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08 marzo, 2021

Sermoneando.

 

En estos días cuaresmales, en los que las convocatorias de cultos de las hermandades, con sus orlas y títulos, con sus escudos y tipografías de gran tamaño, cumplen como cada año con el papel de anunciar Quinarios, Septenarios o Novenas, no falta quien, al darles lectura, examine el nombre del predicador de turno con aire casi inquisitorial, más o menos para darle el visto bueno.

Aunque los sermones, de otro tipo eso sí, tuvieron su hueco en este blog en su momento, merece la pena comentar que durante siglos, fueron seguidos con tremenda atención, especialmente los cuaresmales, no en vano, el clero buscaba enseñar (“docere”), deleitar (“delectare”) y conmover (“movere”) a los fieles con sus palabras, adoctrinando sus almas en un momento en el que, tras el Concilio de Trento, la Iglesia había comprobado que la fe de muchos era simple práctica de ritos sin apenas formación. Eso sí, los predicadores basaban sus pláticas en la necesidad de conversión frente a los vicios mundanos, atacando prácticamente desde la moda de la época hasta determinadas costumbres, pasando por los Siete Pecados Capitales, con el telón de fondo de la constante amenaza con las penas del infierno y la condenación eterna.

Para la prédica, el sacerdote debía prepararse adecuadamente, redactando un esquema o quizá un texto completo, pero no quedaba ahí la cosa, pues existía una auténtica escuela de aprendizaje en la que se enseñaba lo relativo a cómo transmitir el mensaje a los oyentes, con especial hincapié en la gesticulación o en la forma de dirigirse a los fieles, a veces teatral y a veces serena, con giros de voz inesperados o cambios en el registro para atraer la atención en momentos concretos.

Dentro de la Liturgia de las cofradías, aparte del rezo del Rosario, la exposición del Santísimo Sacramento o la Liturgia de la Palabra, sin olvidar los hermosos textos de novenas, quinarios o septenarios, juega un papel fundamental la presencia del sacerdote que cada noche preside la eucaristía y que, una vez proclamado el Evangelio, y tras saludar a los participantes con la lectura del Título completo de la Hermandad (algo que, no sabemos por qué, gusta sobremanera a los hermanos) comenzará la plática, la predicación o, como decían los antiguos, la homilía.

Jesuitas, agustinos, franciscanos o dominicos (llamada Orden de Predicadores, queda todo dicho), expertos en oratoria, retórica o elocuencia, eran requeridos por las hermandades para los sermones cuaresmales, en los que los cofrades, congregados en torno a sus veneradas imágenes titulares expuestas en altares de culto montados expresamente para la ocasión, con un ceremonial litúrgico de ciriales, sacristanes, incesarios y dalmáticas se predisponían y se predisponen espiritualmente a celebrar los Días Santos.

Sin embargo, uno de los sermones más esperados y conocidos en la Cuaresma sevillana ni tenía lugar en un templo ni era organizado por Hermandad o Cofradía alguna, basta echar un vistazo, por ejemplo, a la escueta reseña aparecida en la prensa local del 6 de abril de 1897:


“Como anualmente sucede, anteayer se predicó en el Patio de los Naranjos el sermón de la Doctrina. En vez del P. Fray Diego de Valencia, que salió para Jerez con objeto de predicar un Tríduo, dirigió su palabra a los fieles el P. Vicario de Capuchinos, Fray Cándido de Monreal.

A la derecha del púlpito había colocado un dosel de terciopelo, bajo el cual hallábase el arzobispo Sr. Spínola. Los niños del Hospicio y del Asilo ocuparon los bancos dispuestos frente al púlpito. La concurrencia fue muy numerosa. La procesión de los niños fue presidida por el capellán del Hospicio y los diputados provinciales Sres. García Galindo y Vidal”.

 


El Sermón de la Doctrina, cuyo origen se pierde siglos atrás y se celebraba bien el Domingo de Pasión, bien el Viernes de Dolores hasta los años 50 del pasado siglo XX, era, como decíamos una ocasión más para aleccionar a grandes y pequeños en plena Cuaresma, y para ello se contaba con un lugar más que apropiado, un escenario casi teatralizado y, lo que es más importante, el peso de la tradición, pues en el púlpito, aún conservado, pueden aún casi escucharse las voces antiguas de predicadores y santos como Vicente Ferrer, Francisco de Borja, Juan de Ávila o el Venerable Padre Contreras, todos ellos seguidos casi como auténticos “influencers” (valga el término actual) por una legión de admiradores que literalmente se bebían sus homilías con auténtico placer. 

