Era sábado y muy temprano. Podía escucharse el oleaje y el crujir de los aparejos y cuadernas del navío. El vigía, entrecerrando los ojos, a lo lejos, entre brumas transparentes, divisó algo y con andares extenuados, agotados, abandonó su puesto, se encaminó hacia donde estaba el oficial de guardia y comunicó la nueva desde unos labios agrietados que cubrían unas encías inflamadas por el escorbuto. Aguzando la vista, Miguel de Rodas, que era a la sazón uno de los tres pilotos contramaestres supervivientes de la agónica singladura, confirmó la visión del vigía.
Apoyado en la borda, suspiró aliviado y con breves órdenes inquirió a la menguada tripulación que ajustara el velamen e izara todo el escaso trapo disponible a fin de alcanzar la ansiada costa. Juan Sebastián Elcano, el capitán, descansaba en duermevela en esos momentos, pero, súbitamente espabilado por el insólito trajín en la cubierta, salió a tomar el mando de la casi desarbolada nave una vez fue cumplimentado por sus contramaestres. "Tierra", le dijeron al llegar al timón de popa. Era el 6 de septiembre de 1522. Tras recorrer lugares como la Patagonia, Filipinas, las Islas Marianas, Mactán (donde muere Magallanes) o las Molucas, Sanlúcar de Barrameda era el penúltimo eslabón de la cadena.
Puede que, más o menos, así podría haber sido aquella histórica mañana de verano cerca del puerto sanluqueño de Bonanza. Pero como siempre, vayamos por partes.
Sería muy largo enumerar las vicisitudes de esta inédita singladura, de modo que, ahora que se acerca el Quinto Centenario de su finalización, daremos algunos detalles sobre cómo fueron recibidos en Sevilla Elcano y sus marineros.
Como hemos mencionado al principio, tras vislumbrarse Sanlúcar desde la Nao Victoria (único navío sobreviviente de los cinco que iniciaron el viaje), se tomó la decisión de fondear allí, aunque para ello, como ha constatado la historiadora Consuelo Varela, hubo de contarse con los servicios de Pedro Sordo, práctico del puerto, quien cobró 525 maravedís por participar en la aproximación hasta la costa, sorteando la barra de la desembocadura del Guadalquivir.
A Elcano le acuciaba la premura, ya que ansiaba cuanto antes ofrecer la primicia de la buena noticia al emperador Carlos, de modo que desde el mismo Sanlúcar partió un mensajero hacia la corte, radicada entonces en Valladolid, portador de una misiva en la que el capitán de la Victoria informaba del cumplimiento del objetivo del viaje promovido por la propia corona con, entre otras, estas palabras:
"Mas sabrá su Alta Majestad lo que más avemos de estimar y temer es que hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por occidente e veniendo por el oriente".
Como curiosidad, el correo a caballo, de nombre Luis de Castellanos, a galope tendido y agotando sucesivas monturas, entregó la carta en la ciudad del Pisuerga en sólo dos días y dieciocho horas, lo que se consideró entonces toda una hazaña. Ni que decir tiene que Elcano no olvidó escribir a Sevilla, de modo que otro mensajero recibió el encargo de partir sin demora hacia allí...
Nada más cruzar las puertas de la ciudad, el correo acudió con presteza al encuentro de algún miembro del Cabildo de la Ciudad. Somnolientos quizá por lo temprano de la hora, los caballeros Veinticuatro, que fueron convocados en su sede del desaparecido Corral de los Olmos se vieron insólitamente sorprendidos por la misiva de Elcano que hablaba de la inminente llegada de una expedición que muchos ya daban por perdida y
que ahora anclaría con un más que jugoso cargamento de especias que a
buen seguro enriquecería a no pocos.
