10 octubre, 2022

Primeros auxilios.

En alguna ocasión, sobre todo en fechas veraniegas, hemos aludido al uso del río Guadalquivir como lugar de esparcimiento y diversión, especialmente para el baño, con los riesgos inevitables que ello conllevaba. Esta vez, con la ayuda de un curioso y pionero documento, conservado en la Universidad Hispalense, nos centraremos en las precauciones y remedios que la ciudad dispuso en el siglo XVIII con la intención de reducir el número de ahogados. Pero como siempre, vayamos por partes.

El cauce del río, escenario histórico para navíos que zarpaban hacia las Indias o para otros que atracaban en sus orillas tras la travesía, era también, por desgracia, lugar en el que muchos encontraban la muerte debido a no saber nadar o a las peligrosas corrientes fluviales. No podemos olvidar que la Hermandad de San Jorge o de la Santa Caridad, en la que Miguel de Mañara es uno de sus pilares fundamentales, fue fundada en sus orígenes para dar sepultura a los ahogados en el río.
 
En vista de la proliferación de este tipo de incidentes y en pleno siglo XVIII, en el que abundaron tantas iniciativas en favor de la comunidad, de la cultura o del bien individual, la llamada Sociedad Literaria de Sevilla, decidió tomar cartas en el asunto y, contando con el apoyo de las autoridades pertinentes, editó la denominada "Instrucción sobre el modo y los medios de socorrer a los que se ahogaren o hallaren peligro en el río de Sevilla."


¿Qué se buscaba con esta iniciativa? En primer lugar, evitar que aumentase la mortandad entre quienes buscaban cruzar el río a nado, pues se calculaban más de sesenta muertes por este motivo al año, o bien lanzarse al baño en parajes llenos de remolinos o poco seguros; en segundo lugar, establecer una especie de protocolo de salvamento con suficientes medios humanos y materiales, con la intención además que hubiese una especie de retén siempre de guardia en prevención a posibles accidentes acuáticos.

Para ello, el documento establece una "Instrucción para los buzos", llamados entonces Maestros de Agua, quienes deberían ser expertos nadadores bajo las órdenes del Capitán del Puerto. Ni que decir tiene que su cometido sería socorrer con rapidez a los que estuvieran en trance de ahogarse; además, se ocuparían de explorar el cauce del río y comprobar hoyos, corrientes y todo tipo de obstáculos que pudieran entorpecer el baño.

Estos "socorristas", los primeros de la Historia de los que quizá se tenga noticia documental, debían andar siempre vestidos con su "traje", consistente en unos calzones de lienzo, por debajo de las rodillas y un chaleco del mismo tejido. Como equipo, contarían con cuerdas o cabos, una bocina con la que llamar la atención (denominada "caracol de campo"), dos o tres campanas en diversos puntos del cauce e incluso una red que se colocaría desde San Telmo a la otra orilla, cerca del convento de Los Remedios, a fin de que recogiese a aquellos cuerpos llevados por la corriente.

A título de anecdótico, aparte de su salario, recibirían una gratificación dependiendo de los salvamentos llevados a buen término, ya que por cada ahogado sacado vivo y con menos de quince minutos en el agua percibirían cien reales, disminuyendo la "propina" a medida que tardasen más tiempo en el rescate (ni que decir tiene que suponemos que realizarían su labor en tiempo récord...). 

Además, se regulaba que habría que seleccionar seis enfermeros del Hospital de la Caridad, a orillas casi del río, para que estuvieran prevenidos hasta para lo peor, pues se les ordenaba: 

"Escogerá el Superior seis, instruyendo a cada uno de la función en que debe emplearse; y al instante que tenga noticia de que hay un ahogado, lo que sabrán por el aviso, que reciban por el Caracol, que oigan, o por las campanas, que suenen, hará salir a los dos que estén destinados para esto con un féretro enteramente cubierto de tumba alta, y cuatro mantas de bastante abrigo".

