resuelto en castigarnos". Las consecuencias de la inundación son inabarcables; iglesias y conventos tocan sus campanas pidiendo auxilio como si llegara el juicio final,  quedan abandonadas más de ocho mil casas que han de ser desalojadas desde las ventanas superiores y sus moradores rescatados en barcos. Otras puertas del perímetro amurallado hispalense corrieron mejor suerte, como las de la Macarena, la de la Carne o la del Sol, pero el agua, cercando por completo la ciudad inexorablemente, alcanzó el Prado de Santa Justa y se unió al arroyo Tagarete, sufriendo las consecuencias la feligresías de San Roque y San Bernardo y el convento de San Agustín. En Triana, el nivel del agua se elevó hasta alcanzar el altar mayor de la parroquia de Santa Ana (en cuya torre algunos encontraron refugio) y el Castillo de San Jorge quedó anegado, teniendo en cuenta que su zonas más bajas quedaban por debajo del nivel del propio río. 

Mención aparte merece el caso de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, donde ante las tremendas inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el Prior Diego de Güelvar ordenó de manera imperiosa el traslado de una parte de la comunidad monacal a tierras más altas, a una finca de propiedad cartujana situada en Tomares, mientras que otra parte se distribuiría por otras cartujas andaluzas a la espera de que bajase el nivel de las aguas.  

Hubo sucesos y sucedidos de lo más insólito, así lo contaba el escritor Rodrigo Caro por carta a su buen amigo Francisco de Quevedo:

"Viéronse casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos mujeres o malparieron en la iglesia mayor, y otras dos en el colegio de frailes victorios, que allí se habían recogido. Pescáronse anguilas y albures en algunas calles, viéronse gatos y ratones juntos en los tejados y azoteas sin ofenderse, arrojábanse las señoras y doncellas a los barcos desde las ventanas sin cuidarse de su honestidad y otras daban voces pidiendo de comer y llamando a los barcos que las socorriesen. Era cosa lastimosa mirar la ciudad inundada, viendo las casas solas y abiertas, aullando los perros tristemente, otras caídas encima de sus habitadores".

Los daños fueron enormes, se perdieron cargamentos enteros que iban o venían de las Indias, podían verse flotar en el río bultos, mercancías y pertrechos:

"Nunca el Arenal de Sevilla con la venida reciente de la flota se vio tan rico como en aquesta ocasión. Desde la Torre del Oro hasta la puente, que es un grandísimo trecho, no había sino montes de palo de Brasil, de cajas de azúcar, de infinidad de corambre y de otras mil cosas de valor."

La falta de materias primas trajo consigo una inevitable y preocupante carestía en los productos de primera necesidad por, por ejemplo, el hecho de que los hornos de pan no funcionasen por estar inundados, a lo que había que sumar la codicia de algunos, algo que incluso provocó hasta un conato de revuelta popular que no llegó a definirse contra el entonces Asistente de la ciudad, Fernando Ramírez Fariñas, a quien muchos señalaron como culpable por su falta de previsión a la hora de evitar los daños de una inundación, nunca mejor dicho, que se veía venir a leguas. 

Poco a poco, con lentitud, la ciudad intentó rehacerse del desastre. Los canónigos de la catedral se pusieron manos a la obra, como reflejó el cronista anónimo antes citado:

"De las comunidades el Cabildo de esta Santa Iglesia ha hecho lo que siempre en estos casos semejantes. El mismo Deán y Chantre en un gran barco y en otros diversos prebendados han ido y van repartiendo por todo la Ciudad y por Triana infinidad de limosnas. La Religión de la Compañía de Jesús no es creíble la manera que se ha esmerado y esmera en acudir a esta desgracia, tres barcos trae desde el primer día socorriendo y proveyendo de comida de un barrio a otro a todos lo que han podido, gastando en esto toda la provisión que tenían recogida para el sustento de sus casas". 

Como curiosidad, en el noviciado Jesuita de San Luis de los Franceses quedó acogida la comunidad de padres dominicos, anegada su casa. Imitando estos ejemplos, parte de la nobleza sevillana colaboró igualmente en la labor de atender a los afectados por la riada; destacaron personajes como  Bernardo Saavedra Rojas y Sandoval, Tomás de Mañara (padre de Miguel) y Fernando Melgarejo, caballero veinticuatro, que no era otro que el famoso "Barrabás" de quien hablamos en otra ocasión, quizá para congraciarse con los propios sevillanos. Además, se pregonó bando municipal en el que se prohibía el uso de coches y carruajes.

Todas las miradas estaban puestas en el cielo. Con la intención de aplacar la ira divina y rogar por el cese de las lluvias e inundación, en muchas parroquias los predicadores convocaron a los fieles a orar, ayunar y hacer penitencia y se acordó que saliesen en procesión de rogativas imágenes de gran devoción para el pueblo, como Santa Ana en Triana, la Virgen de las Aguas de la Colegial Salvador y la de los Reyes de la Santa Iglesia Catedral; incluso se acordó subir a la giralda el valioso Lignum Crucis catedralicio y realizar la solemne ostensión del mismo en las cuatro caras de la torre mayor de la ciudad, dándose el caso de que en ese momento apareció el arco iris en el cielo, algo que maravilló a muchos como signo de esperanza. 

¿A cuánto ascendieron las pérdidas? El importe sería incalculable, pero aún así nuestro anónimo cronista lo intentó:

"Muchos tasan en más de ocho millones el daño de esta avenida en sola esta ciudad sin la pérdida inestimable de ganados que fuera se va descubriendo cada día por toda esta comarca no han quedado en pie millares de molinos con que el costal de trigo que se molía por seis reales cuesta treinta."

