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07 abril, 2025

Un poco sobre los "De abajo".

Dado que seguimos en Cuaresma y a pocos días de la Semana Santa, en esta ocasión, aprovecharemos para dar varias "chicotás" en honor a un personaje denostado y admirado según las épocas, figura indispensable por su papel en las cofradías y labor siempre digna de estudio; pero como siempre, vamos a lo que vamos. 

El término "costalero" aludía históricamente a los llamados "mozos de cuerda", mozos que, usando sogas o costales de arpillera, se empleaban para transportar cargas pesadas como fardos, sacos o equipajes; los pícaros por antonomasia, Rinconete y Cortadillo, ingresarán en este oficio adquiriendo sendos costales ("pequeños, limpios o nuevos") con los que ejercerlo, comenzando sus peripecias hispalenses en la Plaza del Pan, por poner un ejemplo. Con el tiempo, serán llamados "Gallegos" por ser la mayoría de aquellas tierras e incluso existirá un corral con su nombre en la calle Oropesa, junto a Cuna y serán contratados para portar los Pasos en Semana Santa, gozando de no muy buena fama enter algunos sectores de la sociedad sevillana por su rudeza y comportamiento. 

Novelistas, escritores y poetas han intentado dejar por escrito sus particulares visiones sobre este trabajo anónimo y callado, ya desde finales del siglo XX en manos de hermanos o voluntarios que sustituyeron a los "profesionales", trabajadores experimentados en el Muelle o en Mercasevilla al mando de dinastías de capataces que gozarán de justa fama: Franco, Ariza, Bejarano o Borrero, por citar algunas.

En una primera "chicotá", hemos extraído la perspectiva de un escritor nacido en Camas en 1876 y fallecido en Sevilla en 1954, José Muñoz San Román, autor de El Encanto de Sevilla (1921), en uno de cuyos pasajes se refleja el trabajo del capataz y su cuadrilla durante una procesión, en el que podemos apreciar incluso las voces de mando o la manera de recompensar a "los de abajo":

"Los pasos son llevados en alto por unos hombres fuertes, conocidos por los costaleros. Van en cuádruples hileras debajo de las andas, soportando la enorme y pesada carga sobre los cuellos robustos. Los riquísimos faldones de terciopelo y oro ocultan a la vista del público los fatigados cuerpos de esos hombres infelices que, en fuerza de trabajo y fatiga, nunca llegan a rendirse.

Sólo se les ven los pies andando a compás y produciendo un sordo y crudo rumor. En los descansos suelen echarse a tierra, asomándose bajo las suntuosas telas para pedir un cigarrillo o agua. Cuando paran ante determinadas tabernas se les reparan un tanto las fuerzas con vino del de la hoja, por cuenta de la Hermandad. Y es de ver aquellos rostros renegridos, sudorosos y tristes, cómo se animan con el engañoso vigor que les da la bebida.

El capataz, que va delante y fuera del paso, los guía y es un primor su destreza. Cuando el paso descansa en tierra y hay que ponerlo en marcha, el capataz da un golpe con el llamador y les avisa:

"Muchachos, que voy a llama... Una subiita suave y... a esta é...". Da nuevamente un golpe con el llamador, y los costaleros, a un solo tiempo, elevan el paso en alto y comienzan a andar. Durante el trayecto no cesa de gritar el que guía:

"Esa derecha atrá..." "Esa izquierda alante...", según la dirección que deberán tomar los que pierden la linea debida. Y cuando han de parar les dice: "Muchachos, una agachaita por iguá y quearse paraos... ¡a esta é! Y da un fuerte golpe con el aldabón.

La marcha de los gigantescos pasos por las estrechas calles sevillanas ofrece grandes dificultades, y para el que guía constituye toda una ciencia su servicio. Por eso son, en fin, contados los buenos capataces, y se les busca y contrata en las mejores condiciones. Las fatigas y trabajos de los pobres costaleros debieran inspirar al corazón del público que ve pasar las Cofradías las más tiernas conmiseraciones. Porque son ellos los verdaderos y obscuros penitentes."