La tétrica mención al féretro hace pensar en una función funeraria, pero hay que indicar que las instrucciones también contemplaban, que duda cabe, la posibilidad de salvar al ahogado, contándose para ello con una "máquina insuflatoria" o sea: "un soplete con una plancha que tapa la boca, y una tenaza, que cierra las narices del paciente." y por si este remedio lo lograse el fin deseado, se ponía en marcha la "máquina fumigatoria" de tan peculiar uso que mejor dejemos que lo cuenten los de aquella época: 

"No es más que una pipa de fumar tabaco con poca diferencia, de que se sirven los facultativos, para echar clisteres (líquido inyectable) de tabaco en los partos difíciles. Se introduce la cánula por el orificio posterior, y lleno el hornillo de tabaco encendido, se sopla por él, y de este modo se introduce el humo en los intestinos". 

De modo que, con este particular enema, que empleaba "cigarros habanos fuertes" un equipo formado por médico y cirujano intentaba la reanimación, al igual que con la cama llena de cenizas calientes a fin de "darle movimiento a la sangre." Existían otros remedios, como las inevitables sangrías, las friegas por todo el cuerpo o la inhalación de sustancias estimulantes como el amoniaco o el hollín y otras soluciones rechazadas ya por la medicina de entonces, digamos que "poco terapéuticas" y algo resolutivas, como colgar al paciente por los pies o hacerlo rodar metido en un tonel, recetas que quizá conseguirían el efecto contrario a la sanación...

Caso de sobrevivir a estos tratamientos, llegaba para el ahogado la convalecencia y para ello se establecía que :

"Si, restituido el enfermo, le quedare opresión de pecho, tos o calentura, se deberá sangrar del brazo, tenerlo a dieta tenue y administrarle tisana de cebada, orozuz y chicoria, u otros remedios blandamente discucientes".

¿Se puso en marcha este servicio de socorristas ribereños? Todo parece indicar que sí, ya que se nombró a Bonifacio Lorite como Médico responsable y a Juan Matony como cirujano allá por julio de 1773,  aunque desconocemos por cuanto tiempo se mantuvo esta loable iniciativa, que suponemos sirvió para reducir la mortalidad del Guadalquivir, siempre peligroso como demostró en tantas y tantas riadas e inundaciones, pero esa, esa ya es otra historia...

03 octubre, 2022

Pimienta (sin sal).


En esta ocasión, encaminaremos nuestros pasos hacia una calle perteneciente al barrio de Santa Cruz, donde tuvieron morada sacerdotes y toreros y donde la leyenda toma cuerpo gracias a una pequeña semilla; pero como siempre, vayamos por partes. 

Desde el siglo XVIII, y probablemente muchos antes, esta calle ya recibía su nombre, inalterado a lo largo del tiempo, aunque con dos significados. Por un lado, la vía se rotularía en honor a un almirante, llamado Díaz Pimienta, combatiente en la famosa batalla de Lepanto (1571), vecino del barrio aunque no de la propia calle, por otro, la tradición popular relató siempre que en ella, allá por tiempos medievales, vivía un comerciante hebreo de especias, quien al perder un valioso cargamento y lamentarse por ello a su vecino cristiano, recibió de éste el consejo de que plantase una diminuta semilla de pimienta y confiase en la bondad divina con la frase "Dios proveerá". Teniendo en cuenta el lento crecimiento de una simiente de este tipo, que puede tardar años en dar fruto, la leyenda narra que a la mañana siguiente no sólo la semilla había germinado, sino que además había crecido hasta convertirse en todo un frondoso arbusto que bien pudo alcanzar los cuatro metros de altura. Sorprendido por el milagro, el comerciante judío decidió pedir el bautismo y abrazar la fe cristiana. 



Desde el Callejón del Agua hasta la calle Gloria, la calle Pimienta obedece al habitual modelo de calle estrecha y lógicamente peatonal integrada dentro de la reforma realizada al barrio de Santa Cruz por el político y militar Benigno de la Vega-Inclán, marqués del mismo nombre, que buscó sanearlo y reordenarlo con nueva pavimentación, alumbrado público y restauración de no pocas viviendas a fin de servir como valor añadido a los Reales Alcázares y destinándose en principio a hospederías para visitantes de cierto nivel (vamos, nada nuevo bajo el sol), todo ello en los años previos a la Exposición Iberoamericana de 1929. Uno de los huéspedes de esas casas de la calle Pimienta, en concreto de la número 10, fue el pintor Joaquín Sorolla, quien en 1914 incluso llegó a plasmar en sus lienzos las privilegiadas vistas que poseía sobre la zona de los Alcázares.  

Entre los personajes que vivieron en esta calle sobresale la figura del sacerdote José Sebastián y Bandarán, canónigo y capellán real de la Catedral hispalense y miembro activo de la Real Academia de Buenas Letras, a la que accedió en unión del arquitecto Aníbal González en 1917. Aparte de su quehacer como clérigo, muy vinculado la Familiar Real, a la o y a diversas cofradías sevillanas (Pasión, El Silencio) y partícipe de logros como la propiedad de la capilla de los Marineros para la Hermandad de la Esperanza de Triana o la creación del punto de control horario para las hermandades en la plaza de la Campana en 1918, también hay que destacar su papel en el Museo de Bellas Artes, siendo incluso protagonista de un cuadro de Alfonso Grosso en el que aparece junto al mismo pintor. Por último, como miembro de la Comisión de Monumentos, figuró entre los impulsores de la realización del monumento a María Inmaculada erigido en la Plaza del Triunfo. 

Eduardo Ybarra Hidalgo, quien lo trató muy de cerca, contaba la anécdota de que cómo en cierta ocasión fue llamado a su domicilio de la calle Pimienta número 6 por el ya anciano sacerdote y una vez allí éste le mostró una vieja caja de tabacos llena de cheques y talones bancarios sin cobrar y procedentes de las numerosas ocasiones en las que predicó u ofició en ceremonias como bodas o bautismos o cultos de hermandades. Gracias a la buena voluntad de los firmantes de los cheques, éstos pudieron ser finalmente cobrados pese al tiempo transcurrido, mientras que con el importe se creó una obra pía con la que la hermana de Don José, Carmen, podría obtener una renta vitalicia tras su fallecimiento, acaecido finalmente en 1972, siendo sepultado en la capilla de los Marineros. 

Lo literario tiene también un espacio en la calle, ya que  el escritor Alejandro Pérez Lugín situó en ella la vivienda del matador Currito de la Cruz, protagonista de su novela del mismo nombre editada en 1921 y que fue llevada a la gran pantalla en varias ocasiones, como la versión de 1949 con el matador Pepín Martín Vázquez encarnando al protagonista o la última, en 1965, con "El Pireo" como Currito de la Cruz, arropado por un reparto en el que figuraron Soledad Miranda, Arturo Fernández y Paco Rabal. En ambos films merecen la pena los planos y  tomas realizadas a las cofradías sevillanas de la época en plena calle y que ahora constituyen un documento visual de primer orden. 


Como detalle, en 1980 fue pavimentada con el característico ladrillo de canto con forma de espiga. Para finalizar, una placa de azulejos recuerda a un puñado de artistas que en mayor o menor medida han tenido relación con esta calle, como Pilar Mencos, más que consagrada en su labor como creadora de tapices decorativos, o como Pepi (luego afincada en Madrid donde triunfó con su estilo particular) y Lola Sánchez, que frecuentaron el estudio del pintor cordobés afincado en Sevilla José María Labrador, situado en la esquina de Pimienta con el Callejón del Agua, donde recibieron clases a razón de nueve duros por clase; tampoco puede olvidarse a José Luis Mauri, buen amigo de la también pintora Carmen Laffón o el pintor murciano Pedro Serna, nacido en 1944. 

Por último, la calle Pimienta ha sido considerada siempre casi como el mejor ejemplo de calle en el barrio de Santa Cruz, ahora quizá convertido casi por desgracia en un decorado para turistas y tiendas de souvenirs, poco que ver con los versos que dejó José María Pemán, pero esa esa ya es otra historia: 

Calle de la Pimienta,

Misterio. Silencio. Calma.

La fuente que se lamenta

en toda la calle abierta

como el recuerdo de un alma...

¿Fue una mujer la Pimienta? 



26 septiembre, 2022

Bizcochos.

Hace unas semanas, al rememorar la hazaña de Magallanes y Elcano, destacábamos la dureza de la travesía viaje y los constantes problemas de alimentación que ello conllevaba; en esta ocasión, nos vamos a conocer un aspecto importante sobre este tema, ya que, como decían los antiguos, "con el pan no se juega". Pero como siempre, vayamos por partes. 