Durante meses, hubo que reparar parte del caserío, demoler viviendas en mal estado, retirar animales muertos y aguardar a que muchos pudieran volver a sus hogares, sin olvidar que las aguas tardaron en abandonar la ciudad, formando lagunas putrefactas e insalubres y que la actividad cotidiana tuvo que abrirse paso con lentitud hasta recobrar la normalidad. Quedaba mucho por hacer y, lo que es peor, quedaban aún muchas riadas por sufrir en Sevilla a lo largo de los siglos, pero esa, esa ya es otra historia. 

10 octubre, 2022

Primeros auxilios.

En alguna ocasión, sobre todo en fechas veraniegas, hemos aludido al uso del río Guadalquivir como lugar de esparcimiento y diversión, especialmente para el baño, con los riesgos inevitables que ello conllevaba. Esta vez, con la ayuda de un curioso y pionero documento, conservado en la Universidad Hispalense, nos centraremos en las precauciones y remedios que la ciudad dispuso en el siglo XVIII con la intención de reducir el número de ahogados. Pero como siempre, vayamos por partes.

El cauce del río, escenario histórico para navíos que zarpaban hacia las Indias o para otros que atracaban en sus orillas tras la travesía, era también, por desgracia, lugar en el que muchos encontraban la muerte debido a no saber nadar o a las peligrosas corrientes fluviales. No podemos olvidar que la Hermandad de San Jorge o de la Santa Caridad, en la que Miguel de Mañara es uno de sus pilares fundamentales, fue fundada en sus orígenes para dar sepultura a los ahogados en el río.
 
En vista de la proliferación de este tipo de incidentes y en pleno siglo XVIII, en el que abundaron tantas iniciativas en favor de la comunidad, de la cultura o del bien individual, la llamada Sociedad Literaria de Sevilla, decidió tomar cartas en el asunto y, contando con el apoyo de las autoridades pertinentes, editó la denominada "Instrucción sobre el modo y los medios de socorrer a los que se ahogaren o hallaren peligro en el río de Sevilla."


¿Qué se buscaba con esta iniciativa? En primer lugar, evitar que aumentase la mortandad entre quienes buscaban cruzar el río a nado, pues se calculaban más de sesenta muertes por este motivo al año, o bien lanzarse al baño en parajes llenos de remolinos o poco seguros; en segundo lugar, establecer una especie de protocolo de salvamento con suficientes medios humanos y materiales, con la intención además que hubiese una especie de retén siempre de guardia en prevención a posibles accidentes acuáticos.

Para ello, el documento establece una "Instrucción para los buzos", llamados entonces Maestros de Agua, quienes deberían ser expertos nadadores bajo las órdenes del Capitán del Puerto. Ni que decir tiene que su cometido sería socorrer con rapidez a los que estuvieran en trance de ahogarse; además, se ocuparían de explorar el cauce del río y comprobar hoyos, corrientes y todo tipo de obstáculos que pudieran entorpecer el baño.

Estos "socorristas", los primeros de la Historia de los que quizá se tenga noticia documental, debían andar siempre vestidos con su "traje", consistente en unos calzones de lienzo, por debajo de las rodillas y un chaleco del mismo tejido. Como equipo, contarían con cuerdas o cabos, una bocina con la que llamar la atención (denominada "caracol de campo"), dos o tres campanas en diversos puntos del cauce e incluso una red que se colocaría desde San Telmo a la otra orilla, cerca del convento de Los Remedios, a fin de que recogiese a aquellos cuerpos llevados por la corriente.

A título de anecdótico, aparte de su salario, recibirían una gratificación dependiendo de los salvamentos llevados a buen término, ya que por cada ahogado sacado vivo y con menos de quince minutos en el agua percibirían cien reales, disminuyendo la "propina" a medida que tardasen más tiempo en el rescate (ni que decir tiene que suponemos que realizarían su labor en tiempo récord...). 

Además, se regulaba que habría que seleccionar seis enfermeros del Hospital de la Caridad, a orillas casi del río, para que estuvieran prevenidos hasta para lo peor, pues se les ordenaba: 

"Escogerá el Superior seis, instruyendo a cada uno de la función en que debe emplearse; y al instante que tenga noticia de que hay un ahogado, lo que sabrán por el aviso, que reciban por el Caracol, que oigan, o por las campanas, que suenen, hará salir a los dos que estén destinados para esto con un féretro enteramente cubierto de tumba alta, y cuatro mantas de bastante abrigo".

La tétrica mención al féretro hace pensar en una función funeraria, pero hay que indicar que las instrucciones también contemplaban, que duda cabe, la posibilidad de salvar al ahogado, contándose para ello con una "máquina insuflatoria" o sea: "un soplete con una plancha que tapa la boca, y una tenaza, que cierra las narices del paciente." y por si este remedio lo lograse el fin deseado, se ponía en marcha la "máquina fumigatoria" de tan peculiar uso que mejor dejemos que lo cuenten los de aquella época: 

"No es más que una pipa de fumar tabaco con poca diferencia, de que se sirven los facultativos, para echar clisteres (líquido inyectable) de tabaco en los partos difíciles. Se introduce la cánula por el orificio posterior, y lleno el hornillo de tabaco encendido, se sopla por él, y de este modo se introduce el humo en los intestinos". 

De modo que, con este particular enema, que empleaba "cigarros habanos fuertes" un equipo formado por médico y cirujano intentaba la reanimación, al igual que con la cama llena de cenizas calientes a fin de "darle movimiento a la sangre." Existían otros remedios, como las inevitables sangrías, las friegas por todo el cuerpo o la inhalación de sustancias estimulantes como el amoniaco o el hollín y otras soluciones rechazadas ya por la medicina de entonces, digamos que "poco terapéuticas" y algo resolutivas, como colgar al paciente por los pies o hacerlo rodar metido en un tonel, recetas que quizá conseguirían el efecto contrario a la sanación...

Caso de sobrevivir a estos tratamientos, llegaba para el ahogado la convalecencia y para ello se establecía que :

"Si, restituido el enfermo, le quedare opresión de pecho, tos o calentura, se deberá sangrar del brazo, tenerlo a dieta tenue y administrarle tisana de cebada, orozuz y chicoria, u otros remedios blandamente discucientes".

¿Se puso en marcha este servicio de socorristas ribereños? Todo parece indicar que sí, ya que se nombró a Bonifacio Lorite como Médico responsable y a Juan Matony como cirujano allá por julio de 1773,  aunque desconocemos por cuanto tiempo se mantuvo esta loable iniciativa, que suponemos sirvió para reducir la mortalidad del Guadalquivir, siempre peligroso como demostró en tantas y tantas riadas e inundaciones, pero esa, esa ya es otra historia...

18 octubre, 2021

A pique.

Lo contaba con gran despliegue de tipografía el diario local "El Noticiero Sevillano" allá por noviembre de 1896, en la madrugada del 7 al 8 se había producido una catástrofe fluvial que impactó a toda la ciudad, sobre todo por la entidad de las personas que habrían fallecido ahogadas en las oscuras aguas del Guadalquivir. Todo comenzó con una actividad cinegética, pero como siempre, vayamos por partes. 

Un grupo de cazadores, deseosos probar su puntería en la zona de la desembocadura del Guadalquivir, decidió alquilar los servicios del pequeño vapor "Aznalfarache", perteneciente a la empresa "Camacho y Compañía" y dedicado a tareas de transporte de mercancías; de este modo, embarcó el grupo en torno a las once y media de la noche con la idea de surcar el río de madrugada y llegar a su destino al amanecer. Al timón se encontraba el Capitán Antonio Martínez, quien llevaba al parecer tres años y medio al mando del navío, contando como tripulantes con un maquinista llamado Joselito, asturiano de nacimiento y vecino de Triana, un fogonero, apellidado Suero, y otro marinero, de nombre José Núñez. La noche se presentaba tranquila y los pasajeros decidieron retirarse a descansar tras la cena con la correspondiente sobremesa. 

Todo se precipitó al llegar a la zona llamada entonces "Callejón o Cabezo de la Mata", de aproximadamente 6 kilómetros de longitud, entre el llamado "Brazo del Este" y el "Canal de la Hambre", con una anchura de unos cien metros, estando más o menos a la altura de Lebrija. El "Aznalfarache" pudo distinguir las luces de otro navío de mayor envergadura que se dirigía directamente hacia él. Se trataba del "Torre del Oro", de la Compañía Sevillana, con 73 metros de eslora y 10 de manga, capitaneado por José Heredia González, el cual regresaba a Sevilla desde Sanlúcar de Barrameda. Pese a las luces de posición, y sin que se supiesen, en principio, las causas, se produjo la brutal colisión, que provocó el casi inmediato hundimiento del pequeño vapor con todo su pasaje y tripulación a bordo, de modo que sólo sobrevivieron el propio capitán del barco y un pasajero, de nombre Juan Fe. La profundidad en aquella zona era de veintidós piés, o lo que es lo mismo, casi siete metros.

Ilustración del pintor José Arpa para la revista "La Ilustración Española"

 Así lo narraba el mencionado periódico en su edición del 8 de noviembre: 

No hay palabras para describir el cuadro. El capitan del Aznalfarache, que es quien nos ha hecho la anterior relación, dijo que vió pasar sobre él aquella mole y se encontró poco después a flor de aguas. Débil y falto de conocimiento a consecuencia de la conmoción, encontró afortunadamente cerca de él una barquilla que en el Aznalfarache llevaban para ir con ella a cobrar las piezas cazadas, y le sirvió de apoyo para sostenerse a flote. Junto a él se encontró a otro naúfrago, el señor Fe, asido a un madero. Ambos señores trabajaron para sostenerse hasta recibir auxilio.

Ilustración de la Revista "La Ilustración Española y Americana"

El capitán del "Torre del Oro", tras salvar a los dos naúfragos y comprobar durante un tiempo prudencial que no se divisaban más supervivientes, puso rumbo a Sevilla. El mismo barco que causó la tragedia fue el encargado de a ambas víctimas junto con la triste noticia a la ciudad, donde en poco tiempo se corrió la voz de la desgracia, sucediendose las escenas de angustia y dolor por el destino de los expedicionarios. Tanto el capitán Martínez como el señor Fe perdieron el conocimiento y tardaron en recuperarse de sus heridas, siendo atendidos médicamente en sus domicilios. 

La prensa local, destacó en sus números siguientes a la tragedia la identidad y personalidad de varios de ellos, entre los que destacaban industriales, empresarios del comercio (propietarios de joyerías, camiserías, sombrererías) funcionarios (del Banco de España, por ejemplo) e incluso el hermano del famoso pintor José Villegas Cordero, Ricardo, también destacado pintor, quien se sumó a la excursión en el último momento. Tampoco merece quedarse en el tintero el nombre del joven Alberto Barrau, miembro de la Directiva (así se decía entonces) de la Hermandad del Valle y cuya muerte a la postre provocó que, impactado por la pérdida, el músico Vicente Gómez Zarzuela compusiera la marcha fúnebre "Virgen del Valle", como investigó José Manuel Delgado allá por 1998. Finalmente, a la hora de hacer recuento, se contabilizaron veintiún fallecidos.

Ricardo Villegas, retrado por su hermano José.

