En estas fechas cuaresmales, en las que pronto podremos disfrutar de la belleza de tantas y tantas canastillas talladas y doradas sobre los pasos procesionales de nuestras cofradías, habría que recordar un gremio poco conocido y valorado, pero que con su fuerza, nunca mejor dicho, logró que el oro brillase en esos pasos y retablos barrocos y que llegó incluso a poseer calle propia en nuestra ciudad; pero como siempre, vayamos por partes.
El uso del oro como elemento decorativo u ornamental está más que documentado desde tiempos inmemoriales, ya que se sabe que en el Egipto de los Faraones se utilizaban finísimas láminas de este material para dorar muebles, sarcófagos o documentos, mientras que en la Antigua Grecia o en el Imperio Romano esta actividad se mantuvo, pues era habitual recubrir las esculturas de dioses con este tipo de elementos para así dotar de mayor apariencia de riqueza a este tipo de imágenes divinizadas, de hecho los artesanos que fabricaba estas láminas de oro eran los llamados Brattarii Inautores y tuvieron bastante importancia por aquellas calendas.
La Edad Media supondrá un importante impulso en pro de este tipo de decoración, ya que será empleada en retablos, muebles y códices, tendencia que se prolongará durante la Edad Moderna, especialmente con la irrupción del Barroco. Su uso se constata en continentes como el americanos, en las culturas precolombinas o en el asiático; como detalle curioso, desde 1593 en Japón el pan de oro o kinpaku se fabricaba (y aún se fabrica) en la ciudad de Kanazawa, utilizándose para dorar desde cajas ornamentadas hasta santuarios y altares budistas.
Protagonistas esenciales de esta historia serán los batihojas o batidores de oro, llamados así porque durante el proceso de fabricación de las láminas, como veremos, se partía de una cierta cantidad de metal precioso (oro o plata) que era sucesivamente golpeado ("batido") de manera manual o mediante prensas. Importante, no confundir con quienes usaban metales como el estaño o el cobre porque eran los que fabricaban el "oropel" u oro falso de mucha menos calidad.
El modo de fabricación comenzaba con la fundición del oro en el crisol, la eliminación de sus impurezas y su colocación en moldes; en ocasiones dada su enorme pureza, se utilizaban monedas de oro, como los ducados castellanos. En ocasiones, el uso de oro de excepcional calidad tenía la desventaja de la fragilidad, de ahí que se le añadieran pequeñas cantidades de otro metal, como la plata. A continuación, extraído del molde, el oro era laminado en una fina tira de 1 o 2 centímetros y sucesivamente golpeado con un grueso martillo en el devastastador, formado por hojas con tapas de pergamino sobre la piedra de batir, hasta alcanzar, en diferentes etapas de “batido”, un grosor de aproximadamente 0,00001 mm, lo que hace que finalmente fuera colocado, ya con una medida normalizada de 8 por 8 cms., entre las hojas de los llamados "librillos" de papel de seda para evitar que, literalmente, volara o se deshiciese entre los dedos, tal era su volatilidad.
Ni que decir tiene que, asentados como honorable gremio, los batihojas poseyeron sus propias Ordenanzas o Reglamentos ya en el siglo XV, en concreto en 1487, en las que se especificaban los derechos y obligaciones, los cargos directivos, las técnicas, los contratos de aprendizaje y precios y todo lo que regulaba el buen hacer desde el punto de vista artesano, sin descuidar, como cualquier otra corporación, la labor caritativa para con los huérfanos y viudas de los cofrades. Además, se procuraba evitar el intrusismo y velar por la calidad de la obra finalizada, existiendo incluso la figura de los veedores para inspeccionar talleres. Como curiosidad, el autor teatral sevillano Lope de Rueda, reconocido por ser el primer actor español que cobró por ello, tuvo por oficio el de batihoja, mientras que José Gestoso registró uno de los escasos nombres de batihojas conservados, el de Juan Días, quien en diferentes ocasiones vendió panes de oro para la decoración de los salones palaciegos de los Reales Alcázares allá por el siglo XVI.
Celosos de sus privilegios, los batihojas sevillanos sostuvieron un duro pleito en 1616 contra los tiradores de oro, alegando los primeros que los segundos estaban habilitados para fabricar galones, canutillos, trencillas o cordones de oro, elementos que en este caso parecían estar vinculados con labores textiles o de bordado, pero no para batir el oro. La controversia legal se zanjó finalmente en favor de los primeros, quienes ya por aquel entonces daban nombre a una calle, la actual Cabo Noval, paralela a Hernando Colón y frontera al edificio del Banco de España, ubicación lógica en cierto modo ya que en esa zona, antigua Alcaicería de la Seda, se hallaban otros gremios basados en el uso de metales preciosos, como por ejemplo, el de los plateros.
En 1777 una normativa de la Corona prohibió realizar retablos en madera por motivos de seguridad ante el caso de incendio, recomendándose el uso de la piedra (mármol) y evitar el dorado por excesivo coste monetario, a lo que habrá que unir la desaparición de toda la estructura gremial. Era el principio del declive. Con el paso de los siglos la demanda de este tipo de producto fue decayendo paulatinamente, quedando un último reducto en la calle San Luis, donde alcanzó tanta notoriedad por la calidad del oro empleado (de 24 quilates, casi nada) y el tono anaranjado final que terminó adquiriendo la denominación de “Oro de San Luis” para mencionar el oro batido producido en Sevilla hasta comienzos de los años noventa del pasado siglo XX, momento en el que se jubiló el último batihoja, Manuel Fernández Sánchez, fallecido en 2004. Como detalle, el último encargo fue para el paso de la Oración en el Huerto de la sevillana hermandad de Monte Sión, cuando se emplearon 20.000 hojas de oro equivalentes a 420 gramos de este metal.
En la actualidad, el oro en láminas se emplea en electrónica, ingeniería aeroespacial e incluso ha llegado a tener una variedad comestible, empleada en alta cocina, y también, por supuesto, ha seguido utilizándose en el mundo del arte, con casos como el del pintor austríaco Gustav Klimt como mejor ejemplo.
Por su parte, los doradores de hoy en día recurren al oro procedente de Italia o Alemania, elaborado por supuesto con métodos mecánicos, alejados del “batido” que durante años fue banda sonora para aquellos talleres que transformaron el oro que venía de las Indias para recubrir pasos procesionales y retablos como los del Salvador, la Santa Caridad o San Luis de los Franceses, pero esa, esa ya es otra historia.
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