Tras el Descubrimiento de las Indias por Cristóbal Colón, la corona castellana comprendió que era necesario consolidar aquellas nuevas y desconocidas posesiones, por lo que la Casa de Contratación se convierte en la encargada de organizar, de manera casi improvisada, un básico esquema burocrático para armar las diferentes armadas, valga la redundancia, tanto en la faceta humana como en la de la adquisición de mercancías o víveres, sin olvidar la labor fiscalizadora de todo aquel incipiente trajín que pronto puso rumbo al oeste a través del Atlántico.  


 La labor del obispo Fonseca, mano derecha de la reina Isabel en estos momentos y en esta materia, fue decisiva, al tomar bajo sus órdenes un pequeño ejército de oficiales, escribanos, colonos, pilotos o marinos, y sin olvidar que esas flotas o expediciones zarpaban con animales a bordo, así como con herramientas, aperos de labranza, armamento o vegetales, como aquellos primeros olivos que, procedentes de Olivares marcharán al Nuevo Mundo para ser trasplantados allí. Ni que decir tiene que la ciudad de Sevilla y su entorno, sobre todo la sierra norte y el Aljarafe, serán grandes beneficiarios de este aumento de la demanda de productos agrícolas, como por ejemplo el grano de trigo procedente de localidades como Alcalá del Río, Guadalcanal, Utrera, Alcalá de Guadaira, Gandul o Marchenilla.

Sevilla, pues, se convertirá en un gran mercado agrícola, como ha estudiado la profesora universitaria Carmen Mena, especializado además en la llamada "trilogía mediterránea", esto es, trigo, vid y olivo. 

De entre todos aquellos víveres, el trigo, y en concreto la forma de hornear un tipo de harina, dará pie a la proliferación de un alimento sin el cuál, probablemente, no habrían sobrevivido las tripulaciones que surcaban los océanos. Nos referimos a la llamada "galleta de mar", "pan de galeotes" o bizcocho, pero no entendido como el actual y tierno acabado de repostería, sino que se trataba de un pan sin levadura cuyo nombre, al parecer, proviene de "bis coctus" (cocido dos veces), lo que lo convertía en un alimento muy nutritivo, duradero y carente de humedad, sustitutivo del pan blanco que sería imposible conservar en las alacenas de los navíos por la humedad reinante, además de evitar el uso de hornos a bordo, con el riesgo de incendio que ello conllevaba siempre. 


Para datar el origen histórico del bizcocho podemos remontarnos a los tiempos del rey Alfonso X el Sabio, en cuyas Partidas, cuerpo normativo redactado entre 1256 y 1265 para unificar jurídicamente el reino castellano se hace referencia a él, en el sentido de que se ordenaba estuviera siempre presente entre los víveres que aprovisionasen los navíos de la corona castellana: 

"Et otrosí deben traer mucha vianda, así como vizcocho, que es pan muy ligero de traer porque se cuece dos veces et dura más que otro et non se daña".

El doctor Gregorio Marañón afirmó en su momento que: 

"Se hacía no con harina fina, sino con la harina grosera, completa, con el salvado; era, pues, una especie de pan integral cuya superioridad higiénica y alimenticia, en contra de lo que se creía entonces, está hoy fuera de toda duda".

No es de extrañar, por tanto, que durante décadas el gremio de bizcocheros se constituyera en pieza clave a la hora de aportar este alimento, con toda una organización bastante racionalizada y cuya elaboración era sumamente controlada por inspectores o veedores de la Corona a fin de que no se cometieran fraudes en las medidas, pesos o calidades del bizcocho. Un papel parecido jugará en su momento Miguel de Cervantes allá por tierras ecijanas al ejercer como comisario real de abastos para la Armada Invencible allá por 1588.

"Que el trigo que se comprare por cuenta de su Majestad se entregue en la misma especie a los bizcocheros para que lo conviertan en bizcocho, moliéndolos ellos por su cuenta, para que se excusen los fraudes que podría haber moliéndose por la del rey... Que los ministros principales visiten muchas veces por sus personas los hornos y las fábricas, se satisfagan de que se escoja bien el trigo y que no se mezcle con la harina ninguna cosa, ni se amase con agua fría, ni que los hornos se calienten con leña verde, ni se saque de ellos hasta que haya estado el tiempo competente para cocerse y bizcocharse, y que no se le deje corazón, y todo lo demás según la parte y tiempo en que se hiciere se debe prevenir... Y también se ordena que no se embarque sin que primero haya reposado en los pañoles donde se hubiere fabricado veinte o treinta días porque de los contrario recibe mucho daño."