La Comandancia del Puerto y autoridades de la Marina pusieron manos a la obra a fin de rescatar los cuerpos de los infortunados, destacando la labor del ingeniero del Puerto, Luis Moliní como coordinador de la tareas y la del buzo Arroyo, quienes llegaron al lugar del desastre a bordo del remolcador "Destello" una vez fueron localizados los restos del naufragio del "Aznalfarache". Tras sumergirse en las frías aguas, Arroyo pudo alcanzar la zona de la bodega y comprobar que en ella estaban aún los cadáveres de varios de los pasajeros, como si el impacto y hundimiento les hubiese sorprendido durmiendo, mientras que otros cuerpos, al ser sacados a la superficie, mostraban señales de lucha infructuosas por haber intentado alcanzar dicha superficie. 

"El Noticiero Sevillano", martes 10 de noviembre de 1896.

 Durante aquellos días tristes fue también destacable el comprobar cómo varios amigos de los fallecidos había salvado sus vidas al declinar en el último momento la invitación a la cacería fluvial, al igual que las muestras de pésame de toda la ciudad, comenzando por el Círculo Mercantil que organizó un solemne funeral en la Parroquia del Salvador. Poco a poco se fueron rescatando casi todos los cuerpos del fondo del río y también se iniciaron las pesquisas para dilucidar las causas del siniestro. 

Ilustración del pintor José Arpa para la revista "La Ilustración Española"

Por cierto, en el juicio, consejo de guerra, celebrado con posterioridad y analizado por el investigador y marino Manuel Rodríguez Aguilar, quedó demostrado que el capitán del barco hundido apenas había descansado durante la jornada y que una desgraciada "cabezada", provocada por el sueño, durante un momento de la travesía fue la culpable de la catástrofe. La sentencia, dictada el 21 de junio de 1899 en la ciudad de San Fernando, sede del tribunal, lo condenó a la pena de cuatro meses de arresto mayor, inhabilitación para patronear navíos y pago de una indemnización marcada en 333.000 pesetas a repartir entre los familiares de las veintiún víctimas de la tragedia. Ni que decir tiene que el capitán del otro navío quedó absuelto de los cargos de imprudencia que se le imputaban.

Un año después de la tragedia, todavía el periódico La Andalucía, relataba el hallazgo por parte del Cabo de Carabineros de San Juan de Aznalfarache de cuatro escopetas de caza en la zona del naufragio, lo que da idea de cómo los restos fueron aflorando poco a poco, mudos testigos de un suceso que marcó los años finales del siglo XIX en Sevilla.


28 junio, 2021

Aquellos veranos.

Ahora que a finales de junio el verano se nos ha instalado en Sevilla con todo su esplendor y poder, quizá sea buen momento para aportar algunas notas sobre cómo sobrellevaban esta estación los sevillanos de siglos anteriores, cuando poblaciones como Chipiona, Sanlúcar de Barrameda o Rota (por no hablar de Matalascañas) eran simples nombres desconocidos por la mayoría, poco preocupados por la arena de sus playas o las bondades de su climatología. 

Un aspecto siempre a tener en cuenta era cómo las propias calles sevillanas, con sus estrecheces y recovecos, intentaban proporcionar sombra ante la poco habitual presencia de arbolado (excepción hecha de zonas concretas como la Alameda), de la misma manera, las viviendas sevillanas buscaban adaptarse a las altas temperaturas, siguiendo esquemas legados por la tradición clásica e islámica; a los muros gruesos y los techos altos, al uso de persianas o velas, al cierre de contraventanas en las horas de mayor luz solar habría que unir el empleo de pavimentación basada en el barro o el mármol, la figura del patio y el protagonismo del agua, según las posibilidades económicas, tal como lo manifestaba (según recoge Chaves y Rey) el historiador y sacerdote trianero Alonso de Morgado allá por 1587: 

Los patios de las casas (que en casi todos los hay) tienen los suelos de ladrillo raspado. Y entre la gente más curiosa, de azulejos con sus pilares de mármol. Ponen gran cuidado en lavarlos y tenerlos siempre muy limpios, que con esto y con las velas que les ponen por alto no hay entrada de sol ni el calor del verano, mayormente por el regalo y frescura de las muchas fuentes de pie de agua de los caños de Carmona, que hay por muchas de las casas enmedio de los patios.

Ya que mencionamos el agua, tampoco conviene echar en saco roto algo poco divulgado como era el saludable hábito del baño para muchos sevillanos, sobre todo porque siempre hemos construido esa idea de falta de higiene secular. Quizá sea mejor recurrir de nuevo a Morgado para que nos aclare cómo era esa costumbre tan sana como social: 

Usan (las mujeres) mucho los baños, como quiera que hay en Sevilla dos casas de ellos. Los unos en la collación de San Ildefonso, junto á su iglesia, y los otros en la collación de San Juan de la Palma, que han permanecido en esta ciudad desde el tiempo de los moros... No pueden entrar los hombres en estos baños entre día por ser tiempo diputado solamente para las mujeres, ni por consiguiente mujer ninguna siendo de noche, que los hombres la tienen toda por suya con la misma franqueza que las mujeres tienen el día por suyo...

Chaves y Rey añade que la casa de baños de San Ildefonso permaneció abierta hasta 1762, aunque para esa fecha ya habían desaparecido las otras dos, situadas en la calle Aposentadores, en San Juan de la Palma, y en la calle Baños, respectivamente, aunque estos últimos se conservan por fortuna.


 Si los baños resultaban una buena opción para aliviar "las calores", existía otra mucho más "natural": el río. Se sabe que de antiguo las autoridades locales habían intentado ordenar los baños en el Guadalquivir, mediante no pocos edictos y bandos, sobre todo para ordenar a la concurrencia y evitar el contacto entre personas de distinto sexo, ya se sabe... 