 

José Jiménez Aranda (1837 - 1903): Sermón en el Patio de los Naranjos. 1879.

La gran escritora del XIX, Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), fallecida en Sevilla en 1877, describió con maestría cómo era aquel Sermón cuaresmal allá por 1863, convirtiendo una celebración litúrgica en un retrato de costumbres y tipos de una época:


Entretanto, la gente se ha ido apiñando alrededor de este púlpito, esclarecido por tantos gloriosos apóstoles; mas sin que vengan los niños del Hospicio, no subirá el orador al púlpito. Fórmanse, mientras, grupos alrededor de la fuente. Cada naranjo se hace el centro de una pequeña tertulia, al propio tiempo que otros pasean solitarios fumando su cigarro. Alguno que otro extranjero va de grupo en grupo mirándolos con extrañeza. Este espectáculo de religión al aire libre, cuando en otros países parece que teme salir de sus templos, les da que pensar. Es cosa aquí tan natural, todos tienen un continente tan sencillo, que no se pensaría que aguardaban una solemnidad, si en las ventanas ogivales de los cuerpos superpuestos de la Giralda, no se viera asomar cabezas que denotan aguardar otra cosa, que no la vista de aquella reunión animada sin bulla, recogida sin afectación.


Pero ya suenan a lo lejos voces infantiles. En el umbral de la puerta del Perdón, aparece una Cruz de plata rodeada de faroles en que arden cirios. «Las gentes abren paso con apresuramiento simpático, y en la estrecha senda que abre se ve entrar de dos en dos a los niños del Hospicio de San Luis, cantando salmos o el Rosario conducidos por sacerdotes, y a las niñas del de Santa Isabel que lo son por Hermanas de la Caridad. Los vestidos de unos y otros son limpios y adecuados, sus semblantes revelan alegría y salud. Estos pobres niños que sólo se encuentran en esta ocasión, se miran con cándida simpatía, pues sienten indefiniblemente que pertenecen a una misma familia, la de los desheredados, recogidos por la caridad.


A medida que se van colocando detrás de las autoridades civiles y eclesiásticas, que son su providencia en este mundo, las gentes enmudecen y se acercan. El cuadro de género (o de costumbres) que antes se presentaba, y que por la originalidad de los trajes, la viveza de los colores, la variedad de actitudes, distraía agradablemente el tiempo de espera, toma al concentrarse otro carácter y se convierte en cuadro religioso, cuya belleza resulta de la unanimidad y de la expresión moral, que es la de una fe serena y segura de sí. Todas las miradas se dirigen al púlpito no se lee sino un solo pensamiento en aquellas descubiertas frentes.


De este modo arrancaba el Sermón de la Doctrina, considerado en aquel entonces como la antesala de una Semana Santa sin besamanos, carteles o pregones...

01 marzo, 2021

Vender humo.

 

Hace apenas una semana, leíamos con satisfacción que finalmente nuestro Ayuntamiento ha concedido la licencia para la venta de incienso a la familia que desde hace años regentaba un puestecillo del mismo en la céntrica calle Córdoba, perfumando con su aroma la calle para satisfacción de muchos, especialmente los cofrades. Vainilla, clavo, romero, resinas, canela, ámbar, ruda, gálbano, estoraque, los ingredientes serían innumerables, pero unidos, conseguirán que, una vez prendido sobre el carbón, desprenda el caraterístico humo y olores tan especiales y que tan buen recuerdo generan.

Pero, ¿Desde cuándo se está utilizando el incienso? ¿Siempre ha sido con fines religiosos? 

Boswellia sacra

 El término en sí mismo procede del latín “incensum”, participio que proviene del verbo “incendere” (casi no hace falta traducirlo); ahora bien, existe también un género de árboles llamado Boswelia cuya resina gomosa, al ser extraída del tronco y secarse se convierte en granos de color amarillento pálido, apenas dos centímetros como mucho de tamaño y forma redondeada; granos que al ser quemados se derriten desprendiendo un olor distintivo. Quizá de esta resina fuera el incienso que ofrecieron los Reyes Magos al Niño Jesús en Belén, símbolo, como ya comentamos en su día, de su identidad divina. Además, la ruta de las caravanas procedente de Oriente sirvió para difundir esta sustancia, a la que muchos atribuyeron propiedades curativas.