La mayoría de estos bizcocheros estaban establecidos en Triana, aunque en el plano de Olavide de 1771, al que recurrimos como en tantas ocasiones, un tramo de la actual Cuesta del Rosario, cercano a la Costanilla, se llamó "Horno de los Bizcochos". Cientos de miles de quintales de bizcocho sevillano se subieron a bordo de los navíos de la Carrera de Indias durante décadas, aunque a finales del XVII el papel del gremio hispalense comenzó a decaer en favor de artesanos de la Bahía de Cádiz, en una mejor ubicación costera. 

 ¿Qué aspecto o sabor habría tenido dicho bizcocho? Aunque su durabilidad y conservación eran muy altas, lógicamente no ha llegado hasta nosotros ninguno de ellos; bromas aparte, textos de la época narran cómo su correcta conservación dependía del ataque de ratas u hongos, y que era necesario ablandar el bizcocho con agua, aceite o vino a fin de poder hincarle el diente, tal era su dureza, a lo que tampoco contribuía la precaria salud dental de los marinos de aquel tiempo, afectados por el escorbuto que dañaba seriamente sus encías hasta el punto de impedirles masticar alimentos. Pero mejor, dejemos que sea el doctor González, cronista de entonces, quien lo narre, cuidado, sin ahorrarse detalles: 

“La galleta ó bizcocho de mar bien conocida de todos los que navegan, es una pasta de harina de trigo más ú menos depurada, que después de fermentar suficientemente, se deseca y endurece al calor moderado del horno. Su destino es el del pan, por cuya razón puede considerarse corno la base principal de los alimentos en los navíos. Esta sustancia demasiado endurecida, necesita una dentadura completa y firme para ser triturada en términos que faciliten su digestión; cuando se mastica mal, tarda más en digerirse, por lo que no debe usarse, ni es fácil, sin molerla primero, ya en la boca, ya reduciéndola á pasta por medio de algún líquido, por cuya razón está justamente reputado como inútil para la navegación todo individuo que esté despojado de los instrumentos necesarios para masticarla bien (...) Cuando se reblandece la galleta por la humedad, adquiere un gusto más ó menos agrio y un olor fuerte y fastidioso: su textura interior se encuentra deshecha y como entapizada de telillas de arañas: estos son efectos del gorgojo y demás insectos que la penetran y se alojan en sus oquedades interiores... Hemos visto más de una vez al marinero usar sin consecuencia alguna de una galleta que poseía todos los defectos insinuados; de manera que preparada en sopas, nadaban los gusanos é inmundicias que sdesprendían de su interior”.

Dios nos libre de dejar al lector u oyente con mal sabor de boca, como detalle anecdótico, indicar que con el paso de los años este tipo de bizcocho evolucionó hasta convertirse en un acompañamiento habitual a la hora de tapear chacinas o quesos: la popular "regañá". Pero esa, esa ya es otra historia... 


19 septiembre, 2022

Duelos y quebrantos.

Ahora que medio mundo anda pendiente de las solemnes exequias en honor de la Reina Isabel II de Inglaterra, tan llenas de protocolo y liturgia, no estaría de más dar algunos detalles sobre cómo honró Sevilla el fallecimiento de otro monarca, con tanta fastuosidad que hasta mereció un soneto por parte del autor del Quijote. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A las cinco de la madrugada del 13 de septiembre de 1598, sosteniendo en una mano un cirio encendido y en la otra un crucifijo, fallecía en San Lorenzo de El Escorial el monarca Felipe II, cerrando todo un ciclo fundamental en la historia española. Tal como cuenta Francisco de Ariño en sus "Sucesos de Sevilla", la noticia llegó por carta cuatro días después, ordenándose que el domingo 20 a la una de la tarde todos los campanarios y espadañas de Sevilla doblaran sus campanas en señal de duelo.

