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11 enero, 2021

De aquellos Polvos...

 

En unos tiempos como los actuales, en las que las llamadas "fake news", o mejor dicho, los llamados bulos, infundios o patrañas de toda la vida para entendernos, surgen por todas partes, y más aún con el auge de las redes sociales, no estaría de más relatar someramente lo que sucedió en nuestra ciudad allá por el año 1630, cuando la rumorología dio paso la "certeza" y sus consecuencias. 

Sevilla seguía siendo Puerto y Puerta de Indias, gozando de una posición envidiable en la península, pero lenta y progresivamente, comenzaba a percibir los primeros síntomas de una crisis económica proveniente de la propia Corona y su política, con numerosos frentes abiertos (nos encontramos en plena Guerra de los Treinta Años) y un endeudamiento galopante. A ello había que sumar el constante temor a la llegada de todo tipo de males o calamidades, y que los índices de pobreza eran alarmantes, que se producían hambrunas por las malas cosechas y que las desigualdades sociales eran enormes. El panorama no estaba desde luego para lanzar las campanas al vuelo.

En el otoño de aquel año, se pregonó un Bando Real firmado por el monarca Felipe IV, bando que fue pregonado en los sitios de costumbre despertando la curiosidad de no pocos transeuntes, siempre ávidos de nuevas procedentes de la Corte madrileña. El documento que no hará sino acrecentar un rumor que ya circulaba, dándole, pues, carta de naturaleza: 

"Sepan todos que al Rey nuestro señor se le ha dado noticia por personas celosas del servicio de Dios y el suyo, que algunos enemigos del género humano tratan de sembrar los polvos que con tan gran rigor han causado la peste en el estado de Milán y en otros estados de aliados y amigos desta Corona, y que para este efecto vienen personas a estos reinos cuyos retratos y señas están en poder de su Majestad y Gobernador del Consejo."


 ¿Qué ocurría en Milán, entonces bajo jurisdicción hispana? En principio, se trataría de la habitual epidemia de peste, cosa bastante frecuente por otra parte por desgracia, pero en esta ocasión la situación se enrarece, se complica; surgen rumores que hablan, murmuraciones, de la presencia de supuestos agentes al servicio de naciones contrarias a España y que estarían esparciendo la enfermedad, con especial incidencia, para colmo, en el clero; ¿De qué manera actuaban aquellos "Untori", como fueron denominados? Nos lo cuenta un cronista italiano de la época, que hace suyas las habladurías: 

“Para echarse estos polvos, aderezan unas vejigas, y las ponen a modo de jeringas, y con ellas los echan a los que pasan por la calle, y luego quedan apestados y a poco tiempo muertos; y porque esto se encubre mejor debajo de hábitos largos,de que estos infernales usan, se ha prohibido que ninguno los traiga sino cortos. Estos ungüentos, y polvos, también se echan en las pilas del agua bendita, y se dice que se hacen por arte diabólica.”

Nunca mejor dicho, la historia tiene todos los ingredientes para aterrorizar a una más que ya asustada población, en principio, y luego a todo un país como el nuestro: que espías extranjeros actuasen como terroristas bacteriológicos en suelo español suponía no sólo una amenaza, sino un peligro, de modo que se le dio crédito a los rumores, de ahí la Orden de la Corona, que incluso llegó a atisbar toda una conjura encabezada por un Grande de España, el Duque de Híjar, que pretendía derrocar al Rey para beneficiar a Portugal de quién se dijo era agente doble. Como podemos apreciar, la historia comenzó a alcanzar cotas próximas casi a la histeria colectiva, donde incluso llegaron a darse casos de falsas acusaciones contra presuntos "esparcidores de polvos medionalenses".

 En Sevilla, concretamente, tras el antes aludido Bando Real, el Cabildo de la Ciudad ordenó el cierre inmediato de todas las puertas, dejando solo abiertas las del Arenal, Triana, Macarena, Carmona y el Postigo del Aceite, colocándose guardias en ellas; a los frailes Trinitarios se les encomendó custodiar la Puerta del Sol y a los Mercedarios la Puerta Real. Además, en un intento de control de la población no sevillana, el día 14 de octubre se ordenó que todos aquellos extranjeros residentes en Sevilla se presentasen y se identificasen ante los llamados Diputados de Puertas, cargo ostentado por los Caballeros Veinticuatro. La orden se mantuvo en vigor hasta diciembre, cuando la situación pareció calmarse. 

