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17 febrero, 2025

Una cruz de novela.

Como recordarán los amables lectores de estas páginas o los no menos estimados oyentes de estos podcasts, el actual Centro Andaluz de Arte Contemporáneo y antes Fábrica de Loza de Pickman, fue en sus orígenes un importante monasterio perteneciente a la orden cartuja, fundado a comienzos del siglo XV en el sitio denominado de Las Cuevas por el Cardenal Alonso de Mena, quien recurrirá al patrocinio de aristócratas locales para iniciar las obras del cenobio aunque no pueda verlo finalizado al fallecer en 1401 en Cantillana contagiado por una epidemia. A la fundación ayudaría no poco la aparición (milagrosa, dicen) en una "cueva" ubicada en esos terrenos de una imagen de la Virgen de mucha antigüedad, y que daría nombre al Monasterio.

Con el paso de las décadas, Santa María de las Cuevas, nombre que recibiría una vez constituida la comunidad cartuja, terminó por convertirse en uno de los conventos masculinos más importantes de Sevilla. Albergó en su interior la tumba de Cristóbal Colón, destacó por la riqueza de su patrimonio (allí recibió culto por vez primera el montañesino Cristo de la Clemencia) y por la abundancia de sus limosnas y comidas a los pobres, e incluso, con el tiempo, la figura de su Prior pasó a ser considerada como más que respetable y llena de prestigio, siempre tenida en cuenta en cuestiones de pleitos, pendencias o enfrentamientos, a manera de "pacificador", en unos tiempos, como veremos, más que peligrosos. 


Si se visita dicho lugar, salvada la entrada, curiosamente orientada en sentido contrario a la ciudad, o sea, a sus espaldas, dejando patente el carácter "solitario" de la orden y tras superar la llamada "Capilla de Afuera", adentrándonos en busca de la portada de acceso a la antigua iglesia o Puerta de las Cadenas, el visitante observador se percatará, a la derecha, de la presencia de un pequeño estanque recuerdo quizá de aquella famosa "Galapaguera" en la que se criaban tortugas con las que se cocinaba una, dicen,  exquisita sopa de tortuga, cuyo caldo era muy nutritivo y sabroso, especialmente para los frailes enfermos o de mayor edad. Presidiendo dicha alberca, enmarcada en un ventanal y rodeada de enredaderas, nos encontraremos con una cruz realizada en piedra, de tamaño mediano y que a sus pies ostenta la representación iconográfica de la Piedad, esto es, la Virgen María con su Hijo muerto en sus brazos. 


Una sempiterna leyenda ha denominado a esta cruz como la Cruz de los Ladrones, leyenda que, como todas, pierde su origen en la noche de los tiempos y que alude a épocas en las que esta cruz estaba enclavada a medio camino entre Triana y la Cartuja, actuando como "cruz de término" que marcaría los límites territoriales del monasterio frente al mundanal ruido. El suceso habría tenido como protagonista a un criado del monasterio, con cuya ayuda habría contado un grupo de seis malhechores a la hora de robar las joyas de la Virgen de las Cuevas; sin embargo, durante su huida, una extraña y milagrosa niebla, les despistará hasta el punto de regresar una y otra vez a la escena del crimen, emprender la huida y abandonar el botín. Como recuerdo de aquel suceso sobrenatural se habría levantado tal cruz.

A mayor abundamiento, de dicho episodio, y en parecidos términos, poseemos una una interesante referencia en la novela La Gaviota, publicada en el año 1849 bajo la autoría de Fernán Caballero. Seudónimo de la novelista fallecida en Sevilla Cecilia Böhl de Faber (1796-1877),  en dicho relato se narra la historia de una hermosa joven de origen rural y dotada de una preciosa voz para el canto, quien tras una serie de peripecias, venturas y desventuras amorosas y hasta adulterio con un torero (cosas de las novelas románticas) a la postre regresa a su pueblo de origen y contrae matrimonio con un humilde barbero, en lo que sería un epílogo ejemplarizante para satisfacer a los lectores, ávidos de este tipo de ficción cercana al folletín decimonónico. 


Precisamente en el séptimo capítulo de la segunda parte de esta novela, varios de los protagonistas debaten acaloradamente sobre la veracidad de determinadas y antiguas leyendas de Sevilla, como la del Lagarto de la Catedral o la de la Cruz del Negro; llegado un momento determinado, se hace alusión al origen de la Cruz de los Ladrones, aludiéndola como aún colocada cerca de la propia Cartuja, con dos teorías sobre su denominación y demostrando a las claras que el suceso formaba ya parte del acervo popular hispalense : 

—Bien puedes también, hermana, dijo el General, regañar al loco de Rafael, por haber respondido a ese Monsieur le Baron, a una pregunta por el mismo estilo, acerca de la Cruz de los ladrones, junto a la Cartuja, que se llamaba así, porque a ella iban a rezar los ladrones, para que Dios favoreciese sus empresas.

—¿Y el Barón se lo ha creído? preguntó la Marquesa.