Felipe II en 1565, plasmado por la pintora Sofonisba Anguissola.

No quedó ahí la cosa. Al día siguiente, la ciudad comenzó a vestirse, literalmente, de negro, pues se dispuso que se pregonara la obligatoriedad de portar prendas de luto como muestra de respeto. Teñir de negro las vestimentas, hay que decirlo, era caro y costoso, el propio Ariño lo contaba así:

"Yo gasté ciento y trece reales y diez maravedís en el luto que hice, que me duró más de cuatro meses, y hubo tanta falta de bayetas que subieron a 18 reales la vara, y no se hallaba, y para Inquisición, Audiencia y Cabildo y Contratación de Indias se gastaron 48 piezas de paño muy fino, porque hasta los criados y escribanos públicos y toda la justicia y sus caballos y mulas hubo luto, que fue la mayor grandeza que jamás los nacidos han visto". 

Evidentemente, no todos los sevillanos de aquellas calendas pudieron permitirse tamaño cambio de "look" (como se dice ahora), sobre todo los menos pudientes y los pobres, de quienes se apiadó el nuevo rey Felipe III dispensándolos de llevar luto excepto, eso sí, en los sombreros. Todo un detalle, pues había multas y penas de cárcel incluso para quienes no cumplieran con lo ordenado.


A los dos meses, en noviembre, comenzaron los funerales solemnes en la Santa Iglesia Catedral, con vigilia de gala; el problema, o mejor, la crisis, llegó a la hora de la Misa de Requiem, cuando el personal de la Real Audiencia dispuso cojín y sillón de terciopelo cubierto con telas negras para su Regente, a lo que se opuso firmemente el Cabildo de la Ciudad alegando con presteza que ésa no era la costumbre. El conflicto entre jurisdicciones estaba, pues, servido. La discusión, en medio de la celebración eucarística dicho sea de paso, fue alcanzando el rango de alboroto y, finalmente, el inquisidor Blanco que oficiaba la ceremonia, ordenó detener la liturgia hasta que se solventase el enredo protocolario que sin embargo se prolongó durante horas, días y semanas con cartas, idas, venidas, excomuniones, quejas, insultos, afrentas, forcejeos y discusiones, hasta que por fin, el 30 de diciembre, pudo terminarse el funeral por Felipe II tras un acuerdo que no contentó a ninguna de las partes. 

Para hacernos una idea de cómo fue el pleito, baste decir que por la parte de la Ciudad figuraba como Asistente el famoso Marqués de Puñonrrostro, viejo conocido de esta página, quien ya se las había tenido en otras ocasiones con la Real Audiencia por cuestiones de jurisdicción. Por cierto, a la Inquisición le tocó rascarse el bolsillo y hacer frente al pago del enorme gasto de cera producido, pues mientras se solventaba la cuestión el altar permaneció encendido durante horas. 

No podemos, ni debemos, dejar en el tintero el fabuloso monumento funerario, el túmulo, levantado en el interior de la catedral con motivo de tan fausta ocasión y en cuya realización, encabezada por el arquitecto Juan de Oviedo, participaron artistas de la talla de Francisco Pacheco, Juan Martínez Montañés, Diego López Bueno o Marcos Cabrera, entre otros muchos, en lo que supuso una absoluta movilización de talleres y obradores con un objetivo común: una enorme "máquina funeraria" que absorbió ingentes cantidades de dinero y madera en unos tiempos en los que las arcas municipales y eclesiales andaban de capa caída. 


Pintado con el mismo tono de la piedra de El Escorial y estructurado en varios cuerpos con diferentes niveles y tamaños, el túmulo poseía una carga simbólica indudable, ya que estaba lleno de lemas y leyendas en latín con alusiones a las virtudes cristianas en recuerdo emocionado al fallecido monarca, además de numerosas alegorías escultóricas, emblemas, heráldica y, como colofón, un obelisco en su cúspide, lo que hacía de todo ello un conjunto irrepetible al que habría que sumar la ingente cantidad de cera que lo iluminaba; poseía además dos galerías porticadas y decoradas con motivos pictóricos relacionados con la vida del "Rey Prudente", a manera de relato histórico. No es de extrañar, por tanto, que Miguel de Cervantes, tras contemplar aquel impresionante montaje efímero proclamase su majestuosidad, valga la palabra, en el famoso soneto (con estrambote): 

¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo!, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria, donde vive eternamente.