Como hemos visto, se llegó a decir incluso que había foráneos que echaban esos llamados “Polvos de Milán” en las pilas de agua bendita de las iglesias (imaginemos los bulos y rumores recorriendo las Gradas, las Plazas del Salvador, la Feria o San Francisco, con la ferviente religiosidad hispalense como telón de fondo) lo que llevó hasta a la celebración de una solemne procesión de rogativas organizada por el Cabildo catedralicio el 11 de octubre de aquel año, teniendo lugar Misa Mayor, predicando el canónigo Alonso Gómez de Rojas, comulgando todas las autoridades y estando todo el día expuesto el Santísimo Sacramento en la propia catedral, todo ello con la idea de aplacar la ira divina o que los "enemigos del género humano" cambiasen sus malignas intenciones. 

Aparte de todas estas medidas, fruto de la confusión y del miedo existentes, se inició una tremenda polémica, analizada por el profesor Sèbastien Riguet, entre afamados médicos sevillanos, con la discusión, lógicamente, centrada en la existencia o no de aquellos polvos maléficos que tantos quebraderos de cabeza estaban causando. En un bando aparecerá el doctor Francisco Marvelli de Puebla, quien llegó a publicar una disertación dedicada al Asistente el Vizconde de la Corzana, en la que advertía de los perversos efectos del veneno de Milán, entendido como caso claro de contaminación importada; le secundarán otros doctores sevillanos como Fernando de Solá, mientras que en el otro bando aparecen galenos correspondientes al mismísimo Santo Oficio como Francisco de Figueroa o Diego de Valverde Orozco. 

La sesuda controversia duró meses y pasó del terreno científico al teológico, mezclándose ambas facetas con citas de Galeno o San Pablo, sobre todo a la hora de discutir si los "polvos de Milán" perdían sus propiedades al ser esparcidos en las pilas de agua bendecida, aliñado todo con la presencia del Diablo y con el componente añadido del propio desconocimiento médico existente sobre posibles vías de contagio.¡Lo que dieron de sí aquellos rumores procedentes de Milán! 

Lentamente, los rumores fueron diluyéndose como la espuma en el mar, aunque poco podían imaginar aquellos doctores que en 1649, esta vez sí, la Peste asolaría la ciudad sin necesidad de espías o agentes, con una mortalidad inimaginable y dejando a Sevilla exánime y mermada; pero esa, esa ya es otra historia... 


24 agosto, 2020

Días de perros.

    En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.

 Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.

   Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.

   Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.

    En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.

   Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.

    Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos. 


 

   En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?

 

  Desde noviembre o diciembre de 1763 se comprobó por parte de las autoridades locales cómo era creciente el número de perros que enfermaban súbitamente y de tanta gravedad que la mortandad se incrementó a medida que pasaban las semanas, llegando al punto de que en mayo del año siguiente se contaban por docenas los animales hallados muertos en las calles hispalenses en lo que fue una auténtica epidemia de la que poco se sabía en cuanto a tratamiento, a lo que hay que añadir la preocupación por que aquel mal, desconocido y amenazador, se extendiera a los propioas sevillanos.

   El entonces Asistente Don Ramón Larrumbe, tuvo a bien tomar dos decisiones: la primera, dar sepultura a los canes fallecidos en una zona extramuros de la ciudad, y la segunda, pedir parecer de los miembros de la Sociedad Médica de Sevilla, fundada en 1697 y con estatutos aprobados en 1700 por Carlos II; esta Sociedad, además, estaba formada por médicos “rebeldes” con las teorías y dogmas clásicos, abogando por nuevos tratamientos con medicamentos basados en la Química frente a las purgas o sangrías "tradicionales". 

 

    La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.

      Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.

 

    A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.

   Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.

 

Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas.