El amanecer del miércoles 9 de octubre de 1680 no fue un amanecer cualquiera para la mayoría de los andaluces de aquel tiempo. A las seis de la mañana, se registró un fuerte temblor de tierra con epicentro en la Sierra de Aguas, entre los municipios malagueños de Álora y Carratraca; por los daños causados, los expertos estiman que alcanzó la intensidad 9 sobre 10, lo que da idea de su capacidad destructiva. Los daños fueron especialmente graves en aquella zona oriental de Andalucía, con 70 muertos en la capital, Málaga, pero, ¿Y en Sevilla?
En esta ocasión contamos con un testigo de excepción, Don Diego Ignacio de Góngora, que contaba a la sazón la edad de 52 años, era Familiar del Santo Oficio y ejercía de profesión como Oficial de la Casa de Contratación; además, tuvo notables aficiones literarias, redactando una Historia del Colegio de Santo Tomás, entre otras publicaciones. Suyo, por tanto, es el testimonio que transcribimos rescatado por Joaquín Guichot en 1882 y que merece incluirse sin alteraciones por la riqueza de su vocabulario y la extensión de sus palabras:
"En 9 de octubre, día de San Dionisio Areopagita, entre 6 y 7 de la mañana hubo en esta ciudad de Sevilla un gran temblor de tierra. Duró tanto espacio de tiempo y algo más que el que se puede ocupar en rezar un credo. Sintióse con el estruendo y ruido que hicieron las vigas de los edifcios, como si se desencajaran de sus lugares.
Yo estaba vestido escribiendo en mi aposento de mi casa en la Atarazana del Rey, que tiene la Casa de la Contratación, para el beneficio de los azogue de Su Majestad, que se remiten a las Indias: el crujido de las maderas de las viga me hizo reparar y el no asustarme fue porque presumí que era alguno de los carros que sirven en la ciudad para el tráfico de los fardos y ropa de la Aduana que se descarga en el muelle del río, y entendí que entraba por el postigo del Carbón cargado con algunos flejes de arcos de fierro, haciendo el ruido que suelen con esta carga, que ordinariamente entran por allí (tanto y tan grande fue el estruendo de las vigas) a cuyo tiempo la gente de mi familia salía corriendo de los otros aposentos de la casa, dando voces, especialmente una ama que le daba el pecho a un hijo mío y mi mujer que venía buscándome desnuda, pues le cogió el terremoto en la cama, y lo conoció, porque vio los lienzos de pintura que se meneaban y con el grande estruendo que hacían las vigas presumió que se caía la casa.
Toda la gente que había en la Resolana del río salió corriendo a aquella llanura que hay en aquel sitio y cada uno como le cogió; algunas personas desnudas con solo la camisa, porque les cogió en la cama; y lo propio sucedió en toda la ciudad. Me han certificado, que algunos que vivían en casas pequeñas y los despertó el estruendo, entendiendo que se caía la casa, y se arrojaron por los balcones; de estos se lastimaron uno o dos, con el ímpetu del golpe (presumo vivirían en la calle de Francos). Algunas mujeres corrían despavoridas por las calles por librarse de que se les cayese la casa encima. Me han asegurado que una de éstas salió de su casa desnuda en carnes porque dormía de esta forma, corriendo y gritando en una calle de mucho concurso de gente.
Los barcos y navíos que estaban surtos y anclados en el río Guadalquivir, se leventaban en alto con el movimiento que hacía el agua; y los mismo sucedió con los barcos del puente de esta ciudad. Aseguráronme que se vieron olas tan levantadas como cuando el mar se alborota con una gran tormenta, y que esto sucedió por algún espacio de tiempo.
Algunas personas me han dicho, por haberlo visto, que desde la Plaza de la Lonja, frente al Alcázar, vieron que la torre de la Santa Iglesia Metropolitana se había meneado por tres vece de un lado a otro; y entre ellas, el Doctor Don Alonso de Valladares, Cura del Sagrario de dicha Santa Iglesia, me dijo, que saliendo por una puerta de la Sacristía de dicho Sagrario al patio de los Naranjos, con el espanto de lo que estaba sucediendo, vio este movimiento de la Torre de un lado a otro, como que se caía y que con la pena dijo a grandes voces: ¡Dios te tenga! ¡Dios te tenga!
No es ponderable la confusión que hubo en este breve tiempo, y el ruido de los clamores de las gentes. Todos recurrían al sagrado de los Templos a dar gracias a Dios por el beneficio que les había hecho de dejarlos con vida.
Muchos templos y edificios quedaron maltratados; pero fue Dios servido que no cayera ninguno."
No corrían buenos tiempos para Sevilla. Malas cosechas, epidemias, vendavales, temporales, riadas, todo parecía conjurarse para impedir que la ciudad saliese adelante tras la tremenda crisis poblacional de la epidemia de Peste de 1649. Si a todo esto añadimos el impacto de las guerras que mantenía la corona en Europa y las dificultadas que atravesaba el comercio con las Indias, casi podría afirmarse que el panorama reinante era desolador.
Quizá por eso, en los meses anteriores, se realizaron numerosas procesiones de rogativas a la Catedral, siendo llevadas allí imágenes de gran devoción como el Cristo de San Agustín o Jesús del Gran Poder, de quien se han cumplido ahora 400 años de la hechura de su talla por Juan de Mesa, lo que da idea de cómo los sevillanos buscaban aplacar la ira divina que los castigaba por sus pecados con todo tipo de calamidades como hemos señalado.
Las crónicas de la época relataban así la actitud del Cabildo de la Catedral ante tanta desgracia:
"En 9 de octubre. Este día se propuso en el Cabildo, que era bien aplicar la ira de nuestro Señor, que nos da a entender cuán indignada está su justicia, así con la peste que nos rodea, como con las tempestades que experimentamos: y finalmente con el inaudito y horrible terremoto de tierra y temblor que hoy a las siete de la mañana amedrentó los corazones de todos los ciudadanos, juzgando cada uno que se hundía su casa, y en particular,el suntuosísimo edificio de esta Santa Iglesia, que juzgaron venía abajo, blandeándose esa maravilla del orbe, la torre de ella, como si fuera una débil paja; y que era bien hacer una especial rogativa; y a San Dionisio Areopagita, cuya memoria se celebra hoy, se le ponga por intercesor de la Divina Majestad, haciendo alguna demostración de Misa, u otro obsequio de devoción".
Por cierto, el apodo de San Dionisio, que fue discípulo de San Pablo, se debe a que vivió en el barrio del Areópago de Atenas.
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