En estos días cuaresmales, en los que las convocatorias de cultos de las hermandades, con sus orlas y títulos, con sus escudos y tipografías de gran tamaño, cumplen como cada año con el papel de anunciar Quinarios, Septenarios o Novenas, no falta quien, al darles lectura, examine el nombre del predicador de turno con aire casi inquisitorial, más o menos para darle el visto bueno.
Aunque los sermones, de otro tipo eso sí, tuvieron su hueco en este blog en su momento, merece la pena comentar que durante siglos, fueron seguidos con tremenda atención, especialmente los cuaresmales, no en vano, el clero buscaba enseñar (“docere”), deleitar (“delectare”) y conmover (“movere”) a los fieles con sus palabras, adoctrinando sus almas en un momento en el que, tras el Concilio de Trento, la Iglesia había comprobado que la fe de muchos era simple práctica de ritos sin apenas formación. Eso sí, los predicadores basaban sus pláticas en la necesidad de conversión frente a los vicios mundanos, atacando prácticamente desde la moda de la época hasta determinadas costumbres, pasando por los Siete Pecados Capitales, con el telón de fondo de la constante amenaza con las penas del infierno y la condenación eterna.
Para la prédica, el sacerdote debía prepararse adecuadamente, redactando un esquema o quizá un texto completo, pero no quedaba ahí la cosa, pues existía una auténtica escuela de aprendizaje en la que se enseñaba lo relativo a cómo transmitir el mensaje a los oyentes, con especial hincapié en la gesticulación o en la forma de dirigirse a los fieles, a veces teatral y a veces serena, con giros de voz inesperados o cambios en el registro para atraer la atención en momentos concretos.
Dentro
de la Liturgia de las cofradías, aparte del rezo del Rosario, la
exposición del Santísimo Sacramento o la Liturgia de la Palabra,
sin olvidar los hermosos textos de novenas, quinarios o septenarios,
juega un papel fundamental la presencia del sacerdote que cada noche
preside la eucaristía y que, una vez proclamado el Evangelio, y tras
saludar a los participantes con la lectura del Título completo de la
Hermandad (algo que, no sabemos por qué, gusta sobremanera a los
hermanos) comenzará la plática, la predicación o, como decían los
antiguos, la homilía.
Sin embargo, uno de los sermones más esperados y conocidos en la Cuaresma sevillana ni tenía lugar en un templo ni era organizado por Hermandad o Cofradía alguna, basta echar un vistazo, por ejemplo, a la escueta reseña aparecida en la prensa local del 6 de abril de 1897:
“Como anualmente sucede, anteayer se predicó en el Patio de los Naranjos el sermón de la Doctrina. En vez del P. Fray Diego de Valencia, que salió para Jerez con objeto de predicar un Tríduo, dirigió su palabra a los fieles el P. Vicario de Capuchinos, Fray Cándido de Monreal.
A la derecha del púlpito había colocado un dosel de terciopelo, bajo el cual hallábase el arzobispo Sr. Spínola. Los niños del Hospicio y del Asilo ocuparon los bancos dispuestos frente al púlpito. La concurrencia fue muy numerosa. La procesión de los niños fue presidida por el capellán del Hospicio y los diputados provinciales Sres. García Galindo y Vidal”.
El Sermón de la Doctrina, cuyo origen se pierde siglos atrás y se celebraba bien el Domingo de Pasión, bien el Viernes de Dolores hasta los años 50 del pasado siglo XX, era, como decíamos una ocasión más para aleccionar a grandes y pequeños en plena Cuaresma, y para ello se contaba con un lugar más que apropiado, un escenario casi teatralizado y, lo que es más importante, el peso de la tradición, pues en el púlpito, aún conservado, pueden aún casi escucharse las voces antiguas de predicadores y santos como Vicente Ferrer, Francisco de Borja, Juan de Ávila o el Venerable Padre Contreras, todos ellos seguidos casi como auténticos “influencers” (valga el término actual) por una legión de admiradores que literalmente se bebían sus homilías con auténtico placer.
José Jiménez Aranda (1837 - 1903): Sermón en el Patio de los Naranjos. 1879. |
La gran escritora del XIX, Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), fallecida en Sevilla en 1877, describió con maestría cómo era aquel Sermón cuaresmal allá por 1863, convirtiendo una celebración litúrgica en un retrato de costumbres y tipos de una época:
Entretanto, la gente se ha ido apiñando alrededor de este púlpito, esclarecido por tantos gloriosos apóstoles; mas sin que vengan los niños del Hospicio, no subirá el orador al púlpito. Fórmanse, mientras, grupos alrededor de la fuente. Cada naranjo se hace el centro de una pequeña tertulia, al propio tiempo que otros pasean solitarios fumando su cigarro. Alguno que otro extranjero va de grupo en grupo mirándolos con extrañeza. Este espectáculo de religión al aire libre, cuando en otros países parece que teme salir de sus templos, les da que pensar. Es cosa aquí tan natural, todos tienen un continente tan sencillo, que no se pensaría que aguardaban una solemnidad, si en las ventanas ogivales de los cuerpos superpuestos de la Giralda, no se viera asomar cabezas que denotan aguardar otra cosa, que no la vista de aquella reunión animada sin bulla, recogida sin afectación.
Pero
ya suenan a lo lejos voces infantiles. En el umbral de la puerta del
Perdón, aparece una Cruz de plata rodeada de faroles en que arden
cirios. «Las gentes abren paso con apresuramiento simpático, y en
la estrecha senda que abre se ve entrar de dos en dos a los niños
del Hospicio de San Luis, cantando salmos o el Rosario conducidos por
sacerdotes, y a las niñas del de Santa Isabel que lo son por
Hermanas de la Caridad. Los vestidos de unos y otros son limpios y
adecuados, sus semblantes revelan alegría y salud. Estos pobres
niños que sólo se encuentran en esta ocasión, se miran con cándida
simpatía, pues sienten indefiniblemente que pertenecen a una misma
familia, la de los desheredados, recogidos por la caridad.
A
medida que se van colocando detrás de las autoridades civiles y
eclesiásticas, que son su providencia en este mundo, las gentes
enmudecen y se acercan. El cuadro de género (o de costumbres) que
antes se presentaba, y que por la originalidad de los trajes, la
viveza de los colores, la variedad de actitudes, distraía
agradablemente el tiempo de espera, toma al concentrarse otro
carácter y se convierte en cuadro religioso, cuya belleza resulta de
la unanimidad y de la expresión moral, que es la de una fe serena y
segura de sí. Todas las miradas se dirigen al púlpito no se lee
sino un solo pensamiento en aquellas descubiertas frentes.
De
este modo arrancaba el Sermón de la Doctrina, considerado en aquel
entonces como la antesala de una Semana Santa sin besamanos, carteles o pregones...