Aunque no es de esperar que la gente de juicio falte á unas reglas que aspiran á su propia seguridad y á que se observe el mejor orden de honestidad y decencia... como hay personas que por satisfacer sus caprichos, sus vicios ó diversiones no perdonan medio alguno, aunque sea peligroso para conseguirlo, se castigará á éstas por la más ligera contravención.

Como detalle curioso, leyendo el periódico El Liberal del 8 de julio de 1903 encontramos una nota del Ayuntamiento en la que se da por inaugurada la "Temporada de baños", que daría comienzo el 14 de julio y finalizaría el 8 de septiembre. A través de varias disposiciones, la autoridad establecía el lugar para los baños (zonas de los Remedios, Chapina, Humeros...) con horario para hombres (de cuatro a ocho de la mañana y de cinco a siete de la tarde) para mujeres (desde media hora tras el toque de oraciones hasta las once de la noche), quedando prohibidos los baños de niños en solitario, los juegos y alborotos en el agua, el pasar el río a nado de una orilla a otra, "la aproximación de los varones al baño de las hembras" y las ofensas a la moral y las buenas costumbres. Se establece que haya buzos "para auxiliar a las personas que corran peligro de asfixia por la sumersión". Ni que decir tiene que el régimen de sanciones contemplaba multas: de una a cincuenta pesetas según el tipo de falta cometida...

Todavía en los años cuarenta, y hasta los sesenta, del siglo XX tuvo cierta fama la llamada Playa de María Trifulca, zona de baño en las orillas del Guadalquivir situada en la zona que ahora ocupa aproximadamente el Puente del Quinto Centenario, y que causó no pocos quebraderos de cabeza a las autoridades municipales en su tiempo... 

Manuel Barón y Carrillo: Vista del Guadalquivir. 1854.

Sin aires acondicionados ni climatizadores, sin siquiera un humilde ventilador, aunque se podía recurrir al clásico abanico, habría que reseñar la utilización del hielo: con fines medicinales (para cortar hemorragias, como analgésico para dolores musculares o incluso como remedio contra la tan temida Peste) o como elemento refrescante para bebidas o alimentos; utilizado desde siempre por mesopotámicos, griegos y romanos, en el siglo XVI el médico sevillano Nicolás Monardes se extrañaba de su poco uso en Sevilla. 

Gonzalo Bilbao: Noche de verano en Sevilla. 1905.

Ya en el XVIII es conocida la existencia de gran número de pozos de nieve en la localidad de Constantina, donde aún se conserva algún edificio de estas características, sin olvidar a negociantes que traían el hielo de otros puntos de la sierra al precio de cinco cuartos la libra de nieve, hasta  con cierta controversia por el elevado precio del hielo en determinadas épocas del año. La nieve solía recogerse tras la primavera e introducirse en pozos con el conveniente aislamiento térmico a base de troncos y paja para convertirla en hielo, contando con que el transporte era realizado de noche lógicamente por el gremio de "neveros" con lo cual la Corona recaudaba pingües rentas por este comercio, aunque eso sí, nada podía hacer frente a conventos y monasterios que lo realizaban.

Como elemento para la diversión, se celebraban las populares "Veladas" o "Velás", de las que apenas nos queda la de Santa Ana en Triana en el mes de julio, con su "cucaña" incluida, aunque cada barrio o collación celebraba la suya dedicada a San Antonio, San Pedro, San Juan, San Roque, San Bernardo o la misma Virgen de los Reyes, coincidiendo con el 15 de agosto. Decoración con banderitas y farolillos, puestecillos, buñuelos, tómbolas, música, bailes, procesión y fuegos artificiales constituían el eje festivo de estos festejos, aderezados no pocas veces por las inevitables broncas por efectos del alcohol y que formaban casi parte del "programa de actos".

Cecilio Pla: Noche de verbena. 1906.

Al atardecer de cada jornada estival, eran muchos los que abandonaban sus hogares para pasear por el Arenal, la Alameda, la Barqueta o Las Delicias, buscando el "fresquito", para ver y ser vistos, tomarse quizá el pertinente vasito de horchata o quizá descansar en alguno de los innumerables puestos de agua con la consabida tertulia. Otros, sobre todo los más jóvenes, marchaban de gira campestre, aprovechando el frescor de las riberas del río para organizar "saraos" donde no faltaba el cante y el baile.

¿Y los más pudientes? Muchos de ellos trasladaban sus residencias a las llamadas "casas de placer", lo que vendrían a ser ahora las modernas villas o chalets de los alrededores de la ciudad, donde podían disfrutar de mucha mayor frescura y tranquilidad. Allí, la siesta era la panacea para las largas horas del mediodía, posiblemente tras la ingesta del consabido gazpacho enfriado en el correspondiente lebrillo de barro, y siempre con el búcaro a mano, como estaba mandado, ya que era uno de los elementos domésticos imprescindibles en aquellos meses. 

A mediados del siglo XIX, y procedente de Inglaterra, comenzó a implantarse la costumbre médica de recetar los llamados "baños de ola" en la playa, como remedio seguro contra el asma, los problemas circulatorios o incluso la depresión. Siguiendo la estela de ciudades del norte de España como Santander, Gijón o San Sebastián, comenzaron a verse "bañistas" en las costas andaluzas, a lo que hay que sumar el auge de los balnearios y la influencia de personalidades como los Duques de Montpensier, comenzando a cobrar protagonismo, esta vez sí, poblaciones del litoral como Chipiona o Sanlúcar de Barrameda. 

Finalmente, el siglo XX será el del definitivo nacimiento del término "veraneo", como hábito vacacional copiado de las élites sociales auspiciado por el aumento del nivel de vida, la mejora de las carreteras y la difusión del automóvil como medio de transporte familiar. Aparecerá también la clásica figura del "dominguero", cargado de neveras, filetes empanados (que luego se "reempanaban" de arena de playa), tortillas de papas, melones y sandías puestos a refrescar en la orilla y demás impedimenta necesaria para estas excursiones, tan recordadas por todos, que solían finalizar con la inevitable caravana de coches y las quemaduras por la acción solar.