Damos un salto temporal y nos plantamos en el año 1964, fecha en la que se publica en México la novela El Capirote, de la que es autor el escritor sevillano Alfonso Grosso (1928-1995). Con una prosa  áspera y social describe las última semanas de vida de un jornalero gravemente enfermo de tuberculosis que se alista en la cuadrilla de un capataz apodado "Trinidad" para sacar cofradías en Semana Santa; Grosso, autor maldito en su época para algunos, demuestra en su novela El Capirote (publicada en México debido a la censura) que conoce a la perfección los usos y códigos del mundillo de capataces y costaleros asalariados, desde la terminología hasta los usos y formas de comportamiento: 

 "Los costaleros iniciaban ya el rito de la colocación del costal sobre la cabeza. Se ayudaban unos a otros para ajustar el saco plegado que les almohadillaría los hombros y la nuca. Algunos, apretaban una vuelta más sobre la cintura la negra faja que les mantendría erguidos, o se agachaban para amarrar con destreza las cintas de sus alpargatas. 

Trinidad los fue distribuyendo por estatura. La falda de raso del paso de palio permanecía aún levantada. Los hombre, en fila india, iban ya entrando para ocupar su lugar bajo las trabajaderas." 

El comienzo de la maniobra de la salida del paso de la iglesia queda plasmada con rapidez, frases cortas y casi ausencia de adjetivos:

"El llamador duplicaba su golpe dentro del paso. La lamparilla de aceite procesionaba la sombra de los cuellos y de los brazos, de las manos apoyadas sobre las trabajaderas delanteras. Le sudor resbalaba sucio y salobre por los pechos y las espaldas. Era un leve murmullo el caminar, como un silbido, cuando las alpargatas de cáñamo se arrastraban por el suelo. Al llegar a la puerta de la iglesia, el capataz, a través de los respiraderos, ordenó "rodilla en tierra". Los cuarenta hombres se dejaron resbalar lentamente hasta que el palio de la Dolorosa bajó tres palmos en el arco de medio punto del portal. Los laterales quedaban separados apenas unos milímetros de los dos quicios. Las rodillas empezaron entonces a moverse lentamente, de manera imperceptible. Por unos instantes, parecieron las andas quietas, estáticas, milagrosamente justas a los bordes de la portada de piedra y no parecía que pudieran adelantar ya ni un solo centímetro."

Queda, del mismo modo, la visión idealizada, nostálgica de Luis Cernuda (1902-1963) cuando, en el capítulo de su libro Ocnos (1942) titulado Las Tiendas menciona de pasada a los costaleros cuando escudriña en las covachas de la Plaza del Pan, como buen conocedor de aquella zona al haber sido vecino cercano de la calle Acetres:

"Estaban aquellas tiendecillas en la Plaza del Pan, a espaldas de la Iglesia del Salvador, sobre cuya acera estacionaban los gallegos, sentados en el suelo o recostados contra la pared, su costal vacío al hombro y el manojo de sogas en la mano, esperando baúl o mueble que transportar. (...) En la plaza, los gallegos (denominación gremial y no geográfica, porque algunos eran santanderinos o leoneses) se encorvaban soñolientos y fofos, más al peso de los años que al de las cargas ingratas que su oficio les condenaba. Eran ellos quienes en Semana Santa, durante los altos de las cofradías, asomaban tras las andas de terciopelo sus caras congestionadas, bajo la masa dorada de esculturas, candelabros y ramilletes, alineados tal esclavos en los bancos de una galera."