—Tan de fijo, como yo creo que no es Barón, repuso el General,

—Es una picardía, continuó la Marquesa irritada, dar lugar nosotros mismos a que se crean y repitan tales desatinos.

La cruz fue erigida en aquel sitio por un milagro que hizo allí Nuestro Señor; porque en aquellos tiempos, como había fe, había milagros. Unos ladrones habían penetrado en la Cartuja, y robado los tesoros de la iglesia. Huyeron espantados, corrieron toda la noche, y a la mañana siguiente se encontraron a corta distancia del convento. Entonces viendo claramente el dedo del Señor, se convirtieron; y en memoria de este milagro, erigieron esa cruz, a la que el pueblo ha conservado su nombre. Voy a decirle cuatro palabras bien dichas a ese calavera.—Rafael, Rafael.


Dejamos a Fernán Caballero y su Gaviota. Pese a no haber mucha información sobre esta cruz, en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla se conserva un antiguo plano de los terrenos cartujanos basado en otro realizado en torno a finales del siglo XIX en el que aparecen diferentes parcelas o hazas de cultivo, como las del Expulgadero o la suerte (tierra de labor) de Fray José, sin olvidar reseñar caminos o veredas que se dirigían al cercano cortijo de Gambogaz, a Camas, al Alamillo, a la Barqueta o incluso a un sendero llamado de San Luis o del Membrillo, aunque llama la atención que en esa esquemática representación gráfica, apenas esbozada, aparezca también la llamada Haza de la Cruz, ¿Nombrada así porque allí estuvo enclavada la Cruz de los Ladrones? 

En una publicación de 1937, titulada Nomenclátor de la Ciudad, y elaborada por Siro García López, Jefe de la Sección Técnica de Estadística del Ayuntamiento de Sevilla, todavía se menciona una Cruz al aludir a la llamada Vereda de la Cartuja:
"Ésta arranca de la Cañada Real del término de Salteras y se dirige a esta Ciudad por el de Santiponce hasta la encrucijada de los Cuatro Caminos, continuando por la Hacienda de Gambogaz hasta la Cruz de la Cartuja. En este sitio había un abrevadero y descanso de ganados que se nombraba de Jucurrucú; la Cruz estaba en el centro. Aquí paraban los ganados que venían de Salteras, Gerena, Guillena y la Sierra, para conducirlo de noche al Matadero de Sevilla o a otros puntos."
Terminamos con otra cruz. En un hermoso paraje campestre de Beratón, provincia de Soria, al pie de la fría sierra del Moncayo, se encuentra otra Cruz de los Ladrones, aunque son realidad tres, grabadas en un viejo quejigo o roble como recuerdo de que allí, el 8 de febrero de 1872, fueron muertos por los lugareños tres bandoleros que habían asaltado y cometido mil desmanes en la población, comandados por un malhechor apodado "El Chupina", pero esa, esa ya es harina de otro costal. 


08 marzo, 2021

Sermoneando.

 

En estos días cuaresmales, en los que las convocatorias de cultos de las hermandades, con sus orlas y títulos, con sus escudos y tipografías de gran tamaño, cumplen como cada año con el papel de anunciar Quinarios, Septenarios o Novenas, no falta quien, al darles lectura, examine el nombre del predicador de turno con aire casi inquisitorial, más o menos para darle el visto bueno.

Aunque los sermones, de otro tipo eso sí, tuvieron su hueco en este blog en su momento, merece la pena comentar que durante siglos, fueron seguidos con tremenda atención, especialmente los cuaresmales, no en vano, el clero buscaba enseñar (“docere”), deleitar (“delectare”) y conmover (“movere”) a los fieles con sus palabras, adoctrinando sus almas en un momento en el que, tras el Concilio de Trento, la Iglesia había comprobado que la fe de muchos era simple práctica de ritos sin apenas formación. Eso sí, los predicadores basaban sus pláticas en la necesidad de conversión frente a los vicios mundanos, atacando prácticamente desde la moda de la época hasta determinadas costumbres, pasando por los Siete Pecados Capitales, con el telón de fondo de la constante amenaza con las penas del infierno y la condenación eterna.

Para la prédica, el sacerdote debía prepararse adecuadamente, redactando un esquema o quizá un texto completo, pero no quedaba ahí la cosa, pues existía una auténtica escuela de aprendizaje en la que se enseñaba lo relativo a cómo transmitir el mensaje a los oyentes, con especial hincapié en la gesticulación o en la forma de dirigirse a los fieles, a veces teatral y a veces serena, con giros de voz inesperados o cambios en el registro para atraer la atención en momentos concretos.

Dentro de la Liturgia de las cofradías, aparte del rezo del Rosario, la exposición del Santísimo Sacramento o la Liturgia de la Palabra, sin olvidar los hermosos textos de novenas, quinarios o septenarios, juega un papel fundamental la presencia del sacerdote que cada noche preside la eucaristía y que, una vez proclamado el Evangelio, y tras saludar a los participantes con la lectura del Título completo de la Hermandad (algo que, no sabemos por qué, gusta sobremanera a los hermanos) comenzará la plática, la predicación o, como decían los antiguos, la homilía.