No había tiempo que perder. El Cabildo acordó con presteza comprar un barco de seis remos, botado con quince hombres y cargado con doce arrobas de vino, un cuarto de carne de vaca, melones y setenta y cinco hogazas y roscas de esponjoso y recién hecho pan adquirido en la Plaza del Pan, como no podía ser de otra forma. El navío partió de Sevilla y alcanzó a la Nao Victoria a la altura de las Horcadas, a solo ocho leguas ya de remontar al puerto hispalense remolcada por una nave sanluqueña cedida por el también sanluqueño Pascual Garza. Podemos imaginar la alegría y paz con que los tripulantes capitaneados por Elcano cenarían aquella noche de 7 de septiembre, aseados y fondeados en Coria del Río, mientras, eso sí, un escribano, Juan de Eguívar, y el propio Elcano vigilaban la valiosa carga alojada en las oscuras bodegas.
A la mañana siguiente, festividad de la Natividad de la Virgen María, una enorme multitud de gente de toda condición se congregó en los muelles y orillas del río a la espera de la llegada de la expedición emprendida por Magallanes. Sonaban tambores y chirimías y los niños se impacientaban mientras algunos oteaban río abajo por si se distinguía en lontananza al esperado navío. El Arenal lucía sus mejores galas y puede decirse que toda la ciudad, enterada del suceso, acudió en masa mientras repicaban campanarios y espadañas. A su arribada al Puerto de las Muelas, la Victoria saludó a la concurrencia que la vitoreaba disparando su menguada artillería por dos veces y a sotavento, como estaba mandado, tras una salva inicial lanzada desde propia la Torre del Oro. Era el ansiado momento de desembarcar. El cronista Pigafetta lo contó así:
"Bajamos todos a tierra en camisa y a pie descalzo, con un cirio en la mano, para visitar la Iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y la de Santa María de la Antigua, como lo habíamos prometido hacer en los momentos de angustia".
Esta última devoción se halla aún en la Catedral, mientras que, desaparecido el convento trianero de la Victoria (ahora terrenos los padres paules en calle Pagés del Corro), la imagen de la Virgen a la que rezaron Magallanes a la ida y Elcano a la vuelta se venera ahora en la Real Parroquia de Santa Ana. Acompañaron a la tripulación buena parte de las autoridades municipales y también eclesiásticas, sin olvidar a los responsables de la Casa de Contratación. Durante el trayecto a pie a ambos templos no dejaron de sucederse muestras de respeto y admiración, incluso con espectadores que preguntaban a los marinos por tal o cual tripulante y su suerte y, qué duda cabe, tras la celebración religiosa vendría la profana, a buen seguro que en la mancebía del compás de la Laguna la fiesta duró hasta bien avanzada la noche, que había mucho que celebrar y más tras las privaciones de aquellos últimos y tremendos meses.
¿Qué ocurrió con la preciada carga que traía la Victoria en sus bodegas? Toda la mercancía fue descargada dos días después para proceder al pesado de los 381 costales o sacos repletos de clavo en que consistía; con su valor se pudo pagar el coste de la expedición y hasta lograr un nada despreciable beneficio; por cierto, ya que mencionamos el clavo, el Emperador ordenó colocar un puñado de esta especia en el nuevo escudo de armas que otorgó a Juan Sebastián Elcano, junto con un lema rodeando un globo terraqueo: "Primus circumdedisti me", "Fuiste el primero que la vuelta me diste".
Como curiosidad, en algunas representaciones pictóricas aparece la tripulación con aspecto demacrado y largas cabelleras, se dice que en promesa a la Virgen María por el favor concedido de sobrevivir a tamaño viaje; sin embargo, y como apuntó Antonio Cascales en su momento, al ser día festivo habría que tener en cuenta que las ordenanzas del gremio de barberos ordenaban:
"Que ningún barbero afeite sábado noche, ni en domingo, ni en las fiestas señaladas por Pascua Florida, ni en los días de fiesta que mande guardar la Santa Madre Iglesia".
De modo que aquella mañana festiva del 8 de septiembre Elcano y los suyos entraron en Sevilla y en la Historia triunfantes tras haber recorrido 37.753 millas náuticas (69.918 kilómetros), pero sin afeitar y sin corte de pelo; pero esa, esa ya es otra historia...
3 comentarios:
Como siempre, ameno y enriquecedor. Enhorabuena. Muchas gracias
Muchas gracias por estas líneas, parecía que estábamos allí.
Muchas gracias por tus palabras, encantado de que te haya gustado. Un cordial saludo.
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