Terminamos. Dejamos para el final una visión relativamente reciente, la del historiador, novelista y académico de la Lengua el hondureño Marcos Carías Zapata (1938-2018), de quien destacamos este escueto texto perteneciente a su obra Vara de Medir (1999) y que aporta la visión peculiar del foráneo, no por externa menos interesante, finalizando con una frase que nos ha llamado mucho la atención:

"Tarjeta postal: Los costaleros van en la penumbra. Cuando se detienen acuden los aguadores, sus cirineos. La aparición del aguador tiene que ser exacta al paso del desfile del paquidérmico tablao. Usted no ve la operación, ni a los costaleros ni a los aguadores, ocupado como está comprando souvenires y sin terminar de decidir su fidelidad entre los souvenires o el desfile de carrozas con sus divinos trabajos de imaginería barroca (y los imagineros que todavía siguen produciendo), sus celestiales objetos de orfebrería barroca (y los orfebres que siguen produciendo), hasta las hermanitas de clausura abonan para que abunde la oferta vendiendo por única vez en el año confituras y bollos de monja (la cofradía de los Servitas estrena dos farolas para acompañar, la de la O ha restaurado el manto de la virgen, la de los Gitanos le ha puesto faldones nuevos al paso del palio, la de Montesión estrena el mantolín y el cíngulo del Señor, la de los Estudiantes la insignia del Senatus). En las cofradías se agrupan creyentes y no creyentes. No se necesita creer para andar en la procesión, basta con creer en la procesión."

Sin duda, la figura del costalero ha sido, es y será objetivo de literatos y poetas cuando se trate de plasmar lo que de divino y humano tiene nuestra Semana Santa. Ojalá se nos brinde un descanso entre borrascas y podamos disfrutarla, pero esa, nunca mejor dicho, esa ya es harina de otro costal. 

 

16 septiembre, 2019

Pequeña historia de un cuadro grande.

Audio de la sección Hispalensia, emitido en el programa "Estilo Sevilla" el lunes 16 de septiembre de 2019.
 

Con la ilusión de quien estrena un cuaderno, retomamos nuestra colaboración semanal en Estilo Sevilla gracias al empeño del gran Antonio Bejarano, con lo cual intentaremos en esta temporada desgranar aspectos, detalles y anecdotas en torno a obras de arte sevillanas, bien poco conocidas, bien merecedoras de nuestra atención y de la de los oyentes. 

 A propuesta del Sr. Bejarano, arrancamos por tanto en esta ocasión con uno de los lienzos de mayor tamaño colgados en Sevilla, un lienzo relativamente reciente, data de 1966, y que fue pintado por un nazareno de bocina de la Hermandad de la Amargura, nacido septiembre de 1893 en la misma calle donde tuvieron taller Pedro Roldán, Duque Cornejo o Juan Manuel Rodríguez Ojeda, casi nada. 

Pintor afamado del que se conocen más de 2.000 obras en su catálogo, director de la Escuela de Artes y Oficios, Catedrático, Director del Museo de Bellas Artes, el curriculum del autor de esta obra que comentamos daría para libros enteros, como así ha sido, y además con la particularidad de haber sido un artista poco dado a las vanguardias, manteniendo el sano estilo costumbrista de sus maestros García Ramos o Gonzalo Bilbao. A buen seguro los oyentes sabrá ya de quien estamos hablando; efectivamente se trata del pintor Alfonso Grosso Sánchez, ojo, no confundir con su sobrino el novelista, de mismo nombre y primer apellido y que ideológicamente anda en las antípodas de su tío, basta con leer sus textos y narraciones. Alfonso Grosso es, pues, el autor de esta obra cuyo título aún no hemos desvelado. Si afirmamos que se titula “Alegoría de la Consagración del Misterio de la Inmaculada Concepción” poco ayudaremos, pero si aclaramos que está colgado en la catedral de Sevilla, sobre la Puerta de la concepción en el crucero, muchos ya se habrán situado y habrán reconocido de qué obra se trata. 

 Sí, en efecto, es la Inmaculada, esa Inmaculada. 