Por el momento, dejemos el tema, recordando a Isabel la Católica cuando dejó esta frase (controvertida, sin duda) para la posteridad: "Los inviernos, en Burgos, los veranos, en Sevilla". Ahí queda eso. 




02 diciembre, 2019

Arjona, el Asistente.

Audio emitido en la mañana del lunes 2 de diciembre en el programa "Estilo Sevilla".


     Hoy, 2 de diciembre, nos vamos a centrar en un personaje histórico vinculado a nuestra ciudad, aunque naciera en la villa ducal de Osuna, donde se conserva aún el palacio de su familia, convertido ahora en oficina de turismo; si el lunes pasado nos movimos en los límites de los siglo XVI y XVII, en esta ocasión lo haremos a caballo entre el XVIII y el XIX, especialmente en este último, y turbulento, siglo. 

     Si decimos que fue nuestro personaje quien prohibió a los sevillanos tener cerdos en sus casas o que regasen las macetas durante el día (prohibición que aún hoy sigue vigente bajo multa de 120,00 € según las ordenanzas municipales), quizá sea difícultosa su identificación, de modo que será mejor que desvelemos su identidad: José Manuel Arjona y Cubas, Asistente de Sevilla, hoy habría celebrado su cumpleaños, ya que nació tal día como hoy en 1781, de familia oriunda de Comares, en Málaga, y con antecedentes nobiliarios, ocupando su padre en el momento de su nacimiento el puesto de Corregidor ursaonés. 

    Formado en leyes en las universidades de Osuna y Sevilla, muy joven alcanzará el puesto de magistrado en Extremadura. Allí vivirá la guerra de independencia y de allí saldrá ascendido hacia la corte del recién repuesto Fernando VII, quien lo nombrará sucesivamente y en pocos años Alcalde de Casa y Corte, Fiscal del Supremos Consejo del Almirantazgo y Corregidor de Madrid, ya en 1817, donde realizará una encomiable labor instalando alumbrado de gas, adecentando calles y plazas e incluso un nuevo teatro. El trienio liberal supondrá un parón en su carrera, pero el regreso Fernando VII al trono supondrá de nuevo situarse en la carrera de ascensos, desde Superintendente General de Vigilancia Pública para luego acceder al Ministerio del Consejo de la Cámara Real hasta finalmente ser nombrado en abril de 1825 Asistente de Sevilla e Intendente del Ejército de Andalucía. ¿Cuáles eran sus funciones? Prácticamente resolver todos los asuntos municipales, ser juez de primera instancia en lo civil y en lo criminal y ostentar el rango de Mariscal de Campo. Todo ello era una carga de trabajo importante, pero tenía sus recompensas: residir en los Reales Alcázares. 

    Ambicioso como buen hijo de su época, afrancesado hasta la médula, era también de carácter esforzado y emprendedor, con iniciativas siempre buscando el bien de los ciudadanos, por lo que supo rodearse de un eficiente equipo de colaboradores, como Melchor Cano, de quien hablaremos más adelante. Además, contó con factores a su favor tales como la positiva situación económica que siguió a la Guerra de Independencia, sus magnificas y fluidas relaciones con la corte madrileña; todo ello se sumó para lograr una serie de reformas que modificaron no poco a la Sevilla de la época. 

    Como bien afirma el profesor Ramírez Olid, una de las mayores preocupaciones era la política de abastos, esto es, el suministro de alimentos para la población y las condiciones de su vento en lo referente a precios, higiene, pesas y medidas, y haciendo especial hincapié en la necesidad de concentrar los puntos de venta dispersos en mercados habilitados expresamente para ello. Para ello, Arjona creará los mercados de la Feria, Triana y la Encarnación, proyectado este último por Cano sobre el solar del derribado convento agustino de ese nombre, víctima de la piqueta durante la ocupación francesa. 

     Cano se ocupará de todos los detalles, El interior del primitivo mercado estaba organizado en tres amplias calles, con galerías cubiertas, a ambos lados de las cuales se situaban los puestos ordenados según los artículos de venta: pan , frutas y hortalizas, carne fresca y chacina, pescado.... y en su centro, donde se ubicaban los puestos de venta más efímera se situaba una fuente mármol (la que está en la actualidad en la Plaza) rodeada de los cuatro árboles que aún hoy se conservan. Al enorme recinto, con 430 placeros, algo más que una plaza de abastos al uso, se accedía por ocho puertas, tres en cada lado largo (que coincidía con las antiguas calles del Correo y del Aire); y una puerta en cada lado menor, esto es, a la calle Dados (actual Puente y Pellón) y a Regina. Sevilla, tras varias epidemias, era una ciudad insalubre, falta de higene, sucia. A la falta de un servicio de limpieza diario (Lipasam era algo impensable en aquellos tiempos), había que unir la inexistencia de una conciencia cívica sobre vertidos en la calle de las más variadas sustancias, por decirlo en plan fino, Antonio… 

      En 1828 Arjona presentará un Reglamento de Policía Urbana en el que se tratarán de ordenar los más elementos aspectos de la vida cotidiana con el fin de facilitar la convivencia de los sevillanos. No es de extrañar que en ese texto se contemplaran aspectos relativos al alumbrado, pavimentación, jardines y especialmente a la limpieza callejera. Siempre se ha dicho, Antonio, que es interesante analizar una lista de prohibiciones, porque de ellas pueden extraerse costumbres, gestos o actos que se ejecutan habitualmente y necesitan ser suprimidos por ir en contra de convivencia. 

     La profesora María Dolores Antigüedad, al analizar las normas, destaca sorprendentemente prohibiciones como la de tener cerdos en casa, regar las macetas en horario diurno, arrojar cosas por las puertas o ventanas de las viviendas (imagínate, Antonio, qué cosas…), dejar animales muertos en las calles o tener gallinas sueltas por las calles, o que los perros anden sueltos sin bozal bajo pena de fuertes multas, así que, es evidente que todas estas cosas las hacían los sevillanos con total naturalidad, como si tal cosa, aunque lógicamente eran, como se dice ahora, “muy fuertes”… Al hilo de la cuestión higiénica, Arjona será el primero que se preocupe por el problema grave que constituían las “aguas menores” y “mayores” en la vía pública, vamos, que los sevillanos hacían sus necesidades donde querían sin tener nada en cuenta. 

     Al hilo de esta cuestión es muy curiosa la historia ocurrida unas décadas antes en la Iglesia Colegial del Salvador, donde, hartos de la suciedad de los muros, sus canónigos decidieron sus bajos con llamas a semejanza del Infierno con la idea de amenazar con la condena eterna a quien osara profanar las paredes del templo; baste decir que un tiempo después los propios canónigos resolvieron suprimir esas pinturas “llameantes” por el poco efecto que causaban entre la población masculina, deseosa de vaciar su vejiga donde fuera, y no por capricho, sino porque en la mayoría de las viviendas no existían retretes, como mucho, pozos negros en los corrales de vecinos y pare usted de contar. 

      ¿Qué solución buscará el Asistente Arjona? Construir los llamados evacuatorios en los lugares de mayor paso de personas, dotarlos de depósitos de agua y evitar así desagradables situaciones. 

      Entre 1827 y 1833 abrirá cuatro camposantos, situándolos extramuros, entre ellos el de San Sebastián, ahora frente a la parroquia y otro, por ejemplo en Triana, llamado de San José, en terrenos ahora ocupados por la Torre Pelli, qué cosas… Mercados, higiene, cementerios, pero Arjona también pasará a la historia por derribar la antigua fábrica de tabacos, y crear la actual plaza del Cristo de Burgos, así como las plazas de doña elvira y de Armas. Tampoco podemos olvidar cómo supo gestar tres espacios en la ciudad que aún hoy, tras más de dos siglos, casi, subsisten: 

  • Aún admitiendo que la Plaza era perteneciente al ducado de Medina-Sidonia, Arjona recurrió a su Arquitecto Mayor, Melchor Cano, para modificarla, convirtiéndola en uno de los “salones” más concurridos por la alta sociedad sevillana, que acudía allí a pasear, a ver, y a ser vistos. Formado por cuatro calles junto a un salón central, se hallaba decorado con numerosa arboleda y una fuente en su centro. 
  • Tras proceder al derribo de la muralla almohade que unía la Torre del Oro con la de la Plata, acometió la tarea de embellecer los márgenes del río, se construyen, entre 1826 y 1829, unos jardines en el espacio triangular cuyos extremos eran la Puerta de jerez, la Torre del Oro y el palacio de San Telmo. El terreno fue allanado y aprovechados los arrecifes que desde la citada puerta se dirigfan a la Uni-versidad de Mareantes (palacio de San Telmo, al paseo de la Bella Flor, que discurría junto al río, el que se formará más tarde una vez cubierto el arroyo Tagarete. El salón del Cristina fue inaugurado en la onomástica de la reina. Contaba con pavimento de losas, estanques, fuentes, estatuas, bancos de pie-dra, cuadros de flores, etc. Fue obra de Mel-chor Cano. 
  • El camino de Bellaflor (o de Bella Flor) pasó a ser en la segunda mitad del XVIII un agradable paseo iniciado por otro asistente: Don Pablo de Olavide. Don José Manuel de Arjona completaría la obra de Ávalos, prolongando el paseo que tendría sus comienzos junto al antiguo Colegio de San Telmo (hoy sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía) para terminar en los alrededores de la venta de Eritaña, aproximadamente donde hoy se encuentra la Glorieta de México. 

     Estas operaciones llevarían consigo, también, el trazado del denominado Salón de Cristina, en el otro extremo del nuevo paseo, jardines conocidos hoy como los Jardines de Cristina. Trazados bajo la dirección de Claudio Boutelou, recibieron el nombre de Jardines de las Delicias con el apelativo popular de las “Delicias de Arjona” en referencia al Asistente, iniciándose en 1826 para estar totalmente terminadas las obras en 1829. Los primitivos ajardinamientos anteriores a Arjona se conocerían como las “Delicias viejas”. Las crónicas de la época hacen cumplida referencia a numerosas plantas de origen americano traídas para su plantación en estos nuevos jardines, que fueron vivero con más de 100.000 especies. 

    ¡Vaya labor la del Señor Arjona! Los barrios de la Resolana, del Campo de los Mártires o de San Roque tienen mucho que ver con él, al igual que la construcción de más de 700 viviendas, la pavimentación de un tercio de las calles de Sevilla, el acondicionamiento de los accesos desde la Cruz del Campo o Triana, o finalmente, el comienzo del expediente para la construcción de un puente que sustituyera al puente de barcas: el puente de Triana. Pero esa, esa ya es otra historia….

18 noviembre, 2019

Un portero de la Real Sociedad

Audio emitido el lunes 18 de noviembre de 2019 en el programa "Estilo Sevilla" dirigido por Antonio Bejarano, dentro de nuestra Sección "Hispalensia".

04 julio, 2011

Cauce


“Estaba Sevilla por estos años (1564) en el auge de su mayor opulencia: las Indias, cuyas riquezas conducían las Flotas cada año, la llenaban de tesoros, que atraían al comercio de todas naciones, y con él la abundancia de quanto en el orbe todo es estimable por arte y por naturaleza: crecían a este paso las rentas, aumentándose el valor de las posesiones, en que los propios de la ciudad recibieron grandísimas mejoras” (Diego Ortiz de Zúñiga, 1667)





          Rememorábamos no ha mucho las letras que anteceden (fue su autor buen amigo y compartimos con él placenteras pláticas) mientras deambulábamos plácidamente por la ribera del otrora Betis. Acudimos a los antiguos muelles cabe la Torre del Oro, allí establecidos desde el reinado de los Católicos Reyes, esperanzados en disfrutar de la contemplación en los dichos muelles de panoplia de galeones, galeras, carabelas, barcazas, bajeles, navíos y naves de la más diversa eslora, y con ellos populoso trajín de la gente del mar, marineros, pilotos, contramaestres, estibadores, calafates, y demás.




       Craso error, no en vano apreciamos en grado sumo el escaso calado de las aguas del río, su poca corriente y quedónos sensación de detenimiento, como si no hubiera vida en él. Inquiriendo a los viandantes, supimos, al fin, que costosa obra de ingeniería había cerrado su cauce para evitar riadas y venidas, y que por ello pocas embarcaciones navegaban agora en él. Sensación de abandono atenazó nuestro ánimo entristecido, movido como venía al disfrute del populoso puerto de Indias de antaño, trastocado agora en paupérrimo reflejo de lo que en su día fue.






        Ello no obstó para que viésemos curiosos navíos que transportaban tropel de gente, con animada música y festivo ambiente, de los que parescía haber danzas y cantos, mas no acertamos a comprender por qué tanto concurso de personas no llevaba impedimenta ni aparejos, ni vituallas ni bizcochos, ni agua ni carne salada suficientes como para cruzar océanos y alcanzar las Indias, antes bien, se nos antojó navío débil y desastrado mas maravillónos que movíase sin velamen ni jarcias y con rapidez desusada surcaba aguas. Item más, que su  pasaje parloteaba en lenguas allende nuestras fronteras, cosa que ignoramos cómo es consentida por nuestros Regidores, y que, para mayor abundamiento, parecía poco avezado a naúticas maniobras.



Gentil moza de amable semblante encareciónos a visitar dicha nave y nos ajustó precio para embarcar en ella, instándonos con donaire a subir a bordo, e introduciéndonos en mayor confusión al asegurarnos con franqueza que para aquella travesía no era menester equipaje ni bastimentos; resolvimos que, al carecer de carta para pasar a Indias y que no nos movía deseo alguno de pasar las penurias de travesía tan larga como penosa, no cruzaríamos la tabla, dejando paso a numeroso gentío.




Si aquella nave promovió en nos poco entusiasmo por hacernos a la mar, menos aún lo fueron otras que por carecer, adolecían hasta de puente, timón, borda o palos, y si la primera era maremagno atestado, esta segunda era tan exigua que como mucho permitía que uno, dos, cuatro y ocho individuos la usaran y todo ello valiéndose de remos cual galeotes condenados por el Rey nuestro señor. Cosa común en estos tiempos parece el uso de tales navíos en justas o competencias con el río como escenario y sumo esfuerzo supone el tripularlas, amén de que algunos destos, llamados canoas, son venidos de Indias, lo que nos sorprendió no poco.


17 junio, 2011

Calores...

          

          Como de esperar era, pasado San Antonio, finalizado el periplo romero y presta a celebrarse la festividad del Corpus, el temido astro rey ha comenzado a azotar calles y viviendas de esta Hispalis nuestra, con riesgo de derretir pavimentos y testas, y aunque es cosa común y sabida que el transcurrir de las estaciones consigo trae aquestas temperaturas y que el azogue de los termómetro se eleva sobremanera.




            Haciendo comparación de mis calendas de antaño con las de hogaño, hemos averiguado que los sevillanos soportan mal que bien el calor, y que por ello asemejánse a cartujos o benedictinos por aquello de recluirse en sus cubículos o a los indios de allende el Océano por su manera de vestir, abandonando basquiñas, jubones, sayas, manteos y calzas y haciendo uso de ropajes que en nuestra época habrían causado no poco escándalo por su ligereza y escasez, cuando no prefieren la diáspora a lugares lejanos y hasta desconocidos por nos…



            Llámanos la atención como el ingenio se agudiza por mor de buscar la ansiada umbría, y colocanse velas, sombrillas y toldos, y eso que hay lucidos árboles que prestan fresco cobijo al paseante, aunque a fuer de ser sinceros, notamos que son pocos e insuficientes.




            Paseando por la ribera del Río apreciamos cómo cuadrillas de jóvenes hacen oídos sordos a prohibiciones y advertencias del Concejo, y que prefieren la recompensa del fresco baño en aguas del Betis (horrenda palabra para quien campea en otros colores) que el asumir el cierto riesgo del ahogamiento, no en vano, hasta hubo en mis tiempos Cofradía dedicada por entero a dar cristiana sepultura a los ahogados en el cauce.




            Item más, hasta en los propios templos se toman medidas, que si bien nos sorprenden en grado sumo, son bien acogidas por parroquianos o devotos, que una cosa es orar y otra padecer.



            Signo de los tiempos, la nieve que otro tiempo se traía de la Sierra en carromatos y conservábase con sumo cuidado agora se ha convertido en panoplia de golosinas.



            No tememos, por así decirlo, el calor desta ciudad, antes bien, hemos tomado la honrosa decisión de asumirlo en tanto procede del Creador y por tanto bienvenido ha de ser, mas no por ello relajaremos el evitarlo, que para eso hay espirituosas bebidas, como las extraídas de allende la Cruz del Campo, con las que calmar la sed y no faltarán lugares dónde acomodarse con clara temperatura y mejor ambiente.