Igualmente, se ha constatado la utilización del incienso, tanto en uso profano como religioso, en épocas mucho más antiguas, como testifica el historiador Heródoto en las culturas asirias o babilónicas, con especial mención para el Egipto de los Faraones, ya que en una estela de en torno al 1568 antes de Cristo hallada en la tumba de la reina Hatsesupt se menciona incluso una expedición para buscar árboles de incienso más allá de los confines del Nilo, en el lejano y desconocido País de Punt, al parecer en la actual Somalia, en lo que habría sido una misión comercial de primer orden para traer un elemento tan valorado como caro. Los faraones, en sus desfiles, se hacían acompañar de incensarios para honrar a sus dioses, quienes procesionaban convertidos en estatuas en solemnes y nutridos cortejos. (Nada nuevo, por lo que se ve).

Los Griegos lo tenían presente en espectáculos, Olimpiadas, banquetes y romanos y judíos, éstos últimos en su Templo de Jerusalén donde se encontraba el llamado “altar del incienso”, lo emplearon con mucha frecuencia en sus ofrendas, como símbolo de veneración a la divinidad, e incluso el historiador Ptolomeo, aludía a sus virtudes terapéuticas como tranquilizante, de modo que, como vemos, quemar incienso ha sido históricamente un gesto ligado a la Humanidad desde hace miles de años, sin olvidar su papel en las culturas asiáticas japonesas y chinas o en la religión budista, donde se vincula a la difusión de los buenos pensamientos e intenciones.

 
Como no podía ser menos, la Iglesia Católica tomó el uso de esta resina con fines litúrgicos, aunque se desconoce en qué momento exacto comenzó a emplearse en las diferentes ceremonias. Se poseen datos sobre cómo ya en el siglo IV la peregrina hispana Egeria comprobó su presencia en la Vigilia de los oficios dominicales en Jerusalén y de cómo en el siglo V se incesaba al obispo en la procesión de entrada al altar y en los cultos del Viernes Santo. El Salmo 142 del Antiguo Testamento no podría expresarlo mejor: Suba mi oración delante de ti como el incienso”

En la Edad Media, en torno al siglo XI, aparecerá en Galicia el gran incensario, el famoso Botafumeiro de la Catedral de Santiago de Compostela, aunque en este caso aparte del fin litúrgio también evidentemente se pretendía entonces disipar los malos olores emanados de los desaseados peregrinos que llegaban tras el Camino. Aún hoy pueden contemplarse sus  evoluciones en las misas de los domingos, manejados por los llamados "tiraboleiros".


 Ni que decir tiene que el ritual de la Iglesia Ortodoxa incide en la presencia del incienso a la hora de bendecir sus iconos o en la Católica con el mismo sentido a la Eucaristía, a la cruz, al oficiante del rito y por supuesto a las imágenes sagradas; prueba de la riqueza eclesiástica incluso serán los ricos materiales con los que se realizaran algunos incensarios, como por ejemplo el repujado en oro por el orfebre Antonio Méndez, estrenado en 1791, donado por el comerciante Manuel Paulín de la Barrera y conservado "como oro en paño" (nunca mejor dicho) en la Catedral de Sevilla. 



Por tanto, no es de extrañar la presencia de acólitos turiferarios en los cultos cuaresmales de nuestras hermandades y, por tanto, en las estaciones de penitencia, pensemos que incluso allá por los siglos XVI y XVII, cuando se conforma la Semana Santa Barroca, la escasez de higiene, la suciedad de las calles, la mayoría estrechas y mal pavimentadas, y olores "poco recomendables" serían “conjurados” por el olor del incienso en manos de los consabidos monaguillos. 


 Formando en el cuerpo de ciriales a las órdenes del pertiguero, los incensarios serán pieza clave para la liturgia de la cofradía en la calle, con incluso elementos de gran belleza fruto del esmerado trabajo de diseñadores y orfebres, como es el caso de las navetas para portar el incienso, cuyo nombre deriva de “nave” por ser las primeras realizadas con ese aspecto; de hecho con esa forma es por ejemplo la de la Hermandad de la Sagrada Mortaja, fruto de la imaginación del pintor y catedrático Francisco Maireles y repujada por Juan Fernández en 1960, con incluso el detalle de aparecer el nombre de "Piedad" en el nombre del navíoa sustentado por querubines. También, merece la pena reseñarse la rica y original naveta que acompaña a la Virgen del Valle, de Manuel Varela en 2002 y que emplea como recipiente una gigantesca caracola adornada con pedrería.
 
 
 
A título anecdótico, no pocas hermandades en la actualidad presumen incluso de poseer sus propias “fórmulas secretas” a la hora de mezclar los diferentes ingredientes para elaborar el incienso, logrando personalizar de este modo el aroma que acompaña a sus Titulares en los cultos o en la Estación de Penitencia.