 En 1904 se había cumplido el cincuenta aniversario de la Bula papal “Ineffabilis Deus”, documento pontificio que ratificaba la creencia en el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, algo que en Sevilla, desde el siglo XVII, se había jurado defender incluso con sangre, como los cofrades de la Hermandad del Silencio, con su hermano mayor Tomás Pérez a la cabeza sostuvieron. Con motivo de la efemérides, son palabras del propio Grosso, el siempre recordado beato cardenal Spínola encargó un cuadro al pintor Virgilio Mattoni, cuadro que finalmente quedó ubicado en el palacio arzbispal; con el paso de los años, en 1940 el alcalde de sevilla Eduardo Luca de Tena encarga un boceto de la Inmaculada a Grosso empleando para ello el dinero de una colecta realizada por los empleados municipales.

 El boceto contó con el beneplácito de la Real Academia de Bellas Artes, del Cabildo de la Catedral y del propio Cardenal Segura, pero la enfermedad de éste pospuso todo el proyecto hasta que el cardenal Bueno Monreal, decide relanzarlo. Para ello, dadas las dimensiones del cuadro (6 x 8 metros, ni más ni menos) contará con unas dependencias cedidas por la casa de Alba en su Palacio de las Dueñas, por no hablar de la ayuda económica de instituciones como el Ayuntamiento, la diputación provincial, hermandades como la Macarena, el Silencio o la sacramental del Sagrario, o instituciones como el Círculo de Labradores o las Esclavas. 1966, por tanto es el año. 

El año de la cabalgata de reyes magos enmedio de una tarde de muchísima niebla, con el rejoneador Alvaro Domecq como Baltasar, el año en el que la pila del pato se traslada a la plaza de san leandro, en el que la Hermandad de los Estudiantes se traslada a su actual sede de la antigua Fábrica de Tabacos, el año en que la Casa de los Pinelo pasa a propiedad municipal y el año en el que un chaval de apenas 16 años talla su primera dolorosa, la Virgen de Guadalupe, Luis Álvarez Duarte en el recuerdo siempre. 

 Ante la envergadura del encargo, Alfonso Grosso, que nos ha dejado obras tan entrañables como el Monaguillo del museo de BBAA o varias pinturas de temática cofrade, entre otras, ha de rodearse de una serie de colaboradores que le hará más facil su tarea. Así, contará con los pintores Rafael Rodríguez y José Espinosa, con el tallista José Bergali para la moldura y con el dorador Luis Jiménez, por no hablar de Luis Rank y José Manuel Naranjo quienes acometerán la delicada faena del traslado, el martes 15 de marzo de 1966, y colocación del cuadro a los muros catedralicios. 

Como curiosidad, fotos de Serrano recogidas por ABC muestran que el lienzo, enrollado sobre sí mismo fue llevado a hombros desde las Dueñas hasta la catedral, haciendo su entrada por la Puerta de los Palos. 

 La bendición, recogida por la prensa sevillana, tuvo lugar el domingo 27 de marzo de 1966 por el entonces aún arzobispo Bueno Monreal, asistiendo el capitán general de la II region Teniente general Maroto, los presidentes de la Diputación y el gobernador civil y el alcalde Moreno de la Cova. Intervinendo en la escolanía Virgen de los Reyes. 

 Obviamente, el motivo central de esta pintura que comentamos es la propia imagen de María Inmaculada, representada dentro de lo cánones clásicos, con manto azul y túnica rosada, manos entrelazada y con el rostro de la venerada Esperanza Macarena, que había sido coronada canónicamente hacía entonces escasos dos años; precisamente en ese 1966 el Papa Pablo VI otorgaba el rango de Basílica Menor al templo de su Hermandad. Al pie de la Inmaculada, a la izquierda se puede contemplar al pontífice Pio IX imponiendo sus manos sobre las escrituras sostenidas por un ángel, mientras que a la derecha se sitúa un cardenal (¿Spínola?) revestido con capa pluvial azul, color litúrgico de la Inmaculada tomado de la liturgia hispalense y que se extendió a toda la cristiandad, además de un nazareno con túnica de cola negra, perteneciente a la Hermadandad del Silencio que se levanta el antifaz para contemplar a la Inmaculada, así como una pareja de niños seises, vestidos de azul, que se acompañan de la bandera concepcionista y del simpecado de la Hermandad Sacramental del Sagrario.