Esto oyó un valentón y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado,
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Y, como suele decirse, "A rey muerto, rey puesto"

El el 4 de enero de 1599 amaneció con toda la ciudad ataviada de gala y hasta se barrieron sus calles, cosa rara. Brillaba el sol pese al frío reinante, mientras toda la guarnición hispalense aprestaba sus armas y pertrechos para comenzar la ejecución de un gran alarde militar, disponiéndose varias piezas de artillería en la Alameda y numerosas tropas cubriendo las calles desde los Alcázares hasta el mismo palacio de los Marqueses de la Algaba en la calle Feria, residencia del Asistente, desde donde partió la comitiva en enjaezadas cabalgaduras para alcanzar una rebosante Plaza de San Francisco y allí, como era de ley, proclamar a los cuatro vientos la coronación de Felipe III al grito de "¡Viva el rey Don Felipe III, Nuestro Señor!", con el telón de fondo del tronar de tambores, las melodías de los pífanos, el olor a pólvora de los mosquetes y arcabuces y el estruendo de falconetes y bombardas, mientras tremolaban pendones y estandartes, la muchedumbre aplaudía enfervorizada y la Giralda repicaba un pino de gloria.

Se había alcanzado la parte del acto más ansiada por el pueblo. Lanzadas por el Marqués de Puñonrrostro, volaron por los aires cientos de monedas con la efigie del nuevo monarca en el anverso y la figura de la Esperanza en el reverso. Nuestro cronista Francisco de Ariño, testigo de todo aquello, narró así aquel tumulto monetario: 

"Y de estas monedas tomó el marqués a puñados y arrojó a todas partes de la plaza entre la gente, de que hubo muchas puñadas. Y en la plaza de la Feria volvieron a hacer otra ceremonia y volvieron a echar las dichas monedas, y al son de la música y artillería, y puñadas y perdimiento de capas y sombreros que llevó por coger las monedas, vino la noche y se acabó la fiesta. 

Yo cogí una de las monedas, que perdí por ella una daga muy buena, y la di por bien empleada, por haber visto tan buena fiesta y tener una cosa de gran memoria, y por venir cansado y con buena gana de cenar".

Con Felipe III en el trono, la ciudad se adentraba, quizá sin saberlo, en el siglo de la crisis, el XVII, pero esa, esa ya es otra historia...

12 septiembre, 2022

De la Imagen.


En esta ocasión no vamos a recorrer una plaza repleta de monumentos o edificios dignos de visitar, o una avenida llena de hitos históricos que merezca la pena recordar, sino que dedicaremos este espacio, con permiso de los oyentes y/o lectores a una calle sin nombre hasta el siglo XVII, que pasó de ser peligrosamente estrecha a espaciosamente amplia, en detrimento, quizá, de su propia estética; pero como siempre, vayamos por partes. 

Si en pleno siglo XVI hubiésemos preguntado a un sevillano de aquel tiempo por la calle que va desde San Pedro a la Encarnación, probablemente, nos habría mirado con extrañeza y no nos habría dicho nombre alguno, al ser calle de corto trayecto y con apenas anchura. Sin embargo, ya en 1684 comienza a recibir su nombre actual, Imagen, debido a la existencia en ella de un retablo dedicado a la Virgen que recibía culto en plena calle. Como detalle curioso, en la cercana calle dedicada a Sor Ángela subsiste un interesante retablo en el zaguán de entrada al Colegio de San Francisco de Paula en el que se puede contemplar una imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos de cierto mérito dentro de la estética sevillana del siglo XVIII.


Por testimonios gráficos antiguos, como el conocido plano de Olavide de 1771, puede comprobarse que se trató siempre de una vía rectilínea y muy estrecha, nada que ver con la actual, con el añadido de que a partir de la creación del Mercado de la Encarnación se convertirá en arteria por la que accederán carros y carromatos con productos alimenticios para dicho mercado, lo que hará que el tráfico "rodado" (incluso con el peligroso transitar de tranvías) se incremente generando las inevitables protestas de los vecinos por ruidos y suciedades; el 22 de junio de 1910 el Diario El Liberal publicaba:

"Vecinos de la calle Imagen nos remiten una carta protestando de las molestias que sufren a diario a causa de los desaforados gritos de los vendedores ambulantes que allí se sitúan desde el amanecer y que quitan toda tranquilidad y sosiego a los pacíficos moradores de aquellas casas. 

