01 marzo, 2021

Vender humo.

 

Hace apenas una semana, leíamos con satisfacción que finalmente nuestro Ayuntamiento ha concedido la licencia para la venta de incienso a la familia que desde hace años regentaba un puestecillo del mismo en la céntrica calle Córdoba, perfumando con su aroma la calle para satisfacción de muchos, especialmente los cofrades. Vainilla, clavo, romero, resinas, canela, ámbar, ruda, gálbano, estoraque, los ingredientes serían innumerables, pero unidos, conseguirán que, una vez prendido sobre el carbón, desprenda el caraterístico humo y olores tan especiales y que tan buen recuerdo generan.

Pero, ¿Desde cuándo se está utilizando el incienso? ¿Siempre ha sido con fines religiosos? 

Boswellia sacra

 El término en sí mismo procede del latín “incensum”, participio que proviene del verbo “incendere” (casi no hace falta traducirlo); ahora bien, existe también un género de árboles llamado Boswelia cuya resina gomosa, al ser extraída del tronco y secarse se convierte en granos de color amarillento pálido, apenas dos centímetros como mucho de tamaño y forma redondeada; granos que al ser quemados se derriten desprendiendo un olor distintivo. Quizá de esta resina fuera el incienso que ofrecieron los Reyes Magos al Niño Jesús en Belén, símbolo, como ya comentamos en su día, de su identidad divina. Además, la ruta de las caravanas procedente de Oriente sirvió para difundir esta sustancia, a la que muchos atribuyeron propiedades curativas.

Igualmente, se ha constatado la utilización del incienso, tanto en uso profano como religioso, en épocas mucho más antiguas, como testifica el historiador Heródoto en las culturas asirias o babilónicas, con especial mención para el Egipto de los Faraones, ya que en una estela de en torno al 1568 antes de Cristo hallada en la tumba de la reina Hatsesupt se menciona incluso una expedición para buscar árboles de incienso más allá de los confines del Nilo, en el lejano y desconocido País de Punt, al parecer en la actual Somalia, en lo que habría sido una misión comercial de primer orden para traer un elemento tan valorado como caro. Los faraones, en sus desfiles, se hacían acompañar de incensarios para honrar a sus dioses, quienes procesionaban convertidos en estatuas en solemnes y nutridos cortejos. (Nada nuevo, por lo que se ve).

Los Griegos lo tenían presente en espectáculos, Olimpiadas, banquetes y romanos y judíos, éstos últimos en su Templo de Jerusalén donde se encontraba el llamado “altar del incienso”, lo emplearon con mucha frecuencia en sus ofrendas, como símbolo de veneración a la divinidad, e incluso el historiador Ptolomeo, aludía a sus virtudes terapéuticas como tranquilizante, de modo que, como vemos, quemar incienso ha sido históricamente un gesto ligado a la Humanidad desde hace miles de años, sin olvidar su papel en las culturas asiáticas japonesas y chinas o en la religión budista, donde se vincula a la difusión de los buenos pensamientos e intenciones.

 
Como no podía ser menos, la Iglesia Católica tomó el uso de esta resina con fines litúrgicos, aunque se desconoce en qué momento exacto comenzó a emplearse en las diferentes ceremonias. Se poseen datos sobre cómo ya en el siglo IV la peregrina hispana Egeria comprobó su presencia en la Vigilia de los oficios dominicales en Jerusalén y de cómo en el siglo V se incesaba al obispo en la procesión de entrada al altar y en los cultos del Viernes Santo. El Salmo 142 del Antiguo Testamento no podría expresarlo mejor: Suba mi oración delante de ti como el incienso”

En la Edad Media, en torno al siglo XI, aparecerá en Galicia el gran incensario, el famoso Botafumeiro de la Catedral de Santiago de Compostela, aunque en este caso aparte del fin litúrgio también evidentemente se pretendía entonces disipar los malos olores emanados de los desaseados peregrinos que llegaban tras el Camino. Aún hoy pueden contemplarse sus  evoluciones en las misas de los domingos, manejados por los llamados "tiraboleiros".


 Ni que decir tiene que el ritual de la Iglesia Ortodoxa incide en la presencia del incienso a la hora de bendecir sus iconos o en la Católica con el mismo sentido a la Eucaristía, a la cruz, al oficiante del rito y por supuesto a las imágenes sagradas; prueba de la riqueza eclesiástica incluso serán los ricos materiales con los que se realizaran algunos incensarios, como por ejemplo el repujado en oro por el orfebre Antonio Méndez, estrenado en 1791, donado por el comerciante Manuel Paulín de la Barrera y conservado "como oro en paño" (nunca mejor dicho) en la Catedral de Sevilla. 



Por tanto, no es de extrañar la presencia de acólitos turiferarios en los cultos cuaresmales de nuestras hermandades y, por tanto, en las estaciones de penitencia, pensemos que incluso allá por los siglos XVI y XVII, cuando se conforma la Semana Santa Barroca, la escasez de higiene, la suciedad de las calles, la mayoría estrechas y mal pavimentadas, y olores "poco recomendables" serían “conjurados” por el olor del incienso en manos de los consabidos monaguillos. 


 Formando en el cuerpo de ciriales a las órdenes del pertiguero, los incensarios serán pieza clave para la liturgia de la cofradía en la calle, con incluso elementos de gran belleza fruto del esmerado trabajo de diseñadores y orfebres, como es el caso de las navetas para portar el incienso, cuyo nombre deriva de “nave” por ser las primeras realizadas con ese aspecto; de hecho con esa forma es por ejemplo la de la Hermandad de la Sagrada Mortaja, fruto de la imaginación del pintor y catedrático Francisco Maireles y repujada por Juan Fernández en 1960, con incluso el detalle de aparecer el nombre de "Piedad" en el nombre del navíoa sustentado por querubines. También, merece la pena reseñarse la rica y original naveta que acompaña a la Virgen del Valle, de Manuel Varela en 2002 y que emplea como recipiente una gigantesca caracola adornada con pedrería.
 
 
 
A título anecdótico, no pocas hermandades en la actualidad presumen incluso de poseer sus propias “fórmulas secretas” a la hora de mezclar los diferentes ingredientes para elaborar el incienso, logrando personalizar de este modo el aroma que acompaña a sus Titulares en los cultos o en la Estación de Penitencia. 
 


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