Jesuitas, agustinos, franciscanos o dominicos (llamada Orden de Predicadores, queda todo dicho), expertos en oratoria, retórica o elocuencia, eran requeridos por las hermandades para los sermones cuaresmales, en los que los cofrades, congregados en torno a sus veneradas imágenes titulares expuestas en altares de culto montados expresamente para la ocasión, con un ceremonial litúrgico de ciriales, sacristanes, incesarios y dalmáticas se predisponían y se predisponen espiritualmente a celebrar los Días Santos.

Sin embargo, uno de los sermones más esperados y conocidos en la Cuaresma sevillana ni tenía lugar en un templo ni era organizado por Hermandad o Cofradía alguna, basta echar un vistazo, por ejemplo, a la escueta reseña aparecida en la prensa local del 6 de abril de 1897:


“Como anualmente sucede, anteayer se predicó en el Patio de los Naranjos el sermón de la Doctrina. En vez del P. Fray Diego de Valencia, que salió para Jerez con objeto de predicar un Tríduo, dirigió su palabra a los fieles el P. Vicario de Capuchinos, Fray Cándido de Monreal.

A la derecha del púlpito había colocado un dosel de terciopelo, bajo el cual hallábase el arzobispo Sr. Spínola. Los niños del Hospicio y del Asilo ocuparon los bancos dispuestos frente al púlpito. La concurrencia fue muy numerosa. La procesión de los niños fue presidida por el capellán del Hospicio y los diputados provinciales Sres. García Galindo y Vidal”.

 


El Sermón de la Doctrina, cuyo origen se pierde siglos atrás y se celebraba bien el Domingo de Pasión, bien el Viernes de Dolores hasta los años 50 del pasado siglo XX, era, como decíamos una ocasión más para aleccionar a grandes y pequeños en plena Cuaresma, y para ello se contaba con un lugar más que apropiado, un escenario casi teatralizado y, lo que es más importante, el peso de la tradición, pues en el púlpito, aún conservado, pueden aún casi escucharse las voces antiguas de predicadores y santos como Vicente Ferrer, Francisco de Borja, Juan de Ávila o el Venerable Padre Contreras, todos ellos seguidos casi como auténticos “influencers” (valga el término actual) por una legión de admiradores que literalmente se bebían sus homilías con auténtico placer. 

 

José Jiménez Aranda (1837 - 1903): Sermón en el Patio de los Naranjos. 1879.

La gran escritora del XIX, Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), fallecida en Sevilla en 1877, describió con maestría cómo era aquel Sermón cuaresmal allá por 1863, convirtiendo una celebración litúrgica en un retrato de costumbres y tipos de una época:


Entretanto, la gente se ha ido apiñando alrededor de este púlpito, esclarecido por tantos gloriosos apóstoles; mas sin que vengan los niños del Hospicio, no subirá el orador al púlpito. Fórmanse, mientras, grupos alrededor de la fuente. Cada naranjo se hace el centro de una pequeña tertulia, al propio tiempo que otros pasean solitarios fumando su cigarro. Alguno que otro extranjero va de grupo en grupo mirándolos con extrañeza. Este espectáculo de religión al aire libre, cuando en otros países parece que teme salir de sus templos, les da que pensar. Es cosa aquí tan natural, todos tienen un continente tan sencillo, que no se pensaría que aguardaban una solemnidad, si en las ventanas ogivales de los cuerpos superpuestos de la Giralda, no se viera asomar cabezas que denotan aguardar otra cosa, que no la vista de aquella reunión animada sin bulla, recogida sin afectación.


Pero ya suenan a lo lejos voces infantiles. En el umbral de la puerta del Perdón, aparece una Cruz de plata rodeada de faroles en que arden cirios. «Las gentes abren paso con apresuramiento simpático, y en la estrecha senda que abre se ve entrar de dos en dos a los niños del Hospicio de San Luis, cantando salmos o el Rosario conducidos por sacerdotes, y a las niñas del de Santa Isabel que lo son por Hermanas de la Caridad. Los vestidos de unos y otros son limpios y adecuados, sus semblantes revelan alegría y salud. Estos pobres niños que sólo se encuentran en esta ocasión, se miran con cándida simpatía, pues sienten indefiniblemente que pertenecen a una misma familia, la de los desheredados, recogidos por la caridad.


A medida que se van colocando detrás de las autoridades civiles y eclesiásticas, que son su providencia en este mundo, las gentes enmudecen y se acercan. El cuadro de género (o de costumbres) que antes se presentaba, y que por la originalidad de los trajes, la viveza de los colores, la variedad de actitudes, distraía agradablemente el tiempo de espera, toma al concentrarse otro carácter y se convierte en cuadro religioso, cuya belleza resulta de la unanimidad y de la expresión moral, que es la de una fe serena y segura de sí. Todas las miradas se dirigen al púlpito no se lee sino un solo pensamiento en aquellas descubiertas frentes.


De este modo arrancaba el Sermón de la Doctrina, considerado en aquel entonces como la antesala de una Semana Santa sin besamanos, carteles o pregones...