También se nos quejan en la citada carta de que los tales vendedores apenas dejan pasar a los transeúntes, ofreciéndoles sus mercancías con tal insistencia que se hacen harto fatigosos. Convendría que los guardias municipales hicieran cumplir las Ordenanzas a estos vendedores, en beneficio del público."

Y todavía en 1957, el escritor y periodista Fausto Botello lo resumía así: 

"Mucho comercio, pero mucho comercio baratillero, de ganga y diez de últimas. Allí se vendía de todo. Desde unas gafas graduadas que no recetaba el oculista hasta media docena de vasos baratos y en buen uso, pasando por la menudencia esperanzada del perejil y la hierbabuena... Había vida, mucha vida, en la tortuosa estrechez del lugar, entre casas vacilantes en imposible sostén de puro viejas, entre escaparates arañados por dedos y ojos deseosos, entre tenderetes de poca monta que ofrecían, por nada y menos, unos crisantemos con que recordar a los muertos o una estrella de papel de chocolate con que alumbrar el nacimiento de Cristo". 

Durante el siglo XIX, recibirá en 1848 el nombre de Almirante Valdés, nacido en el número 4 de esta calle y bautizado en la parroquia de San Pedro, almirante de la Armada española, quien participó en la expedición Malaspina que dio la vuelta al mundo en un denominado "Viaje político y científico alrededor del mundo" (1789-1794) y protagonizó numerosos hechos heroicos a borde de buques de guerra españoles, combatiendo en San Vicente o Trafalgar y asumiendo con posterioridad importantes cargos en el organigrama de la Armada hasta su fallecimiento en 1835.

Poco durará el recuerdo al belicoso almirante. Entre 1868 y 1875 la calle se llamará Calvo Asencio, en esta ocasión, en recuerdo al fundador del periódico Iberia y prócer político del periodo revolucionario en Sevilla en torno a 1854. Por fin, en 1875, recuperará su nombre primitivo, Imagen, para no volver a ser modificado hasta nuestros días. 

Un año clave, en principio, para Imagen será 1911, cuando el Ayuntamiento decida acometer un ambicioso plan de ensanches que traerá consigo la apertura de la Avenida de la Constitución y la creación de un eje desde la Campana a la Puerta Osario, lo que traerá consigo la actual configuración de calles como Martín Villa o Laraña e incluso, en su momento, la demolición del Mercado de la Encarnación. Papel decisivo en estas reformas urbanísticas ostentará el entonces alcalde Antonio Halcón, a quien los sevillanos pondrán el apodo de "Alcalde Palanqueta" por los derribos y reformas que sufrieron determinadas zonas de la ciudad bajo sus diferentes mandatos al frente del consistorio de la Plaza de San Francisco. 

¿Qué ocurrirá con Imagen? No será hasta 1956 cuando comiencen las demoliciones, desapareciendo una barreduela en su mitad, y a comienzos de los sesenta se irán construyendo las nuevas y modernas edificaciones que harán desaparecer todo su carácter decimonónico. Con construcciones como la del número 2, obra de los arquitectos Arévalo Camacho y Costa Valls, lo contemporáneo se abría paso en el corazón de la ciudad. Oficinas y bajos comerciales con soportales serán desde entonces la seña de identidad de esta calle, muchos recordarán aquello de quedar en la esquina de Cortefiel, los cafés de madrugada para noctámbulos en el Spala (el bar que nunca cerraba) o incluso la anécdota de la tienda de colchones junto al monumento a Sor Ángela donde en una ocasión un cliente se quedó profundamente dormido al probar uno. 

Amplio escenario para procesiones y cofradías, refugio en días de ansiada lluvia, la torre inclinada de San Pedro se asoma en su extremo, mientras el tráfico rodado que nunca cesa se adueña de sus calzadas, mientras que al fondo se distingue la estructura de madera las Setas de la Encarnación, pero esa, esa ya es otra historia...